Traductor,
conferenciante, subsecretario del Ministerio de Instrucción Pública, decano de
la Facultad de Filosofía y Letras, miembro de la Real Academia de Ciencias
Morales. En fin, un brillante cursus honorum adornó su trayectoria vital.
Un filósofo solvente y un escritor reputado. Alejado, eso sí, de la religión,
aunque respetuoso con las personas que en su entorno eran creyentes.
Al
inicio de la guerra civil, su rechazo
del radicalismo político imperante fue castigado con su destitución
como catedrático de la Universidad de Madrid, e incluido en las listas de
depuración de la República. Un amigo le avisó de que estaba en los que iban a
liquidar en las semanas siguientes y le conminó a emprender la huida. No le
quedó más alternativa que emprender el camino del exilio, primero a París y luego a México.
Pero
volvamos al Boulevard Sérusier de París. Es la noche del 29 al 30 de
abril de 1937. El abatimiento y la culpa corroen a Manuel. Él ha podido
huir a Francia, pero en España quedan sus dos hijas y sus nietos. Su yerno,
para colmo de males, ha sido vilmente asesinado, tal vez por su condición de
cristiano. En la radio suena el oratorio la Infancia de Cristo,
de Berlioz. Las notas y las voces inundan todo su ser, y ponen en
su cabeza imágenes de un Jesús niño al
lado de José y María. Conmovido, se abandona a las lágrimas. Se arrodilla e
intenta rezar el padrenuestro, pero entonces se da cuenta de que lo ha
olvidado. Él, que posee unos saberes enciclopédicos, no es capaz de recordar la
oración más elemental. Poco después cae rendido en el sueño. Se despierta
sobresaltado. Y es precisamente entonces cuando: “Me puse de pie, todo
tembloroso y abrí de par en par la ventana. Una bocanada de aire fresco me
azotó el rostro. Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé
petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero
Él estaba allí. Y le percibía; percibía su presencia con la misma claridad que
percibo el papel en que estoy escribiendo estas letras. Y no podía caberme la menor
duda de que era Él. Su presencia me inundaba de tal y tan íntimo gozo que nada
es comparable al deleite sobrehumano que yo sentía”.
Estas y otras palabras
pertenecen a lo que él escribió bajo el título de “El hecho
extraordinario”. Su mente lúcida, de filósofo racional, le hará
preguntarse una y otra vez sobre esta experiencia: “una percepción sin
sensaciones”, la llamará. Una percepción en la que nada tuvo que ver la
vista, el oído, el olfato, el gusto o el tacto. Era “una noticia al alma.
Una percepción espiritual. Una experiencia de Dios”. Pero Manuel, lejos de
lo milagrero y de lo mágico, se pregunta una y otra vez si acaso no le ha
engañado su imaginación, su psicologismo presionado en un momento de hondo
sufrimiento. No puede creer que Dios haya concedido esta gracia a un hombre
pecador, sin mérito alguno, sin haber realizado un largo camino de ascesis y
sacrificio. Y tendrá que rendirse a la evidencia: el “hecho extraordinario” de
aquella noche no fue sino la huella de un Dios providente que orienta todas las
acciones y todas las experiencias hacia el cumplimiento de su voluntad. Es
consciente de que, junto a lo que él ha hecho en su vida, está lo que le ha
sido dado. Es decir, un instante de gracia gratuita. “Algo o alguien
distinto de mí, hace mi vida y me la entrega, me la atribuye, me la adscribe a
mi ser individual”
Solo
entonces, Dios deja de ser, para Manuel, el Dios de los filósofos, al que se
piensa, pero al que no se reza. Y Dios se convierte en Jesús encarnado que no
es indiferente a nuestro destino, sino que lo comparte y lo padece. A este Dios
encarnado, Manuel sí que le puede entregar su vida y su voluntad.
Desde esa noche de París,
Manuel sintió que “una inmensa paz se adueñaba de mi alma” y “me veía a mí
mismo convertido en otro hombre”.
Finalmente estaba en condición de ser un hombre verdaderamente humano,
porque aceptaba libremente la voluntad de Dios.
Regresa
a España. Y después de despedirse de sus hijas, se acoge al silencio de una
celda en el Monasterio de Poio, el gran monasterio mercedario que domina
sobre la ría pontevedresa. “La oración, la
meditación y el estudio, son mis únicas ocupaciones”, escribe a su tía. Y en otra carta a su
amigo Ortega y Gasset: “Pero lo principal que quiero comunicarle en
estas líneas es la resolución que he tomado, y estoy ejecutando, de abrazar la
vida religiosa; y por de pronto dedicarme a la preparación necesaria para
hacerme digno, en el menor tiempo posible, de recibir las sagradas órdenes”.
El hombre que en la noche de París se había
olvidado hasta del Padrenuestro, gusta y saborea la oración: “La oración
para purgar mi pasado tan lleno de miserias y de maldades y para prepararme
para la más completa dedicación apostólica; y también, ¿por qué no decirlo? para
satisfacer mi más íntimo deseo; porque la oración me llena de tan profundos
deleites, que muchas veces dejaría el trabajo para ir tras la oración. Y hay
tardes en esta gran iglesia oscura y silenciosa que pierdo la noción del tiempo”.
Un tiempo después, este ilustre filósofo de su época, autor de
obras importantes como “Lecciones preliminares de filosofía”o “Estudios
literarios”, se prepara como un
seminarista más para hacerse cura, dentro de la diócesis de Madrid-Alcalá. A
finales de 1940, Manuel García Morente es ordenado sacerdote. Lo fue apenas por
un par de años. En la mañana del 7 de diciembre de 1942, su cuerpo sin vida fue
encontrado en su lecho. Había muerto apaciblemente durante la noche mientras leía.
Sus manos sostenían aún la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino.
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