martes, 4 de septiembre de 2018

39.- La casa más bonita del mundo





Aldea de Chapas. Guatemala. Cuando le pregunto al más pequeño de los hermanos qué es lo que más le gusta de su casa nueva me dice que el colchón. Entonces me coge de la mano y me lleva hasta la habitación y empieza a saltar sobre el colchón. Un juguete. Una cama elástica en una tarde de hinchables. Juanma, el misionero de la misión guaneliana guatemalteca que contempla la escena, me dice que hasta hace una semana dormían en el suelo o sobre un saco de paja seca. Fueron los laicos de la misión los que decidieron echar una mano a esta familia, para que abandonase la choza de latones y cartones y tuvieran finalmente una casa, sencilla, pero habitable. Pidieron ayuda a Puentes que, en seguida, aceptó su petición. Nuestra ongd pagó los materiales, y los laicos, más algunos profesionales voluntarios, construyeron las dos habitaciones,  más un aseo y una pequeña cocina en el exterior.

A primera hora de la mañana, Juanma me acerca para ver cómo ha quedado todo. La casa está construida en el mismo emplazamiento que tenía la choza, en una pequeña ladera. Cuando llegamos la hermana mayor está haciendo unas tortillas en el fuego. La madre y los tres hermanos mayores están trabajando en los cafetales, al igual que lo hacen tantísimas mujeres y niños en esta época de recolección. Los cuatro menores andan por casa, jugando en el pequeño terreno que hay junto a la casa. En la casa recién estrenada vive la madre con sus ocho hijos. La mayor tiene 17 años y el más pequeño 4. Cuando nació este último hijo, el padre hacía dos meses que había emigrado a Estados Unidos, y desde entonces no ha regresado. Miles de guatemaltecos inician cada año el largo camino que lleva a Estados Unidos. Este fenómeno, por un lado, trae riqueza a muchas familias guatemaltecas que reciben con regularmente remesas de sus familiares migrantes. Por otro lado, muchos de los migrantes se olvidan completamente de su mujer e hijos, dejando un paisaje desolador de familias hundidas en la miseria, de mujeres abandonadas y de niños sin la figura paterna. Esta familia con la que me encuentro esta mañana podría ilustrar muy bien este fenómeno complejo y deshumanizador de la migración.
 
Más tarde, Juanma me dirá que hace escasas semanas el padre de la numerosa prole ha escrito, lloroso y arrepentido, diciendo que quiere volver a Guatemala, a vivir con su mujer y sus hijos, pero que en estos cuatro años no ha ahorrado nada y no tiene un dólar para pagarse el billete.

Los niños pequeños sonríen sin parar. Son juguetones, como todos los niños. Y tal vez hambrientos de que un adulto les haga caso, juegue con ellos, se sienta interesado por su mundo, o les entregue unos donuts. Cuando llegamos a su casa, los pequeños jugaban a llenar de arena unas latas, pero dejaron en seguida el juego y se unieron a nosotros, como quien se suma a una fiesta. En cambio, la hermana mayor, 17 años, tiene una mirada dura, una mirada triste, es como si no se fiase del todo de nosotros, o como si a su edad ya entendiese qué futuro de mujer le espera. Quizás ha observado mucho a su madre e intuye que su destino y su vida correrán por parecidos raíles. Se muestra callada y seria, tímida. O quizás se siente observada juzgada por estos dos europeos 'superiores', o por lo menos que ella considerará superiores, porque tienen dinero, tienen estudios, tienen casas bonitas, tienen comida en abundancia. Probablemente ella se siente intimidada. Es una chica muy guapa, con unos ojos negrísimos, y un pelo negro y brillante  recogido en una cola de caballo. Va muy limpia, aunque muy humildemente vestida: una falda estampada, una camiseta blanca y un delantal verde. Ella sigue a lo suyo, atenta al fuego y a la plancha donde, una tras otra, va haciendo las tortillas que servirán para matar el hambre a mediodía a la numerosa ‘hermandad’. No veo más alimentos en la cocina y probablemente no los hay. Probablemente estas tortillas de maíz sean el único alimento a mediodía.


Y yo siento una rabia contra mí mismo en ese momento. Casi un malhumor por toda esta injusticia, de la que yo también soy, en cierta forma, culpable. De mi aspecto sombrío, me sacan los niños que me arrastran a enseñarme una cabaña que han construido con tres palos y un trozo de plástico en el terreno cercano. Están felices. Ellos aún no saben lo que es ser adulto. Ellos aún pueden soñar el mundo. Miro sus pies descalzos. Todos van descalzos. Corren por el campo y por el patio y por la casa descalcitos. Juanma me dice que también les compraron unos zapatos a cada uno, pero que se los ponen solo cuando van a la escuela o cuando van a misa. El pequeño está atento a nuestra conversación y entonces me vuelve a coger de la mano y me lleva a su habitación. Abre una caja de cartón y ahí están los zapatos de todos los hermanos. Saca un par de zapatos. Son azules marinos. Se los pone. Me mira como pidiendo mi aprobación. ¡Qué bonitos que son y qué guapo que estás! Y él se cubre el rostro con sus manitas, como avergonzado de ser tan guapo, mientras una sonrisa amplia se dibuja en su boca desdentada. Desdentada y tal vez desnutrida. ¡Que Dios se apiade de ellos cuando dejen su infancia de juegos e inocencia!

 

Puentes: 25 años de una corriente solidaria.  Aldea de Chapas - Guatemala, 2010.


 

2 comentarios:

  1. Juan si no fuera por lo brutal de su realidad , parece un guion de una novela .Excelente narrativa como siempre . Gracias por recordarnos la realidad en la que viven dos terceras partes de este mundo

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    1. Gracias por tu felicitación y ánimos. La realidad es brutal, pero sigue habiendo ángeles...

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