El niño que hizo un milagro
Al principio de su
ministerio, Jesús pasa recorriendo los pueblos y aldeas. Poco después, unos
cuantos se deciden a seguirlo. A veces, como en el caso que nos ocupa, le sigue
una multitud a lo lejos. El evangelio nos dice que le seguían porque había curado
a muchos enfermos. La enfermedad, en la mentalidad judía, estaba considerada
como un castigo divino. La salud era una bendición de Dios y la enfermedad una
maldición. Los enfermos eran vistos, por lo tanto, como gente que se había
apartado del sendero de Dios y recibía su merecido. Los enfermos eran
indeseables. Los primeros milagros de Jesús quieren, justamente, cambiar la
mentalidad. La enfermedad nada tiene que ver ni con la bendición ni con la
maldición de Dios. Cristo devuelve la salud a los enfermos para que estos de
nuevo sean incorporados y aceptados por la comunidad. La enfermedad más
dolorosa es y será siempre la marginación y la exclusión.
La fama de Jesús tiene,
por tanto, que ver con esta sanación de cuerpos. Jesús va camino de un monte y
nota que le sigue una multitud. Y en seguida se siente responsable de ellos.
Jesús se hace responsable de sus seguidores, y sobre ellos quiere ejercer una
protección amorosa. La primera protección y la más elemental es la del pan de
cada día. ¿Dónde vamos a comprar panes para que coman todos estos? Lanza a sus
seguidores más cercanos una pregunta dura y difícil. De sobra sabe Jesús –luego
lo sabrán también hasta el día de hoy todos los cristianos- que en el mundo no
hay ‘panes’ para los pobres y sencillos. En el mundo nunca los pobres podrán
comprar todo el pan que quieran, porque su calderilla de pobres no les da el
derecho a su sustento diario. Felipe, como un buen ecónomo, contesta: “Doscientos
denarios no bastan para que cada uno coma un poco”. Y Felipe sin saberlo
también hace otra profecía para el futuro de la Iglesia: nunca habrá denarios
suficientes para dar de comer a una multitud desorientada, como ovejas sin
pastor. La Iglesia, como institución, nunca tendrá denarios suficientes para
quitar el hambre en el mundo.
Y aquí en esta
situación de limitación, limitación de la Iglesia, limitación de los sucesores
de los apóstoles, se produce el milagro y también la solución. El día en que
los cristianos compartan lo que tengan, como hizo el muchacho del que habla el
evangelio, ese día se acabará el hambre en el mundo. El milagro sólo se produce
cuando se comparte. El pan que se parte y se comparte, se multiplica. Las vidas
de los santos de la caridad han reproducido este episodio. Ellos han sido el
muchacho de los cinco panes y de los dos peces. Ellos han dado de comer a
multitudes. Ellos han obrado el milagro. ¡En cuántos episodios de la vida de
Luis Guanella se ‘reproduce’ esta multiplicación de los panes y de los peces!
Este es el aspecto más
interesante. Este es el milagro del que nos habla el evangelio: Es un niño el
que tiene los panes y los peces. Y él los pone a disposición de Jesús. Se los
entrega. El niño no hace cálculos matemáticos y económicos, como rápidamente
los ha hecho Felipe. El niño confía, y por eso confía su cesta a Jesús. No sabe
lo que va a hacer Jesús. No se puede imaginar el milagro. Pero no se deja
vencer por ese miedo a perder cesta y alimentos. Este muchacho –hay que
decirlo- es el único de los que seguía a Jesús que no necesitaba en absoluto un
milagro, porque él disponía de lo necesario para comer ese día y al día
siguiente. Este niño tiene el pan asegurado, tiene las necesidades resueltas.
Este niño no precisa el milagro. No calcula las posibles consecuencias
negativas de esa entrega de la cesta. Pero este niño, el único materialmente no
necesitado, quiere experimentar en su pequeña alma la satisfacción de la
entrega, el placer de la generosidad, el ideal de la humanidad. Es un niño pero
quiere ser un hombre en plenitud, un hombre total. El –lo sabemos ahora- es el
primer cristiano. El Reino de los Cielos no se construye sin niños (sin
pequeños, sin insignificantes…) que pongan en las manos de Jesús sus cinco
panes y sus dos peces. Hay una belleza y una poesía en la reacción de este
chico: él que no tiene hambre de pan, porque lo lleva bajo el brazo, tiene
hambre de Dios, quiere acercarse a Dios, confiar en Él. Saber de una vez lo que
es saciar el hambre de eternidad.
El pasaje termina
diciendo que, ante el portento realizado, la multitud quería proclamarlo rey,
pero Jesús se escabulló y se apartó a lugares solitarios. En cuanto se llena la
barriga a los hombres, uno se asegura su voluntad y su pleitesía. Y esta
multitud hubiera estado encantada con tener un rey que les asegurase el chusco
diario. El Reino de Dios hubiera sido, así, la Corte de los Milagros. Pero la
multiplicación de los panes y de los peces son sólo la imagen de la
preocupación que es preciso sentir por los que están necesitados y, al mismo
tiempo, la certeza de que sólo habrá milagros verdaderos y cotidianos cuando
los hombres y las mujeres puedan compartir la cesta de alimentos que tienen en
sus manos, en su cabeza o en su corazón. Pero nunca para obtener de ellos una
proclamación regia, nunca para que los beneficiados se conviertan en súbditos.
He aquí la radical diferencia con los tiranos del mundo. Nunca para que
aquellos a los que ayudamos nos digan: “Qué bueno eres. Sé tú mi rey”.
Cuando la Iglesia se ha dejado proclamar ‘Rey’, o se ha constituido en poder
establecido de este mundo, ha sido la hecatombe, para el mundo y para la propia
Iglesia.
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