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miércoles, 14 de julio de 2021

La Victoria de Samotracia



Fue una de las obras de arte que más me impactó en aquel libro de COU, año 1977, donde por primera vez me asomé a la Historia del Arte. Cuando entré en el Museo del Louvre, once años después, fui directamente a buscarla, porque esa quería que fuese la “imagen” de mi primera visita al Museo parisino.

Colocada, con afán teatral, en la escalera, la diosa alada se posa levemente en la proa de un barco. Acéfala y sin brazos, sigue siendo el símbolo de la belleza eterna que los griegos crearon para todos.

Inesperadamente, fue descubierta en 1863 por Charles François Champoiseau, a la sazón vicecónsul francés en la isla de Samotracia y arqueólogo aficionado. La isla de Samotracia es una pequeña isla de Grecia localizada en el norte del mar Egeo, a pocos kilómetros al oeste de la frontera marítima entre Grecia y Turquía. La escultura apareció rota en cientos de fragmentos que, pacientemente los arqueólogos pudieron unir, aunque su cabeza, sus pies y sus brazos nunca fueron encontrados. Por conjeturas y por comparación con otras pequeñas estatuillas de ‘victorias’, podemos imaginar su postura completa. Poco después, aparecieron varios restos que, una vez reunidos, sugirieron que era la proa de un barco, donde la diosa alada posaba uno de sus pies. Todos los restos fueron llevados al Museo del Louvre. Desde entonces, esta victoria de marmol es una seña de identidad del arte griego, pero también del Museo del Louvre.

Para los griegos, la victoria (Niké) se simbolizaba con la imagen de una mujer alada. Los arqueólogos han descubierto muchas de estas Nikés que ahora se pueden ver en diferentes museos, pero ninguna del tamaño monumental y del sorprendente movimiento como la Victoria de Samotracia. Los expertos dicen que esta escultura tiene muchas semejanzas con las obras del Altar de Pérgamo que hoy se puede ver en Berlín.

Desde de 1885, la Victoria de Samotracia, posada levemente en la proa de un navío, reina en la escalera monumental del ala Sully del Museo del Louvre. Teatralmente situada en un escenario grandioso, no deja indiferente a nadie. Erguida con firmeza, con las alas desplegadas y el vestido surcado de pliegues por el efecto del viento marítimo, la Victoria recibe el aplauso unánime de los millones de visitantes que admiran la naturalidad de su pose, la gracia del movimiento, la monumentalidad de su cuerpo, todo típico del periodo helenístico del arte griego, que se inicia con la desaparición de Alejandro Magno en el año 323 A.C.

Durante el tiempo que duró mi estancia en París, acudía cada jueves a la visita que un especialista hacía de una de las obras maestras del Museo. Un jueves de mayo, le tocó el turno a la Victoria de Samotracia. Durante una hora, la profesora de arte fue desmenuzando todos los aspectos históricos y estéticos de la famosa Niké. Al final de la charla, un hombre de algo más de sesenta años levantó la mano para pedir la palabra. Su testimonio añadió, si cabe, más fuerza y belleza a esta inolvidable escultura:

“En 1940, yo era un joven de apenas 16 años, un estudiante interno de la Escuela de Beaux Arts de París. Una noche, a las cuatro de la madrugada, inesperadamente encendieron las luces del dormitorio y nos gritaron que nos vistiésemos de prisa con nuestras mejores galas. Nuestro instructor nos comunicó que nos dirigíamos  al Louvre para ser testigos de un hecho muy importante. A una cuarentena de alumnos nos hicieron subir a dos camiones militares. Nos condujeron ante esta misma escalera. En ese momento un buen número de trabajadores se afanaba, con cuerdas y tablones, en torno a la Victoria de Samotracia. La bajaron del pedestal. La envolvieron en mantas y la sujetaron con unas tablas. Después poco a poco fueron descendiéndola por las escaleras. Nos hicieron formar un pasillo de honor. Y nos dijeron: “Grabad bien en vuestras retinas este momento. Vosotros sois testigos. La Victoria de Samotracia y otras grandes obras de arte abandonan esta noche París. Serán escondidas en un lugar que no puedo revelaros, para que los alemanes, que ya están a cincuenta kilómetros de las puertas de esta ciudad, no se la lleven. En este momento, no tenemos más opción que llevarlas lejos de París. No sabemos cuándo podrán volver, porque no sabemos quién ganará esta guerra. Vosotros sois testigos de nuestro intento de preservar estas obras para Francia y para el Mundo”. Fue entonces cuando a nuestro instructor se le saltaron las lágrimas. Yo y mis compañeros estábamos ahí, con un nudo en la garganta por lo insólito del momento y por el miedo que teníamos en nuestro corazón en aquellos días, y que compartíamos con todos los parisinos”.

