martes, 4 de septiembre de 2018

40.- “Hablen de minusválidos, pero no hablen de derechos, carajo”



"Hablen de minusválidos, pero no hablen de derechos, carajo". Esta fue la respuesta del inspector de policía al misionero español Juanma Arija, cuando vino a quejársele de que la misión guaneliana de la aldea de Chapas (Guatemala) estaba recibiendo amenazas.

Ciertamente, Guatemala no era un sitio para hablar de derechos humanos cuando los misioneros llegaron a este rincón del mundo allá por el año 1996. Los acuerdos de paz acababan de ser firmados y, podemos decir, que los años de plomo habían pasado pero aún estaban muy cerca. Los misioneros recuerdan que cuando iban a una casa a preguntar por el padre de familia, las mujeres decían que no sabían dónde estaba, que hacía tiempo que no lo veían, que se había ido a Estados Unidos, etc., etc. Guardaban en su memoria aquellos tiempos en que los militares o paramilitares venían a buscar a los hombres, los cargaban en una camioneta y no se volvía a saber de ellos. O volvían al cabo de unas horas, ensangrentados y hechos un guiñapo.

Los caciques eran los dueños de los pueblos y ejercían de alcaldes o de concejales, sembrando el miedo y comprando votos, por ejemplo entregando, a cambio del voto, un par de sacos de cemento. Amenazaban con quitarles pequeños huertos o un terreno de cafetal, o con no darles unas míseras horas de jornal durante la recolección del café. Todas estas cosas se susurraban a media voz, se rumoreaban, pero cuando a alguien se le preguntaba en qué consistían exactamente estas amenazas, la gente callaba por miedo, por un terror instalado en las venas desde hacía tres décadas. La ley del silencio reinaba. Y se comprendía perfectamente que fueran cautos y desconfiados por naturaleza. Y lo primero que tuvieron que hacer los misioneros, llegados de Italia y España, era ganarse su confianza y hacer ver a los campesinos que ellos estaban de su parte, y no de parte de los caciques. Llevó su tiempo.

Pero llegó un día en que en una Asamblea parroquial, los chapanecos se atrevieron a levantar la mano, a contar sus cuitas, a denunciar amenazas, a acusar a personas ‘respetables’, a decir en voz alta nombres y apellidos. Los misioneros, especialmente Juanma Arija, ayudaron a los lugareños a desenmascarar a los caciques y a los que se creían los señores del mundo.

Se organizaron en la parroquia los primeros talleres sobre Derechos Humanos y un observatorio sobre los mismos. Los vecinos de Chapas, bajo la protección de los locales parroquiales, empezaron a conocer sus derechos, como trabajadores, como administrados, como guatemaltecos. Hicieron un análisis de las situaciones en que los derechos eran conculcados o simplemente no llegaban a ese rincón de Guatemala. La mayoría de los participantes eran mujeres, como suele ocurrir en estos asuntos de promoción y sensibilidad social.

Más tarde harían perder las elecciones a un auténtico bandido, implicado incluso en el asalto a la Embajada de España en el año 1980 y donde murió, entre otros, el padre de la premio Nobel Rigoberta Menchú. La gente había perdido el miedo a los caciques. Y los caciques se sintieron observados y juzgados. Ya no podían comprar votos ni sus amenazas surtían efecto. Hasta entonces se habían creído impunes en este territorio y habían obrado en consecuencia.

Años después, llegó la batalla contra las multinacionales canadienses de la minería que querían asentarse en la zona con un modus operandi verdaderamente mafioso: regalaban chuches o lápices o camisetas a los niños, y compraban las tierras a los campesinos, con la promesa de convertirlos en trabajadores de la explotación minera. En un corto periodo de tiempo y mediante un sistema de irrigación con un altísimo nivel de mercurio, lo que no está permitido en ningún país del primer mundo, extraían los minerales (especialmente plata). En muy poco tiempo, obtenían pingües beneficios, recuperando sobradamente la inversión hecha. Y se largaban a otro territorio de Guatemala. Los antiguos campesinos se quedaban sin trabajo. Sus tierras, después de la agresividad a la que habían sido sometidas, eran totalmente inútiles para cualquier cultivo. En fin, la ruina total.

En esta batalla de la minería, los chapanecas, apoyados también por el propio obispo de la diócesis, lograron algunas victorias sonoras, lo que puso en el punto de mira al misionero Juanma. Se convirtió en un extranjero incómodo. Las amenazas se sucedieron y empezó a notar que le estaban siguiendo los pasos. Una noche, una llamada telefónica desde la Embajada Española le advirtió que le estaban preparando una emboscada y que podía resultar fatal. Le insistieron para que se fuera directamente al aeropuerto, por lo menos hasta que se calmasen las aguas. No podía esperar ni una hora más. Así lo hizo. Por caminos alternativos logró salir de Chapas y llegar al aeropuerto de la Ciudad de Guatemala, y salir del país.
Una vez más se confirmaba en toda su crudeza que los políticos, en no pocos países, no ven mal que se dé un trozo de pan al pobre, pero no que se le hable de derechos o de justicia. 
La misión Guanella tuvo que aprender a convivir con esta dura realidad, para no correr riesgos ni pagar un precio muy alto que al final perjudicaría a los propias personas con discapacidad acogidas en esa comunidad: Seguir ofreciendo un testimonio legible de apoyo a los pobres y continuar trabajando discretamente por sus derechos sociales y laborales, sin caer en el éxito, a veces efímero, del altoparlante y la pancarta.











 Puentes: 25 años de una corriente solidaria.  Aldea de Chapas - Guatemala, 2010.

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