domingo, 9 de mayo de 2021

Sobre la muerte y el morir

LA OPCIÓN GUANELIANA

9.- Sobre la muerte y el morir.

Hay una semilla de plenitud a pesar de la fugacidad de la existencia.

“Dios nos creó admirables en el cuerpo, grandes en la mente y grandes en el corazón. Nos creó para su gloria, para difundir en nosotros su bondad y felicidad” (L.G.)


           


El hermano Juan Vaccari murió el 9 de octubre de 1971 en Palencia. Y marcó la historia de los guanelianos en España. Muchos años después, leí los diarios que había escrito. Su pensamiento estaba constantemente dirigido a la muerte. En una ocasión había ofrecido su vida en lugar de un enfermo. Pensaba en la muerte, como una salida de este mundo y un ingreso en la Casa del Padre, después de unos años de exilio en la Tierra. ¿Cómo un hombre que pensaba constantemente en la muerte había sido capaz de vivir tan contento y tan alegre en esta vida? Si algo impresionaba de él era su alegría y su desvivirse para que los alumnos estuviésemos siempre contentos. Era un hombre feliz e intentaba que los demás lo fuesen. O mejor dicho: intentaba hacer felices a los demás, y él lo era. 

            ¿Existe un mañana después del cementerio o del crematorio? Los creyentes creen que sí. Los no creyentes dicen lo contrario. Ni unos ni otros aportan argumentos incontestables, porque el misterio de la muerte enmudece a unos y a otros.

Aquel primer homínido que trató con respeto el cuerpo recién fallecido de su hijo, lo enterró aparte, en lugar de arrojarlo al muladar junto a los huesos de un jabalí o de un corzo, y señaló con unas piedrecitas el lugar del enterramiento, ese día se convirtió en hombre e inventó la trascendencia.

Dice George Steiner que el hecho de que nosotros, en nuestras lenguas, utilicemos el tiempo futuro, que seamos capaces de decir frases como “dentro de cinco minutos tomaré un café o mañana nos veremos, el mes que viene estaré en Nueva York, o me jubilaré dentro de cinco años”, es decir, que seamos capaces de proyectarnos verbalmente hacia el futuro, es una especie de intuir la trascendencia. Los seres humanos nos percibimos así porque la raíz de la esperanza está plantada en nuestro ADN. El ser humano con palabras levanta el futuro; con ladrillos verbales construye el mañana. Y si esto es así: el ser humano sueña el devenir y puede hablar de  “la otra vida, más allá de la muerte”.  

Pero la ciencia (todo se puede saber) y la técnica (todo se puede hacer), convertidas en las ideologías dogmáticas de nuestro tiempo, han arramblado con cualquier mañana después de la muerte. Y por lo tanto, el ser humano, convertido en puro biologismo y fisiología, se encuentra, por primera vez, inerme ante la muerte, que es percibida como la  Gran Derrota. Una derrota que no se puede mostrar, ni ver, ni pensar en ella. Lo hemos comprobado recientemente durante la pandemia: la prohibición de mostrar las morgues donde se amontonaban los ataúdes o los hospitales llenos de moribundos, o contar las historias individuales. Los muertos reducidos a fría estadística, sin relato y sin historia.

El creyente se sabe finito, pero no es un ser destinado a la muerte. Dante ya nos aleccionó y nos dijo en su viaje a los círculos del infierno que “los más desgraciados entre todos eran los que no tenían esperanza de morirse”. La vida es hermosa, precisamente por su fragilidad y por su brevedad. Hemos sido convocados a la vida, que no sabemos si será corta o larga, y solo hemos de pensar en dejar este mundo un poco mejor que como lo encontramos al llegar. El creyente sabe que existe la muerte, y, sin embargo, esa diminuta semilla que la fides ha sembrado en su interior niega cualquier victoria definitiva a la muerte.  Y como las tres mujeres que el primer día de la semana fueron hacia el sepulcro, cada creyente siente miedo y se pregunta: “¿Quién nos moverá la piedra?” Y en esta expresión caben todas dudas y las incertidumbres del ser humano ante la fe y ante la resurrección. El creyente sabe que sigue la estela de estas mujeres (¡otra vez las mujeres!) que, en aquella primera mañana del mundo, no se cruzaron de brazos esperando hasta que alguien les removiese la piedra. Con su zozobra y temblor, se pusieron en camino hacia el sepulcro, sin saber, con total seguridad, si encontrarían a un Jesús vivo o a un Jesús muerto. Es esa pequeña candela de esperanza la que sostiene la noche larga de cualquier creyente. La esperanza es hermosa porque es incierta y frágil. Pero también, por eso mismo, es una virtud que se puede cultivar.

