Quiero pensar que ayer, cuando ante los ojos estupefactos del
mundo entero, la catedral de Notre Dame era pasto de las llamas, estos
radicales no hayan celebrado ‘esta excepcional iluminación’ de la catedral de
París.
He seguido desde el minuto cero, con estupor y con dolor, la
tragedia vivida ayer en la capital francesa. Europa es sus catedrales y sus
catedrales son Europa. Europa de norte a sur y de este a oeste está jalonada
por estas sacras moles. Los mejores arquitectos del mundo las levantaron; miles
de canteros humildes las construyeron. Pintores, escultores, orfebres, músicos,
novelistas, artesanos… las siguieron hermoseando a lo largo de los siglos. En ellas
se celebraron los grandes acontecimientos de cada ciudad y de cada nación.
Grandes y pobres entregaron su óbolo para que estas flechas de fe se levantaran
hasta el cielo hasta rozarlo con su belleza.
Por lo tanto –y esto no debería ser difícil de entender- una
catedral es el símbolo de la fe, pero
también del esfuerzo civilizador de un pueblo, del genio creativo del ser
humano. Al menos, de los europeos. Pero no sólo una catedral, también la más
pequeña iglesia de la más pequeña aldea. En ella una mujer se ha arrodillado
para suplicar la curación de su hijo. En ella una Piedad ha consolado el sufrir
de los pobres y de los enfermos. En ella, un niño ha rezado con devoción un Ave
María. En ella una Madonna con el Niño ha sido siempre la imagen de cualquier
mujer que amamanta y protege a su recién nacido. En ella se han desgranado
rosarios implorando el final de la guerra o pidiendo la lluvia que permitiría
no morir de hambre a los campesinos.
No frivolicemos, por tanto. Se puede discutir sobre el poder
de la Iglesia y sus pecados. Y se la puede combatir y rebatir con la palabra y
la razón. Pero hay cosas –las catedrales y los templos entre ellas- que la fe
de tantas generaciones han sacralizado y, por eso mismo, forman parte de
nuestra cultura, de nuestro ADN humano y espiritual, independientemente de que
se crea o se deje de creer.
A esta catedral de Notre Dame estoy particularmente unido. Lo
primero que hice nada más llegar a París, en el otoño de 1988, fue acercarme a
visitarla. Notre Dame siempre será, a pesar del Louvre, el Arco del Triunfo, la
Torre Eiffel y Eurodisney, el corazón de
París. La he visitado en muchas ocasiones, he rezado de rodillas ante la reliquia
de la corona de espinas, he admirado sus muchas bellezas. Y me he extasiado
ante la potencia de sus bóvedas de crucería y la luz admirable de sus
rosetones. Y siempre que he vuelto a París, Notre Dame ha sido la primera cita,
como el abrazo que se da al familiar más cercano cuando se llega a casa.
Por ello entiendo la conmoción de tantos franceses y de
tantos extranjeros, creyentes o no. Por ello admiro la capacidad de la nación
vecina para, alejándose de polémicas estériles y de ideologías políticas, ser
capaces de unirse en un sentimiento común de orfandad y de tristeza, pero
también en un sueño de rápida reconstrucción de la casa gótica y hermosa de
Nuestra Señora.
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