Fue entonces, cuando el hombre se calló y también a él se le saltaron las lágrimas. Lo que era una charla educativa sobre una obra de arte, se convirtió en un alegato contra la guerra y lo que estas destruyen. Y también un canto a favor de la conservación de las obras maestras para las generaciones venideras.

En aquel momento de emoción francesa no caí en la cuenta. Pero después, al abandonar el Louvre, me detuve en el Jardín de Luxemburgo a comer un bocata. Pensé, entonces, que los franceses no habían querido que esta obra maestra cayera en manos de los alemanes. Pero, muchos años atrás, esta estatua había salido de Grecia hacia el extranjero, y por entonces ningún francés había dicho ni defendido que esta Niké no tenía por qué ser arrebatada a los griegos, los artífices de esta belleza que aún asombra al mundo.










miércoles, 19 de mayo de 2021

La Anunciación de Beato Angelico




Giorgio Vasari dice en su Vida de los mejores pintores, escultores y arquitectos que Fra Angelico era poseedor de un "raro y perfecto talento" y menciona que "nunca levantó el pincel sin decir una oración ni pintó el crucifijo sin que las lágrimas resbalaran por sus mejillas".

Nació en 1387 y murió en Roma en 1455. Guido fue su nombre y Pietro su apellido. A los 20 años ingresó en los frailes dominicos junto con su hermano Benedetto, y allí tomó el nombre de Juan de Santo Domingo, pero al final todo el mundo empezó a llamarle Beato Angelico, por su carácter manso y pacífico y por su pintura digna de ángeles. En 1982 fue proclamado oficialmente ‘Beato’, cuando Juan Pablo II lo elevó a los altares con el título de Beato Juan de Fiésole. En fin, muchos nombres, para un pintor europeo único. Si viajas a Roma, puedes visitar su tumba en la iglesia dominica de Santa María Sopra Minerva.

En Fiésole, Cortona, Florencia, Orvieto, el Vaticano y Roma dejó una delicada y exquisita obra pictórica que él siempre consideró un trabajo humilde de alabanza a Dios, como el fraile que barre el claustro o el que poda los frutales. Había comenzado su aprendizaje artístico como iluminador de libros, y esta técnica la podemos apreciar en toda su pintura. Pintor de la gran escuela florentina del siglo XV, seguidor del gótico internacional e introductor del renacimiento, su obra entera esta imbuida de una espiritualidad y de un misticismo que, aún en estos tiempos poco dados al espíritu y a la mística, nos conmueve.

Esta conmoción la pude comprobar en mí mismo y en otros visitantes en la exposición que sobre Fra Angelico organizó El Prado en 2019. La gente se detenía ante algunas tablas con un silencio y un recogimiento que son más propios ante una imagen sagrada en cualquier iglesia del mundo.

El Museo del Prado posee una de sus obras más hermosas, La Anunciación, que llegó a las Colecciones Reales a través del Duque de Lerma. En la muestra de El Prado, y después de una cuidada restauración, la Anunciación brilló, por méritos propios, en medio de un centenar de obras. Si como asegura la tradición, Beato Angelico era tan devoto de la Virgen que siempre pintaba de rodillas su imagen, podemos imaginar al humilde fraile pintando en genuflexión el delicado rostro de María.

La tabla de la Anunciación (2 X 2 m) está dividida en tres partes: la expulsión de Adán y Eva, la arcada del ángel y la arcada de María. Es una pintura de contrapunto. Por un lado la escena en que un ángel serio urge a Adán y Eva a salir del paraíso que Dios había creado para ellos. Vestidos con pieles de animales sujetadas con ramas, cabizbajos y pesarosos, abandonan el edén hacia un mundo de dolor y trabajo. Por otro lado, la Anunciación es la reparación de la desobediencia y la promesa de que un Niño nos introducirá de nuevo en el Paraíso.