            Don Guanella llegaba ya al atardecer de su vida cuando instituyó la Pía Unión del Tránsito de San José. Una asociación que tiene como objetivo la oración por los agonizantes, bajo el patrocinio de San José. Esta Asociación sigue existiendo aún hoy y tiene su sede matriz en la basílica menor de San José en el barrio romano del Trionfale. Luis Guanella había conocido muchas pobrezas. Y vio también la inmensa soledad en la que morían muchos hombres y mujeres, a veces sin nadie que les diera la mano o les bendijera antes de partir.

            En una ocasión estuve en el Archivo de esta Asociación. Lo que más me impresionó, después de hojear un montón de documentos, fue leer las largas listas de soldados inscritos durante la Primera Guerra Mundial. De todos los frentes, llegaban interminables listas de combatientes que se comprometían a rezar cada noche, en las trincheras y en los campos de batalla, por las personas que en ese día llegarían al final de sus vidas, tal vez el propio compañero que esa noche rezaba la misma plegaria.

            Pensar la muerte y pensar el morir constituye, desde que el mundo es mundo, el principio de todos los ritos funerarios y la adquisición, para el ADN del ser humano, del sentido de la trascendencia. Pero también constituye el inicio de la filosofía y el intento de dar respuestas u ofrecer propuestas a todas las preguntas que de verdad importan. Desde que la filosofía no busca la verdad, la pregunta sobre la muerte se arroja al desván de las antiguallas. Nos deberían enseñar a morir y nos deberían enseñar a vivir en la fragilidad desoladora de la enfermedad. Pero todo esto se opone a un ilusorio sentido de plenitud del ser humano fuerte, sano y joven. Todos sabemos que la decrepitud llega, que el ocaso llega, que la enfermedad llega y que nos tendremos que enfrentar a nuestro propio morir.

El discurso sobre la muerte ha desaparecido. Los velatorios en salas neutras, casi salones burgueses, con el difunto oculto a la vista, confirman esta ‘ausencia’.  Incluso entre los católicos, los familiares no se atreven a sugerir al enfermo que ha llegado el momento de recibir la unción de enfermos. En nuestro enloquecido vivir de autómatas, la muerte no tiene cabida: un episodio desagradable, un desajuste en la perfecta maquinaria de producción y de eficacia del mundo moderno. Por ello la vejez, la enfermedad y la muerte nos hallan sin recursos del espíritu para afrontarlas y aceptarlas. Completamente desprovistos de sabiduría espiritual, la frustración, la depresión y el sentido de derrota suelen ser los compañeros de los últimos años. Nos habían dicho que la existencia era plenitud sin fecha y sin límites de dicha, de salud, de fuerza, de belleza, de optimismo… y nos encontramos frente a una soledad aterradora que nos hunde y nos deprime.

¿No comprobamos todos los días que el miedo a morir corre parejo al miedo a vivir, al miedo a enfrentarnos a las constantes llagas que van apareciendo en nuestro cuerpo o en nuestro corazón? Esa constante búsqueda de un mundo indoloro nos mete de hoz y coz en un sufrimiento que nos supera. Por eso mismo, podemos asegurar que la otra cara de la moneda de la muerte no es la vida, es el amor. Quien ama y es amado se siente vivo y sin miedo a vivir o a morir. Quien no ama y no es amado ya está muerto, aunque sus pulmones sigan respirando trece veces por minuto.

Don Guanella no pretendía únicamente rezar para ganar almas para el cielo, sino también para que los enfermos pudieran vivir con serenidad sus últimos días. Hoy sabemos que la mayoría de las muertes se viven en la más absoluta soledad de un aséptico hospital o de una residencia de ancianos. Lejos quedan la cercanía y la calidez de la familia. Todo es vivido en una irrealidad que, afanosamente, trata de ocultar la muerte. El gran tabú que produce vergüenza en nuestras sociedades ricas y vacías. No queremos hablar de ella, ni que se vea, ni que se muestre. Todo debe quedar reducido a un incidente imprevisto que hay que olvidar cuanto antes. Don Guanella pensaba la muerte como un retorno a la patria verdadera. Un regreso a la Casa del Padre. Al igual que el Hijo Pródigo: andamos extraviados en esta aventura que llamamos existencia, y en un momento dado, la campana nos anuncia que hay que regresar del exilio y volver a la calidez del hogar, al abrazo. 

