Toledo es una ciudad del cielo y de la tierra
(R. M. R.)
Una tarde soleada de 1906, el poeta más poeta del
siglo XX, Rainer María Rilke (1875-1926), entró en el apartamento parisino de
su amigo español, el pintor Ignacio Zuloaga. La luz inundaba el salón. Y
entonces, ante la mirada perpleja del poeta, aparecieron tres lienzos de El
Greco: “La estigmatización de San
Francisco de Asís”, “San Antonio” y “La Anunciación”. Quedó sobrecogido: “sólo tengo un anhelo: viajar a Toledo”.
Como él mismo confesó a su amiga: “el descubrimiento del Greco fue uno de
los sucesos más grandes de mis dos o tres últimos años”. Nacido en Praga,
el delicado poeta se sintió siempre un apátrida, aunque su corazón sintió a
Venecia, Toledo y Duino como “patrias del alma”.
Habrán de pasar 6 años hasta que Rilke pueda cumplir su sueño de encontrarse
con El Greco. Nada más llegar a la ciudad imperial le llamaron la atención las
cadenas de los “cristianos cautivos colgadas en la Iglesia de San Juan de
los Reyes”. Todo en Toledo le asombra. A veces cruza el Tajo por alguno de sus
puentes, contempla el paisaje y pasea por las rocas y colinas hasta el
anochecer. Una noche, al pasar por el puente de San Martín: “Estaba yo en el
maravilloso puente de Toledo; al caer una estrella, trazando un arco lento y
tenso en el espacio, cayó también -¿cómo podría decirlo?- en el espacio
interior; había desaparecido el contorno delimitador del cuerpo”.
Todos los días entra en la catedral y deambula despacio por sus naves en penumbra, cautivado por su majestuosa arquitectura y la música solemne de sus órganos, aunque su mayor admiración se dirige hacia las rejas de Villalpando que cierran la Capilla Mayor. Y tarde tras tarde le causa asombro la imagen gigante de San Cristobalón pintada en el muro. Todo es irreal en Toledo: “Las cosas tienen allí una intensidad que no es común y que no es visible a diario: la intensidad de una aparición”.
Un buen día visita la iglesia de San Vicente. Y allí, como un fulgor, un relámpago, un rayo, la belleza de la Inmaculada de El Greco le fulmina para siempre. El Greco pintó está Inmaculada para la capilla funeraria de Isabel de Oballe, y de ahí le viene el nombre. Tradicionalmente se la venía considerando una Asunción, por su aspecto ascensional, pero la presencia de varios símbolos de las letanías lauretanas (los lirios, las rosas, el espejo, la luna, el sol, el pozo, la fuente) confirma la advocación de Inmaculada. Este lienzo es hoy la obra maestra del Museo de Santa Cruz de Toledo.
Delante del despliegue de alas de los
ángeles, de sus vestidos drapeados por efecto del soplo divino, del sentido
ascensional de la escena, del revuelo de vientos, torbellinos ascendentes
espirituales, el poeta se sintió también él ‘asunto’ al cielo.
En la penumbra del
crepúsculo, Toledo es un “sublime y terrible relicario”. Y en los cuadros del
Greco encuentra a su ángel, que no es el ángel-doncel de la imaginería
religiosa, sino el ángel-pájaro que surca sin descanso el mundo de los vivos y
los muertos. Y aquel ángel de la Inmaculada es el más hermoso de todos. Sus
pies rozan un macizo de flores (rosas y azucenas) y sus manos tocan la túnica
de la Virgen. Y es esa ingravidez angelical la que dota de una fuerza increíble
a todo el lienzo. En Toledo “convergen las miradas de los vivos, de los
muertos y de los ángeles”.
Lo mejor de su poesía
contenida en Elegías de Duino, parte, según el escritor Peñalver, de la
revelación de El Greco y de Toledo. Para Rilke solo la poesía puede unir al
hombre con el mundo, lo mismo que El Greco, en su Inmaculada, aúna en un lienzo el mundo
celestial y el mundo terrenal. El poeta y el pintor son capaces de unir el
mundo visible e invisible en unos versos o en un cuadro.
María, vestida con túnica roja y manto azul de imponentes proporciones, aparece suspendida en una atmósfera celeste. La figura angélica sirve de unión entre la imagen mariana y el mundo terrenal, interpretado abajo, a la izquierda, con una vista de la ciudad de Toledo.
Diversos especialistas han subrayado el carácter ascensional de la composición,
que se inicia sobre el macizo floral de la zona inferior, desde los pies del
ángel y culmina en el rostro de la Virgen, describiendo ambas figuras una línea
y un movimiento serpenteantes. Todo es irreal, y a la vez todo verdadero. Hay
una luz indefinible, sobrenatural; las formas de las figuras se deforman, pero
nosotros las percibimos aún más hermosas, si cabe. Los coros angélicos dibujan
una especie de corona alrededor del rostro sereno de la Virgen María. La paloma
flamea e irradia su blancura sobre la composición entera. Las colinas toledanas
reverdecidas, la niebla que parece cubrir el puente, las velas desplegadas de
un barco sobre el Tajo, la muralla zigzagueante, las rosas y los lirios
surgidos de la nada, realismo poético, bodegón a lo divino. Todo crea una
atmósfera de intensa espiritualidad, un espacio vibrante, de contornos
indefinidos, colores incandescentes, nieblas del río, vientos divinos
ascendentes. Escuchamos los sonidos de los ángeles músicos y olemos la
fragancia de las flores, la humedad de la niebla. El cielo con sus alados
querubines, y la tierra con su puente y su río. Los sentidos nos engañan sobre
lo que vemos. El espíritu nos confirma lo que sentimos allá en los adentros. Todo
invita a la admiración y al estupor, al gozo inefable y a la contemplación
gozosa. Basta pararse unos minutos, contemplar la escena, para entender el
arrebato y el éxtasis que el poeta checo sintió en aquel noviembre de
1912. Escribiría:
Óleo delicado que la
altura quiere,
estela azul que el incensario eleva,
música de laúd compuesta hacia lo alto,
leche del mundo, brota,
apaga la sed del
cielo, que es aún pequeño, y nutre
todo lo que en ti duerme, como el reino que llora:
te has transformado en oro como la alta espiga,
te has vuelto pura como una imagen de agua.
Al igual que nosotros,
cuando es de noche, oímos
en soledad cómo las fuentes brotan:
así estás tú ascendiendo, enteramente sola
delante de nosotros. Y como en una aguja
quiere enhebrarse en
ti mi larga mirada
antes de que huyas de este mundo visible,
y la arrastres así, aunque quede muy blanca,
a través del azul auténtico del cielo.
Rainer María Rilke tuvo un final digno de su poesía. La muerte coronó
su vida a los 50 años. Si es que existen muertes buenas, no es posible imaginar
una mejor para Rilke. El poeta falleció a los pocos días de pincharse con la espina de una rosa. Estaba
haciendo un ramo de flores para ofrecérselo a una amiga que venía a
visitarle. La herida se infectó y le acabó produciendo una septicemia.
Después de su muerte se descubrió que padecía leucemia.
Pero quien contempla esta Inmaculada Oballe en el Museo de Santa Cruz de Toledo, como a mí mismo me sucedió hace escasos días, tiene la certeza de que fueron las espinas de las rosas del cuadro de El Greco las que verdaderamente hirieron de muerte al vate. ¡Perfecta justicia poética!
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