En la zona del paraíso es donde Fra Angelico demuestra su pericia como miniaturista en la descripción minuciosa de las plantas y el follaje. Una palmera en el centro de la escena simboliza la palma del martirio que alcanzará Jesús con su muerte. Las rosas de color sanguinolento a los pies de Adán y Eva indican la pasión de sangre que sufrirá el Mesías. Adán se lleva la mano a la cabeza en una expresión de lamento y de herida. Eva, furtivamente, mira de reojo la escena en la que otra mujer ha decidido cooperar con Dios en lugar de intentar ‘ser como dios’ que era la promesa engañosa de la serpiente.

La Anunciación propiamente dicha queda enmarcada en una arquitectura que nos hace pensar en el Hospital de Los Inocentes que Filippo Brunelleschi había levantado en Florencia con la nueva sensibilidad renacentista. Si el paraíso perdido se manifiesta con árboles y plantas, el nuevo paraíso se pinta con un cielo estrellado, imagen de la perfección y la belleza del Cosmos. María, que leía con devoción un libro, interrumpe un momento su lectura para escuchar el Anuncio de un ángel esplendoroso en belleza e indumentaria que, tímido, parece no atreverse a comunicar tan gran noticia. Con las manos en su regazo, María indica la acogida a una vida que comienza y la humildad y sumisión a la voluntad de Dios. La actitud y las manos recogidas de María tienen su espejo en la actitud inclinada y las manos del ángel.

Las manos del Padre eterno, en el centro del sol de justicia, envían un rayo de hermosa luz dorada, en el medio del cual se desliza la paloma del Espíritu Santo, para tomar posesión de la esclava del Señor. En el tondo central de la arquitectura el relieve de Cristo, varón de dolores, vera imagen, preanuncia el Calvario. A su lado una golondrina, ¿Conocía Fra Angelico la leyenda que atribuía a este pajarillo haber quitado las espinas de Jesús crucificado?

En este mundo de simbología, tan cara al arte de la época, podemos comprobar que las vestimentas del ángel del paraíso y las del arcángel San Gabriel tienen la misma tonalidad. La importancia de la figura de la Virgen es subrayada por el ‘telón y alfombra de honor’ que se despliega a sus espaldas y bajo sus pies y que enmarca toda su persona, otorgándole un realce regio. En la estancia íntima de María, se abre una ventana y por ella podemos ya intuir y pregustar el nuevo paraíso de luz y oro. A la simbología pictórica, hay que añadir la belleza inigualable de los colores, especialmente de los dorados, los azules y los rosas, tan apreciados por los iluminadores de libros. Colores que parecen cristalizados.

Como curiosidad cabe decir que este cuadro ingresó en el Prado a mediados  del siglo XIX. Pero originalmente había estado en el convento de Fiésole. Ante esta tabla de la Anunciación, cada noche los frailes dominicos rezaban la Salve Regina. Podían así ver con sus propios ojos el “lacrimarum valle”, pero también la “vita, dulcedo, spes nostra”. Después, la Anunciación estuvo en el Convento de las Descalzas Reales de Madrid, donde reinas, infantas y nobles llevaban una vida retirada, rodeadas de fabulosas colecciones de arte.

En la predela de la pintura, Beato Angelico pintó otras cinco pequeñas escenas: Nacimiento y desposorios de la Virgen, Visitación, Epifanía, Purificación, Tránsito de la Virgen.

Como decíamos antes, este cuadro del Beato Angelico, uno de los más logrados, capta la atención del visitante del Museo del Prado por su silencio, su gracia espiritual, su belleza virginal, su colorido excepcional y su invitación a la oración. No me extraña que el gran pintor del arte religioso actual, Marko Ivan Rupnik, tenga en Fra Angelico su referente y su inspiración.

