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miércoles, 4 de enero de 2023

Benedicto XVI: encuentro con Jesús

 


“No me encamino hacia el final, me encamino hacia el encuentro”. Fue una de sus lúcidas frases en los días en que anunció su renuncia al ministerio petrino en 2013. Estas pocas palabras podrían resumir su trayectoria vital de creyente, intelectual, teólogo, profesor, arzobispo, prefecto, papa… Pero ha sido en los últimos nueve años, cuando hemos podido ver que la vida de Joseph Ratzinger no caminaba hacia un final sin sentido, un final de debilidad y muerte, sino hacia el encuentro con una persona que había dado sentido a toda su larga existencia de 95 años: Jesús.

            Su pontificado se situó entre dos titanes: Juan Pablo II y Francisco, ambos con una personalidad desbordante, tal vez arrolladora, con un fuerte sentido de su papel como pontífices, ambos extrovertidos, amigos de frases lapidarias, creadores de eslóganes, populares, quizás en cierto modo populistas a lo divino, martillos de ideologías, el uno del comunismo, el otro del capitalismo… En este contexto, Benedicto apareció como un puentecillo frágil en medio de dos riberas de exultantes flores y frutos. Benedicto fue el leal colaborador de Juan Pablo II que puso sobre la mesa lo temas con los que tuvo que lidiar y resolver Francisco.

            Benedicto fue un Papa vilipendiado y caricaturizado, especialmente en España, país al que dedicó una atención privilegiada y al que visitó en tres ocasiones, algo que no ocurrió con ningún otro. Desde el momento en que su figura, tímida, apareció en el balcón de la fachada de San Pedro, lo quisieron presentar como un simpatizante del nazismo, únicamente por una fotografía en la que aparece como miembro de las juventudes hitlerianas, cuando era apenas un niño. Él, como tantos menores alemanes, fue una víctima, forzada a alistarse. Nos lo quisieron presentar como inquisidor, intolerante, inflexible, el “panzerKardinal” o el “rottweiler de Dios”, por haber presidido el Dicasterio de la Doctrina de la Fe, en un momento de fuertes tensiones teológicas, cuando junto a teólogos propositivos e incomprendidos, crecían otros desnortados, teólogos-estrella, y más amigos de la ruptura que de la comunión. Ratzinger nunca rehuyó el diálogo y la escucha de los disidentes, aunque mantuvo una firmeza propia del cargo que ocupaba y de la misión encomendada a ese Dicasterio: preservar y custodiar el legado de la fe. Era tal la talla de Ratzinger como teólogo, como intelectual, tal su competencia bíblica que no pocos teólogos hubieran preferido medirse con un prefecto menos competente, menos inteligente. Pero con Ratzinger no valían subterfugios, ni eslóganes facilones, sino sólo argumentos sólidos e irrefutables. Sabía que “quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo es tachado de fundamentalista”.

            Fue él quien inició, sin contemplaciones, la lucha contra los abusos sexuales en el seno de la Iglesia, verdadera peste, uno de los episodios más vergonzosos de la Iglesia Católica. Benedicto no temía la verdad. En cierta forma, él fue un profeta de la verdad, y creía que la Iglesia nada perdía mirando de frente la suciedad que desde hacía años se extendía por colegios, seminarios y parroquias. Cuando muchos clérigos se escudaban en que todo era una conjura de los medios de comunicación, él dijo que “esto está sucediendo por los pecados cometidos por la propia Iglesia, y no por los ataques de la prensa o de los enemigos”. Las manchas en la túnica de Cristo no eran culpa de las víctimas o de quienes las descubrían, sino de curas y frailes que durante años la habían ensuciado con sus pecados en medio de una total impunidad.

            Fue un Papa incomprendido, porque en un mundo de lo políticamente correcto, de relativismo moral, de mentiras en envoltorios que parecen de verdad, de genuflexiones vergonzantes y serviles a los dictados de la moda, de la mundanidad y de las corrientes en boga en cada momento, Benedicto buscaba la verdad, no lo que cada año es correcto o suena bien, o baila al son de la música de este mundo. Bastaba una frase malinterpretada o sacada de contexto para iniciar una campaña de desprestigio. Ejemplo de todo esto podría ser su célebre discurso pronunciado en la Universidad de Ratisbona en la que citó unas líneas del emperador Bizantino Manuel II Paleólogo, sobre la violencia ejercida en nombre de la fe. Un razonado y profundo discurso académico fue reducido a una frase, a una supuesta condena del islamismo. Muchos musulmanes la emprendieron violentamente contra los cristianos, al mismo tiempo que muchos católicos encontraron la excusa para tildarlo de fundamentalista.