San José, que habitó el silencio como ningún otro, nos invita a dejarnos acariciar por ese silencio que no es olvido ni soledad, sino contemplación y luz. La aceptación del gran misterio: la muerte.

Lejos de las imágenes barrocas de calaveras lindas y morondas, relojes por donde la arena se escurre velozmente, velas que se apagan al improviso, el pensamiento de la muerte puede provocar en nosotros esa sensación plena de que todavía estamos vivos, que aún tenemos tiempo, y que ese tiempo puede servir para la alegría, la belleza, la bondad y la verdad.

El 6 de agosto de 1978 moría Pablo VI, el primer Papa que miró al mundo como su contemporáneo. Dos días después, se publicó su altísimo Testamento que reflejaba bien la gratitud y el asombro ante la vida, y la esperanza en un mañana: “Fijo la mirada en el misterio de la muerte y de lo que a ésta sigue en la luz de Cristo, el único que la esclarece; y por tanto, con confianza humilde y serena. Percibo la verdad que para mí se ha proyectado siempre desde este misterio sobre la vida presente, y bendigo al vencedor de la muerte por haber disipado sus tinieblas y descubierto su luz”.

Y continúa: “Por ello, ante la muerte y la separación total y definitiva de la vida presente, siento el deber de celebrar el don, la fortuna, la belleza, el destino de esta misma existencia fugaz: Señor, Te doy gracias porque me has llamado a la vida, y más aun todavía, porque haciéndome cristiano me has regenerado y destinado a la plenitud de la vida. Asimismo siento el deber de dar gracias y bendecir: a los que me han traído a la vida, los que me han educado, amado, hecho bien, ayudado, rodeado de buenos ejemplos, de cuidados, afectos, confianza, bondad, cortesía, amistad, fidelidad, respeto. Contemplo lleno de agradecimiento las relaciones naturales y espirituales que han dado origen, ayuda, consuelo y significado a mi humilde existencia: ¡Cuántos dones, cuántas cosas hermosas y elevadas, cuánta esperanza he recibido yo en este mundo!”

Solo quien ha vivido la vida plenamente, puede, al final de la misma, mostrarse agradecido por esta hermosa y maravillosa fugacidad que es la existencia de cada ser humano. Solo quien ha sabido tejer en el breve tiempo que le ha sido concedido, con los hermosos hilos de la generosidad, la verdad, la belleza y la alegría, el tapiz de su existencia, es capaz, como el Poverello Francisco de Asís, el más humano de los santos, de bendecir e invocar por fin a la Hermana Muerte.

 


 

 

Próximo domingo: Cap. 10.- La alegría de los borriquillos.



miércoles, 5 de mayo de 2021

El libro del Dies irae




En el siglo XIII se escribió un himno en latín, el Dies Irae, al parecer del fraile franciscano Tomás de Celano, amigo de San Francisco, aunque la atribución no es segura. Este himno fue utilizado hasta 1970 en las misas de Réquiem. Un buen número de compositores puso música a las terribles, pero hermosas palabras de este himno. Basta oír la secuencia del Dies irae, del Réquiem de Mozart, para percatarse de su fuerza poética y de su tremenda belleza.

El Dies Irae nos dice que existe un libro donde están contenidas todas las cosas. Un libro en el que los escribanos divinos han ido registrando todas las respiraciones, las obras, los pensamientos, los actos y los deseos de cada ser humano. Un libro que lo contiene y abarca todo. “Se abrirá el libro / que todo lo contiene / y por el cual el mundo será juzgado”

Liber scriptus proferetur,

in quo totum continetur,

unde Mundus iudicetur

Un libro que guarda la memoria de todos los seres humanos que han nacido, vivido y muerto en esta Tierra, dramática y magnífica. La vida de cada ser humano registrada minuto a minuto. La crónica pormenorizada de una existencia. También la mía. Desde el primer vagido en una humilde casa de Quintanilla de Arriba, hasta este preciso instante en que, las manos en el ordenador, intento sumar palabras  para redactar este artículo.