Otro dominico, Fray Clérissac, escribía que Beato Angelico era “un monje cuyo arte consistía en infundir, en las imágenes de los santos, la vida interior que dominaba y embelesaba su alma».

https://www.museodelprado.es/actualidad/multimedia/restauracion-de-la-anunciacion-de-fra-angelico/ecf64690-8ff0-5c2d-aaef-fce1ea95bcd6











martes, 30 de marzo de 2021

La Cena de Juan Guraya

 



La carrera artística de Juan Guraya Urrutia dio un vuelco un día de 1942, cuando la cofradía vallisoletana de la Sagrada Cena, le encargó su paso titular. Juan Guraya (Bilbao 1899 - Las Arenas,1965) era hijo de un reconocido ebanista bilbaíno. Siendo un niño de apenas 11 años,  Juan tuvo que abandonar la escuela para ayudar a su padre en el taller. Ahí pasaría cuatro años hasta que la marquesa de Lezama-Leguizamón se dio cuenta de las habilidades artísticas del adolescente y se comprometió a pagar sus estudios. Entró en el colegio de los salesianos que pronto advirtieron la valía de Juan y le aconsejaron que ingresase en su prestigioso colegio catalán de Sarriá para formarse como escultor.

Barcelona, Bilbao, Madrid, París y La Habana fueron sucesivas etapas en su formación y en sus primeros encargos. Su carácter independiente, poco dado a admitir las rigidices de escuelas y grupos artísticos, hizo de él un artista ‘por libre’, de difícil clasificación. Lo cierto es que, aunque él se encontró en ciudades como París donde se cocían todos los 'ismos', las vanguardias artísticas que pugnaban por romper esquemas e invalidar la tradición, decidió mirar a otra parte, lo mismo que el humilde artesano que confía más en sus manos que en los libros leídos. Miquel Blay, Mateo Inurria, Juan de Ábalos,  Victorio Macho o el ruso-francés Droucker, con el que colaboró en el Capitolio de la Habana, fueron más amistades personales que maestros que le influyeron.

Y de repente, en 1942, Guraya es elegido para hacer la Cena para la procesión de Valladolid. La Semana Santa de la capital del Pisuerga atesoraba grandiosos pasos de Gregorio Fernández, obras que estaban en cualquier libro de arte y que directamente salían del Museo Nacional de Escultura para procesionar por las calles. El gran barroco español estaba ahí. Y la Semana Santa ahí estaba también, congelada en el siglo XVII. Juan Guraya decidió no ser un ‘copista’ de los grandes imagineros castellanos, aunque de ellos tomó ese espíritu que parece alentar la madera y dar vida a los ‘pasos’ destinados a conmover por calles, plazas e iglesias.

Dieciséis años tardó el escultor en realizar las trece monumentales figuras que componen la Sagrada Cena (realizó dos Cristos, porque el primero no le acababa de convencer). La mala salud del artista y la economía maltrecha de la cofradía comitente podrían explicar esta larguísima tardanza. La ciudad vivió expectante este largo proceso creativo. Cuando Juan Guraya concluía la figura de un apóstol, la obra era expuesta en Valladolid, ante el pasmo general. Y así año tras año. Hasta que, finalmente, en la Semana Santa de 1958, la Sagrada Cena recorrió las calles de Valladolid. Cofrades y penitentes quedaron impactados y boquiabiertos ante este paso ‘moderno pero a la altura’. Y así, Juan Guraya pudo medirse con las gubias de Gregorio Fernández, Juan de Juni, Pompeo Leoni, Francisco del Rincón, Pedro de Ávila, Andrés de Solanes…

En las últimas décadas han proliferado los encargos de obras para las Semanas Santas de España, con resultados bastante mediocres y, en algún caso, ínfimos, por lo que a calidad se refiere. Todo el mundo considera que esta Sagrada Cena de Juan Guraya es una de las buenas obras religiosas del siglo XX español.

De pie, la majestuosa figura de Jesús, sostiene en una mano la Sagrada Forma y en la otra un racimo de uvas. Juan Guraya solía servirse de modelos para dar rostro a las imágenes que le encargaban. En este caso fue su hijo el que posó para el rostro de Jesús.

Buscó modelos para los apóstoles, y viajó a Extremadura y a Tetuán para tomar apuntes al natural de rostros de fuerte expresividad. Árabes, judíos y bereberes posaron para el artista y sirvieron para caracterizar a los personajes de la Sagrada Cena. Solo para un apóstol no encontró modelo: Judas Iscariote. El hombre que había compartido las enseñanzas del Maestro, el que había recibido todo el cariño de Jesús, al final lo delató y lo vendió a las autoridades que querían eliminarle, como de hecho sucedió. ¿Qué facciones dar a quien ha sido amado y ha defraudado con la traición ese amor? Decidió no darle rostro. Colocó a Judas en el extremo del tablero, con la cabeza cubierta por el manto y pegada al suelo, pero sin rostro. Un vacío en lugar de cara: ¿quizás porque, en un momento dado, podemos ser todos y cada uno de los creyentes o de los espectadores?