            Escribió hermosos libros para acercar al creyente al Evangelio. No tenían nada de dogmáticos, sino que buscaban una vivencia interior de la fe, postulando un diálogo sereno entre fe y razón, entre cultura contemporánea y cristianismo, entre creyentes y no creyentes. En una sociedad donde todo mensaje de más de 140 caracteres es ya un discurso soporífero, era difícil encontrar lectores que se tomasen una media hora de tiempo para leer y subrayar sus palabras. Sucedió, por ejemplo, que cuando escribió un libro sobre la Infancia de Jesús, los medios de comunicación crearon una polémica vacía que dio la vuelta al mundo: en una página del libro, de pasada, escribió que en los evangelios no se menciona al buey ni a la mula. Ninguna novedad, porque, efectivamente, no consta la presencia de estos animales en el nacimiento de Jesús. Sin embargo, los periódicos lograron reducir grotescamente un hermoso libro sobre Jesús a un asunto intrascendente como el del buey y la mula.

            Sería una pena y una banalidad resumir el Papado de Benedicto XVI a su renuncia, algo histórico, ciertamente. Evidentemente, Benedicto empezó a notar cómo las fuerzas físicas empezaban a mermar, pero fue su humildad y la conciencia de pequeñez para el gobierno de la Iglesia, las que le llevaron a renunciar al pontificado y a convocar un nuevo cónclave. No era un hombre aferrado al poder, sino “un humilde trabajador en la viña del Señor”, y por ello quiso que otro, con más fuerzas o con más capacidad de gobierno, pudiera hacer frente a los numerosos desafíos que la Iglesia Católica tenía en ese momento. Fue una renuncia providencial. La llegada de Francisco culminó muchas de las tareas emprendidas por Benedicto: la tolerancia cero en el caso de los abusos sexuales (Benedicto se había reunido y escuchado a las víctimas), la reforma de la anquilosada y mafiosa curia vaticana (“un inocente rodeado de cuervos”, escribió un periodista italiano en alusión a Benedicto), la necesidad de un papel de las mujeres en la Iglesia (como ha manifestado Lucetta Scaraffia), la transparencia en las procelosas cuentas vaticanas, la búsqueda de una Iglesia más cercana a los pobres (también Benedicto comió con los mendigos y sin techo), el camino hacia los que piensan distinto, teológicamente hablando, como lo atestigua su largo encuentro con Hans Kung, su preocupación  por la pobreza o la ecología, como lo asevera su encíclica Caritas in veritate, la búsqueda de un Dios a partir de la belleza del arte o de la liturgia… Su secretario personal, Georg Gänswein, afirmó en una ocasión que al “Papa emérito le había tocado vivir en un tiempo de lobos”.

            Cuando en 2011 acudí a Roma para la canonización de Luis Guanella, comprobé la respetuosa escucha de miles de feligreses en la Plaza de San Pedro. Nadie flameaba banderas o pancartas durante la Santa Misa. Sus discursos no se interrumpían con interminables aplausos en un ambiente de cristianismo triunfante, liturgias que rozaban lo chabacano y papolatría exacerbada, similar a la que suscitan los cantantes de rock. Su voz, monocorde, estaba muy alejada de la oratoria teatral y barroca, que fácilmente levanta entusiasmos y despliega aplausos, tras una frase lapidaria. Él era el sabio que, en tono íntimo y confidencial, transmite una historia a los hijos reunidos alrededor. Nada más lejos de su estilo que el eslogan hueco de nuestros tiempos. El discurso sobre la vida de Jesús, el pensamiento que aúna razón y fe, el análisis sobre Dios y mundo, precisan del argumento, de la exposición ordenada, del análisis pormenorizado, de las preguntas inteligentes que invitan a la reflexión y de las conclusiones que abren espacios para ulteriores preguntas y meditaciones.

            Creo que el pontificado de Benedicto XVI no terminó el 28 de febrero de 2013 cuando a las 8 de la tarde se cerró el portón de Palacio de Castengaldolfo y se puso en marcha el cónclave, sino que ha durado hasta las 9:15 de la mañana de la pasada Nochevieja. Con su renuncia, silencio, estudio, oración y contemplación, Benedicto siguió ejerciendo un Magisterio.  

