martes, 16 de abril de 2019

La casa de Nuestra Señora en llamas




Notre Dame des Larmes (Nuestra Señora de las lágrimas), Le coeur en cendres (El corazón convertido en ceniza), Notre Drame (Nuestro Drama), Des flammes et de larmes (sobre llamas y lágrimas) son algunos de los titulares de los principales periódicos franceses para dar cuenta de la conmoción y de la tristeza sufridas la tarde anterior cuando un devastador fuego arrasó con el tejado, la aguja y otras tesoros de la seo parisina. En los últimos años grupos radicales y anticlericales han coreado una frase que, sin duda, ha hecho fortuna. Y que luego la hemos visto grafiteada por doquier: en fachadas de universidades y monumentos insignes, en señalizaciones viarias, en muros y paredones, en pasquines y panfletos: “La única iglesia que ilumina es la que arde”.
Quiero pensar que ayer, cuando ante los ojos estupefactos del mundo entero, la catedral de Notre Dame era pasto de las llamas, estos radicales no hayan celebrado ‘esta excepcional iluminación’ de la catedral de París.
He seguido desde el minuto cero, con estupor y con dolor, la tragedia vivida ayer en la capital francesa. Europa es sus catedrales y sus catedrales son Europa. Europa de norte a sur y de este a oeste está jalonada por estas sacras moles. Los mejores arquitectos del mundo las levantaron; miles de canteros humildes las construyeron. Pintores, escultores, orfebres, músicos, novelistas, artesanos… las siguieron hermoseando a lo largo de los siglos. En ellas se celebraron los grandes acontecimientos de cada ciudad y de cada nación. Grandes y pobres entregaron su óbolo para que estas flechas de fe se levantaran hasta el cielo hasta rozarlo con su belleza.
Por lo tanto –y esto no debería ser difícil de entender- una catedral  es el símbolo de la fe, pero también del esfuerzo civilizador de un pueblo, del genio creativo del ser humano. Al menos, de los europeos. Pero no sólo una catedral, también la más pequeña iglesia de la más pequeña aldea. En ella una mujer se ha arrodillado para suplicar la curación de su hijo. En ella una Piedad ha consolado el sufrir de los pobres y de los enfermos. En ella, un niño ha rezado con devoción un Ave María. En ella una Madonna con el Niño ha sido siempre la imagen de cualquier mujer que amamanta y protege a su recién nacido. En ella se han desgranado rosarios implorando el final de la guerra o pidiendo la lluvia que permitiría no morir de hambre a los campesinos.
No frivolicemos, por tanto. Se puede discutir sobre el poder de la Iglesia y sus pecados. Y se la puede combatir y rebatir con la palabra y la razón. Pero hay cosas –las catedrales y los templos entre ellas- que la fe de tantas generaciones han sacralizado y, por eso mismo, forman parte de nuestra cultura, de nuestro ADN humano y espiritual, independientemente de que se crea o se deje de creer.
A esta catedral de Notre Dame estoy particularmente unido. Lo primero que hice nada más llegar a París, en el otoño de 1988, fue acercarme a visitarla. Notre Dame siempre será, a pesar del Louvre, el Arco del Triunfo, la Torre Eiffel y Eurodisney,  el corazón de París. La he visitado en muchas ocasiones, he rezado de rodillas ante la reliquia de la corona de espinas, he admirado sus muchas bellezas. Y me he extasiado ante la potencia de sus bóvedas de crucería y la luz admirable de sus rosetones. Y siempre que he vuelto a París, Notre Dame ha sido la primera cita, como el abrazo que se da al familiar más cercano cuando se llega a casa.
Por ello entiendo la conmoción de tantos franceses y de tantos extranjeros, creyentes o no. Por ello admiro la capacidad de la nación vecina para, alejándose de polémicas estériles y de ideologías políticas, ser capaces de unirse en un sentimiento común de orfandad y de tristeza, pero también en un sueño de rápida reconstrucción de la casa gótica y hermosa de Nuestra Señora.  




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