 El gran acierto del gran imaginero vasco es que no dispuso a los apóstoles sentados alrededor de la mesa, sino en diferentes posturas, de rodillas, de bruces, en actitud de incorporarse, de pie, sentados en el suelo... De esta forma, alrededor de la mesa, se forman dos arcos de apóstoles, lo que permite al espectador ver los rostros y las manos, y no sólo las espaldas como en otras cenas procesionales.

En el momento de la institución de la Eucaristía, doce hombres se sienten arrebatados por un viento huracanado interior. El aire no mueve los ropajes sino las entrañas. Y cada uno de ellos reacciona de una forma: incredulidad, adoración, éxtasis, turbación, confusión, crispación, abandono, desesperación... Sus rostros y sus manos llevan la impronta de la tortura interior que late bajo su piel. Arrobamiento y dolor, lucidez e idiocia parecen esculpir los rostros de madera. Pero el espíritu hace latir el leño seco y lo anima con una fuerza que solo los grandes artistas consiguen. Hay vida, sufrimiento y gloria en los árboles talados que la “gubia religiosa” de Juan Guraya supo herir y sajar. Lo mismo que había experimentado Henri Matisse cuando pintó la capillita de Vence, lo experimentó Juan Guraya: ese `plus’ que es otorgado al artista cuando afronta el misterio de lo sagrado.

A la serenidad de Cristo –la majestuosidad de la eternidad- se contrapone, teatralmente, el torbellino que convulsiona los cuerpos de los Doce Apóstoles. La agitación y el pasmo que cada uno de ellos siente ante el hecho inefable e inhumano de un Dios que da a comer su carne y da a beber su sangre. La sobria policromía de la escultura (colores de las campos castellanos al final del otoño), en clara contraposición a los colores de los grandes artistas del barroco de la Semana Santa vallisoletana, no hace sino duplicar la tensión y obligarnos a fijarnos en lo esencial: la pura emoción de un momento único golpea a cada apóstol. Y esa emoción a flor de piel se contagia al visitante, al cofrade, al devoto y al incrédulo.














miércoles, 17 de marzo de 2021

La carta que hace temblar las manos

 


En la vida una cosa evoca otra. Y un recuerdo nos lleva a otro. Veo la película finlandesa Un momento entre nosotros. El protagonista dice que está haciendo una tesis sobre el poeta francés Arthur Rimbaud y habla del poema Bateau ivre. Al día siguiente busco la antología de poesía francesa para leer este poema. Y en medio del libro aparece una postal olvidada con una anotación en lapicero del año 1989: “La lettre dont Mme Yvette m’a parlé”. (La carta de la que la Sra Yvette me habló).

La postal es una obra de Rembrandt, Betsabé con la carta del rey David. La historia se nos cuenta en la Biblia, concretamente en Segundo Libro de Samuel, 11,  y la resumo en dos líneas: Desde la terraza de su palacio el rey David descubrió a la bella Betsabé dándose un baño desnuda en su jardín. El rey se encaprichó de ella o, tal vez, se enamoró. Lo cierto es que le escribió para que fuera a su palacio. Y ella acudió. Pero el rey no podía casarse con ella porque Betsabé estaba casada con Urías, un general del ejército real. Entonces, el rey ordenó que en la batalla pusieran a Urías en primera fila. No salió vivo.

Miro este cuadro de Rembrandt con detenimiento. Está en el Louvre. Muchos pintores representaron otro punto de vista: el rey David espiando desde su terraza a la bella Betsabé en el momento de darse un baño. En cambio, el pintor holandés representa el momento en que una vieja criada acicala a la hermosa Betsabé antes de presentarse delante del carismático rey David. Pensativa y triste, Betsabé tiene en sus manos la carta del Rey. ¿Es una protocolaria invitación para acudir a Palacio? ¿Es una declaración de amor, llena de versos lánguidos y metáforas de enamorado? ¿Es una sutil invitación a yacer con el monarca, a apagar su concupiscencia y saciar su lujuria? Lo que es cierto es que la carta llena de preocupación el rostro de Betsabé. ¿Y qué puede hacer ella ante el todopoderoso rey de David, elegido por Dios e idolatrado por el pueblo? ¿Debe rechazar la invitación y permanecer fiel a su esposo o debe acudir a la convocatoria real?