Podemos imaginarnos la escena. La trompeta del Juicio Final resonará por toda la tierra y su sonido solemne llegará a los oídos de vivos y muertos. De todos los campos de batalla, de todos los cementerios, bajo las losas de todas las catedrales, de todos los mares, de todas las tierras, los muertos de hace un millón de años o de hace apenas unas horas se levantarán.

Y los vivos cesarán en sus faenas cotidianas. Los obreros dejarán sus herramientas. Las casas quedarán a medio construir. Los amantes abandonarán sus lechos cálidos de placer y deseo, las cárceles se abrirán, los estudiantes cerrarán sus libros y los profesores abandonarán sus tarimas, los señores del mundo saldrán de sus despachos impolutos; el canto gregoriano abruptamente se interrumpirá en el monasterio, el panadero abandonará la masa a medio bregar. La gestación de los niños por venir se detendrá, y el discurso de los oradores y voceros enmudecerá. Los pies de los peregrinos se paralizarán en el camino. El silbido de la cafetera cesará y el fuego de la chimenea se extinguirá.

Todos, vivos y muertos, seremos convocados al Gran Juicio Final, porque la trompeta impondrá su imperativo sonido a todos. Al valle de Josafat, según cuenta con gran fuerza poética Joel, irán llegando las muchedumbres de los cuatro puntos cardinales de la tierra y de todos los siglos. Papas, emperadores y reyes, al mismo tiempo que los trabajadores manuales que hacían los adobes, los constructores de calzadas y los que limpiaban las letrinas de los palacios. Los generales que mandaban desde la retaguardia y los soldados que morían en las trincheras. Los filósofos con sus libros y las campesinas con sus cestas de coles, los grandes pintores y los que les mezclaban los colores, los prisioneros y los carceleros, los señores terratenientes junto a sus criados y esclavillos, los intelectuales que impartían sus clases desde el estrado y los que barrían los patios de la universidad, los médicos junto a sus pacientes, las prostitutas de todas las mancebías y los clientes de todos los burdeles, los jueces togados y autosatisfechos y los enjuiciados que temblaban …

Y entonces el libro se abrirá. Y ahí estará todo. Cada obra, cada pensamiento, cada sueño, cada palabra. La ficción de este mundo se desmoronará. Las apariencias caerán como caen los vestidos en la alcoba. De nada servirán los uniformes y los galones que identificaban el estatus en el gran teatro del mundo. La mentira saldrá huyendo y la verdad surgirá en todo su esplendor. ¡Cuántas sorpresas y cuánto estupor! Tal vez el padre de familia irreprochable y esposo amantísimo será desenmascarado y aparecerá el lujurioso y el corrupto. Tal vez, del padre cascarrabias y un poco seco, conoceremos el beso a sus hijos al apagar la luz cada noche. Se declarará la inocencia del que fue encarcelado por un crimen que nunca cometió. Se conocerán las caridades y las limosnas del que nadie sabía ni sospechaba. Y del benefactor admirado y aplaudido se sabrán sus tejes y manejes, sus desvíos de dinero. Se pondrán encima de la mesa los pensamientos limpios de la ramera y los deseos turbios de quien se erigía en portaestandarte de la moralidad pública desde cualquier púlpito.  Saldrá a la luz la oración callada del que nunca pisaba la iglesia y la blasfemia y apostasía del mitrado que arrastraba fieles por sus hermosas homilías. Brillará la rectitud de quien fue vejado y apartado de su oficio por las mentiras tejidas en su contra y veremos las manos ensangrentadas por el odio de quien se presentaba como paradigma y modelo de transparencia y honradez. Todos los crímenes saldrán a la luz, a la vez que todas las inocencias. Ninguna bondad quedará oculta. Ninguna palabra hermosa caerá en el silencio. Ningún pensamiento noble se habrá perdido. Las torticeras intenciones y los labios mentirosos serán descubiertos. Y los abrazos de compasión y el aliento a los pequeñuelos resplandecerán en aquel día.

Entonces cada uno de nosotros se verá a sí mismo. Conocerá a su verdadero yo. Sabrá su verdadero nombre y sus apellidos. Cualquier acto de bondad y cualquier deseo de odio estarán ahí. Lloraremos por nosotros o nos alegraremos por nosotros. Conoceremos por fin nuestros cuartos oscuros y nuestras ventanas luminosas. La perfidia de nuestras noches y la hermosura de nuestros días. Por fin, sabremos quiénes somos. Sabremos la verdad. Por fin, se hará justicia.

