Hace un año España
vivió una de sus peores catástrofes naturales. Las lluvias torrenciales se
desataron y, en cuestión de pocas horas, el agua arrolló con violenta velocidad
todo lo que encontró a su paso. Con el paso de las horas, la tragedia alcanzó
cifras escalofriantes: 224 muertos, centenares de heridos, casas y negocios
destrozados, coches arruinados, tierras anegadas. Las crónicas de aquellos días
nos dejaron nombres de localidades que pertenecen ya a la memoria colectiva,
angustiada y desesperanzada, de este país: Paiporta, Catarroja, Algemesí,
Torrent, Cheste, Utiel… Sin agua, sin electricidad, sin alimentos, sin casa,
sin trabajo… miles de personas sintieron el peso insoportable de la adversidad.
Me temo que no hay ni maestros buenos ni lecciones buenas para quien no quiere
aprender. Pero la Dana, hace doce meses, nos dejó algunos recados, nos
transmitió algunos mensajes.
1.- La irrupción de lo imprevisto.
Nadie nos prepara para
las desgracias. Bien cierto es. En nuestras vidas planificadas al milímetro no
hay espacio para lo imprevisto. Y menos para que lo imprevisto irrumpa de forma
violenta y nos lleve todas nuestras seguridades, todo nuestro confort, todas
esas pequeñas e importantes cosas. Sabemos el restaurante en el que comeremos dentro
de dos meses, la isla a la que nos marcharemos de vacaciones. La tienda donde compraremos
la ropa de invierno, el gimnasio al que nos apuntaremos, cuánto nos quedará de
jubilación. Conocemos los muebles que pondremos en la cocina reformada o tenemos
en el móvil las entradas del concierto del próximo verano. Todo previsto y
planificado. Todo agendado. Sabemos lo que haremos, mañana, el verano
siguiente, las navidades próximas, los viajes una vez que nos jubilemos…
Tenemos el seguro de la casa, el del coche, el de vacaciones y el del avión.
Nada puede salir mal. Nuestra vida está programada, casi casi hasta el día que
entremos en la residencia de ancianos. Tal vez pensemos que nuestras vidas son
perfectas. Pero no lo son. Nuestras vidas son frágiles. Increíblemente
vulnerables. Y mira por dónde una nube puso patas arriba las vidas, nuestras o
de nuestros seres queridos, las casas, los coches, las tierras, hasta las
fotografías amadas de nuestros abuelos y el recuerdo del viaje de novios. En
nuestras vidas diseñadas, en nuestras vidas perfectamente perfectas no hay ni
un solo resquicio por donde podamos ver que el ser humano siempre vivirá a la
intemperie, aunque se crea a salvo en su búnker de confort y bienestar.
Aprender que la fragilidad nos conforma como seres humanos, aceptar que la
irrupción de lo imprevisto puede ocurrir en nuestras previsibles vidas, es
también una enseñanza.
2.- Políticos a la greña y tareas no hechas
Y mientras el pueblo
lloraba sus muertos y sus casas perdidas y sus futuros golpeados de repente, ¿a
qué se dedicaron los políticos y los partidos? Básicamente a lo de siempre: a
insultarse y a echarse la culpa unos a otros. El indecoroso juego de ganar
votos o no perderlos en el río revuelto, nunca mejor dicho, de la catástrofe.
Mintieron desde el primer momento los responsables autonómicos, Mazón a la
cabeza, en un relato de lo que sucedió en las primeras horas y de porqué
fallaron tantas cosas. Se equivocó o mintió la Agencia Estatal de Meteorología.
