lunes, 4 de julio de 2022

Manuel García Morente: una noche en París


                En el octavo piso del número 126 del Bulevard Sérusier, de París, un hombre abatido escucha música clásica en la radio. Tiene más que motivos para esa postración. Manuel García Morente (1886-1942), prestigioso catedrático de ética de la Universidad Central de Madrid, discípulo y compañero de Ortega y Gasset, apasionado de la música, había recibido una exquisita educación en España, Francia y Alemania. Nacido en Arjonilla (Jaén) era hijo de un médico liberal y de una devota católica, pero Manuel, siendo aún muy joven, decide abandonar las prácticas religiosas, porque “ya no cree”. Los éxitos académicos no tardaron en llegar: cátedra en la universidad, publicación de libros y traducciones de textos filosóficos. Contrajo matrimonio con Carmen García, mujer profundamente católica, y fruto de esa unión nacieron dos hijas. La muerte de su esposa, con la que había estado casado apenas 10 años, le sume en un desánimo grande, para el que  no cuenta ni siquiera con el consuelo de la fe.

Traductor, conferenciante, subsecretario del Ministerio de Instrucción Pública, decano de la Facultad de Filosofía y Letras, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales. En fin, un brillante cursus honorum adornó su trayectoria vital. Un filósofo solvente y un escritor reputado. Alejado, eso sí, de la religión, aunque respetuoso con las personas que en su entorno eran creyentes.

            Al inicio de la guerra civil, su rechazo  del  radicalismo político imperante fue castigado con su destitución como catedrático de la Universidad de Madrid, e incluido en las listas de depuración de la República. Un amigo le avisó de que estaba en los que iban a liquidar en las semanas siguientes y le conminó a emprender la huida. No le quedó más alternativa que emprender el camino del exilio, primero a París y luego a México.

            Pero volvamos al Boulevard Sérusier de París. Es la noche del 29 al 30 de abril de 1937. El abatimiento y la culpa corroen a Manuel. Él ha podido huir a Francia, pero en España quedan sus dos hijas y sus nietos. Su yerno, para colmo de males, ha sido vilmente asesinado, tal vez por su condición de cristiano. En la radio suena el oratorio la Infancia de Cristo, de Berlioz. Las notas y las voces inundan todo su ser, y ponen en su cabeza imágenes de  un Jesús niño al lado de José y María. Conmovido, se abandona a las lágrimas. Se arrodilla e intenta rezar el padrenuestro, pero entonces se da cuenta de que lo ha olvidado. Él, que posee unos saberes enciclopédicos, no es capaz de recordar la oración más elemental. Poco después cae rendido en el sueño. Se despierta sobresaltado. Y es precisamente entonces cuando: “Me puse de pie, todo tembloroso y abrí de par en par la ventana. Una bocanada de aire fresco me azotó el rostro. Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí. Y le percibía; percibía su presencia con la misma claridad que percibo el papel en que estoy escribiendo estas letras. Y no podía caberme la menor duda de que era Él. Su presencia me inundaba de tal y tan íntimo gozo que nada es comparable al deleite sobrehumano que yo sentía”.

Estas y otras palabras pertenecen a lo que él escribió bajo el título de “El hecho extraordinario”. Su mente lúcida, de filósofo racional, le hará preguntarse una y otra vez sobre esta experiencia: “una percepción sin sensaciones”, la llamará. Una percepción en la que nada tuvo que ver la vista, el oído, el olfato, el gusto o el tacto. Era “una noticia al alma. Una percepción espiritual. Una experiencia de Dios”. Pero Manuel, lejos de lo milagrero y de lo mágico, se pregunta una y otra vez si acaso no le ha engañado su imaginación, su psicologismo presionado en un momento de hondo sufrimiento. No puede creer que Dios haya concedido esta gracia a un hombre pecador, sin mérito alguno, sin haber realizado un largo camino de ascesis y sacrificio. Y tendrá que rendirse a la evidencia: el “hecho extraordinario” de aquella noche no fue sino la huella de un Dios providente que orienta todas las acciones y todas las experiencias hacia el cumplimiento de su voluntad. Es consciente de que, junto a lo que él ha hecho en su vida, está lo que le ha sido dado. Es decir, un instante de gracia gratuita. “Algo o alguien distinto de mí, hace mi vida y me la entrega, me la atribuye, me la adscribe a mi ser individual”

            Solo entonces, Dios deja de ser, para Manuel, el Dios de los filósofos, al que se piensa, pero al que no se reza. Y Dios se convierte en Jesús encarnado que no es indiferente a nuestro destino, sino que lo comparte y lo padece. A este Dios encarnado, Manuel sí que le puede entregar su vida y su voluntad.

Desde esa noche de París, Manuel sintió que “una inmensa paz se adueñaba de mi alma” y “me veía a mí mismo convertido en otro hombre”.  Finalmente estaba en condición de ser un hombre verdaderamente humano, porque aceptaba libremente la voluntad de Dios.

            Regresa a España. Y después de despedirse de sus hijas, se acoge al silencio de una celda en el Monasterio de Poio, el gran monasterio mercedario que domina sobre la ría pontevedresa. “La oración, la meditación y el estudio, son mis únicas ocupaciones”, escribe a su tía. Y en otra carta a su amigo Ortega y Gasset: “Pero lo principal que quiero comunicarle en estas líneas es la resolución que he tomado, y estoy ejecutando, de abrazar la vida religiosa; y por de pronto dedicarme a la preparación necesaria para hacerme digno, en el menor tiempo posible, de recibir las sagradas órdenes”.

El hombre que en la noche de París se había olvidado hasta del Padrenuestro, gusta y saborea la oración: “La oración para purgar mi pasado tan lleno de miserias y de maldades y para prepararme para la más completa dedicación apostólica; y también, ¿por qué no decirlo? para satisfacer mi más íntimo deseo; porque la oración me llena de tan profundos deleites, que muchas veces dejaría el trabajo para ir tras la oración. Y hay tardes en esta gran iglesia oscura y silenciosa que pierdo la noción del tiempo”.

Un tiempo después,  este ilustre filósofo de su época, autor de obras importantes como “Lecciones preliminares de filosofía”o “Estudios literarios”,  se prepara como un seminarista más para hacerse cura, dentro de la diócesis de Madrid-Alcalá. A finales de 1940, Manuel García Morente es ordenado sacerdote. Lo fue apenas por un par de años. En la mañana del 7 de diciembre de 1942, su cuerpo sin vida fue encontrado en su lecho. Había muerto apaciblemente durante la noche mientras leía. Sus manos sostenían aún la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino.









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