Este libro que contiene todo, en el que todo está escrito, podría asustarnos, pero también llenarnos de aliento, pues aún estamos vivos y estamos a tiempo. Solo ese día se nos recordará la sonrisa que ofrecimos a una viejecita, el abrazo a quien andaba desconsolado, la paciencia hacia nuestra madre con alzhéimer, la escucha a nuestro vecino parado, el cuenco de sopa al hambriento, las monedas al mendigo, la caricia al herido del hospital. Ningún gesto de amor se habrá perdido, porque todo está escrito y registrado en el Libro. Incluso el repelús en la cabeza del cachorrillo y el evitar pisar las margaritas.

A esta caña pensante que es el ser humano solo le queda por recitar:

Rex tremendæ maiestatis,

qui salvandos salvas gratis,

salva me, fons pietatis








DIES IRAE / SERÁ UN DÍA DE IRA

 

 

Texto original en latín

Dies iræ, dies illa,

Solvet sæclum in favilla,

Teste David cum Sibylla!

Quantus tremor est futurus,

quando iudex est venturus,

cuncta stricte discussurus!

Tuba mirum spargens sonum

per sepulcra regionum,

coget omnes ante thronum.

Mors stupebit et Natura,

cum resurget creatura,

iudicanti responsura.

Liber scriptus proferetur,

in quo totum continetur,

unde Mundus iudicetur.

Iudex ergo cum sedebit,

quidquid latet apparebit,

nihil inultum remanebit.

Quid sum miser tunc dicturus?

Quem patronum rogaturus,

cum vix iustus sit securus?

Rex tremendæ maiestatis,

qui salvandos salvas gratis,

salva me, fons pietatis.

Recordare, Iesu pie,

quod sum causa tuæ viæ;

ne me perdas illa die.

Quærens me, sedisti lassus,

redemisti crucem passus,

tantus labor non sit cassus.

Iuste Iudex ultionis,

donum fac remissionis

ante diem rationis.

Ingemisco, tamquam reus,

culpa rubet vultus meus,

supplicanti parce Deus.

Qui Mariam absolvisti,

et latronem exaudisti,

mihi quoque spem dedisti.

Preces meæ non sunt dignæ,

sed tu bonus fac benigne,

ne perenni cremer igne.

Inter oves locum præsta,

et ab hædis me sequestra,

statuens in parte dextra.

Confutatis maledictis,

flammis acribus addictis,

voca me cum benedictis.

Oro supplex et acclinis,

cor contritum quasi cinis,

gere curam mei finis.

Lacrimosa dies illa,

qua resurget ex favilla

iudicandus homo reus.

Huic ergo parce, Deus.

Pie Iesu Domine,

dona eis requiem.

Amen.

 

 

Traducción

¡Será un día de ira, aquel día

en que el mundo se reduzca a cenizas,

como predijeron David y la Sibila!

¡Cuánto terror habrá en el futuro

cuando el juez haya de venir

para hacer estrictas cuentas!

La trompeta resonará terrible

por todo el reino de los muertos,

para reunir a todos ante el trono.

La muerte y la Naturaleza se asombrarán,

cuando todo lo creado resucite

para responder ante su juez.

Se abrirá el libro escrito

que todo lo contiene

y por el que el mundo será juzgado.

Entonces, el juez tomará asiento,

todo lo oculto se mostrará

y nada quedará impune.

¿Qué alegaré entonces, pobre de mí?

¿De qué protector invocaré ayuda,

si ni siquiera el justo se sentirá seguro?

Rey de tremenda majestad

tú que salvas solo por tu gracia,

sálvame, fuente de piedad.

Acuérdate, piadoso Jesús

de que soy la causa de tu calvario;

no me pierdas ese día.

Por buscarme, te sentaste agotado;

por redimirme, sufriste en la cruz,

¡que tanto esfuerzo no sea en vano!

Justo juez de los castigos,

concédeme el regalo del perdón

antes del día del juicio.

Sollozo, porque soy culpable;

la culpa sonroja mi rostro;

perdona, oh Dios, a este suplicante.

Tú, que absolviste a Magdalena

y escuchaste la súplica del ladrón,

dame a mí también esperanza.

