lunes, 27 de junio de 2022

La Sierra de la ceniza

 


Bomberos exhaustos en medio de un paisaje dantesco. Corzos y ciervos achicharrados. Animales cegados por el fuego que caminan a trompicones en una oscuridad total. Agentes forestales que lloran impotentes. Aldeanos sin más herramientas que una azada para combatir un fuego apocalíptico. Una meteorología adversa de vientos y temperaturas  altísimas para esta época del año. Voluntarios agotados con pocos más medios que sus manos y su corazón de buena voluntad. Ganaderos desesperados que caminan errabundos por un desierto negro y que guían su atajo de vacas y ovejas, desconcertadas y de miradas perdidas, en busca de pastos que ya no existen. Casas reducidas a escombros calcinados. Campesinos evacuados a polideportivos como en tiempos de guerra. Políticos inoperantes de verborrea fácil, y mudos de soluciones. Políticas antiincendios precarias e insuficientes. Mandamases de foto y de promesas millonarias con cámaras alrededor. Lobeznos sorprendidos en sus madrigueras y abrasados vivos en su incipiente vida. La España vaciada convertida en España calcinada. La rabia por doquier. Los gritos y los insultos ante la caravana de coches oficiales de cristales ahumados y brillos metalizados. El olor a madera quemada que pone ceniza en la boca. El aire irrespirable que quema los pulmones. Las columnas de fuego que avanzan inexorables como batallón imparable. Las blasfemias. Las noches sin dormir de los que combaten a un enemigo mil veces más fuerte que ellos. Los soldados desplegados por caminos, pistas y carreteras, en su intento inútil de vencer lo invencible. En pocos días, casi en horas, el paraíso de Sierra de la Culebra, parque natural, reserva de biosfera, convertida en tierra quemada, en infinita paramera de ceniza. Los jinetes del apocalipsis con sus lenguas azules, rojas, amarillas, naranjas, se enseñorean de 30.000 hectáreas. Se dice pronto y bien treinta mil hectáreas. El mayor incendio que se recuerda en este territorio. Los castaños centenarios convertidos en antorchas gigantes. Las abejas y su dulce mil desaparecidas del territorio. La pobreza se instala una vez más en los pueblecitos de cuatro casas de piedra, cuatro pastores, cuatro apicultores, cuatro cazadores. La caza mayor, importante recurso en la zona, abatida para la próxima década. Todo es llama, humo y ceniza. Todo es muerte.

Las ayudas sólo llegan de palabra, y son siempre millonarias. Las verdaderas ayudas llegarán con cuentagotas y se podrán contar en céntimos. Los ojos de los aldeanos que ahora tienen cincuenta años o más, y que vivían de la Sierra, ya no conocerán en sus vidas el verdor de los árboles y de la hierba, el olor a jara, cantueso y aulaga. Ya no conocerán la vida animal retozar en ese edén de la provincia de Zamora. Ahora pueden llorar, sin vergüenza, su dramático destino, gris y negro.

Mientras tanto, en una España de parados, de subsidios y de subvenciones, de clientelismo y de votos asegurados, de ecologismo de salón y de pancarta, nadie habla, ni por asomo, de cuidar  y limpiar los bosques, de prevenir los incendios y de combatir el fuego con los medios necesarios y a la altura de los desafíos de este cambio climático que enloquece la tierra con sus catástrofes y su borrachera de calores, tormentas y aguaceros a destiempo.

El fuego desaparecerá de los telediarios y de las rotativas de los periódicos. Entonces solo quedarán las vidas empobrecidas de los que un día vivieron con su honrado trabajo en esta hermosura de la naturaleza conocida como Sierra de la Culebra, convertida ahora en un infinito campo calcinado, donde la mirada es incapaz de deambular sin lágrimas y sin tristeza, sin opresión en el pecho y sin pesadumbre en el alma.














          Y sin embargo, en medio de esta naturaleza devastada, en medio de un paisaje que parecía no tener cabida para la esperanza, un cervatillo indeciso y confundido vino a refugiarse entre las piernas de un ser humano, un miembro de una brigada cántabra que había acudido a combatir el incendio. Lo acunó entre sus brazos. Y la mirada del cervatillo, con esos ojos humanos con los que a veces miran los animales en su sufrimiento, parece dar aún un voto de confianza a esta especie que llamamos 'humana'.  



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