Era el día de la Inmaculada, 8 de
diciembre, patrona de la aldea de Chapas donde está situada la misión. Me
levanté a las cuatro de la mañana para asistir al canto de Las Mañanitas en la
iglesia. Había mucha gente, sobre todo mujeres. Se sucedieron durante casi una
hora oraciones y cánticos. Después, se repartió un chocolate entre todos los
asistentes.
Al acabar la misa mayor, me uní a
una excursión singular. Una vez al mes, se hace una excursión a la capital con
un grupo de 22 niños de las familias pobres de la parroquia, aunque en este
rincón de Guatemala muy pocas no lo son. Es un día de fiesta. Muchos de ellos
no han viajado nunca y, si alguna vez lo han hecho, es porque han tenido un
problema serio de salud. Acompañados por el P. Juanma y por algunos laicos, los
niños revolotean alrededor del microbús. La primera parada está situada antes
de entrar en la capital en un establecimiento de nombre Pollo Campero. Se
invita a comer a los muchachos. Para todos era la primera vez que se permitían
este pequeño lujo. Pueden elegir entre una pizza, un muslo de pollo o una
hamburguesa, con patatas fritas y ensalada. Y también pueden elegir refresco.
Mientras preparan la mesa y la comida, los niños pueden disfrutar de los
hinchables y de los toboganes que el restaurante pone a disposición de los
clientes. Es un momento de jolgorio y de alegría. Están nerviosos. La timidez
de los primeros momentos del viaje ya ha sido vencida. Y la gravedad de la escuela o la dureza del
trabajo en los cafetales ha sido interrumpida por unas horas. Pocos minutos
después, ya están locos de alegría. Da gusto verlos disfrutar tanto.
Pedro tiene el calcetín con un
agujero y cada vez que baja del tobogán, intenta recolocárselo para que no se
vea la ‘patata’, quizás consciente de su propia pobreza.
Cuando la mesa está dispuesta se
lavan las manos para comer. Cada niño tiene su bandeja delante y una corona de
papel que enseguida se ciñen en la cabeza. Y yo noto su alegría, pero quizás no
es sólo porque han elegido un plato que quizás solo ven en televisión, sino
también porque están juntos, porque alguien los quiere hasta el punto de
invitarles a una excursión, porque todo niño alberga sueños.
Jeremías va muy pobremente vestido,
quizás algo más pobre que los demás, si eso es posible. Deja sobre su plato la
mitad de la hamburguesa. Le pregunto si no le ha gustado. Y todo serio, formal
y responsable, me contesta algo que me aturde: “Es para mi hermano Ángel que está muy chiquito”. Otros niños, al
menos cuatro, recogen las sobras en una bolsa y se las llevan para casa. Un par
de voluntarios se acercan al mostrador del restaurante y vuelven con una bolsa con
fiambreras de comida que entregan a una niña preciosa para que se lo lleve a su
madre que tiene cáncer.
Subimos al autobús y nos dirigimos
al aeropuerto, pasando por la ciudad que ya está adornada para la Navidad. Los
niños llevan sus naricillas pegadas a los cristales y los ojos abiertos de par en
par para intentar ver y recordar todo lo que sucede delante de sus ojos: los
coches, las gentes caminando, los adornos de Navidad, los anuncios de colores, las
tiendas, los vendedores ambulantes, los edificios, las luces.
En el aeropuerto nos asomamos a una
de las terrazas para ver los aviones despegar y aterrizar. Es todo un
espectáculo para ellos y sin duda soñarán que algún día, cuando hayan recolectado
mucho, mucho café, podrán hacer un viaje y montar en avión.
“Cosas que
me traje en la mochila” (Guatemala, 2010) – 20 Años de Puentes
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