La Confederación Hidrográfica del Júcar pecó por omisión, al no haber llevado a
cabo los muchos planes de obras que en su día debieron ejecutarse para
minimizar el impacto de una riada. El Gobierno de España hizo dejación de
funciones, con Sánchez a la cabeza, diciendo aquella estolidez de “si necesitan algo, que lo pidan”. Una
vez más comprobamos que el Gobierno utiliza varas de medir muy diferentes si se
trata de autonomías de mi color o de un color distinto. ¿Cómo hubiera actuado
el Presidente del Gobierno si la catástrofe hubiese ocurrido en Cataluña? Pero
la culpa no sólo fue de los políticos: Los bosques estaban llenos de árboles
caídos que arrastrados por la tormenta taponaron los puentes, tal vez porque
hay mil impedimentos para cortar un árbol enfermo. Los barrancos estaban llenos
de escombros ilegales que las constructoras habían abandonado, para ahorrarse
las tasas, y que aumentaron significativamente la capacidad destructora del
agua. Los ecologistas con sus continuas trabas a cualquier modificación del
ecosistema impidieron varias obras. Los periodistas, no todos, se dedicaron a
encender aún más los ánimos, defendiendo a capa y a espada a los amos que cada
día les pagan la cuota de su fidelidad perruna. Hay una culpa política y una
culpa de una sociedad entera que prefiere que los gobiernos gasten el dinero en
festejos populares, bonos de renfe y bus gratis, y subvenciones inservibles. Y
también eso es preciso reconocerlo. Luego, cuando llega la riada o el fuego,
todos lamentamos no dedicar más recursos a cosas serias y necesarias.
3.- El pueblo salvó al pueblo
Los vecinos de la casa
de al lado. Y los vecinos de mil kilómetros más allá no fallaron. El pueblo no
falló. Los voluntarios llegaron en oleadas a las estaciones de trenes y
autobuses, con su esterilla, su saco de dormir, sus botas y su escoba. No pocos
agricultores abandonaron sus cultivos y se presentaron con sus tractores y
palas en el lugar de la tragedia. Los restaurantes guisotearon durante semanas
en perolas comunales para repartir un plato caliente. De todos los rincones de
España llegaron donativos. Muchos empresarios, medianos o fuertes, ayudaron
desde el primer momento. Policías, bomberos, cuerpos del ejército estuvieron
donde tuvieron que estar, con el pueblo de donde proceden. Con espíritu de
sacrificio y oficio, se los vio por todas partes solucionando con eficacia,
tantos destrozos. Médicos, psicólogos, cuidadores de ancianos, trabajadores
sociales llegaron sin cobrar un duro. Universitarios y asociaciones culturales
y deportivas estuvieron en los lugares del fango y del dolor. Las calles y las
plazas embarradas se convirtieron en calles y plazas de la solidaridad. La
gente abrió sus casas para acoger a los que se habían quedado sin ella. Acercaron
mantas, ropa de abrigo o bocadillos a los polideportivos donde muchos encontraron
un techo provisional, tanto damnificados como voluntarios.
Hubo también mucha
desfachatez y muchas ganas de acaparar protagonismo y votos. Hubo ayuntamientos
y diputaciones que solicitaron a los ciudadanos que depositaran alimentos en
sus instituciones. ¿Pero en qué cabeza cabe que los ayuntamientos pidan a los
ciudadanos kilos de arroz y galletas? ¿Es que una ciudad no tiene doscientos
mil euros para donar a otra ciudad hermana? ¿No existen acaso la Cruz Roja,
Cáritas o el Banco de Alimentos que son las instituciones expertas en estas
tareas, que tienen miles de voluntarios, que saben cómo llegar a los sitios,
que tienen entidades abiertas en cualquier punto de España? Hacerse el bueno con
el paquete de galletas que una humilde vecina de un barrio llevó hasta el ayuntamiento
me parece el colmo de la desfachatez. A veces me sorprende que los ciudadanos sigan
fiándose.
4.- Los hábitos embarrados
Los vimos por todas
las partes. Desde el obispo, los sacerdotes, los diáconos, las religiosas y
religiosos, los catequistas y las sociedades de Iglesia. Salieron al barro de
la vida, al fango de la tragedia, desde el primer momento y todavía continúan.