Mis plegarias no son dignas,

pero tú, que actúas con bondad,

no permitas que arda en el fuego eterno.

Colócame entre tu rebaño

y sepárame de los impíos

situándome a tu derecha.

Confundidos los malditos,

arrojados a las llamas acerbas,

llámame entre los benditos.

Te ruego compungido y de rodillas,

con el corazón contrito, casi en cenizas,

que cuides de mí en el final.

Será de lagrimas aquel día,

en que del polvo resurja

el hombre culpable, para ser juzgado.

Perdónalo, entonces, oh Dios,

Señor de piedad, Jesús,

y concédele el descanso.

Amén.

 



domingo, 2 de mayo de 2021

Descubrir Claras y Catalinas. Descubrir centuriones

 

LA OPCIÓN GUANELIANA

8.- Descubrir Claras y Catalinas. Descubrir centuriones

Una mirada a las mujeres y a los laicos desde el último banco de la Iglesia.

“Y vosotros, buenos cooperadores y benévolas cooperadoras, ayudad con el fervor de vuestras plegarias, y sumad el óbolo de vuestra caridad” (L.G.)

            


 Los inicios de las fundaciones guanelianas son originales. El lago de Como lame el pueblo de Pianello Lario. Allí, un pequeño grupo de mujeres consagradas había empezado a cuidar a unas cuantas huérfanas. Carlo Coppini, su párroco y director espiritual, muere y ellas se sienten como ovejas sin pastor. Don Guanella llega de párroco al pueblo y se encuentra con este grupo de mujeres. Ellas sólo necesitaban creerse que podían hacer un poco de bien. Don Guanella llevaba tiempo queriendo levantar una ‘choza’, como solía decir, para los desheredados de su valle, y se encontró, de repente, con unas cuantas almas entregadas y generosas que pensaban lo mismo. Lo que une no es la consanguinidad de sangre, sino la de espíritu. El don de la amistad surgió, auspiciado por ese deseo de hacer un poco de bien. Aún estaban lejos de pensar en un instituto religioso con sus constituciones y sus estatutos y con todo ese montón de normas, leyes, permisos, autorizaciones. Soñaban con formar una familia con huérfanos y viejecitos, unidos por el ‘vínculo del amor’, porque solo “el deseo de hacer el bien bien hecho” anudaba sus pensamientos y sus desvelos.

Las primeras ‘casas de la providencia’ fueron auténticos hogares, donde todos se desvivían por todos. Las primeras monjas se agotaron físicamente en su lucha sin cuartel por socorrer las muchas pobrezas de ese momento. Puede que don Guanella fuese su guía espiritual y también intelectual, pero fueron las monjas, capitaneadas por sor Marcelina Bosatta, -y el testimonio heroico de Clara Bosatta-, las que marcaron el sendero y el ritmo, las virtudes cotidianas, el estilo y la actitud. Luis Guanella tradujo en palabras lo que se vivía y lo que se deseaba vivir. Los tiempos, que no corrían a favor de un relato femenino, fueron oscureciendo el protagonismo de sor Marcellina Bosatta y del resto de monjas, al mismo tiempo que se agrandaba la figura de Luis Guanella, convertido en portaestandarte de una manera de ser y de hacer, faro de vocaciones, imán que atraía a todos…, pero en aquellos primeros años, el genio femenino marcó el día a día, y dibujó, en la práctica, el horizonte guaneliano.

En la vida de don Guanella hubo mujeres muy importantes. La primera entre todas, su propia madre,  María Bianchi. De ella aprendió la dulzura en el trato (algo que le costaba, porque Luis era bastante impetuoso y apasionado) y también ese mirar atento para descubrir la pobreza incluso cuando solo se intuye. En Pianello Lario se encontraría con Marcelina Bosatta, una mujer consagrada, con la que compartió desvelos, ideas, dirección y orientación de las comunidades religiosas. Mujer fuerte y trabajadora, guio con remo seguro la barquichuela de las Hijas de la Providencia y fue también ‘maestra’ para la rama masculina.

