miércoles, 11 de mayo de 2022

11.- La multiplicación de los panes y los peces (Juan 6, 1-15)

 


El niño que hizo un milagro 

Al principio de su ministerio, Jesús pasa recorriendo los pueblos y aldeas. Poco después, unos cuantos se deciden a seguirlo. A veces, como en el caso que nos ocupa, le sigue una multitud a lo lejos. El evangelio nos dice que le seguían porque había curado a muchos enfermos. La enfermedad, en la mentalidad judía, estaba considerada como un castigo divino. La salud era una bendición de Dios y la enfermedad una maldición. Los enfermos eran vistos, por lo tanto, como gente que se había apartado del sendero de Dios y recibía su merecido. Los enfermos eran indeseables. Los primeros milagros de Jesús quieren, justamente, cambiar la mentalidad. La enfermedad nada tiene que ver ni con la bendición ni con la maldición de Dios. Cristo devuelve la salud a los enfermos para que estos de nuevo sean incorporados y aceptados por la comunidad. La enfermedad más dolorosa es y será siempre la marginación y la exclusión.

La fama de Jesús tiene, por tanto, que ver con esta sanación de cuerpos. Jesús va camino de un monte y nota que le sigue una multitud. Y en seguida se siente responsable de ellos. Jesús se hace responsable de sus seguidores, y sobre ellos quiere ejercer una protección amorosa. La primera protección y la más elemental es la del pan de cada día. ¿Dónde vamos a comprar panes para que coman todos estos? Lanza a sus seguidores más cercanos una pregunta dura y difícil. De sobra sabe Jesús –luego lo sabrán también hasta el día de hoy todos los cristianos- que en el mundo no hay ‘panes’ para los pobres y sencillos. En el mundo nunca los pobres podrán comprar todo el pan que quieran, porque su calderilla de pobres no les da el derecho a su sustento diario. Felipe, como un buen ecónomo, contesta: “Doscientos denarios no bastan para que cada uno coma un poco”. Y Felipe sin saberlo también hace otra profecía para el futuro de la Iglesia: nunca habrá denarios suficientes para dar de comer a una multitud desorientada, como ovejas sin pastor. La Iglesia, como institución, nunca tendrá denarios suficientes para quitar el hambre en el mundo.

Y aquí en esta situación de limitación, limitación de la Iglesia, limitación de los sucesores de los apóstoles, se produce el milagro y también la solución. El día en que los cristianos compartan lo que tengan, como hizo el muchacho del que habla el evangelio, ese día se acabará el hambre en el mundo. El milagro sólo se produce cuando se comparte. El pan que se parte y se comparte, se multiplica. Las vidas de los santos de la caridad han reproducido este episodio. Ellos han sido el muchacho de los cinco panes y de los dos peces. Ellos han dado de comer a multitudes. Ellos han obrado el milagro. ¡En cuántos episodios de la vida de Luis Guanella se ‘reproduce’ esta multiplicación de los panes y de los peces!

Este es el aspecto más interesante. Este es el milagro del que nos habla el evangelio: Es un niño el que tiene los panes y los peces. Y él los pone a disposición de Jesús. Se los entrega. El niño no hace cálculos matemáticos y económicos, como rápidamente los ha hecho Felipe. El niño confía, y por eso confía su cesta a Jesús. No sabe lo que va a hacer Jesús. No se puede imaginar el milagro. Pero no se deja vencer por ese miedo a perder cesta y alimentos. Este muchacho –hay que decirlo- es el único de los que seguía a Jesús que no necesitaba en absoluto un milagro, porque él disponía de lo necesario para comer ese día y al día siguiente. Este niño tiene el pan asegurado, tiene las necesidades resueltas. Este niño no precisa el milagro. No calcula las posibles consecuencias negativas de esa entrega de la cesta. Pero este niño, el único materialmente no necesitado, quiere experimentar en su pequeña alma la satisfacción de la entrega, el placer de la generosidad, el ideal de la humanidad. Es un niño pero quiere ser un hombre en plenitud, un hombre total. El –lo sabemos ahora- es el primer cristiano. El Reino de los Cielos no se construye sin niños (sin pequeños, sin insignificantes…) que pongan en las manos de Jesús sus cinco panes y sus dos peces. Hay una belleza y una poesía en la reacción de este chico: él que no tiene hambre de pan, porque lo lleva bajo el brazo, tiene hambre de Dios, quiere acercarse a Dios, confiar en Él. Saber de una vez lo que es saciar el hambre de eternidad. 

El pasaje termina diciendo que, ante el portento realizado, la multitud quería proclamarlo rey, pero Jesús se escabulló y se apartó a lugares solitarios. En cuanto se llena la barriga a los hombres, uno se asegura su voluntad y su pleitesía. Y esta multitud hubiera estado encantada con tener un rey que les asegurase el chusco diario. El Reino de Dios hubiera sido, así, la Corte de los Milagros. Pero la multiplicación de los panes y de los peces son sólo la imagen de la preocupación que es preciso sentir por los que están necesitados y, al mismo tiempo, la certeza de que sólo habrá milagros verdaderos y cotidianos cuando los hombres y las mujeres puedan compartir la cesta de alimentos que tienen en sus manos, en su cabeza o en su corazón. Pero nunca para obtener de ellos una proclamación regia, nunca para que los beneficiados se conviertan en súbditos. He aquí la radical diferencia con los tiranos del mundo. Nunca para que aquellos a los que ayudamos nos digan: “Qué bueno eres. Sé tú mi rey”. Cuando la Iglesia se ha dejado proclamar ‘Rey’, o se ha constituido en poder establecido de este mundo, ha sido la hecatombe, para el mundo y para la propia Iglesia.






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