Cada tarde P. Alfonso dice misa
en una capilla o en un rincón del barrio de Las
Vegas. Fue en una de esas misas donde descubrí a una niña descalza. Ver
niños descalzos en África no me había impresionado. O no me había impresionado
tanto. Pero en las cercanías de la Sierra Norte de Puebla, las noches son
frías. Yo iba con una cazadora y mi buen calzado. Y esta niña, de unos diez
años, iba con una camisetilla agujereada, y descalza. A la hora de la homilía,
se sentó junto al altar, como dándonos a entender que era a ella a la que
correspondía esa preeminencia, ese mismo privilegio que se arrogan las
autoridades cuando, como buenos ‘descreídos’, van a misa, y se sientan en el primer banco. Y mis ojos no se
pueden apartar de sus piececitos descalzos y cubiertos de polvo. Una pequeña
puñalada a mi vida confortable.
Otra tarde, en otra capilla, se
acerca al altar un drogadicto tambaleante, con su frasco de aguarrás en la mano. Y mucho más aguarrás metido en su cerebro. Alfonso interrumpe la celebración y le dice que le cambia el frasco por una
propina y un calendario, pero él no acepta. Y sale de la iglesia como había
entrado, con la vejez y la muerte anticipada en sus ojos y en su piel.
Y una tarde más en la novena a San
Andrés. Esta vez, la misa es en la calle porque no hay una capilla. Este rincón
del barrio es aún, si cabe, un poco más pobre. Ya es de noche cuando llegamos a
la callejuela donde hoy está previsto celebrar la eucaristía. A la luz de unos
candiles tiene lugar la celebración. Una mesa de cocina hace de altar. En unas
andas llega también la pobre imagen de San Andrés que han traído de otra
capilla. Unas ciento cincuenta personas se arremolinan alrededor. Rostros y caras
de gentes pobres; muchos de ellos van sucios. Habrán recorrido caminos
polvorientos para llegar a misa. Tal vez vienen directamente de trabajar el campo o del andamio ¿En qué condiciones higiénicas vivirán en su
casa? Alfonso ejerce de cura pero también de guitarrista para animar la celebración. Habla en la homilía de que “Diosito
nos quiere cada día y cada noche, cuando estamos contentos y cuando estamos
tristes. Dios quiere echarnos una mano pero quiere también que nosotros echemos
una mano a quien aún tiene mayor necesidad que nosotros. Diosito es nuestra alegría y nuestro
consuelo”.
Y estas dos últimas palabra me sorprenden: alegría y consuelo. Y casi estoy por rebelarme contra ellas, y protestar. Pero cuando veo los rostros de los niños, los rostros de los adultos y de los ancianos, los rostros de las mujeres, creo, sinceramente, que así es. Después de un día de duro trabajo, de penalidades, de tener que hacer mil cálculos para que el pan llegue a todos los de la casa, este momento de la eucaristía es un momento de alegría y de consuelo. No están solos. El hecho de que un sacerdote venga hasta aquí es porque cree en su intrínseca dignidad de seres humanos. Diosito les consuela y les descansa tras un día duro. Y les entrega un poco de alegría, callada y silenciosa, la necesaria para seguir tirando. Dos perros en primera fila, devotos, están muy atentos a las palabras del cura, como si algo de ese consuelo y de esa alegría que se predica alcanzase también a estas pobres bestezuelas. Durante el Padrenuestro, doy las manos a una mujer anciana y a un niño de unos tres años, que ya no se soltará de mí, ni parará de sonreírme. ¿Qué será de este niño tan confiado, tan sonriente, tan inocente, tan precioso el día de mañana? Tiemblo.
La eucaristía acaba. Se entona el
canto final. Y entonces llega la otra ‘eucaristía’. Unas mujeres de la
parroquia han preparado una perola de café con leche. Desde la misión se ha
traído una caja grande con centenares de bollos dulces. A los niños, primero a
ellos, les reparten un vaso de café con leche y un pan dulce. Luego, también a
los mayores. Un vaso de leche no sirve sólo para alimentar el cuerpo, también
para calentar las manos en esta fría noche serrana, y también para caldear los
espíritus. Cada uno de los que han participado en la misa recibe su tazón de café con leche
y su pan dulce. La gente se anima, comenta cómo ha ido el día, se cuentan sus
pequeños afanes, calientan sus estómagos, pero también su alma. Las sonrisas, tímidamente, se despliegan. Las conversaciones, poco a poco, se caldean.
Miro las caras de los niños. ¿Tímidos, tristes, desconfiados, temerosos, curtidos, apaleados, sonrientes, felices? ¿Qué llevan registrado en su ADN familiar? ¿Hay un determinismo social escrito ya en cada uno de sus nervios? Para mí es un misterio. Y me temo que si alguien me lo desvelase no vería nada bueno. Fotografío a una pareja de amiguitos. Sonríen ante la cámara todo lo que pueden, como si no hubiera un mañana. Tal vez porque no hay un mañana. Su sonrisa es más nutritiva para mí que un vaso de leche. Pero en sus dientes veo también los signos inequívocos de una desnutrición galopante.
Sin esta segunda eucaristía de tazón
de leche y pan dulce, la primera eucaristía, de cáliz de sangre y carne de
Cristo, sería una farsa, probablemente una blasfemia. Pero las dos eucaristías
unidas en esta noche fría del barrio de las Vegas tienen el sabor de lo
auténticamente religioso y de lo humanamente sagrado. Estos niños, de infancias
difíciles y de futuras adulteces aún más difíciles, quizás recordarán, dentro
de muchos años, que alguien les ofrecía por las noches, en nombre de Diosito, un
vaso de leche.
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