jueves, 16 de junio de 2022

Rilke y la Inmaculada de la capilla Oballe

Toledo es una ciudad del cielo y de la tierra

(R. M. R.)

 

Una tarde soleada de 1906, el poeta más poeta del siglo XX, Rainer María Rilke (1875-1926), entró en el apartamento parisino de su amigo español, el pintor Ignacio Zuloaga. La luz inundaba el salón. Y entonces, ante la mirada perpleja del poeta, aparecieron tres lienzos de El Greco: “La estigmatización de San Francisco de Asís”, “San Antonio” y “La Anunciación”. Quedó sobrecogido: “sólo tengo un anhelo: viajar a Toledo”. Como él mismo confesó a su amiga: “el descubrimiento del Greco fue uno de los sucesos más grandes de mis dos o tres últimos años”. Nacido en Praga, el delicado poeta se sintió siempre un apátrida, aunque su corazón sintió a Venecia, Toledo y Duino como “patrias del alma”.

Habrán de pasar 6 años hasta que Rilke pueda cumplir su sueño de encontrarse con El Greco. Nada más llegar a la ciudad imperial le llamaron la atención las cadenas de los “cristianos cautivos colgadas en la Iglesia de San Juan de los Reyes”. Todo en Toledo le asombra. A veces cruza el Tajo por alguno de sus puentes, contempla el paisaje y pasea por las rocas y colinas hasta el anochecer. Una noche, al pasar por el puente de San Martín: “Estaba yo en el maravilloso puente de Toledo; al caer una estrella, trazando un arco lento y tenso en el espacio, cayó también -¿cómo podría decirlo?- en el espacio interior; había desaparecido el contorno delimitador del cuerpo”.

        Todos los días entra en la catedral y deambula despacio por sus naves en penumbra, cautivado por su majestuosa arquitectura y la música solemne de sus órganos, aunque su mayor admiración se dirige hacia las rejas de Villalpando que cierran la Capilla Mayor. Y tarde tras tarde le causa asombro la imagen gigante de San Cristobalón pintada en el muro. Todo es irreal en Toledo: “Las cosas tienen allí una intensidad que no es común y que no es visible a diario: la intensidad de una aparición”.


           Un buen día visita la iglesia de San Vicente. Y allí, como un fulgor, un relámpago, un rayo, la belleza de la Inmaculada de El Greco le fulmina para siempre. El Greco pintó está Inmaculada para la capilla funeraria de Isabel de Oballe, y de ahí le viene el nombre. Tradicionalmente se la venía considerando una Asunción, por su aspecto ascensional, pero la presencia de varios símbolos de las letanías lauretanas (los lirios, las rosas, el espejo, la luna, el sol, el pozo, la fuente) confirma la advocación de Inmaculada. Este lienzo es hoy la obra maestra del Museo de Santa Cruz de Toledo.

Delante del despliegue de alas de los ángeles, de sus vestidos drapeados por efecto del soplo divino, del sentido ascensional de la escena, del revuelo de vientos, torbellinos ascendentes espirituales, el poeta se sintió también él ‘asunto’ al cielo.

En la penumbra del crepúsculo, Toledo es un “sublime y terrible relicario”. Y en los cuadros del Greco encuentra a su ángel, que no es el ángel-doncel de la imaginería religiosa, sino el ángel-pájaro que surca sin descanso el mundo de los vivos y los muertos. Y aquel ángel de la Inmaculada es el más hermoso de todos. Sus pies rozan un macizo de flores (rosas y azucenas) y sus manos tocan la túnica de la Virgen. Y es esa ingravidez angelical la que dota de una fuerza increíble a todo el lienzo. En Toledo “convergen las miradas de los vivos, de los muertos y de los ángeles”.

Lo mejor de su poesía contenida en Elegías de Duino, parte, según el escritor Peñalver, de la revelación de El Greco y de Toledo. Para Rilke solo la poesía puede unir al hombre con el mundo, lo mismo que El Greco, en su   Inmaculada, aúna en un lienzo el mundo celestial y el mundo terrenal. El poeta y el pintor son capaces de unir el mundo visible e invisible en unos versos o en un cuadro.

       María, vestida con túnica roja y manto azul de imponentes proporciones, aparece suspendida en una atmósfera celeste. La figura angélica sirve de unión entre la imagen mariana y el mundo terrenal, interpretado abajo, a la izquierda, con una vista de la ciudad de Toledo.


   Diversos especialistas han subrayado el carácter ascensional de la composición, que se inicia sobre el macizo floral de la zona inferior, desde los pies del ángel y culmina en el rostro de la Virgen, describiendo ambas figuras una línea y un movimiento serpenteantes. Todo es irreal, y a la vez todo verdadero. Hay una luz indefinible, sobrenatural; las formas de las figuras se deforman, pero nosotros las percibimos aún más hermosas, si cabe. Los coros angélicos dibujan una especie de corona alrededor del rostro sereno de la Virgen María. La paloma flamea e irradia su blancura sobre la composición entera. Las colinas toledanas reverdecidas, la niebla que parece cubrir el puente, las velas desplegadas de un barco sobre el Tajo, la muralla zigzagueante, las rosas y los lirios surgidos de la nada, realismo poético, bodegón a lo divino. Todo crea una atmósfera de intensa espiritualidad, un espacio vibrante, de contornos indefinidos, colores incandescentes, nieblas del río, vientos divinos ascendentes. Escuchamos los sonidos de los ángeles músicos y olemos la fragancia de las flores, la humedad de la niebla. El cielo con sus alados querubines, y la tierra con su puente y su río. Los sentidos nos engañan sobre lo que vemos. El espíritu nos confirma lo que sentimos allá en los adentros. Todo invita a la admiración y al estupor, al gozo inefable y a la contemplación gozosa. Basta pararse unos minutos, contemplar la escena, para entender el arrebato y el éxtasis que el poeta checo sintió en aquel noviembre de 1912.  Escribiría:

 

Óleo delicado que la altura quiere,
estela azul que el incensario eleva,
música de laúd compuesta hacia lo alto,
leche del mundo, brota,

apaga la sed del cielo, que es aún pequeño, y nutre
todo lo que en ti duerme, como el reino que llora:
te has transformado en oro como la alta espiga,
te has vuelto pura como una imagen de agua.

Al igual que nosotros, cuando es de noche, oímos
en soledad cómo las fuentes brotan:
así estás tú ascendiendo, enteramente sola
delante de nosotros. Y como en una aguja

quiere enhebrarse en ti mi larga mirada
antes de que huyas de este mundo visible,
y la arrastres así, aunque quede muy blanca,
a través del azul auténtico del cielo.

 


Rainer María Rilke tuvo un final digno de su poesía. La muerte coronó su vida a los 50 años. Si es que existen muertes buenas, no es posible imaginar una mejor para Rilke. El poeta falleció a los pocos días de  pincharse con la espina de una rosa. Estaba haciendo un ramo de flores para ofrecérselo a una amiga que venía a visitarle. La herida se infectó y le acabó produciendo una septicemia. Después de su muerte se descubrió que padecía leucemia.

           Pero quien contempla esta Inmaculada Oballe en el Museo de Santa Cruz de Toledo, como a mí mismo me sucedió hace escasos días, tiene la certeza de que fueron las espinas de las rosas del cuadro de El Greco las que verdaderamente hirieron de muerte al vate. ¡Perfecta justicia poética!












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