Pero no podemos olvidar dos mujeres señeras en los inicios de la obra guaneliana: Clara Bosatta (1858-1887); en su breve existencia, iluminó no poco a Luis. La historia de Clara es singular. Una joven extremadamente sensible, hasta el punto de que la llamaban la ‘llorona’.  Había intentado ser religiosa en otro convento, pero la rechazaron, quizás porque la encontraron un poco ñoña y un poco mística, en el peor sentido de la palabra. Luego sería mística, pero en el sentido verdadero del término. Clara pertenece al primer grupo de monjas que puso en pie las primeras fundaciones. Murió a tan solo 29 años. Y en su enfermedad, Don Guanella se comportó con ella como un verdadero padre con una hija querida que se le muere. Es más, y algo poco habitual en aquella época, se la llevó a su casa, sin importarle los dimes y diretes de la gente, tan dada a los chistes facilones. Luis descubrió la grandeza interior de Clara, entrevió lo avanzada que estaba en la unión con Dios y valoró su entrega denodada por los necesitados. Clara, en su corta vida, marcó el porvenir de la obra guaneliana.

Catalina Guanella (1841-1891), su hermana, fue otra figura clave en su vida. Compañera de juegos en la infancia (hacían sopa de arena y polenta de barro y se decían: “cuando seamos mayores daremos a los pobres comida de verdad”), y, sobre todo, su alma gemela. Mujer íntegra, dulce y fuerte, célibe por vocación, acompañó a Luis a la parroquia de Savogno, y con él permaneció 7 años, hasta que Luis marchó a Turín. Entonces, Catalina regresó a la casa paterna, y en Fraciscio permancerá hasta su muerte, a la edad de 50 años. Ahí encontró su lugar en el mundo, un espacio para el recogimiento interior, la ayuda amorosa a la madre impedida, el socorro a los más pobres del pueblo y el compromiso con la parroquia. Para Luis fue el ‘angel del buen ejemplo”, un modelo a imitar porque Catalina “poseía el raro don de intuir lo que sucedía en el corazón del otro”. Don Luis la definiría como ‘inspiradora y cooperadora”.

Luis Guanella fue un buen lector del alma y el corazón femeninos, yo diría que bastante adelantado para la mentalidad de su época. ‘Descubrió’ a Clara y ‘descubrió’ a Catalina. Escribió sobre ellas cuando murieron y no escatimó alabanzas y adjetivos. A ambas las consideró ‘mujeres santas’. Y a nosotros nos invita a  seguir descubriendo ‘Claras’  y ‘Catalinas’ en los inicios del siglo XXI.

Alguna vez, en misa, me he puesto a observar: un hombre en el presbiterio y dos docenas de mujeres en los bancos. Es curioso que una iglesia guiada por hombres, esté constituida en su mayoría por mujeres. Y no me refiero a si la mujer debe o no debe ejercer el sacerdocio (creo que esto es un asunto bastante secundario), me refiero a que la mujer pueda enseñar, hablar, ser escuchada, tomar decisiones y gestionar realidades eclesiales. Una presencia femenina en las responsabilidades de Iglesia es, no solo urgente, sino necesaria por el interés de la propia Iglesia. Tampoco niego que se estén dando pasos en este sentido, pero…

En octubre de 2015, en el Vaticano se celebró un sínodo sobre la familia. Cardenales y obispos de todo el mundo discuten ardientemente sobre la familia en el mundo de hoy. Algunos laicos son invitados también a esta asamblea de eminentes purpurados. En el último banco del aula sinodal se sienta una mujer, Lucetta Scaraffia. Su voz, desde el último banco, se escucha en el Aula: “La Iglesia no puede olvidar que el cristianismo fue el primero en proponer la igualdad espiritual entre hombres y mujeres y que ha sido la tradición cristiana la que ha sembrado la semilla de la emancipación femenina en Occidente. Las mujeres son las únicas que pueden restituir vitalidad y corazón a una estructura rígida y autorreferencial. Sin mujeres, la Iglesia no puede pensar el futuro, porque son las mujeres las que la sostienen y ya no aceptan servir sin ser escuchadas”.

Esto que escribió Scaraffia para referirse a las mujeres, valdría lo mismo para hablar de los laicos (hombres y mujeres) que hasta ahora mismo sólo han tenido en la Iglesia un papel secundario y marginal y que aún hoy son vistos con desconfianza y prevención.

