Erik me enseña el proceso del vermicompost. Es un proyecto nuevo de la misión guaneliana en Guatemala. Ha sido
subvencionado en parte por Puentes y en parte por el Ayuntamiento de
Valladolid. En unos contenedores de plástico hay miles de lombrices. Es ahí
donde se vierte la pulpa sobrante del proceso del, así como otras mondas
de frutas y verduras no aprovechables. Las lombrices comen esta pulpa y luego
hacen un estiércol que sirve para los viveros de cafetales que hay en la misión
y para los cafetales del bosque. Cada semana las lombrices hacen unos 10
centímetros de compost. Erik me dice que es una buena cosa, mucho mejor que los
abonos tradicionales y que, encima, sale más barato y es muy respetuoso con el
medio ambiente. Es una agricultura sostenible, por utilizar un término muy
usado en estos momentos.
Después de comer subo con los sacerdotes de la misión, Leo y Mauricio, a Santa Lucía de la Buenavista, donde celebrarán la misa. Santa Lucía es un poblado situado en lo alto de un cerro, al que se llega por un
camino de cabras por el que solamente un todoterreno puede avanzar. Las 42 familias que
viven en esta aldea sufren el aislamiento. Casi todas ellas se dedican al pastoreo de vacas. Cada mañana, muy de mañana, bajan a la aldea de Chapas, cargados con los quesos que ellos mismos elaboran y que venden en el mercado del pueblo. Y con el
dinero de la venta, pueden comprar aceite, azúcar, harina, ropa, útiles de aseo, etc. Cuando el mercado cierra, empiezan la penosa tarea de subir de nuevo a Santa Lucía, un trayecto que les lleva unas tres horas, agotadoras por el
ascenso.
En la ranchera de la misión vamos recogiendo a todas las personas que nos encontramos en el camino. Al final llegamos
con 8 mujeres, más todos los productos que llevan en las manos, en la cabeza y en la espalda.
Ante mí, un templo muy pobre, pero quizás hermosa ‘iglesia’,
hermosa asamblea de fieles. Espacio desangelado con algunas toscas imágenes de santos. Cuatro mujeres y entonan los cantos. Dos chicos jóvenes acompañan con
sus guitarras. En cuatro hojas grapadas están escritas las letras de las
canciones. Una cantora sostiene a su hijo dormido. Yo creo que toda la
chiquillería de Santa Lucía está en esta iglesia, más un buen grupo de adultos.
Al finalizar la misa, el cura, Leo, me pide que diga unas palabras. Y yo no sé
qué decir. Me cuestan las palabras, Me parecen palabras de impostura ante este pequeño grupo de cristianos que, después de una fatigosa jornada, se encuentran reunidos por una fe, que sin duda excede la mía. Me siento demasiado rico para hablar en esta iglesia. Y al mismo tiempo me siento más pobre que todos ellos. En fin, hay poco que sermonear. Únicamente pienso que Puentes
podría hacer suya alguna de las pobrezas de esta comunidad de Santa Lucía, pero ni me atrevo a decirlo ni a susurrarlo. Sólo lo anoto en mi cabeza.
Terminada la misa, salgo afuera. Observo el horizonte. Una belleza sobrecogedora para mi corazón sobrecogido. Cuando ven que miro el paisaje, un grupo de niños y sus padres me conducen unos metros más allá: un privilegiado mirador con vistas inmejorables. Los ojos abarcan todo el valle. Aquí se entiende el nombre de la aldea: Santa Lucía de Buenavista. Tal vez yo solo veo el lado hermoso del paisaje. Los lugareños saben que la belleza a veces esconde su trampa y su mentira. Una cosa es subir en coche y extasiarse ante el paisaje. Y otra vivir aquí y tener que cargar todo el santo día con tanto peso y recorrer tantas leguas. ¿Pero quién me dice a mí que esta belleza que se contempla desde este punto no descansa también sus espaldas doloridas y sus piernas cansadas? Pienso en aquella página de la biografía de Pedro Arrupe, Prepósito General de la Compañía de Jesús. Al concluir, una misa en una misión paupérrima de Sudamérica, un campesino se acercó a él y le dijo que quería hacerle un regalo, y que le acompañase. Le siguió. Poco más adelante se detuvo y le indicó un bellísimo ocaso en el horizonte. Y Arrupe siempre recordaría este regalo como uno de los más hermosos recibidos en su existencia.
Bajamos en silencio a Chapas. Quizás los tres que vamos en la camioneta no queremos perdernos un atardecer
tan espectacular. Todo el valle parece inundado en sangre, borracho de vino o salpicado por miles de pétalos de rosas rojas. Yo estoy
melancólico. Todos los adioses son melancólicos. Mañana partiré. Y en pocas horas de avión y tren estaré de nuevo en mi ciudad, donde me espera, como desde hace tanto tiempo, "el abrazo preparado y la mesa puesta".
También esta tarde en Chapas y en Santa Lucía ha tenido su afán y su moraleja: cuidar la tierra y cuidar los niños. Es decir, trabajar para que una herencia hermosa pase a las manos de las futuras generaciones. Cuidamos la Tierra porque en esos niños que nos rodean vemos una esperanza y un futuro que nosotros, probablemente, no veremos, pero que ellos alcanzarán.
Postdata: Un tiempo después, desde la Misión Guanella de Chapas
animaron a cuatro adolescentes de la aldea de Santa Lucía, dos chicos y dos chicas, para que se apuntasen
en la escuela secundaria de Chapas. Puentes pagó este proyecto. Los chicos
pernoctaban en Chapas de lunes a jueves, y pasaban el fin de semana en su aldea con su familia.
Era la primera vez que niños de esta aldea cursaban la enseñanza secundaria. Más tarde, otros niños se apuntaron en Formación Profesional. Y algunas alumnas llegaron a obtener un título universitario. Este proyecto aún sigue en pie. El viaje a Santa Lucía de Buenavista no había sido en balde.
Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Aldea de Chapas y Santa Lucía de Buenavista- Guatemala, 2010.
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