'Nada' es una palabra
que se repite a menudo en la novela Nada, de Carmen Laforet. Una relectura me ha llevado a esta novela. En 1944,
una mujer, en la primera convocatoria del Premio Nadal, sólo cinco años después
del final de la Guerra Civil, se alza con el premio.
Carmen Laforet era una
jovencísima, de 23 años. No sé si es una bendición o una maldición escribir a
los 23 años una obra considerada maestra. Cuesta creer que a esa edad se tenga
ese dominio de la escritura, esa imaginación y, sobre todo, ese conocimiento
del alma humana y sus mil contradicciones.
Carmen
Laforet (Barcelona, 1921 – Majadahonda, 2004) procedía de una familia de clase
alta y cultivada. Tal vez el premio y la repercusión en la literatura española
fue una losa demasiado pesada sobre sus hombros. Y aunque todavía escribió y
publicó otras obras, ninguna alcanzó la calidad de esa novela escrita a tan
sólo 23 años. Nada es la fotografía certera, en blanco y negro, de una época: la posguerra española. El frío, el
hambre, la violencia, la marginación o el apartamiento de los que lucharon en
el bando perdedor, la lucha por salir adelante, en medio de la penuria y la
escasez, las ansias de dotar a la existencia de una normalidad inexistente. Una
novela que se ha clasificado de existencialista, nihilista, pesimista e
iniciática.
Andrea, una joven huérfana de 18 años,
llega desde su ámbito rural con toda la ilusión del mundo a una Barcelona que
para ella es la viva imagen de la libertad y de las oportunidades, con el
propósito de estudiar Letras en la Universidad. En Barcelona, se aloja en la calle Aribau, una calle principal y
céntrica, con su familia paterna. Una familia venida a menos, que se ha visto
obligada a dividir su amplio piso, para vender una parte. Un piso destartalado,
donde los muebles se amontonan por doquier, en un desorden y un caos, imagen
del caos que viven sus habitantes. En eses piso, Andrea encontrará no sólo
pobreza, sino también miseria moral, delirio, perturbación y un ambiente
siniestro, casi aterrador. Y la joven que venía con toda la ilusión del mundo
encuentra la nada, el vacío, el silencio, el frío y el hambre. Convive con su
abuela, dos tíos, una tía, la criada, y la mujer de uno de sus tíos. Y esta
familia representa, como una espléndida metáfora, los odios y reconcomios, las
mezquindades, los gritos, la violencia, los golpes, los negocios sucios, la
delación, la hipocresía religiosa, las existencias turbias de esa posguerra en
que las armas habían callado, pero no así el odio, el resquemor y la frustración
entre los hermanos. Solo la abuela parece mantener en sí misma un rescoldo de
piedad y comprensión, “aunque no ha
salido nunca de casa, entiende todas las locuras y las perdona”. Bastan
pocos días, para que Andrea perciba que nada es como ella había imaginado y
soñado: “¡Cuántos días sin importancia!
Los días sin importancia que habían transcurrido desde mi llegada me pesaban
encima, cuando arrastraba los pies al volver de la universidad. Me pesaban como
una cuadrada piedra gris en el cerebro”.
Al leer Nada, se tiene
la sensación de que a todos los personajes la guerra los ha enloquecido y los
ha desquiciado. Las condiciones oprimentes han sacado lo peor de sus almas, vapuleadas
por la violencia y las privaciones. La guerra apenas se menciona, pero sí sus
heridas, sus cicatrices, sus rasguños, su hastío y su odio. Para Román, tío de
Andrea, su máxima diversión es hacer enloquecer a su propio hermano, Juan: “Tú no sabes hasta qué punto Juan me
pertenece, hasta qué punto se arrastra tras de mí, hasta qué punto le maltrato.
Y no quiero hacerle feliz. Y le dejo, así, que se hunda solo”.
Andrea
sólo encuentra un poco de afecto en una compañera de la Universidad, Ena, que
pertenece a una familia próspera, feliz, cultivada, que vive sin preocupaciones
en medio de una existencia cosmopolita. Aunque todas las impresiones necesitan
una matización. Y la familia de Ena guarda viejos lazos con la familia de la
propia Andrea. En una larga conversación, la madre de Ena confesará a Andrea: “Ahora viendo las cosas a distancia, me
pregunto cómo se puede alcanzar tal capacidad de humillación, cómo podemos
enfermas así, cómo en los sentidos humanos cabe una tan gran cantidad de placer
en el dolor”.
Carmen
Laforet volcó en esas páginas mucho de su autobiografía. Nada, sin duda, es una
novela escrita en estado de gracia. Y tal vez sólo ese estado de gracia le
permitió a Carmen Laforet describir maravillosamente bien el ambiente asfixiante
y el instinto fratricida de los que habitan el piso de la calle Aribau.
Conocemos la nada en la que ha vivido Andrea, la protagonista. Y sin embargo,
justo en las últimas líneas del libro, se abre un resquicio de luz en el
paredón compacto de esa nada. Andrea recibe una carta de su amiga Ena, que es
una oportunidad para abandonar la calle Aribau, la mezquindad familiar, la
ciudad decepcionante: “Me marchaba ahora
sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida en plenitud,
la alegría, el interés profundo, el amor. De la calle Aribau no me llevaba
nada. Al menos eso creía entonces”.