Salieron con sus hábitos, sus sotanas, su camisa negra y su alzacuello blanco,
sus tocas y sus crucifijos sobre el pecho. Estuvieron donde tenían que estar: quitando
el barro de los comercios, de las aceras, de las casas, de las iglesias.
Consolando a los inconsolables, repartiendo pan y esperanza, rezando cuando la
noche caía en las tiendas de campaña, abrazando otros cuerpos embarrados y
otros corazones llenos de desolación. Repartiendo agua y bocadillos, llevando
velas para las casas sin luz, limpiando comedores, iglesias y residencias de
ancianos. Los cristianos supieron y quisieron estar donde se los necesitaba y
donde les urgía el amor de Cristo. Sólo tuvieron que calzarse las botas de
agua, a veces ni siquiera eso, porque no había para todos. Dejaron conventos,
colegios, monasterios, palacios, oficinas, parroquias, comunidades y ermitas y
se arremangaron, sin miedo a que el barro y el fango manchase sus cuidados hábitos.
5.- El examen de Paiporta
Y
ya para finalizar, me gustaría hablar de algo que a mí me llamó poderosamente la
atención. A los pocos días de la tragedia, los Reyes se presentaron en el
epicentro de la tragedia. Hasta entonces el presidente del Gobierno no había
hecho acto de presencia, tal vez porque los votos de aquella tierra no le
servían para su permanencia en la Moncloa. Pero también él acompañó a los
Reyes. En Paiporta, como todos sabemos, la rabia y la ira, largamente
contenidas en las horas previas, estalló contra la comitiva. Hubo gritos e insultos.
Voces y barro arrojado con rabia y puntería. Pero Felipe y Leticia permanecieron
en su sitio, con su pueblo, escuchando su ira y su desconsuelo. No habían ido a
Paiporta para recibir aplausos, sino para tratar de entender y llevar el calor
de toda España. Dieron la cara. Aguantaron los gritos y los barros. Lograron
apagar los insultos y escuchar de primera mano sus quejas, su dolor y sus historias
de desconsuelo. Antes de que la visita finalizase, recibieron el abrazo de
muchos ciudadanos de a pie. También una excusa: “No es contra vosotros”. Por tres veces el Jefe de Seguridad de la
Casa Real pidió al Rey que abandonara el escenario, pero con la valentía de un
soldado, permaneció en su sitio, en el vendaval. La ira también explotó contra
el presidente del Gobierno. Un individuo golpeó con una pala el coche de Pedro
Sánchez. Así que este abandonó rápidamente el escenario de barro y fango, como
las ratas abandonan el barco. Es fácil hablar en las ruedas de prensa de la
Moncloa, donde se prohíben las preguntas incómodas. Es fácil hablar en los
polideportivos, donde los aplaudidores están garantizados. Permanecer en el
fango de la vida real no es fácil. El pueblo contrastó el coraje de su rey y la
cobardía del presidente del Gobierno. Las encuestas al día siguiente daban un 7
a los Reyes y un 2 a Sánchez. Al finalizar la visita, el rey quiso hablar en
una improvisada rueda de prensa. Fue algo insólito. Pedro Sánchez permaneció
durante la misma con cara de póker. La actitud
valiente de rey fue para él una humillación y una bofetada. Un fotógrafo
hizo la foto del día durante la rueda de prensa. Las botas de Felipe VI, manchadas de barro. Los zapatos de Pedro
Sánchez, impolutos. Paiporta hizo un examen. Y cada uno obtuvo la nota que se
merecía.
***
Hace un año la Dana nos dejó algunos recados, nos transmitió algunos mensajes. ¿Habremos aprendido algo? Sobre todo, ¿habrá aprendido algo la clase política con su obstinada negativa a hacer autocrítica y a reconocer los propios errores? Y también como sociedad civil, como pueblo, ¿hemos sacado alguna lección de esa catástrofe?
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