Ya el mismo
24 de febrero, cuando las tropas rusas entraron en territorio ucraniano por
todos los costados, muchos fueron conscientes de la avalancha de refugiados que
cruzarían las fronteras para salvar sus vidas en otros países de Europa. En esa
misma mañana también, en dos comunidades religiosas situadas en Skawina
(Polonia) y en Iasi (Rumania) resonó claro y distinto un mandato de Luis
Guanella: “No podemos cruzarnos de brazos mientras haya pobres que
socorrer”.
Así empezó
esta pequeña historia de solidaridad. Una más, entre miles de hermosas historias,
porque nunca como en este momento, los ciudadanos de Europa han sentido tan de
cerca el grito apremiante de los refugiados que, con su exigua maleta, los ojos arrasados en lágrimas y en recuerdos,
dejaban el suelo familiar en busca de una ‘casa provisional’ y unos brazos
abiertos.
Quisiera mostraros
algunas instantáneas que en el último mes me han llegado desde Polonia y desde
Rumanía. PUENTES va a aportar su granito de arena. Una vez más, y ya son
tantas, pido tu colaboración, pequeña o grande, para este proyecto en favor de los
refugiados ucranianos.
Un refugio para los refugiados
Un joven seminarista guaneliano, cepillo en mano, da el
último repaso al dormitorio improvisado, uno más de los muchos que han surgido
en la casa de Iasi. Buscaron somieres, colchones, mantas y sábanas por doquier.
Compraron y pidieron. Y montaron camas y literas en todos los espacios. Pocas
cosas nos hablan mejor de la acogida a los refugiados que la preparación de la casa
para que nuestro huésped, tenga la religión que tenga, ame a quien ame, vote a
quien vote, se sienta a gusto, y no eche demasiado en falta su hogar, aunque
esto será imposible. Pocas veces el genio del cristianismo, como nos enseñó
Chateaubriand, resplandece tanto como cuando se da un exquisito trato a un huésped
necesitado.
¿También tiritas para el alma?
Una vez Mafalda se hizo esta pregunta. Cuando empezaron los
bombardeos y, con ellos, los centenares de heridos por doquier, en las
farmacias ucranianas y también en las de los países vecinos, empezaron a escasear
los productos más básicos. Fue entonces, en esos primeros días de guerra,
cuando los religiosos guanelianos recogieron, en más de 20 puntos de la ciudad de
Skawina-Polonia, tiritas, vendas, esparadrapo, dodotis, toallitas de aseo, agua
oxigenada, alcohol, paracetamol, betadine… En el Facebook de un religioso
polaco pude leer el pasado 2 de marzo esta frase: “Si
tuviéramos que elegir entre un lingote de oro o una bolsa llena de vendas,
elegiríamos vendas sin pensarlo”. Luego vendrían las tiritas para el alma, porque también
existen: un abrazo, un rato de escucha, el ofrecimiento de un café.
¡Salvad a los niños!
Con una mochila en la espalda y un peluche bajo el brazo. Con
el gorro de lana sobre sus cabezas, de la mano de la madre o del hermano,
después de un largo viaje y de interminables horas en las fronteras, un grupo
de mujeres y de niños acaban de bajar del autobús. Llegan a una ciudad que no
es la suya, donde hablan una lengua que no es la suya. En medio del frío de
primeros de marzo, se aproximan a la Casa Guanella en la ciudad de
Iasi-Rumanía. Son los primeros refugiados. En su alma llevan una mochila mucho
más pesada: la despedida del padre, del hermano, del hijo, retenidos en Ucrania
para defender con uñas y dientes su tierra y su dignidad. Faltan apenas unos
metros para “llegar a casa”, y una voz les saluda desde la puerta “Bine ati
venit, copii”. Bienvenidos, chicos. ¡Por fin: los niños estarán a salvo!
La semilla de un gran árbol
Han castigado las canastas de baloncesto y las porterías
contra la pared. El polideportivo de Skawina en Polonia se ha convertido en
pocas horas en un amplio local multiusos capaz de acoger a 150 refugiados. Las
congregaciones religiosas presentes en la ciudad se han unido para gestionar este
espacio. Mesas para pintar o escribir, juegos para los niños, comida para
todos, una escuela improvisada, mujeres que envían mensajes a los familiares
que se han quedado en Ucrania. Sobre un par de cartulinas, con los colores de
la bandera ucraniana, un niño ha dibujado un árbol. Y en este preciso momento,
el niño explica a una voluntaria polaca su hermoso dibujo. Es muy pequeño aún,
pero sin saberlo ha puesto la semilla de un gran árbol que dará sombra al
peregrino, belleza al paisaje, nidos a los pájaros del cielo y leña para el
invierno. El futuro ya está ahí, en el dibujo y en la mirada inocente de un
niño.
