En 1904 en el periódico Le
Figaro apareció un largo artículo de Marcel
Proust con el título La mort des
cathédrales. Era su réplica a otro artículo de Aristide Briand, primer
ministro francés de la época, en el que proponía que las catedrales de Francia
fuesen secularizadas y convertidas en museos. Marcel Proust, uno de los
escritores más influyentes de toda la literatura francesa, y nada sospechoso de
clerical, escribió, entre otras cosas: “La
vida de las catedrales, la más noble y sin duda la más original expresión del
genio de Francia, depende del culto y de la liturgia que en ellas se
desarrolla. Impedir el culto sería como convertir a Francia en una playa de la
que el mar se ha retirado, dejándola sembrada de gigantescas conchas talladas,
carentes de la vida que antes se guarecía en ellas”.
Y evidentemente Proust no está
haciendo una defensa de los derechos eclesiásticos o de los propietarios de
estos edificios singulares, sino simplemente un ejercicio a favor de la belleza
suprema que representan las catedrales europeas, aún hoy el estandarte
monumental de casi todas las ciudades de este Viejo Continente, en cuanto construcciones
únicas que aúnan culto y cultura.
Estos monumentos siguen siendo
los edificios más visitados de la mayoría de las ciudades. Basta con tomar un
simple folleto turístico, tipo “10 cosas
que no puedes perderte en tal ciudad”, la catedral siempre ocupa uno de los
primeros puestos, casi siempre el primer lugar. Pero estos edificios, además de
constituir el orgullo y el atractivo de cada urbe, son los espacios sagrados
que acogen las grandes celebraciones litúrgicas, Navidad, Pascua, Corpus
Christi, la Inmaculada o del patrón local, pero también sus muros han acogido
ceremonias solemnes y acontecimientos históricos: coronaciones de reyes, entierros
de cardenales, proclamaciones de dogmas, funerales de estado, acciones de
gracia por el fin de una guerra o de una peste, consagraciones de obispos, bodas
regias, así como acontecimientos civiles que han encontrado,en sus espaciosos
recintos, cabida y solemnidad. Para Gabriel Marcel, autor de En busca del
tiempo pedido, “una representación de
Wagner en Beyreuth es un acontecimiento banal comparado con la celebración de
una misa solemne en la catedral de Chartres”.
En la retina y en la memoria
todos tenemos el recuerdo reciente de alguna celebración religiosa,
presencialmente vivida o vista por televisión, que nos impactó por la suprema
belleza del espacio donde tenía lugar: la dedicación de la Sagrada Familia de
Barcelona por Benedicto XVI o la reconsagración de Notre Dame de Paris, después
del incendio y de su reconstrucción. Pero también una Misa de Nochebuena o una
vigilia de Pascua en San Pedro de Roma. O la celebración de la Misa por el rito
mozárabe en la catedral de Toledo que antecede a la procesión del Corpus. O la
coronación del rey de Inglaterra en la Abadía de Westminster.
Tal vez el europeo medio cuando
piensa en una catedral piensa en una catedral gótica. Hubo unos siglos, los que van del XII al XV,
en que miles de europeos, arquitectos, vidrieros, albañiles, canteros, acarreadores
de agua, piedras, argamasa o maderas, orfebres, herreros, carpinteros,
pintores, techadores, bordadores, escultores, escritores y músicos supieron dar
vida a unos edificios que siglos después causan nuestro asombro, como la máxima
expresión del genio europeo. Las catedrales y las grandes iglesias conservan la
memoria de una Europa puesta en pie para elevar hasta el cielo, en suprema
armonía y majestuosa arquitectura, las
piedras que hábiles canteros tallaron a
mayor gloria de Dios. Miles de trabajadores se desplazaban de ciudad en
ciudad cuando los obispos o los reyes anunciaban el inicio de una nueva
catedral. Y hoy es sabido que también miles de mujeres participaron en la
construcción de estas ‘sacras moles’
También hoy en día se corre el
riesgo de secularizar las catedrales y convertirlas en esplendidos museos donde
la arquitectura, la escultura, la pintura y la orfebrería deslumbran a las
masas de turistas que pagan su entrada y se lanzan, móvil en mano, a
fotografiar cada rincón. Y hoy el riesgo no está en un decreto gubernamental,
como pretendía Aristide Briand a primeros del siglo XX, sino a otras causas,
entre ellas: la necesidad de hacer caja para afrontar los numerosos gastos de
estas fábricas catedralicias, y la servidumbre a las masas de turistas que
pasan de una visita a una bodega a una catedral, de una cata de queso a un
paseo en barco, de un palacio regio a un museo de aperos de labranza con la
misma presencia de ánimo e idéntica trivialidad.
Pero tal vez hay otras causas
aún más graves: la pérdida o grave disminución de la belleza litúrgica y del
misterio del rito sacramental, sin relación alguna con las vidas y las almas de
los que pasan por las catedrales. La vida litúrgica de las seos languidece de
día en día en las catedrales. Los
tiempos no corren a favor de la solemnidad de las grandes celebraciones
religiosas, que en los siglos pasados llenaban de admiración y consuelo a los
humildes devotos. Los turistas prevalecen sobre los creyentes.
Y en esta época de creciente
vulgaridad y de prisas, de pérdida del sentido del valor de los ritos y rituales pausados y sosegados, con un
clero envejecido que ya no está para estas fiestas, o con un clero joven, más dado
a la informalidad, a las prisas, a las dos guitarritas, a las palmadas y
aplausos…, la celebración solemne de una misa o de cualquier acto litúrgico
serán cada vez más raros en las
catedrales, y más extraños a nuestro siglo. Este espíritu del tiempo que todo
lo invade irá reduciendo las catedrales a monumentos espectaculares pero muertos, lugares de cultura pero sin culto, para gloria de las ciudades y pasatiempo de los turistas.