            Con sus sombras, sus errores, sus fallos y sus pecados, como todo ser humano y más cuando se tienen altísimas responsabilidades, Benedicto fue un hombre coherente con su fe. El hombre que visitó en la celda y perdonó a su mayordomo, Paolo Gabriele, que le había traicionado, sustrayendo y filtrando a la prensa documentos sensibles… el hombre que cada jueves, cuando era prefecto del Dicasterio, desayunaba con el anciano conserje del edificio… el hombre que lloró cuando se reunió en Malta con víctimas de abusos sexuales por parte de sacerdotes católicos, el hombre que, sin cámaras y sin fotos, dialogó con teólogos situados en las antípodas de su pensamiento… el hombre que corregía con expresiones más suaves la redacción de la correspondencia, a veces seca y tajante, del Dicasterio… no era el inflexible y severo Papa que nos quisieron mostrar.

En la mañana del 31 de diciembre de 2022, mientras, caminando junto a un amigo, despedía el año por la senda de la Esgueva, la vida de Benedicto se apagaba. Dicen que sus últimas palabras fueron “Jesus, ich liebe dich” (Jesús, te amo). Se puede ser creyente, agnóstico, ateo o anticlerical, pero cuando un hombre, con el poco aliento que le queda en la garganta, se despide de este mundo con el nombre del amado en sus labios, merece un respeto por su coherencia hasta el final de sus días.

Termino con un pensamiento de Benedicto que refleja muy bien su confianza en Dios, amigo misericordioso: "Muy pronto me presentaré ante al juez definitivo de mi vida. Aunque pueda tener muchos motivos de temor y miedo cuando miro hacia atrás en mi larga vida, me siento, sin embargo, feliz porque creo firmemente que el Señor no solo es el juez justo, sino también el amigo y el hermano que ya padeció Él mismo mis deficiencias y por eso, como juez, es también mi abogado (Paráclito). En vista de la hora del juicio, la gracia de ser cristiano se hace evidente para mí. Ser cristiano me da el conocimiento y, más aún, la amistad con el juez de mi vida y me permite atravesar con confianza la oscura puerta de la muerte”.













martes, 27 de diciembre de 2022

Sor Clelia, la cocinera (y más) del Colegio

 


Sus ojos se cerraron el pasado día de Nochebuena, mientras a su alrededor sonaban villancicos, por ejemplo, Caro Gesù Bambino (ese villancico que los frailes italianos nos enseñaron en la Navidad de 1971). A los centenares de alumnos del Colegio San José de Aguilar de Campoo, para los que ella fue cocinera y mucho más, la noticia de su muerte les habrá llegado en medio de una cena abundante y familiar, mazapanes y turrones, con un fondo musical de Campana sobre Campana o Los peces en el río.

Sor Clelia Capizzano era natural de la región de Calabria, donde había nacido en 1933. El 1 de enero hubiera cumplido 90 años. En España pasó cuatro décadas, repartidas entre el Colegio San José (Aguilar de Campo) y la Casa Santa Teresa (Madrid). Se dice pronto y bien. Pero cuarenta años son cuarenta años. Toda una vida de trabajo y de entrega. Otras guanelianas llegaron, pasaron un poco de tiempo, y regresaron a su patria italiana. Pero la Clelia permaneció aquí hasta el año 2008, hasta que sus fuerzas fueron mermando poco a poco y su cuerpo empezó a encogerse y a doblarse. En Roma transcurrió la última etapa de su vida. Al final, su cabeza vagaba y erraba por los territorios de la desmemoria, pero cuando alguien le hablaba de los buenos tiempos de Aguilar o de su querido hermano Juan Vaccari o de su inseparable Antonina, o le enseñaba fotos de sus años españoles, la atención regresaba, la luz volvía a sus ojos y la emoción despertaba en su corazón.

Nos sucederá a todos. Los años de la infancia y la juventud se graban en granito en letras indelebles, mientras que a medida que nuestra jornada terrena llega a su atardecer, los hechos son simples letras escritas en el agua. En 1968, la presencia de las monjas y frailes guanelianos en la Villa de Aguilar de Campoo era aún muy reciente, cuando una joven monja de 35 años se apeó en la estación ferroviaria de Burgos; allí la esperaba el hermano Juan, para acercarla a su destino, el Colegio San José, donde se hizo cargo de la cocina. “Ahí está la cocina”, parece que le dijeron. Una cocina en un semisótano, gris y desangelada. “Y ahí está el comedor”, con un centenar de chavales que querían saciar sus insaciables estómagos de adolescentes inquietos, deportistas y un poco trastos.

