martes, 4 de septiembre de 2018

37.- La fe de los últimos





Estoy hablando con padre Bruno en la puerta del Seminario de Amozoc cuando vemos que una pareja de unos 45 años (después comprobaré que ambos tenían menos) cruza la verja. Son del barrio de San Andrés de las Vegas. Preguntan por Arturo, el catequista, porque esta mañana no le han entregado la cuota para la Primera Comunión de sus hijas Jasmine y Mª Jesús. Dicen también que, de momento, no pueden entregar los 300 pesos, sino solamente 200.

A partir de ahí, y durante más de una hora, Bruno y yo asistimos a una larga confesión. Ella va peinada con una cola de caballo. Lleva una falda de flores, un jersey oscuro, un delantal de cuadros verdes y blanco, medias azules y unas zapatillas de goma, que he visto también en otras mujeres. Él lleva un pantalón de dril azul y una camiseta a rayas. Ambos son muy morenos. Voy a intentar resumir la situación.

Esta mañana no pudieron venir a misa porque otra de sus hijas dio a luz con cesárea. La madre de la criatura se encuentra bien, pero el niño necesita respiración asistida. No hace mucho, a otra hija también le ocurrió algo parecido y a los pocos días les avisaron que el bebé  había muerto.

La buena mujer cree que su hija, durante el embarazo, se asustó mucho porque ella, la que nos está relatando esta historia, sufrió un aborto y, al final, tuvieron que vaciarla. También nos cuenta que su hijo Abrahán anduvo por un tiempo metido en malos rollos de droga. La madre había empezado a notar un cambio en el comportamiento del joven, y, además, no le gustaban nada las compañías con que le veía. Hasta que un día se armó de valor y siguió a su hijo. Lo sorprendió con algo en las manos. No supo de qué clase de droga se trataba, pero era alguna sustancia ‘mala’. Por aquel tiempo, su marido trabajaba fuera y ella acudió a su hermano para que hablara con Abrahán y le hiciera recapacitar. El tío afeó a su sobrino la mala vida que llevaba y le propinó una buena sarta de latigazos. La madre asistió a la escena envuelta en lágrimas. Y en los días siguientes, siguió suplicando a su hijo para que se apartase de esa mala vida. Y añade que “entre mis súplicas y el castigo de su tío, Abrahán ha vuelto a ser el hijo de antes”.

Pero lo que me llama la atención no es esta confesión a un desconocido sino que la conversación esté encarnada y sostenida por una fe incontrovertible, por una fe fuerte, confiada y, sin duda, pura e incontaminada.

En varias ocasiones: “Yo me dirigí a Jesús para que mi hijo se convirtiese”. “Yo he pedido para que el recién nacido viva”.  “He dicho a mi marido: "vamos a confiar en el Señor para aceptar lo que él nos mande, porque, si nos lo manda, es por nuestro bien”. “Mi marido se siente mal y sufre, pero yo le digo que la Virgen nos ha de amparar también en esta ocasión”.

El marido, silencioso,  y con las manos enlazadas sobre el vientre, aprieta el mentón y las manos en un intento de contenerse o de mostrarse duro. Luego, se lleva un dedo al ojo no sé si para frotárselo o para impedir el paso de una lágrima.

Bruno les dice que no se preocupen por los pesos de la primera comunión, que ya hablará él con el catequista: “Lo importante es que el niño empiece a respirar bien. Ya veréis como así es”.  Y muy probablemente lo dice desde el corazón, desde esa convicción de que Dios no puede dejar abandonados a sus pobres. Se despiden de nosotros, y después de andar unos metros, se vuelven y nos estrechan la mano con fuerza y nos la besan.

Bruno me comenta: “Es admirable esta fe. Tienen más fe que nosotros. Cuántas lecciones de fe nos dan. Por eso nosotros estamos obligados a escucharles. Sólo con escucharles les estamos haciendo un gran bien. Quererles no sólo con nuestra ayuda, sino también con nuestro tiempo”.

Y luego Bruno me cuenta una historia. Una noche le llamaron para llevar la comunión y dar la extremaunción a una mujer enferma y moribunda. Llovía. Llegó a una casa que no era casa, sino una choza hecha de tablas, láminas de corcho y de hojalata. El somier se sostenía sobre cuatro ladrillos y el agua corría a sus anchas por la habitación. Cuando terminó su ministerio, un hijo de la mujer enferma fue recogiendo unos pesos entre los que estaban presentes en la habitación para el padrecito. “Yo me sentí avergonzado. Pensaba en todas las comodidades que tenía en el Seminario. No acepté el dinero y les pedí que comprasen alimentos y medicinas para ellos. De esta experiencia volví a casa con preguntas muy amargas”.

 

Puentes: 25 años de una corriente solidaria.  Amozoc - México, 2010.

 

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