Multiplicar las alegrías
Un
buen día, un oscuro carpintero de Nazaret de unos 30 años, deja su casa, su
trabajo, e inicia una peregrinación por Galilea. Seguido de unos pocos amigos y
familiares (entre ellos su madre), va de pueblo en pueblo y de plaza en plaza.
Un sin-techo más, un sin-morada-fija más. Un aprendiz de profeta, de los que
Palestina tenía para dar y tomar. Predicadores vagabundos, iluminados, que
hablaban del Mesías que estaba por llegar, o que interpretaban el momento
histórico a la luz de las escrituras, o que denunciaban las injusticias
sufridas bajo el yugo romano. Los había con más éxito y con menos. Tenían más o
menos seguidores. Las autoridades religiosas establecidas, guardianas de la
ortodoxia, no se entrometían en estos asuntos. Los consideraban charlatanes,
juglares, poetas, hippys, inconformistas. Vagabundeaban y predicaban durante
unos meses, o quizás sólo unas semanas. Luego, sentaban la cabeza, se casaban,
tenían hijos y, ya ancianos, contaban, a sus nietos la aventura de un tiempo en
que también ellos habían querido cambiar el mundo. Las autoridades no se
entrometían, salvo que estos utópicos se extralimitasen y pusieran en
entredicho la autoridad de los líderes religiosos. Entonces, se tomaban
medidas. ¡Una cosa es hablar del Mesías o de las utopías de un mundo mejor, y
otra cosa es hablar mal de los representantes de la religión establecida! Y así
ha sido siempre. ¡Una cosa es que se haga chirigota de Dios y otra muy distinta
que se haga escarnio de los que se autoproclaman sus vicarios y portavoces!
¡Hasta ahí podíamos llegar!
Jesús
acaba de salir a los caminos de Galilea. Antes, ha pasado una temporada en el
desierto, en total soledad. Ha querido saber qué es lo que Dios quiere de él y
cómo va a hablar a sus futuros discípulos, a sus seguidores de este Dios. Una
preparación, en silencio, a lo que él cree que es la misión de su vida. La
razón de su existencia.
Lo
suyo no es una aventura. No es una puesta en escena de rebelión. No pretende
jugar a revolucionario. Tiene treinta años. Se ha pasado media vida entre
virutas y tablas, entre el cepillo y el escoplo. Pero su corazón estaba en otra
cosa y su alma estaba en el Otro. Lo ha meditado bien. Lo ha madurado bien. Ha
renunciado a muchas cosas para prepararse en cuerpo y alma a esta misión. Aún a
costa de ser tenido por un joven ensimismado, por un solterón empedernido, él
no se ha desviado ni un solo minuto de su trabajo verdadero: cómo anunciar a
Dios, cómo ser su Palabra…, cuando llegase el momento.
Ya
está en los caminos. Pero no se ha vestido de profeta. No lleva hábito de
santón. Él es un hombre normal, que va a asumir la normalidad, como norma de su
vida. Y dentro de la normalidad, podemos comprender su asistencia a la boda de
unos amigos.
En
la boda también está María. María también ha salido a los caminos siguiendo a
su hijo. Quizás al cerrar los postigos de las ventanas y entregar la llave de
la casa a una vecina pensó que, a partir de ese momento, su casa estaría donde
estuviese su hijo.
El
trabajador humilde que ha sido Jesús hasta este momento inicia su ministerio público
en una boda, en un momento de alegría para la comunidad, que se ve interrumpida
por la falta de vino. ¿Puede haber un banquete sin vino, sin bebida? ¿Puede
haber una fiesta sin que el vino anime los corazones para conversar, cantar y
danzar? El vino se ha acabado en esta boda. Y María puede intuir la vergüenza y
la pena de unos novios por invitar a los amigos a un banquete escaso de vino.
Hay agua, para saciar la sed, pero el hombre no sólo tiene necesidad de saciar
la sed, sino de animar el corazón y alegrarse, por el mero hecho de estar
juntos y de celebrar los buenos momentos. Al cuerpo le basta el agua. Al
corazón el agua no le basta.
Jesús
convierte el agua en vino. Y así multiplica la alegría. Jesús trae un mensaje
de alegría que se nos ha olvidado con frecuencia a los cristianos, y más aún a
la Iglesia. Se ha hecho hincapié en el pecado, la austeridad, la penitencia, la
culpa, la cuaresma y la abstinencia... Y hemos perdido de vista que el mensaje
originario de Cristo es un mensaje de liberación, de alegría, un gozo grande, una
buena noticia, una redención, una salvación, un banquete, un convite, un alegre
compartir de los seguidores de Jesús.
Entre el vino de las bodas de Caná y el vino
de la última cena transcurre la vida de Jesús, creando atmósfera de
fraternidad, compartiendo con los hombres sus momentos de pena, pero también de
alegría. Compartiendo el compartir de los hombres.
Jesús
ha multiplicado las alegrías de los hombres. Nos lo recuerda la bellísima
partitura de Bach, Jesús, alegría de los hombres. Jesús está en medio de
nosotros convirtiendo el agua de nuestra vida –nuestra insípida existencia- en
vino oloroso y estimulante. Las tinajas de agua están llenas. El agua es la
dura cotidianidad, las penas de cada día, los sinsabores y las rutinas, el
trabajo opresivo, las relaciones incordiantes y desgastadoras, la devastadora
realidad del mundo, el desierto de las emociones, el polvo del camino, la rabia
de las frustraciones.
Pero
Jesús está aquí para transformar todo esto en ‘vino’. ¿Y cómo podemos
experimentar en el ajetreo mesetario y gris del día a día esta transformación?
La clave nos la da María: haced lo que él os diga. Esa es la receta para que un
agua, una vida incolora, inodora e insípida se transforme en una vida de color,
en una vida perfumada, en una vida de sabor. Jesús ha venido a operar este
cambio y a realizar esta transformación. Es un milagro, ciertamente, convertir
el agua en vino, pero mucho menos milagroso que transformar nuestra vida
cenicienta, tristona, desmotivada en una vida con sentido, en una vida plena,
en una vida de alegría.
Jesús
ha venido no sólo a borrar nuestros pecados, sino a multiplicar nuestras
alegrías.
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