"Hablen de minusválidos, pero no hablen de derechos, carajo". Esta fue la respuesta del inspector
de policía al misionero Juanma Arija, cuando vino a quejársele de que la misión
estaba recibiendo amenazas.
Ciertamente, Guatemala no era un
sitio para hablar de derechos humanos cuando los misioneros llegaron a este rincón
del mundo allá por el año 1996. Los acuerdos de paz acababan de ser firmados y,
podemos decir, que los años de plomo habían pasado pero aún estaban muy cerca.
Los misioneros recuerdan que cuando iban a una casa a preguntar por el padre de
familia, las mujeres decían que no sabían dónde estaba, que hacía tiempo que no
lo veían, que se había ido a los Estados Unidos, etc., etc. Guardaban en su
memoria aquellos tiempos en que los militares o paramilitares venían a buscar a
los hombres, los cargaban en una camioneta y no se volvía a saber de ellos. O
volvían al cabo de unas horas, ensangrentados y hechos un guiñapo.
Los caciques eran los dueños de los
pueblos y ejercían de alcaldes o de concejales. Compraban los votos, por
ejemplo entregando un par de sacos de cemento. Amenazaban con quitarles
pequeños huertos o un terreno de cafetal, o con no darles unas míseras horas de
jornal durante la recolección. Todas estas cosas se susurraban a media voz, se
rumoreaban, pero cuando a alguien se le preguntaba exactamente en qué
consistían estas amenazas, la gente callaba por miedo, por un terror instalado
en las venas desde hacía tres décadas. Eran desconfiados por naturaleza. Y lo
primero que debían hacer los misioneros era ganarse su confianza y hacer ver a
los campesinos que ellos estaban de su parte, y no de parte de los caciques.
Costó.
Pero llegó un día en que en una
Asamblea parroquial, los chapanecos se atrevieron a levantar la mano, a contar
sus cuitas, a denunciar amenazas, a acusar a personas ‘respetables’, a decir en
voz alta nombres y apellidos. Los misioneros, especialmente Juanma Arija,
ayudaron a los lugareños a desenmascarar a los caciques y a los que se creían
los señores del mundo.
Se organizaron en la parroquia los
primeros talleres sobre Derechos Humanos y un observatorio sobre los mismos.
Las gentes, amparadas en los espacios parroquiales, empezaban a conocer sus
derechos, como trabajadores, como administrados, como guatemaltecos. Hacían un
análisis de las situaciones en que los derechos eran conculcados o simplemente
no llegaban a ese rincón de Guatemala. La mayoría de los participantes eran
mujeres, como suele ocurrir en estos asuntos.
Más tarde harían perder las
elecciones a un auténtico bandido, implicado incluso en el asalto a la Embajada
de España en el año 1980 y donde murió, entre otros, el padre de la premio
Nobel Rigoberta Menchú. Hasta entonces se había creído impune y había obrado
como tal.
Años después, llegó la batalla
contra las multinacionales canadienses de la minería que querían asentarse en
la zona. Había sucedido ya en otros departamentos de Guatemala. Compraban las
tierras a los campesinos, con la promesa de convertirlos en trabajadores de la
explotación minera. Mediante un sistema de irrigación con un altísimo
porcentaje de mercurio, lo que no está permitido en ningún país del primer
mundo, en poco tiempo recuperaban en plata la inversión hecha. Y se largaban.
Los antiguos campesinos se quedaban sin trabajo. Sus tierras, después de la
explotación a la que había sido sometida, no servían para ningún cultivo
durante años. Era la ruina.
En este terreno, los chapanecas,
también ayudados por el propio obispo y por la Iglesia, lograron algunas
victorias sonoras, lo que puso en el punto de mira al misionero Juanma. Era un
extranjero incómodo. Es verdad que inició muchos fuegos, algunos innecesarios.
Y que su apasionamiento le jugó malas pasadas. Antes de empezar una batalla,
hay que calcular las fuerzas. Quizás pecó de imprudente o de ingenuo, pero la
razón le acompañaba. Las amenazas se sucedieron y empezó a notar que le estaban
siguiendo los pasos. Una noche, una llamada telefónica desde la Embajada
Española le advirtió que le estaban preparando una emboscada y que podía
resultar fatal. Le insistieron para que se fuera directamente al aeropuerto,
por lo menos hasta que se calmasen las aguas. No podía esperar ni una hora más.
Así lo hizo. Por caminos alternativos logró salir de Chapas y llegar al
aeropuerto de la Ciudad de Guatemala, y salir del país.
La misión Guanella decidió
replantear el asunto, para no correr riesgos innecesarios. Eligió la vía de la
prudencia y de la diplomacia. Seguir trabajando los derechos humanos pero sin
caer en el éxito efímero del altoparlante y la pancarta.
“Cosas que
me traje en la mochila” (Guatemala, 2010) – 20 Años de Puentes
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