La inutilidad del triunfo
La
entrada triunfal de Jesús en Jerusalén resulta bastante paradójica. Parece que
por un momento las masas, llevadas por su entusiasmo hacia este profeta que
algunos veían como el Mesías, quisieron provocar e impresionar a las autoridades
y a los jerosolimitanos. Por otro lado, tenemos la sensación de que Jesús dejó
hacer, se prestó a este juego infantil, a este teatro popular, a esta puesta en
escena un poco rudimentaria. Durante unas horas permitió que sus discípulos se
desbordasen y se desmandasen, que tuviesen la ilusión de asistir a un triunfo,
de vivir un momento histórico: la presentación oficial del Mesías en la ciudad
santa de Jerusalén. Uno puede imaginarse a Jesús seguir la escena con una
sonrisa en los labios, con una mueca de ironía, casi condescendencia hacia sus
rústicos seguidores. Como un padre que deja que sus hijos pequeños le pongan
una corona de papel el día del cumpleaños.
La
escena tiene sin duda un fondo teológico y una profundidad catequética: El,
Jesús, es el bendito, el que viene en nombre del Señor. Es el enviado que llega
para traer un novum. Los hosannas y
los aleluyas están más que justificados. Pero el atrezzo es un poco cómico. Nada de carros de emperadores, ni
despliegue de soldados, ni alfombras de seda. Jesús entra en Jerusalén sobre un
pollino. Y los seguidores alfombran el camino con sus pobres harapos y palmas,
ramas de romero y de olivo. Gritan Hosannas, eso sí, lo que enfurecen a las
autoridades que ya tienen en el punto de mira a este nazareno que se está
pasando cuatro pueblos.
Es
un triunfo efímero. El mensaje sería este: Jesús es digno de ser aclamado como
rey. Pero la advertencia es clara: el cristianismo, mirado con la lógica del
mundo, lleva en sí una semilla de fracaso. La entrada triunfal es sólo un
espejismo, una ilusión que se desvanece al instante.
Las
mismas masas que participan en esta entrada triunfal, dentro de apenas unas
horas, cambiarán sus hosannas, por sus ‘crucifícale’. Nada nuevo. Solo
una advertencia para navegantes cristianos. Lo de la Iglesia triunfante solo es
un barroquismo más de la iglesia. Cuando la iglesia y los cristianos triunfan
en el mundo hay que pensar que algo va mal. Las masas, las iglesias llenas, las
visitas papales millonarias en gente pueden hacer pensar a muchos cristianos
que el catolicismo triunfa. Es un autoengaño. No es oro. Solo oropel de
masas. Lo propio de la iglesia (y de los
cristianos) es el silencio, la exclusión y el exilio.
Cuando
la Iglesia triunfa, ya no es la Iglesia de Jesucristo. Y a veces cuanto más
triunfa la Iglesia, menos triunfa Cristo y su mensaje evangélico.
Los
que aplaudían a rabiar aquella mañana en Jerusalén no estaban aplaudiendo a
Cristo, sino a una idea veterotestamentaria del Mesías. Le vitoreaban los que
querían un Cristo sanador y milagrero. Le aclamaban los que querían un caudillo
que liderase la rebelión contra el yugo romano. Buscaban un Dios sólo para el
pueblo de Israel, para los hijos benditos de Moisés. No podían admitir que ese
Dios sirviese a los pedantes griegos ni a los explotadores romanos, ni a los
idólatras egipcios. Querían un Mesías a la medida de sus sueños políticos y
mundanos. Querían un Dios pequeño como su corazón pequeño y encogido.
Pero
hubo un instante, un fugaz instante, en una mañana en Jerusalén, en que todos,
unos y otros, vieron, en ese hombre de mirada profunda y de rostro manso, que
había llegado el momento. Él, por su autoridad, por su libertad para criticar
la hipocresía religiosa, por su modo de vivir, podía ser el Esperado, el
Ansiado, el Deseado, el Mesías. El fuego de los deseos no satisfechos, la
nostalgia por revivir el Reino de David y de Salomón, aunó a unos y a otros por
unas horas en los umbrales de Jerusalén. Y todos, por unas horas, sintieron que
había llegado el momento para presentar a este nazareno como el Libertador de
Israel, el Moisés redivivo.
Fue
un sueño efímero a los que despertó la peor de las pesadillas. Este Cristo no
solo no era omnipotente, sino palmariamente un fracasado. Por todo ello, cuando
llegó la hora del apresamiento, del juicio, de la tortura y la muerte, no
tuvieron empacho en gritar ‘crucifícale’. No sólo por el miedo a ser
descubiertos como seguidores de Jesús, sino también por esa frustración grande,
por ese engaño manifiesto. Habían puesto sus esperanzas en un hombre que creían
que era el Enviado, y no era más que un simple mortal, ni más poderoso, ni más
fuerte que ellos. Se sentían decepcionados. Habían esperado en vano y habían
confiado a tontas y a locas. Jesús se merecía toda la rabia. La frustración
largamente reprimida, estaba a punto de estallar. Nadie, empezando por los
propios apóstoles, había entendido nada. Quizás algunas mujeres que lo seguían
tampoco entendían mucho más, pero ellas decidieron quedarse hasta el final.
Puede que Jesús de Nazaret no fuese el Mesías esperado, pero, sin duda, era un
inocente. Un sentido de piedad les ayudó a seguir a su lado cuando todos a su
alrededor gritaban ‘crucifícale’.
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