lunes, 16 de mayo de 2022

12.- La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén (Marcos, 11)

 


La inutilidad del triunfo

 Los evangelios que han llegado hasta nosotros no parecen escritos para idolatrar y mitificar a un Dios al uso, lleno de gloria, de poder y de majestad, sino para retratar a un Dios, bastante distinto a la idea de Dios. Ahí radica la veracidad de los evangelios. Cualquier escritor que se hubiese empeñado en inventar una biografía para Jesús digna de un  Dios, no hubiera, ni mucho menos, escrito ese nacimiento misérrimo y esa muerte ignominiosa. Lo propio de los dioses es la inmortalidad. Pero nosotros tenemos un Dios que ha muerto.

La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén resulta bastante paradójica. Parece que por un momento las masas, llevadas por su entusiasmo hacia este profeta que algunos veían como el Mesías, quisieron provocar e impresionar a las autoridades y a los jerosolimitanos. Por otro lado, tenemos la sensación de que Jesús dejó hacer, se prestó a este juego infantil, a este teatro popular, a esta puesta en escena un poco rudimentaria. Durante unas horas permitió que sus discípulos se desbordasen y se desmandasen, que tuviesen la ilusión de asistir a un triunfo, de vivir un momento histórico: la presentación oficial del Mesías en la ciudad santa de Jerusalén. Uno puede imaginarse a Jesús seguir la escena con una sonrisa en los labios, con una mueca de ironía, casi condescendencia hacia sus rústicos seguidores. Como un padre que deja que sus hijos pequeños le pongan una corona de papel el día del cumpleaños.

La escena tiene sin duda un fondo teológico y una profundidad catequética: El, Jesús, es el bendito, el que viene en nombre del Señor. Es el enviado que llega para traer un novum. Los hosannas y los aleluyas están más que justificados. Pero el atrezzo es un poco cómico. Nada de carros de emperadores, ni despliegue de soldados, ni alfombras de seda. Jesús entra en Jerusalén sobre un pollino. Y los seguidores alfombran el camino con sus pobres harapos y palmas, ramas de romero y de olivo. Gritan Hosannas, eso sí, lo que enfurecen a las autoridades que ya tienen en el punto de mira a este nazareno que se está pasando cuatro pueblos.

Es un triunfo efímero. El mensaje sería este: Jesús es digno de ser aclamado como rey. Pero la advertencia es clara: el cristianismo, mirado con la lógica del mundo, lleva en sí una semilla de fracaso. La entrada triunfal es sólo un espejismo, una ilusión que se desvanece al instante.

Las mismas masas que participan en esta entrada triunfal, dentro de apenas unas horas, cambiarán sus hosannas, por sus ‘crucifícale’. Nada nuevo. Solo una advertencia para navegantes cristianos. Lo de la Iglesia triunfante solo es un barroquismo más de la iglesia. Cuando la iglesia y los cristianos triunfan en el mundo hay que pensar que algo va mal. Las masas, las iglesias llenas, las visitas papales millonarias en gente pueden hacer pensar a muchos cristianos que el catolicismo triunfa. Es un autoengaño. No es oro. Solo oropel de masas.  Lo propio de la iglesia (y de los cristianos) es el silencio, la exclusión y el exilio.

Cuando la Iglesia triunfa, ya no es la Iglesia de Jesucristo. Y a veces cuanto más triunfa la Iglesia, menos triunfa Cristo y su mensaje evangélico.

Los que aplaudían a rabiar aquella mañana en Jerusalén no estaban aplaudiendo a Cristo, sino a una idea veterotestamentaria del Mesías. Le vitoreaban los que querían un Cristo sanador y milagrero. Le aclamaban los que querían un caudillo que liderase la rebelión contra el yugo romano. Buscaban un Dios sólo para el pueblo de Israel, para los hijos benditos de Moisés. No podían admitir que ese Dios sirviese a los pedantes griegos ni a los explotadores romanos, ni a los idólatras egipcios. Querían un Mesías a la medida de sus sueños políticos y mundanos. Querían un Dios pequeño como su corazón pequeño y encogido.

Pero hubo un instante, un fugaz instante, en una mañana en Jerusalén, en que todos, unos y otros, vieron, en ese hombre de mirada profunda y de rostro manso, que había llegado el momento. Él, por su autoridad, por su libertad para criticar la hipocresía religiosa, por su modo de vivir, podía ser el Esperado, el Ansiado, el Deseado, el Mesías. El fuego de los deseos no satisfechos, la nostalgia por revivir el Reino de David y de Salomón, aunó a unos y a otros por unas horas en los umbrales de Jerusalén. Y todos, por unas horas, sintieron que había llegado el momento para presentar a este nazareno como el Libertador de Israel, el Moisés redivivo.

Fue un sueño efímero a los que despertó la peor de las pesadillas. Este Cristo no solo no era omnipotente, sino palmariamente un fracasado. Por todo ello, cuando llegó la hora del apresamiento, del juicio, de la tortura y la muerte, no tuvieron empacho en gritar ‘crucifícale’. No sólo por el miedo a ser descubiertos como seguidores de Jesús, sino también por esa frustración grande, por ese engaño manifiesto. Habían puesto sus esperanzas en un hombre que creían que era el Enviado, y no era más que un simple mortal, ni más poderoso, ni más fuerte que ellos. Se sentían decepcionados. Habían esperado en vano y habían confiado a tontas y a locas. Jesús se merecía toda la rabia. La frustración largamente reprimida, estaba a punto de estallar. Nadie, empezando por los propios apóstoles, había entendido nada. Quizás algunas mujeres que lo seguían tampoco entendían mucho más, pero ellas decidieron quedarse hasta el final. Puede que Jesús de Nazaret no fuese el Mesías esperado, pero, sin duda, era un inocente. Un sentido de piedad les ayudó a seguir a su lado cuando todos a su alrededor gritaban ‘crucifícale’.








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