Aldea de Chapas. Guatemala. Cuando le pregunto al más pequeño de
los hermanos qué es lo que más le gusta de su casa nueva me dice que el
colchón. Entonces me coge de la mano y me lleva hasta la habitación y empieza a
saltar sobre el colchón. Un juguete. Una cama elástica en una tarde de
hinchables. Juanma, el misionero de la misión guaneliana guatemalteca que contempla la escena, me dice que hasta hace una semana
dormían en el suelo o sobre un saco de paja seca. Fueron los laicos de la
misión los que decidieron echar una mano a esta familia, para que abandonase la
choza de latones y cartones y tuvieran finalmente una casa, sencilla, pero habitable. Pidieron ayuda a
Puentes que, en seguida, aceptó su petición. Nuestra ongd pagó los materiales,
y los laicos, más algunos profesionales voluntarios, construyeron las dos
habitaciones, más un aseo y una pequeña cocina en el exterior.
A primera hora de la mañana, Juanma me acerca para ver cómo ha
quedado todo. La casa está construida en el mismo emplazamiento que tenía la
choza, en una pequeña ladera. Cuando llegamos la hermana mayor está haciendo
unas tortillas en el fuego. La madre y los tres hermanos mayores están
trabajando en los cafetales, al igual que lo hacen tantísimas mujeres y niños en esta época de recolección. Los cuatro menores andan por casa, jugando en el
pequeño terreno que hay junto a la casa. En la casa recién estrenada vive la madre con sus ocho
hijos. La mayor tiene 17 años y el más pequeño 4. Cuando nació este último hijo, el
padre hacía dos meses que había emigrado a Estados Unidos, y desde entonces no
ha regresado. Miles de guatemaltecos inician cada año el largo camino que lleva a Estados Unidos. Este fenómeno, por un lado, trae riqueza a muchas familias guatemaltecas que reciben con regularmente remesas de sus familiares migrantes. Por otro lado, muchos de los migrantes se olvidan completamente de su mujer e hijos, dejando un paisaje desolador de familias hundidas en la miseria, de mujeres abandonadas y de niños sin la figura paterna. Esta familia con la que me encuentro esta mañana podría ilustrar muy bien este fenómeno complejo y deshumanizador de la migración.
Más tarde, Juanma me dirá que hace escasas semanas el padre de
la numerosa prole ha escrito, lloroso y arrepentido, diciendo que quiere volver a Guatemala, a vivir con su mujer y sus hijos, pero que en estos cuatro años no ha ahorrado nada y no tiene un dólar para pagarse el billete.
Los niños pequeños sonríen sin parar.
Son juguetones, como todos los niños. Y tal vez hambrientos de que un adulto les haga caso, juegue con ellos,
se sienta interesado por su mundo, o les entregue unos donuts. Cuando llegamos a su casa, los pequeños jugaban a llenar de arena unas latas, pero dejaron en seguida el
juego y se unieron a nosotros, como quien se suma a una fiesta. En cambio, la
hermana mayor, 17 años, tiene una mirada dura, una mirada triste, es como si no
se fiase del todo de nosotros, o como si a su edad ya entendiese
qué futuro de mujer le espera. Quizás ha observado mucho a su madre e intuye
que su destino y su vida correrán por parecidos raíles. Se muestra callada y
seria, tímida. O quizás se siente observada juzgada por estos dos europeos 'superiores', o
por lo menos que ella considerará superiores, porque tienen dinero, tienen
estudios, tienen casas bonitas, tienen comida en abundancia. Probablemente ella
se siente intimidada. Es una chica muy guapa, con unos ojos negrísimos, y un
pelo negro y brillante recogido en una
cola de caballo. Va muy limpia, aunque muy humildemente vestida: una falda
estampada, una camiseta blanca y un delantal verde. Ella sigue a lo suyo,
atenta al fuego y a la plancha donde, una tras otra, va haciendo las tortillas
que servirán para matar el hambre a mediodía a la numerosa ‘hermandad’. No veo
más alimentos en la cocina y probablemente no los hay. Probablemente estas
tortillas de maíz sean el único alimento a mediodía.
Y yo siento una rabia contra mí
mismo en ese momento. Casi un malhumor por toda esta injusticia, de la que yo
también soy, en cierta forma, culpable. De mi aspecto sombrío, me sacan los
niños que me arrastran a enseñarme una cabaña que han construido con tres palos
y un trozo de plástico en el terreno cercano. Están felices. Ellos aún no saben lo que es ser adulto.
Ellos aún pueden soñar el mundo. Miro sus pies descalzos. Todos van descalzos.
Corren por el campo y por el patio y por la casa descalcitos. Juanma me dice
que también les compraron unos zapatos a cada uno, pero que se los ponen solo
cuando van a la escuela o cuando van a misa. El pequeño está atento a nuestra
conversación y entonces me vuelve a coger de la mano y me lleva a su
habitación. Abre una caja de cartón y ahí están los zapatos de todos los
hermanos. Saca un par de zapatos. Son azules marinos. Se los pone. Me mira como
pidiendo mi aprobación. ¡Qué bonitos que
son y qué guapo que estás! Y él se cubre el rostro con sus manitas, como
avergonzado de ser tan guapo, mientras una sonrisa amplia se dibuja en su boca
desdentada. Desdentada y tal vez desnutrida. ¡Que Dios se apiade de ellos cuando dejen su infancia de juegos e inocencia!
Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Aldea de Chapas - Guatemala, 2010.
Juan si no fuera por lo brutal de su realidad , parece un guion de una novela .Excelente narrativa como siempre . Gracias por recordarnos la realidad en la que viven dos terceras partes de este mundo
ResponderEliminarGracias por tu felicitación y ánimos. La realidad es brutal, pero sigue habiendo ángeles...
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