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Como
cada sábado he cogido la senda del Esgueva para caminar un buen rato. Lleva
lloviendo varios días. Y hoy mismo el cielo amenaza lluvia, pero yo he querido
mantener esta marcha. Voy armado, eso sí, de paraguas. La temperatura es
agradable. Y un sol débil intenta abrirse paso, casi inútilmente, entre los
nubarrones.
A
medio camino, ya cerca de Renedo de Esgueva, veo el primer almendro florecido. Y
por asociación de ideas, me acordé de R. G., aquella mujer que había conocido
en el Camino Portugués, en 2005, en Redondela, y con la que había compartido la
cena en el albergue, el café en un bar cercano, y una larga conversación en
español y en francés.
El Principito ganaba por el color del trigo,
porque le recordaría siempre su encuentro con el zorro. Y yo ganaba por la flor
del almendro, porque siempre me recordaría a R.G.
Había
nacido en Inglaterra, de padres españoles. Su madre trabajaba en una casa de un
matrimonio acomodado. Pero la señora de la casa se preocupó mucho de que la
hija de su sirvienta estudiara. R.G. dio muestras de aprovechar los estudios y,
así, tuvo acceso a becas y a buenos centros escolares. Se licenció en
literatura inglesa. Y en el ambiente de la Universidad conoció a un joven
apuesto inglés a punto de acabar sus estudios a la Real Escuela Diplomática de
Londres. Se sintió deslumbrada por su personalidad, por su saber estar y por
los ambientes intelectuales y cosmopolitas que el joven frecuentaba.
Entró
así en los círculos selectos de la diplomacia, la banca y la nobleza; en fin,
el mundo exquisito, también rancio, de la buena sociedad inglesa. Las carreras
de caballos, los tés de las cinco, los conciertos más selectos, pero también
las modernidades de la música y las incursiones de fin de semana en un mundo de
bohemia, de costumbres relajadas y de vivir ‘todas las experiencias’: el
hedonismo inglés de finales de los sesenta y principios de los setenta. Se
casaron y empezaron una vida de embajada en embajada. Ella apenas pudo ejercer un año como profesora de literatura en un
instituto de Londres. Lo recordaría siempre y lo echaría de menos toda la vida.
Tuvieron tres hijos y, mientras duró la primera infancia de los niños, también
el matrimonio fue feliz. Las novedades que aportan los hijos y la ilusión por
el trabajo de su marido -y por ejercer de diplomática consorte- llenaban su
vida.
Lima,
Nairobi, México DF, Manila, Estocolmo o París fueron algunos de los destinos de
su marido. Y ella lo acompañó en fiestas, recepciones, obras de caridad, viajes
y negocios. Saludó a reyes, ministros, embajadores, banqueros y artistas con
impecable acento oxoniano, castellano o parisino, según las circunstancias.
Pero
conoció también en las embajadas de smoking y vestido largo, entre cóctel y
canapé, reverencias y sonrisas almidonadas, los golpes bajos, los negocios
turbios, las zancadillas a los representantes de países pobres, las zalamerías
a representantes de países ricos, las intrigas para la difamación, las trampas
que hacen caer imperios.
Una
noche en el imponente salón regio de la embajada inglesa en París, a la luz de
las imponentes arañas que colgaban de un techo pintado al fresco, vio su imagen
en uno de los espejos. Era una máscara. Era solamente un vestido palabra de
honor de Givenchy colgado de una percha o de un maniquí de plástico. Ya no
quedaba nada de aquella muchachita de padres humildes españoles, pero orgullosa
de sus raíces, de sus esforzados estudios, de aquella universitaria que se estremecía
antes los sonetos de Shakespeare o de Byron. Ya no quedaba nada.
Tampoco
quedaba nada del amor que un día sintió por el joven diplomático. Y lo que a
los veinte años le deslumbraba de la corte y de sus luces, ahora le repugnaba y
le asqueaba. Ya no veía el oro, sino únicamente el oropel de un mundo que, de
joven, quiso conquistar con tanto ahínco, como el muchacho que invierte toda la
propina de un domingo en un delicioso helado de fresa que no sabe a la fresa
que él imaginaba. Los hijos, por su parte, ya habían volado y estaban aquí y
allá, en buenas universidades, entregados también ellos a la conquista de brillantes
puestos en la buena sociedad.
Cuando
esa noche llegó a su casa, tuvo la certeza de que, al igual que ocurre en los
camerinos de un teatro, a ella le había llegado el turno de desvestirse del
personaje, para que apareciese la verdadera persona. A medida que se iba
quitando la ropa, las joyas, el maquillaje y las horquillas del recogido, tuvo
la sensación de que este ritual lo cumplía por última vez. Y así fue.
En
los días siguientes, pidió el divorcio, dejó la embajada de París, y se
‘retiró’ a la pequeña casa que el matrimonio había comprado años atrás en un
pueblo del Valle del Tiétar, Ávila. Allí llegó a primeros de marzo del año
2000. Cuando abrió la cancela del patio de su casa, contempló el almendro
florecido. Y para R.G. fue todo un augurio: un poco de alegría y un poco de
esperanza para afrontar cada día. ¡Por fin había encontrado su lugar en el
mundo! Pocas semanas después, llegarían los baúles con centenares de libros.
Fue lo único que se trajo de su pasado.
Y
así transcurrieron, en este remanso de paz, en esta pequeña Andalucía de Ávila,
los últimos años de su vida. Paseaba, leía, meditaba y escribía. También,
invariablemente, cada viernes por la mañana hacía una tarta de Santiago o unas
magdalenas. Había recuperado las riendas de su existencia, aunque a todo su
entorno, ahora, le pareciera una insignificante existencia. Y así hasta que un
infarto fulminante la doblegó mientras contemplaba, una tarde invernal de 2017,
las cumbres nevadas en la lejanía.
Desde
que nos conocimos en el Camino, cada primavera me mandaba una fotografía del
almendro florecido, y unas líneas de buenos deseos de alegría y esperanza para
el futuro, algo que ella, finalmente, había alcanzado en una casa al lado de un
almendro.