Betsabé vacila angustiada ante esta disyuntiva. Ella es la mujer de Urías. ¿Tiene Betsabé, acaso, el presentimiento de que su entrada en palacio significará la salida de este mundo de su esposo, que es lo que al final ocurrió? Melancólica y con la cabeza inclinada, Betsabé se imagina lo que pasará un poco después en palacio. ¿Es un honor o un horror ser elegida por el Rey como compañía de vida o de cama? No sabemos si Betsabé fue feliz al lado del joven y apuesto Rey. Pero probablemente, vestida como una reina y envidiada por ser la elegida del soberano, Betsabé pensaría, muchos años después, en esa primera vez, en esa carta, en ese aseo, y en el destino trágico de su primer marido, al que el rey David puso en primera fila en la batalla y de la que no salió con vida. El sufrimiento propio o ajeno parece ser el compañero inseparable del placer y de la dicha. El placer y el pesar suelen ir, desgraciadamente, juntos. Veo esta preciosa escena de Rembrandt y pienso en lo que escribió hace algún tiempo Goethe: “Los acontecimientos por venir proyectan con antelación sus sombras”.

Una mañana primaveral de 1989, acudo al Louvre. Me detengo ante esta obra. Me siento en un banco frente a este lienzo de Rembrandt que pintó en 1654. Lo miro con detenimiento. Me acerco una y otra vez. Qué tristeza hay en ese rostro. No es una mujer que acude a una cita de amor, sino una mujer camino del patíbulo. Poco después una mujer, rebasados los cincuenta años, se sienta a mi lado. Observa atenta y triste el cuadro de Rembrandt. Se dirige a mí y me pregunta qué es lo que me gusta del cuadro. Le digo que el rostro entristecido de Betsabé. A continuación le pregunto qué es lo que le gusta a ella y ella me dice que la carta. Ella también tuvo, una noche de 10 años antes, una carta en sus manos. Una carta que la quemó por dentro. Una carta que hubiera preferido no leer nunca jamás. Se le cayó a su marido en el pasillo de casa. Ella pasó poco después y la leyó. Una carta que hablaba de la venta de armas a países totalitarios inmersos en matanzas indiscriminadas de los que los tiranos suponían ‘enemigos de sus pueblos’. Bajo la fachada de una empresa honorable, el marido de Yvette, se dedicaba, con la complacencia de las autoridades, a la venta de armas. Mientras Yvette,  profesora, impartía conferencias y participaba en diversos foros para que los países democráticos no vendiesen armas a países donde no se respetasen los derechos humanos o que sirvieran para exterminar a sus propios ciudadanos. Nada nuevo en el mundo, evidentemente. La más pequeña de las monedas pesa más que el más grande de los principios. Aquel día, por primera vez, alguien me habló, entre otras cosas, del régimen de terror de Pol Pot. Los jemeres rojos camboyanos entraron así en mi cabeza.

Para el personaje de Betsabé posó la criada Hendrickje Stoffels que Rembrantd había contratado tras la muerte de su mujer Saskia, y a la que pronto convirtió en su amante. El maestro holandés que dominaba el claroscuro convirtió este asunto bíblico en una obra maestra. Iluminación contrastada, juegos de luces de gran efecto, acentuado naturalismo y una nota de misterio en un cuadro en el que Rembrandt supo retratar maravillosamente a Hendrickje y la expresión de dramatismo que requería la escena: un alma dividida entre la fidelidad al marido y la obediencia al rey. Hay momentos en que la toma de una decisión es tan importante y trágica que sabemos que de ello depende nuestra ruina o la ruina de otro ser humano.

Ese drama interior lo vivió la mujer que una tarde de 1989 encontré en el Louvre delante de este cuadro de Rembrandt. Yo solo miraba el rostro acongojado de Betsabé. Ella solo miraba la carta trágica y, en cierta forma, similar a la carta que un día había caído en sus manos.

