miércoles, 17 de septiembre de 2025

En recuerdo de Pedro Casaldáliga

 

        A un lugar del inmenso estado brasileño de Mato Grosso, en Brasil, llegó en 1968 Pedro Casaldáliga. Muy pronto fue nombrado obispo de la nueva diócesis de San Félix de Araguaia. Vestido con unas sandalias de campesino, con una rama de árbol por báculo, con un sombrero de paja por mitra y con el alma apasionada de un seguidor del Evangelio, muy pronto el nombre de Pedro atravesó fronteras y se convirtió en la imagen de la lucha por los indígenas, impotentes para hacer valer sus ancestrales pequeñas parcelas ante los terratenientes de la Amazonía que querían todo y más.

        Cuando llegó a esa inmensa región, allí no había ni Estado, ni escuelas, ni ambulatorios. Tuvo que enterrar, sin féretro y a veces sin nombre, a campesinos que aparecían muertos por los bosques.
            Había nacido en el municipio catalán de Balsareny en 1928. A los 9 años ingresó en el seminario claretiano de Vic. Recordaría, en una ocasión, que en la casa familiar “muchas veces tuve que silenciar —ante los milicianos, ebrios de vino y de preguntas— el paradero de las monjas de la primera escuela o el escondite de los desertores, o el paso de cualquier cura o fraile con el nombre cambiado o indumentaria sospechosa”.
            Creía, como Gabriel Celaya, que la poesía es un arma cargada de futuro. Y pronto, sus poemas y sus escritos se clavaron en las carnes y en los huesos de hombres y mujeres que vivían o trabajaban en las fronteras del cristianismo
            Con sus escritos, pasados a máquina en una vieja Lexicon 80, anunció y denunció. Anunció la buena nueva para los pobres. Y denunció la opresión que esos mismos pobres sufrían. Denunció, por ejemplo, que en Brasil existía el trabajo de esclavos, que cualquier conato de insubordinación era castigado con la muerte, y que los caciques terratenientes exigían a sus sicarios las orejas de los campesinos como prueba de que los habían hecho desaparecer.
            Sobrevivió a emboscadas y tiroteos. Se convirtió en el hombre más peligroso de Araguaia. Peligroso, claro, para los que se creían dueños y señores de vidas y haciendas. Para los indefensos y desprotegidos, Pedro (como le gustaba que le llamasen: ni obispo, ni monseñor, ni padre) fue fortaleza y castillo donde podían encontrar refugio. Él fue escudo y baluarte para los pobres, como reza el salmo.
            En los años 80 estuvo en el punto de mira del Vaticano, muy estricto con cualquier lectura marxixta del evangelio. Por aquellas tierras, hablaban de teología de la liberación. Pedro, el obispo rojo, fue llamado a capítulo para que se explicase. Y sin embargo, unos años antes, en 1972, un Papa lo había defendido con una frase lapidaria: “Quien toque a Pedro, toca a Pablo”. Un aviso a terratenientes y sicarios a sueldo: quien se atreviese a tocar un pelo de Pedro de Araguaia, tendría que vérselas con Pablo VI de Roma.
            Su ‘palacio episcopal’ era una casa, idéntica al resto de casas de la aldea. Y la capilla estaba abierta a los árboles, a las flores, al trajín de la vida y a los afanes de los hombres, también a los perros sin dueño y a los altivos gallos. Pero esa misma capilla estaba sostenida por la memoria martirial de América. Dos reliquias especiales: un poco de sangre de monseñor Romero y un pedacito de cráneo de Ellacuría, ambos asesinados.
            A los 75 años dejó de ser obispo pero se quedó como sacerdote de a pie, dando testimonio de entrega hasta el final: “Nunca se abandona”. Muchos jóvenes y muchos profesionales fueron llegando a Araguaia para ofrecerse como trabajadores en ese pequeño reino cristiano.
            Luego, llegaría la vejez, la merma de facultades y el párkinson. Devotos y fieles de muchas partes de Brasil acudían a él para implorar su bendición o darle las gracias por sus palabras y sus obras.
            A pesar de la incomprensión de la propia Iglesia, o al menos de parte de ella, él permaneció 'fiel en la rebeldía y rebelde en la fidelidad" a la Iglesia. De palabra y de obra. Su amor a la Iglesia nunca fue cuestionado.
            Pedro Casaldáliga murió el 8 de agosto de 2020. Su cuerpo fue velado por los pobres. Fue enterrado descalzo y con el evangelio sobre sus pies. Fue un incansable obispo-poeta, y un luchador en primera línea por la dignidad y los derechos de los indígenas y de los más pobres.
                Cuando se recuerda a Pedro, uno se acuerda siempre de este breve poema-oración:
                       "Al final del camino mi dirán:
                        -¿Has vivido? ¿Has amado?
                        Y yo, sin decir nada,
                        Abriré el corazón lleno de nombres".
                Este poema resume una vida, una forma de concebir el evangelio y la manera en que cualquier creyente se presentará ante Dios. Al final del camino, nos preguntarán si hemos vivido, si hemos amado, y el cristiano tendrá que abrir su corazón y mostrar los ‘nombres’. Los nombres nos juzgarán, nos condenarán o nos salvarán.
                Una mañana de domingo, en Nnebukwu, mi amigo misionero, Andrés García, presidía una misa llena de color africano, de cantos y de bailes. Era la forma nigeriana de expresar la alegría y la esperanza de ser creyentes. Cuando llegó la homilía, fue al fondo de la iglesia y tomó de la mano a una viejecita, la hizo subir hasta el altar y, ante todos los fieles, le dijo lo siguiente: “Mírame a los ojos, apréndete bien mi rostro y mi nombre, porque cuando llegue el final de mi vida, tú hablarás a Dios de mí”. Me impresionó. Y desde entonces así concibo la manera en que nos habremos de presentar ante Dios.
                Y así será sin duda. Al final del camino, los ‘nombres’ que hemos amado, servido, protegido, cuidado y alentado… aquellos seres humanos a los que dimos un trozo de pan o un minuto de alegría darán testimonio en nuestro favor. Pero incluso el arbolillo que regamos en el estío y el perrillo al que pusimos un cuenco de agua ‘hablarán’ también de nosotros. Nada se pierde del amor dado. Y todo cuenta. El corazón está hecho de nombres.
















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