Mikel Ayestaran es un periodista
y escritor vasco, afincado en Jerusalén. En su libro Las cenizas del califato
nos ofrece la visión dramática y calcinada que ha dejado el autoproclamado Estado Islámico a
su paso por Irak y Siria durante los años que van de 2013 a 2017. Las cenizas y los escombros de las ciudades y
pueblos visitados son la imagen certeza para representar a los sufridos irakíes
y sirios reducidos por el EI a escombros y cenizas.
La invasión de Irak por parte del
Ejército de los Estados Unidos en 2003, y la consiguiente defenestración de
Sadam Hussein, está, para el autor, en el origen de los movimientos extremistas
surgidos a partir de ese deseo de vengarse por la humillación sufrida. Por
otro lado, los movimientos insurgentes de oposición contra el presidente sirio
Al Asad, como un episodio más de la Primavera Arabe, fueron vistos con un
cierto agrado por parte de Occidente. Pronto se demostró que esta oposición era
de un islamismo extremista que iba a complicar mucho las cosas en la región.
Por otro lado, tenemos a Irán, imperialista, que ha aprovechado la situación de
caos y la ‘lucha contra el terrorismo' del EI, como una oportunidad única para
influir en la región. Irán, de mayoría chiita, está muy interesada en acaba con
los suníes, mayoría en Irak y Siria. Para muchos el Estado Islámico habría sido una creación
de Teherán para debilitar a los suníes y, con la excusa de 'luchar contra el
terrorismo', destrozar las principales ciudades suníes. Irán es la gran
incógnita en la era pos-califato. Y no olvidemos a Turquía que también se involucró apoyando a grupos rebeldes que actuaban en Siria y que ha sido acusada de hacer negocios petrolíferos con los combatientes del Estado Islámico.
No hay que olvidar tampoco que en
muchos pueblos y ciudades la aparición del EI fue saludada con entusiasmo y que
recibió grandes apoyos de la población, quizás creyendo que era una respuesta
radical a los gobiernos claudicantes ante la política occidental.
El autor se hace la misma
pregunta que nos hacemos todos: ¿Cómo es posible que la llamada por parte del
EI a los jóvenes del mundo entero para que se unieran a su lucha contra los
infieles o contra los musulmanes blandos tuviera tanta respuesta? Se calcula
que más de cuarenta mil voluntarios llegaron de todas las parte del mundo,
muchísimos de ellos de Estados Unidos y de Europa? ¿Qué buscaban? ¿Qué
desesperación sentían en sus vidas para lanzarse de cabeza al precipicio? ¿Se
sentían huérfanos y sin ideales y el Estado Islámico les ofreció una 'familia fuerte' y un
ideal por el que luchar y morir?
¿Y cuál es su situación ahora en
el post-califato?. Una frase me llama la atención: “Los mandos kurdos, y también
las fuerzas francesas e inglesas, disponían de una lista de combatientes
extranjeros, con sus nombres y fotografías, a los que tenían la orden de
eliminar porque, en caso de detenerlos, “sus países de origen no los querrían
de vuelta”.
Otro momento que el autor no
olvida es cuando el líder del EI Bakr al Bagdali hace un llamamiento para que
los voluntarios permanezcan en sus naciones y desde ahí cometan los atentados
terroristas que puedan para matar a los infieles. La respuesta no se hace
esperar. En enero de 2015, los periodistas de Charlie Hebdo caen bajo las balas
asesinas de los radicales. Sucederán atentados en Niza, Estambul, Orlando,
Barcelona, Bruselas… sembrando el pánico en el mundo entero. El EI asegura a
los terroristas la entrada directa en el paraíso y el disfrute sin trabas de
bellas mujeres.
Mosul, Palmira, Faluya, Tikrit,
Alepo, Deir Hafer o Akerbat son algunas de las ciudades que han estado en la
mente y en el corazón de todos desde hace años. Formaron parte de las ciudades
conquistadas por los soldados del Estado Islámico y en ellas se implantó un
régimen de terror de los más aberrantes que se hayan conocido. Todos hemos sido
testigos del éxodo de millones de refugiados irakíes y sirios que abandonaron
sus casas y llamaron dramáticamente a las puertas de Europa.
El autor visita Deir Hafer, tras
ser liberado del EI, y se detiene en la Plaza de las Decapitaciones. Cuando los
combatientes del EI conquistaban una ciudad instalaban en una plaza una jaula
de barrotes donde metían a los presos, para que estuvieran a la vista de todos.
Les dejaban cocerse de calor en verano y de frío en invierno. Y cuando les
sacaban de ella, era para decapitarlos. Luego, crucificaban los cuerpos
decapitados durante tres días, como una clara advertencia para todos.
En las pizarras de las escuelas
escribían: “Los apóstatas son aquellos que aplican leyes que no son las de
Alá”. Prohibieron también vacunar a los
niños porque aseguraban que la enfermedad sólo atacaba a los musulmanes blandos
o a los infieles. Sólo – recuerda un médico- cuando sus propios hijos enfermaron,
las volvieron a permitir.
El califato ha sido prácticamente
derrotado, pero no así su semilla que brotará cuando menos se espere, ya que
los intereses de grupos de poder son muchos y, además, se da la casual fatalidad de que no pocos ciudadanos comulgan con esta manera radical de ver la vida o, mejor, de ver la
muerte. Muchos familiares de combatientes del estado islámico no podrán ya
vivir en sus poblaciones porque serían eliminados inmediatamente. Muchos de
ellos han huido; otros tantos han sido recluidos en un lugar indeterminado.
Pero el sentido común y la
Historia nos dicen que no han sido los creyentes musulmanes los que han creado
el Estado Islámico. Han sido los intereses políticos, los intereses de partidos
o de naciones enteras los que se han servido de la religión para conseguir sus
objetivos políticos o militares. La fe islámica extremista es el barniz con el que han
pintado sus intereses más criminales e inconfesables. Esto se ha visto a lo
largo de la historia. Y aquí en Irak y en Siria ha tenido lugar el último
episodio de una guerra santa, que no lo es. Ni mucho ni poco ni nada.
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