La conciencia del pecado
Nos
sorprende asimismo el hecho de que Simón, que al igual que la mayoría de los
fariseos no comulgaba con las ideas de Jesús, y que le seguían minuto a minuto
para hacerle caer en sus trampas, invitase a Jesús a un banquete. ¿Por qué lo
hizo Simón? ¿Sentía simpatía por las enseñanzas del maestro de moda? ¿Quería a
un antisistema en su banquete para dar un poco de chispa al encuentro, para
alegrar la comida, para divertirse, para ironizar sobre sus enseñanzas, para domesticarle,
para atraerle a su terreno, para polemizar con él?
Jesús
asiste al banquete. No detesta, ni se retira de los hombres, ni de los placeres
de la compañía y de la mesa. Acepta la invitación porque cree que todo ser
humano es redimible, y que todo el mundo merece una oportunidad. Él es un
hombre sin prejuicios. Vivir, nos había dicho Marguerite Yourcenar, es luchar
contra los prejuicios.
Y
allí, quizás al final de la cena, una mujer irrumpe en el banquete, sin que
nadie la haya invitado, por supuesto. Porque éste, como eran la mayoría de los
banquetes, era cosas de hombres. Sólo ellos podían hablar, dialogar, discutir o
polemizar sobre los asuntos del mundo y sobre los asuntos de la religión.
Los
comensales y bebensales se sienten horrorizados por esta irrupción: ¡es una
pecadora! Pero ella va a lo suyo: masajea los pies cansados de Jesús, los
encrema, los perfuma, los seca con su cabellera sedosa, como si fuese una
toalla de holanda. Y alrededor empiezan las murmuraciones: “Si la conociera, no la dejaría hacer todo
esto, dar este espectáculo”. Evidentemente Jesús no la conocía. La conocían
los demás porque, muy probablemente, habían yacido con ella, o habían deseado
hacerlo. La impureza nunca asusta a los puros, pero a los impuros les pone
nerviosos. Omnia munda mundis. Para los puros todo es puro. María se
arrodilla, consciente de su propia insignificancia, de su poco valor social. Le
lava los pies con un perfume caro y se los seca con sus propios cabellos. Ella
habrá lavado, no sólo los pies, a los clientes, y lo habrá hecho por el
salario, quizás con rabia, quizás con profesionalidad. Pero ahora lo hace por
puro amor, por puro cariño, porque quien tiene delante no es un cliente, y
nunca lo será, sino alguien limpio como un niño. La pecadora haría este mismo
gesto con un niño. Y por eso mismo, lo hace con Jesús, que es puro de corazón.
Ella no teme la honra, porque no la tiene, porque hace tiempo, quizás desde
adolescente, ya es una deshonrada.
La
observan, coléricos. Para todos es una situación embarazosa: ¡Una pecadora en
esta casa santa del fariseo Simón! La miran con desprecio y con rabia.
Expectantes a ver lo que dice Jesús. No se atreven a echarla, porque Jesús, no
solo no siente rabia, sino parece divertido y enternecido a la vez. Divertido,
al ver los rostros abotargados, a punto de estallar por la ira de los hombres
que lo rodean. Y enternecido por esta mujer que ha osado entrar en una casa
respetable, quizás con la intención de buscar la comprensión de Jesús, quizás
con la necesidad de ser escuchada, pero no es capaz de hablar, de decir una
palabra, sino solamente de llorar y de acariciar los pies de este hombre nuevo,
de este hombre diferente. El único de la concurrencia con el que no se ha
acostado, pero el único al que se atrevería a hacer una confidencia del
corazón, una confesión de su alma.
La
pecadora no tiene de qué preocuparse. Nada teme. No les va a echar en cara que
les ha visto antes en su cuchitril de mala muerte, que sabe quiénes son, que
les ha visto desnudos y procaces, que los ha visto sin la máscara del hábito de
las personas respetables. Los demás temen la verdad. Y no entienden cómo este
profeta, que debería estar al tanto de la reputación de esta mujer, no hace
nada para impedir este besuqueo y estas deshonrosas caricias. ¿Qué van a decir
de Jesús mañana en toda la ciudad? ¿No se devaluará su prestigio, no se
desmoronará su buen nombre?
Después
de unos eternos minutos de silencio, Jesús toma las riendas de la conversación
y de la sobremesa, pero no para echar con cajas destempladas a la pecadora ni
para poner cara de indignado por la indignidad de la vida de esta mujer. Jesús,
al igual que haría muchos siglos después Teresa de Jesús, no le espantan las
debilidades humanas. Le espanta la hipocresía, esa fachada de honorabilidad que
esconde una pocilga hedionda.
Y
entonces, Jesús se sale por la tangente. Y habla del perdón. Y cuenta una
parábola a Simón sobre un señor que tenía dos deudores. Uno le debía mucho y
otro le debía poco. Perdona la deuda a ambos deudores. Y entonces llega la
pregunta: ¿Quién debería estar más agradecido? El fariseo se sabe la respuesta
y responde acertadamente: “Aquel a quien
más se le perdonó”. Pero no capta nada más, ni siquiera la ironía y la
retranca de Jesús. El fariseo entiende que esta mujer despreciable debería
sentir agradecimiento hacia este profeta que no la juzga y que la perdona. Pero
no era así: Es Simón quien debe sentirse más agradecido que la pecadora, porque
Jesús, viniendo a su casa, había hecho la vista gorda y había pasado por alto
sus pecados, que no eran pocos.
Jesús
echa en cara al anfitrión haberle invitado a comer y no haberle acogido con
calor de amigo. Le ha dado el pan y los buenos manjares, pero no la amistad y
la alegría. Ella sí. Ella es una pecadora. Y los es por su relación venal con
el sexo. En la cultura judía y también en la cultura cristiana, los pecadores
son únicamente los que rozan o se enfangan en el sexo. Y esto atañe
especialmente a las mujeres. Los varones que hacen eso mismo simplemente son ‘más
hombres’.
Jesús
cambia el concepto no solamente del perdón, sino del pecado mismo. A los ojos
de Jesús, servirse de la religión para medrar socialmente e instalarse entre los poderosos, encierra un
pecado mayor que servirse del cuerpo para ganar cuatro monedas. Por eso mismo, echa en cara a Simón no
haberse mostrado más agradecido. Y despide a la pecadora con una bendición: ‘vete
en paz’.
No hay comentarios:
Publicar un comentario