El estado de permanente felicidad personal y el estado de
permanente cabreo con la sociedad son, a mi modo de ver, las dos corrientes más
caudalosas de las redes sociales, por ejemplo Facebook. Continuamente se suben
fotos y selfies en los que aparecemos nosotros –y nuestros amigos o familiares-
completamente sonrientes o disfrutando de la vida, de un viaje, de una buena
comida, de un buen vino, de una buena ropa, de una fiesta, de un cumpleaños. Lo
que no es felicidad y sonrisa permanentes no aparecen en Facebook. Somos
personas maravillosas y llenas de dicha. Y con nosotros lo son también nuestras
parejas, nuestros amigos y nuestras mascotas. Fotografiarse con nuestro perro
es un plus a la felicidad permanente. Se ha dicho últimamente que los selfies
aumentan el narcisismo. Y el narcisimo no es sólo malo porque nos puede hacer
creer que somos los más guapos de la red, sino porque podemos llegar a pensar
que también somos los más honrados, los mejores, los más solidarios, los más
cabales y los más sabios.
Por otro lado, cuando uno abre una red social, aparece
continuamente una corriente tumultuosa de cabreo, de indignación, de
descalificaciones, de insultos. Indignados contra los políticos que son unos
corruptos, unos sinvergüenzas y unos desalmados. Indignados contra las
Instituciones del Estado, porque siempre funcionan mal. Indignados contra las
personas públicas porque o son muy ricas, o son muy famosas, o gastan mucho o
han dicho esto o han dicho lo otro. Indignados contra los empresarios porque
nos explotan, los maestros porque son bastante cazurros, los policías porque
son contundentes en las manifestaciones, los funcionarios porque no dan ni
golpe …
Las redes sociales se han convertido en ventiladores de
excrementos. Aún a sabiendas de que un buen número de noticias son falsas o están
manipuladas –las fake news- las compartimos con toda la ligereza y añadimos
algún improperio o algún insulto a los que ya están recogidos en el artículo o
en el pie de foto. Si toda esta energía que dedicamos a desparramar la mierda
ajena, la utilizásemos en compartir las noticias de bondad y de belleza (que
también las hay y muchas en las redes sociales), las cosas mejorarían y nos
mejorarían.
El hacer crítica con argumentos es un buen ejercicio que
ayuda a la propia sociedad, pero el insultar por insultar y el descalificar por
descalificar, ¿para qué sirve? Sobre todo, porque cuando nos erigimos en
constantes jueces de los demás, al mismo tiempo nos estamos autoproclamando
como modelos de honestidad.
Tengo la sensación de que nos creemos infinitamente mejores
a la media de la sociedad, porque de lo contrario, si pensásemos que también
nosotros no damos el cien por cien en el trabajo, o somos mezquinos con nuestros
familiares, o vamos por interés con ciertos amigos, o nos lanzamos a la yugular del compañero más
débil, o no nos privamos de nuestra mala leche ante nuestros amigos y vecinos,
muy probablemente no iríamos emitiendo juicios tan severos y tan injustos sobre
el resto del mundo.
Somos un país de indignados. Pero la indignación sólo debería
durar cinco minutos. No más de cinco minutos. Pasados estos, lo que toca es
proponer y arrimar el hombro. Con total naturalidad nos quejamos de los sucias que están las ciudades y nos indignamos contra los
recortes en limpieza o en jardinería, pero luego tiramos la bolsa de patatas al
suelo, las colillas o el bote de cerveza, pisamos el césped y damos una patada
al macetero de la vía pública. ¿En qué quedamos?
Proponer significa pensar qué puedo hacer yo para mejorar
algunas de las situaciones que me parecen injustas. Arrimar el hombro significa
actuar para que algo funcione un poquito mejor. Hay una diferencia entre el que
se queja a voz en grito de los pocos recursos que el Gobierno dedica a los más
vulnerables, y aquel que, aun siendo consciente de esto, dedica un par de horas
a la semana al Banco de Alimentos. Y así sucesivamente.
En las redes sociales oscilamos entre la imagen ideal de
cada uno y la imagen grotesca de la sociedad. Ni lo uno, ni lo otro. Ni
nosotros somos el ciudadano modelo ni la sociedad –y cada uno de los que la
componen- es tan desastrosa como queremos dar a entender.
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