Bomberos exhaustos en
medio de un paisaje dantesco. Corzos y ciervos achicharrados. Animales cegados
por el fuego que caminan a trompicones en una oscuridad total. Agentes forestales
que lloran impotentes. Aldeanos sin más herramientas que una azada para
combatir un fuego apocalíptico. Una meteorología adversa de vientos y temperaturas
altísimas para esta época del año. Voluntarios
agotados con pocos más medios que sus manos y su corazón de buena voluntad. Ganaderos
desesperados que caminan errabundos por un desierto negro y que guían su atajo
de vacas y ovejas, desconcertadas y de miradas perdidas, en busca de pastos que
ya no existen. Casas reducidas a escombros calcinados. Campesinos evacuados a
polideportivos como en tiempos de guerra. Políticos inoperantes de verborrea fácil,
y mudos de soluciones. Políticas antiincendios precarias e insuficientes.
Mandamases de foto y de promesas millonarias con cámaras alrededor. Lobeznos
sorprendidos en sus madrigueras y abrasados vivos en su incipiente vida. La
España vaciada convertida en España calcinada. La rabia por doquier. Los gritos
y los insultos ante la caravana de coches oficiales de cristales ahumados y
brillos metalizados. El olor a madera quemada que pone ceniza en la boca. El
aire irrespirable que quema los pulmones. Las columnas de fuego que avanzan
inexorables como batallón imparable. Las blasfemias. Las noches sin dormir de
los que combaten a un enemigo mil veces más fuerte que ellos. Los soldados
desplegados por caminos, pistas y carreteras, en su intento inútil de vencer lo
invencible. En pocos días, casi en horas, el paraíso de Sierra de la Culebra,
parque natural, reserva de biosfera, convertida en tierra quemada, en infinita
paramera de ceniza. Los jinetes del apocalipsis con sus lenguas azules, rojas,
amarillas, naranjas, se enseñorean de 30.000 hectáreas. Se dice pronto y bien
treinta mil hectáreas. El mayor incendio que se recuerda en este territorio. Los
castaños centenarios convertidos en antorchas gigantes. Las abejas y su dulce
mil desaparecidas del territorio. La pobreza se instala una vez más en los
pueblecitos de cuatro casas de piedra, cuatro pastores, cuatro apicultores,
cuatro cazadores. La caza mayor, importante recurso en la zona, abatida para la
próxima década. Todo es llama, humo y ceniza. Todo es muerte.
Las ayudas sólo llegan de
palabra, y son siempre millonarias. Las verdaderas ayudas llegarán con
cuentagotas y se podrán contar en céntimos. Los ojos de los aldeanos que ahora
tienen cincuenta años o más, y que vivían de la Sierra, ya no conocerán en sus
vidas el verdor de los árboles y de la hierba, el olor a jara, cantueso y aulaga.
Ya no conocerán la vida animal retozar en ese edén de la provincia de Zamora.
Ahora pueden llorar, sin vergüenza, su dramático destino, gris y negro.
Mientras tanto, en una
España de parados, de subsidios y de subvenciones, de clientelismo y de votos
asegurados, de ecologismo de salón y de pancarta, nadie habla, ni por asomo, de
cuidar y limpiar los bosques, de
prevenir los incendios y de combatir el fuego con los medios necesarios y a la
altura de los desafíos de este cambio climático que enloquece la tierra con sus
catástrofes y su borrachera de calores, tormentas y aguaceros a destiempo.
El fuego desaparecerá de
los telediarios y de las rotativas de los periódicos. Entonces solo quedarán
las vidas empobrecidas de los que un día vivieron con su honrado trabajo en
esta hermosura de la naturaleza conocida como Sierra de la Culebra, convertida
ahora en un infinito campo calcinado, donde la mirada es incapaz de deambular
sin lágrimas y sin tristeza, sin opresión en el pecho y sin pesadumbre en el
alma.
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