Hace apenas unas horas que han llegado a la casa de Iasi. De
todas las fotografías recibidas, esta me parece la más triste. En el estrecho
pasillo donde los voluntarios ofrecen café y unos dulces, un hombre y una mujer
de una cierta edad, pegados a la pared, casi invisibles en su silencio y en su
abatimiento, con una taza en la mano, miran a la pared, miran a la nada. Él por
su edad, ya no “vale para la guerra”, y por eso han podido salir de Ucrania. Tenían
por delante una jubilación tranquila, con su casa, sus viejos muebles, las
visitas de los hijos y los nietos, alguna excursión, el descanso… pero les ha
caído encima una guerra. Ahí están, serios, cabizbajos y dolientes. Un
voluntario está a punto de pasar delante de ellos, y él también se siente
contagiado por la pena. El café les puede sacar del frío del invierno, del
cansancio del viaje, pero ni un café es suficiente para sacar el frío del alma,
el desangelamiento y la pesadumbre.
Está a punto de dar su primer paseo por la ciudad. Y está
contenta. “La vida es bella, a pesar de los pesares”, parece decirnos
esta chica en silla de ruedas. Ella no conoce los motivos de la guerra ni ha
seguido en los telediarios los sesudos debates de unos y otros. Los nombres de
Putin o Zelenski la dejan indiferente. Su patria está allí donde se siente
estimada y querida. Y en este pequeño rincón de la Rumanía guaneliana, ella ha
encontrado una patria de afectos. Tres de sus cuidadores, cada uno de ellos de
una nacionalidad diferente, le dan los buenos días y le desean un buen paseo. Conozco a uno de sus cuidadores, el P.
Battista Omodei. Se ha pasado la vida de misión en misión y de continente en
continente. Y ahora me lo encuentro en esta fotografía mirando embobado, desde
su venerable edad, a esta joven cuya sonrisa es la más resplandeciente manera
de decir “gracias, me siento bien en vuestra patria tan ancha como el
mundo”. En tiempos de ferocidad, los que no pueden correr, llevan las de
perder. Pero ella y varias personas
más con muletas o en sillas de ruedas o con andares renqueantes han encontrado
en este lugar de Europa una posada samaritana.
¿Dónde estamos?
Acaban de entrar en el vestíbulo de la que será su casa, ¿por
cuánto tiempo? Durante todo el viaje se habrán hecho mil preguntas sobre los
porqués de una guerra de la que acaban de huir y sobre el país al que han sido
destinados. ¿Dónde estamos?, parecen decirnos con sus rostros cansados. Minutos
de espera, antes de saber dónde está el dormitorio, dónde el comedor, dónde el
baño, cuál será el horario, si funcionará el teléfono móvil que les unirá, como
cordón umbilical, a sus seres queridos. Llevan en su mochila el dolor de sus
conciudadanos, las incertidumbres y las penalidades de tantos ucranianos. En
primer término, un joven apoya sus manos en las muletas. Se sienten afortunados
porque han salido de un campo de minas, y a la vez culpables por esta ‘huida’.
Y esos sentimientos de alivio y de pesadumbre, de privilegio y de culpa les
acompañarán durante mucho tiempo.
Jugar a la esperanza
Hace unas horas que estos cinco niños han
llegado a esta casa en Rumanía. Les esperaban un plato caliente en la mesa, una
ducha reparadora y ropa limpia. Y después, después, un partido de futbolín.
Cuatro seminaristas guanelianos contemplan ensimismados a estos cinco niños.
Junto a otros 28 niños vivían en un pequeño orfanato de Ucrania. Cuando empezó
la guerra, sus cuidadores les sacaron a toda prisa del país, en medio de un
caos mayúsculo, en medio del silbido de las balas, del estruendo de las bombas,
del dolor amargo de todo un pueblo y de una despedida de besos y lágrimas de
sus cuidadores. En la frontera con Rumanía, como acordado, los entregaron a la
misión Guanella. Allí serán cuidados, amados y protegidos hasta que un día,
también como acordado, puedan volver a su patria, a su lengua, las canciones
infantiles, las comidas tradicionales… Mientras tanto, estos cinco niños, lejos
de la bruticie de los mayores y la sinrazón de los mandamases, juegan. Una
partida de futbolín es lo que estos niños necesitaban después de largas
jornadas de miedo e incertidumbre. Una partida de futbolín debería ser la única
batalla permitida en este mundo. En la habitación, al fondo de la misma, un
crucifijo parece la mejor metáfora para hablar de la inocencia masacrada en
estos tiempos de plomo. ¿Tendrán los señores de la guerra la última palabra?
Cinco niños felices juegan al futbolín. De alguna manera, ellos representan el futuro
de Ucrania.
Y
con esta fotografía, cargada de esperanza, concluyo este álbum para hablar de
las benditas casas que acogen a niños y a grandes. Una metáfora para explicar
que, en tiempos de metralla y de balacera, siempre hay hombres y mujeres que gritan
con sus obras: ¡Los cuidados serán más fuertes que las heridas!
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