Muchos años después, por esa maravillosa capacidad de evocación de la mente humana, he vuelto a un libro, a una carta, y al recuerdo de una mujer. Yvette, al día siguiente de leer esa carta, abandonó el domicilio conyugal y regresó al hogar de sus padres en Neuilly-sur-Seine.









miércoles, 10 de marzo de 2021

Los santos de Quintanilla




Una mañana de octubre se pasó por el pueblo un amigo, periodista, músico, escritor y fotógrafo. Su nombre José Luis de Román. Autor de varios libros de fotografía, algunos de los cuales de considerable éxito como “Palencia años 20’ o la ‘Procesión va por dentro’. Sus fotografías han sido objeto de varias exposiciones. Recuerdo perfectamente la exposición ‘Buonifigli’, verdaderamente inolvidable y aplaudida, por retratar en blanco y negro a personas con discapacidad intelectual. Invité a mi amigo a visitar la iglesia parroquial. La señora Carmina, amable y servicial como siempre, nos abrió la puerta y nos autorizó a hacer algunas fotografías. Estas son las 19 instantáneas que el autor me ha regalado y que yo quiero compartir con todos los quintanilleros de nacimiento, de corazón, de amistad o de simpatía por este pequeño pueblo de Quintanilla de Arriba.  


Los santos del pueblo. La iglesia barroca del XVIII, con su sólida y altiva torre del XIX, alberga un buen número de santos, tal vez discretos por su calidad artística, pero sin duda valiosos por su valor religioso y sentimental. Ahí están. Nos acompañan desde el día que fuimos bautizados en la pila bautismal de piedra, hasta el día que alguien, piadosamente, nos lleve a la iglesia para un responso de réquiem. El altar mayor, después de una concienzuda restauración, luce en todo su esplendor ahora, todo oro y azules, columnas, angelotes, santos, y un precioso tabernáculo con el tema central de la fe: la resurrección de Jesús. Este altar acoge tres imágenes de bulto redondo, sin duda las de mayor valor artístico: En el centro, Nuestra Señora de la Asunción, titular de la parroquia, y a sus lados, las esculturas de San José y de San Bernardo (esta última probablemente por la influencia del monasterio cisterciense de Santa María de Valbuena, muy cerca). La escultura en madera policromada de San José es mi obra preferida. El Niño mira al cielo pero acaricia con su manita la barba de un San José, ciertamente tierno y dulce. Una imagen familiar que nos habla de un San José con corazón de padre.

La imagen de la Purísima, una talla de vestir, y la imagen de la Virgen del Carmen, de escayola, flanquean el retablo mayor. La Purísima conoció solemnes meses de las flores, como se conocía antes al mes de mayo, con olor a lilas y lirios del campo, corona iluminada, colgaduras de telas azules que cubrían el altar neogótico, velas encendidas, ejercicio piadoso del mes de mayo, niñas con la medalla de la Inmaculada en su pecho. La Virgen del Carmen recibía, y aún recibe cada mes de julio, la plegaria de muchas mujeres devotas que, escapulario al cuello, la veneran y honran con su novena. Frente al púlpito, encontramos la Virgen de Fátima sobre un pedestal que imita el tronco de una encina. Hace alguna década unas humildes pinturas del Papa y de los pastorcillos con sus ovejas rodeaban a la Virgen, pero en una restauración de la iglesia se decidió cubrir –no sé por qué- estas pinturas.

Otros dos altares barrocos, de calidad inferior al retablo mayor, albergan un Crucificado y la imagen de la Virgen del Rosario. Esta última es una talla de vestir, con  su corona y su rostrillo plateados, y un armario con sus elegantes vestidos blancos. Es, sin duda, la imagen que goza de más cariño en todo el pueblo, y a la que cada primer domingo de octubre se saca en procesión, con la correspondiente danza de dulzaina y tamboril y la animada jota de los lugareños. Y también cada Pascua Florida, la Virgen sale de la parroquia, mantilla negra cubriéndole el rostro, para encontrarse con su Hijo resucitado, en realidad con la custodia parroquial.

