martes, 20 de noviembre de 2018

Las cenizas del califato, de Mikel Ayestaran




Mikel Ayestaran es un periodista y escritor vasco, afincado en Jerusalén. En su libro Las cenizas del califato nos ofrece la visión dramática y calcinada que ha dejado el autoproclamado Estado Islámico a su paso por Irak y Siria durante los años que van de 2013 a 2017.  Las cenizas y los escombros de las ciudades y pueblos visitados son la imagen certeza para representar a los sufridos irakíes y sirios reducidos por el EI a escombros y cenizas.


La invasión de Irak por parte del Ejército de los Estados Unidos en 2003, y la consiguiente defenestración de Sadam Hussein, está, para el autor, en el origen de los movimientos extremistas surgidos a partir de ese deseo de vengarse por la humillación sufrida. Por otro lado, los movimientos insurgentes de oposición contra el presidente sirio Al Asad, como un episodio más de la Primavera Arabe, fueron vistos con un cierto agrado por parte de Occidente. Pronto se demostró que esta oposición era de un islamismo extremista que iba a complicar mucho las cosas en la región. Por otro lado, tenemos a Irán, imperialista, que ha aprovechado la situación de caos y la ‘lucha contra el terrorismo' del EI, como una oportunidad única para influir en la región. Irán, de mayoría chiita, está muy interesada en acaba con los suníes, mayoría en Irak y Siria. Para muchos el Estado Islámico habría sido una creación de Teherán para debilitar a los suníes y, con la excusa de 'luchar contra el terrorismo', destrozar las principales ciudades suníes. Irán es la gran incógnita en la era pos-califato. Y no olvidemos a Turquía que también se involucró apoyando a grupos rebeldes que actuaban en Siria y que ha sido acusada de hacer negocios petrolíferos con los combatientes del Estado Islámico.
No hay que olvidar tampoco que en muchos pueblos y ciudades la aparición del EI fue saludada con entusiasmo y que recibió grandes apoyos de la población, quizás creyendo que era una respuesta radical a los gobiernos claudicantes ante la política occidental.

El autor se hace la misma pregunta que nos hacemos todos: ¿Cómo es posible que la llamada por parte del EI a los jóvenes del mundo entero para que se unieran a su lucha contra los infieles o contra los musulmanes blandos tuviera tanta respuesta? Se calcula que más de cuarenta mil voluntarios llegaron de todas las parte del mundo, muchísimos de ellos de Estados Unidos y de Europa? ¿Qué buscaban? ¿Qué desesperación sentían en sus vidas para lanzarse de cabeza al precipicio? ¿Se sentían huérfanos y sin ideales y el Estado Islámico les ofreció una 'familia fuerte' y un ideal por el que luchar y morir?
¿Y cuál es su situación ahora en el post-califato?. Una frase me llama la atención: “Los mandos kurdos, y también las fuerzas francesas e inglesas, disponían de una lista de combatientes extranjeros, con sus nombres y fotografías, a los que tenían la orden de eliminar porque, en caso de detenerlos, “sus países de origen no los querrían de vuelta”.
Otro momento que el autor no olvida es cuando el líder del EI Bakr al Bagdali hace un llamamiento para que los voluntarios permanezcan en sus naciones y desde ahí cometan los atentados terroristas que puedan para matar a los infieles. La respuesta no se hace esperar. En enero de 2015, los periodistas de Charlie Hebdo caen bajo las balas asesinas de los radicales. Sucederán atentados en Niza, Estambul, Orlando, Barcelona, Bruselas… sembrando el pánico en el mundo entero. El EI asegura a los terroristas la entrada directa en el paraíso y el disfrute sin trabas de bellas mujeres.

Mosul, Palmira, Faluya, Tikrit, Alepo, Deir Hafer o Akerbat son algunas de las ciudades que han estado en la mente y en el corazón de todos desde hace años. Formaron parte de las ciudades conquistadas por los soldados del Estado Islámico y en ellas se implantó un régimen de terror de los más aberrantes que se hayan conocido. Todos hemos sido testigos del éxodo de millones de refugiados irakíes y sirios que abandonaron sus casas y llamaron dramáticamente a las puertas de Europa.

El autor visita Deir Hafer, tras ser liberado del EI, y se detiene en la Plaza de las Decapitaciones. Cuando los combatientes del EI conquistaban una ciudad instalaban en una plaza una jaula de barrotes donde metían a los presos, para que estuvieran a la vista de todos. Les dejaban cocerse de calor en verano y de frío en invierno. Y cuando les sacaban de ella, era para decapitarlos. Luego, crucificaban los cuerpos decapitados durante tres días, como una clara advertencia para todos.
En las pizarras de las escuelas escribían: “Los apóstatas son aquellos que aplican leyes que no son las de Alá”.  Prohibieron también vacunar a los niños porque aseguraban que la enfermedad sólo atacaba a los musulmanes blandos o a los infieles. Sólo – recuerda un médico- cuando sus propios hijos enfermaron, las volvieron a permitir.
El califato ha sido prácticamente derrotado, pero no así su semilla que brotará cuando menos se espere, ya que los intereses de grupos de poder son muchos y, además, se da la casual fatalidad de que no pocos ciudadanos comulgan  con esta manera radical de ver la vida o, mejor, de ver la muerte. Muchos familiares de combatientes del estado islámico no podrán ya vivir en sus poblaciones porque serían eliminados inmediatamente. Muchos de ellos han huido; otros tantos han sido recluidos en un lugar indeterminado.
 Pero el sentido común y la Historia nos dicen que no han sido los creyentes musulmanes los que han creado el Estado Islámico. Han sido los intereses políticos, los intereses de partidos o de naciones enteras los que se han servido de la religión para conseguir sus objetivos políticos o militares. La fe islámica extremista es el barniz con el que han pintado sus intereses más criminales e inconfesables. Esto se ha visto a lo largo de la historia. Y aquí en Irak y en Siria ha tenido lugar el último episodio de una guerra santa, que no lo es. Ni mucho ni poco ni nada.

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