Con la lógica mentalidad de la época, Don Guanella tuvo presentes a los laicos, a través del llamado movimiento de cooperadores. Su conocimiento de la Tercera Orden franciscana y del mundo salesiano le facilitaron el camino (parece que durante su periodo de tres años con los salesianos, don Guanella hizo un borrador sobre los cooperadores, a petición del propio Don Bosco). A decir verdad, en la historia guaneliana, el movimiento de cooperadores se ha movido, más bien, poco, pues los religiosos suelen ver en los laicos unos simples acólitos, y, por su parte, los laicos suelen tener alergia a tomar responsabilidades.

Pero Luis Guanella, con su política del corazón, supo estar cerca de un buen grupo de laicas y laicos a los que implicó en sus fundaciones, y por los que sintió un profundo afecto. Escribe: “Los laicos podéis ser más útiles que los curas, porque podéis entrar y colaros en todos los sitios [...] Solo es necesario tener el corazón rebosante de caridad […] Y cuando los demás vean que actuáis por amor a Dios y al prójimo, lograréis frutos abundantes. Poco a poco, casi sin daros cuenta, convertiréis a muchos y moveréis la opinión pública”.

Creo que una de las misiones que el creyente guaneliano tiene hoy en sus manos es la de descubrir, asimismo, ‘centuriones’. ¿Qué significa esta expresión? Leamos el pasaje de Lucas, 7, donde se nos cuenta que el centurión romano manda a buscar a Jesús para que cure a su criado enfermo. El centurión no es un judío, no es un creyente, no es un amigo de Jesús, se considera indigno y considera indigna su morada, pero ha aportado su cuota para la construcción de la sinagoga del pueblo y sabe distinguir, en medio de tanto charlatán, la voz clara de Jesús. El centurión se ocupa y preocupa por su siervo enfermo y, en su dolor, acude a Jesús y en él confía. Descubrir centuriones. Descubrir mujeres en una iglesia de hombres. Descubrir laicos en una iglesia de ‘profesionales de la religión’. Descubrir alejados, agnósticos, no creyentes, ateos, de otras confesiones, en una Iglesia que ya no puede ser entendida como un ‘club privado’. Los centuriones de nuestro siglo, sin saberlo o sin proponérselo, son cristianos. Y muchas veces, de los buenos.

¿Quiénes son hoy día los centuriones? ¿Acaso los agnósticos de la laicidad positiva, del respeto escrupuloso a los sentimientos religiosos de los demás? ¿Acaso los que un día fueron bautizados, pero que, por su forma de vivir, se saben excomulgados, apartados de los sacramentos por una moral católica entendida al pie de la letra, pero que, sin embargo, consideran a Cristo como parte del horizonte de sus vidas? ¿Acaso los que han hecho de la lectura de la Biblia un alimento nutritivo para su espíritu y, aun sabiéndose vacíos de fe, se sienten profundamente heridos por el mensaje de Jesús? ¿Quizás los que habiendo optado por la increencia colaboran en las causas justas y en las muchas obras de caridad y solidaridad que promueve la Iglesia? ¿Puede que los hombres que practican las obras de misericordia aún sin conocer al autor de las Bienaventuranzas? ¿Acaso los que, en los caminos del mundo, acogen y curan las llagas de los heridos y apaleados, como un deber de puro civismo y pura humanidad, como anónimos samaritanos? Hay muchas Simone Weil que permanecen aún en “el umbral de la Iglesia con todos los que no tienen cabida en ella”. Y sin embrago, también gracias a todos ellos y ellas, la Iglesia sigue avanzando por la senda marcada por Jesús de Nazaret. 

Han llegado hasta nosotros los nombres de algunos laicos y laicas que, en los albores de la obra guaneliana, aportaron su grano de arena. Leemos con emoción sus nombres: Carlo Cima, Giuseppe Ferrua, Domenico Montebugnoli, Sr. Biffi, Catalina Guanella, Bernardo y Sofia Calvi, Rosa Piatti, Marietta Tettamanti, Luigi Mazzoletti, Cesare Cantù, Rosa Guanella, Costantino Valli. Sin duda de quien más noticias tenemos es de la escritora Maddalena Albini Crosta a la que encargó tareas de alta responsabilidad, como la dirección efectiva de la revista La Divina Provvidenza y la revisión del estatuto de las Hijas de la Providencia.  Sus nombres resuenan aún. Y son una invitación seguir añadiendo nombres a los nombres y corazones a los corazones en este siglo XXI.

 


 

Próximo domingo: Cap. 9.- Sobre la muerte y el morir


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