Pero hay otros santos de los que no puedo olvidarme: No podía faltar la imagen de un San Isidro, de escayola, probablemente de la casa Olot, a la que el día de su fiesta (15 de mayo) le colocan un ramillete de espigas verdes en la mano y, para la procesión, le añaden los bueyes y el ángel al mando del arado. San Isidro es una de las dos fiestas locales que celebra Quintanilla. Aún hoy, los jóvenes agricultores le asoman a los campos, rememorando las antiguas rogativas en las que se imploraba la lluvia y las buenas cosechas.

La imagen de San Antonio también concita el cariño de unos cuantos feligreses. San Antonio es santo popular y tiene fama de atento y escuchador, algo noviero, pero también amigo de las avecillas del campo. Todo ello casa bien con este santo cariñoso y maternal siempre con el Niño Jesús en sus brazos.


La Sagrada Familia, de escayola, y de un buen tamaño, fue una de las piezas que más tardíamente se incorporó a la iglesia. Dulzura en los rostros, colores alegres, y un altar neoclásico de madera sin policromar,  de moda en la época en que una familia de la Villa de Quintanilla donó al templo, según consta en la lápida.

No puedo olvidarme del Niño Jesús y del San Juan Bautista Niño, colocados en el altar del Crucificado. Dos niños de estilo barroco, muy hermosos. El Niño Jesús desnudo y el San Juan Bautista, de vestir.  Y acabamos con una imagen rústica, quizás algo pasada de moda, ahora diríamos políticamente incorrecta, pero que forma parte de la religiosidad popular de una determinada época, un Santiago matamoros, que se conserva en el pequeño museo de la Capilla del Bautisterio, en cuyo centro encontramos las sólida pila bautismal.

Santos, Vírgenes y Cristos que, desde sus altares, nos veían llegar y marchar de la única nave de esta sencilla iglesia. Han asistido a misas y rosarios, bodas, bautizos, comuniones, confirmaciones y entierros, también a algún Cante de Misa. Han escuchado plegarias, súplicas, oraciones. Santos que han conocido las carreras y las travesuras de los niños entre los bancos, también la charleta de los hombres en el coro, durante alguna homilía algo aburridilla, o la cabezada de alguna feligresa, o las señas y guiños de alguna pareja de novios. Menos mal que los santos son tan discretos que nunca han ido con el cuento al cura de turno.  

En fin, la vida. Santos de madera y de escayola, ante los que los buenos quintanilleros (también conocidos como rucheles) han suplicado la paz en tiempos de guerra, la lluvia en tiempos de sequía, la vida de los seres queridos en tiempos de enfermedad y el descanso eterno en días de entierro. Estos santos forman parte del paisaje de Quintanilla, lo mismo que la calle de Somorrostro, los bares del pueblo, la Plaza Mayor, la Función y su chisquereta, la Fuente de los machos, la Turruntera, el chocolate de San Juan, la Robleñada o las Peñas de Roldán.

Estas Vírgenes que han salido en procesión vestidas como novias, ante las que se han encendido velas y a las que se han ofrecido ramos de flores. Estos Santos y estos Cristos que han escuchado el volteo de las campanas en los días de fiesta o el doblar a muerto en las tardes de dolor. Estos santos, querámoslo o no, son parte también de nosotros. Puede que ya no se les rece tanto como antes. Quizás no se les pidan tantos favores y milagros, pero nos alegran un poquito el corazón cuando entramos en la iglesia. Son unos vecinos más de nuestro pueblo.

Y sin embargo, además de los santos de madera y escayola, ha habido -y hay- otros ‘santos de carne y hueso’ en Quintanilla de Arriba. Han visitado enfermos, han repartido limosnas o han dejado una cesta de manzanas o una torta de chicharrones en la casa del necesitado, han acercado a ancianos o enfermos al ambulatorio, han hermoseado y mejorado el pueblo, han cuidado a las gentes, han sonreído a los tristes o han acogido a los forasteros que emprendían una nueva vida en el pueblo, han dado palique en la solana a los mayores, no han despellejado ni pleiteado con los vecinos. Se han alegrado con los felices y han consolado y abrazado a los tristes en tiempos de desdicha y muerte. Han hecho, en definitiva, la vida un poco más fácil y llevadera a sus compaisanos y vecinos. Estos hombres y mujeres de carne y hueso merecen, faltaría más, un sitio en mi corazón.

















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