Sin saber una palabra de castellano, sin un curso de cocina española en el currículum, sin una especialidad en antropología hispana, llegó la Clelia a tierras de Castilla, en aquellos pobretones años, a ganarse el pan y el cielo entre los pucheros, las ollas y las cazuelas, las sartenes, la espumadera y el cucharón.  Adiós a las fettucini y a los risottos, que Castilla es tierra de alubias, lentejas y garbanzos contundentes, de arroz dominguero y tortilla de patata. Es fácil ser una buen chef, como se dice ahora, con la despensa llena, la nevera rebosante y la cartera repleta. Pero no era este el panorama de 1968. Y sin embargo, ¿quién de los alumnos del internado ha probado alguna vez mejor pollo asado con verduras y mantequilla como el que hacía sor Clelia cada domingo? ¿Y de qué estaba hecha aquella ensaladilla rusa con escasos ingredientes y, sin embargo, sabrosísima? Sabía, como nadie, utilizar las especias, el comino, el orégano, la salvia, la albahaca, la nuez moscada, el romero, la guindilla, el clavo, el perejil… Tal vez, por eso, los platos eran diferentes y los guisos sabían más y mejor.

Los muchos alumnos que pasaron por Aguilar recordarán sin duda a sor Clelia chapurreando un español de frontera, un ‘itañol’ para andar entre verduras y legumbres. Pero cuando ella decía ‘Comete troppo’, nosotros entendíamos perfectamente que comíamos como limas, y cuando ella se quejaba de nuestro alocado parloteo con su clásico: ‘non dite bobate’, nosotros comprendíamos que debíamos parar de decir tonterías.

Y sin embargo, mi primer recuerdo de ella, apenas llegado yo al Colegio, es el de una Clelia llorando a lágrima viva y a moco tendido, cuando la noticia de la muerte del hermano Juan golpeó a todos y muy especialmente a las dos monjas-cocineras que tanto sabían de la santidad del buen fraile, que le habían visto rezar por cada rincón del colegio y llegar exhausto después de incómodos viajes por los pueblos en busca de alumnos. Y sor Clelia contaba muchas veces, para resaltar su propia imperfección y alabar la bondad del hermano Juan, que una vez, en la festividad de San José, ella se había esmerado mucho en hacer una tarta porque tenía invitados, pero cuando abrió el horno, la tarta se había quemado. Y se enfadó mucho, y no se le ocurrió otra cosa que dar la vuelta al cuadro con la imagen de San José que estaba en la cocina, castigando al santo contra la pared porque la tarta le había salido mal. Pero lo vio el hermano Juan y le afeó el gesto, y le dijo que eso no se hacía, y le suplicó que no lo volviese hacer, casi llorando.

Era refunfuñona cuando, sin venir a cuento, entrábamos en la cocina, casi siempre voceando, a pedir una pastilla de chocolate o una tirita para el rasguño, pero terminaba por acceder a lo que pedíamos, después, eso sí, de la tradicional regañina bilingüe.

Antes de que Dios amaneciese ya estaban ellas, quiero decir Clelia y su inseparable sor Antonina, su compañera de fatigas (había quien no las distinguía, y las llamaba en plural “las antoninas” o “las clelias”), en la capilla, a sus laudes, porque la jornada era larga y dura. Había que hacer la comida para más de un centenar de chicos, lo cual no era moco de pavo. Había que pelear con los proveedores. Y en esto sor Clelia era un lince; no se dejaba engatusar por los tenderos, y siempre les sacaba unas manzanas o unas cebollas de propina. Y había que ir a la huerta, a recoger las berzas, el romero o el perejil.

Por las noches, después de más de uno y dos rosarios, aún tenían tiempo las dos monjitas para pasarse por el ropero. Y, mientras la Antonina leía el Observatore Romano en italiano, la Clelia hacía y deshacía un centro de ganchillo como una Penélope guaneliana.

            Cuando había sesión de cine en el salón, Sor Clelia no se perdía la proyección, por nada del mundo. Películas del oeste sucedían a las de Cantinflas o Charlot, comedias de enredo españolas alternaban con filmes piadosos y edificantes de santos, sin que faltasen las de romanos. Pero las preferidas de sor Clelia eran los dramones de niños huérfanos, familias pobres, niños enfermos y padres abnegados… y entonces la Clelia se pasaba la película llorando como una magdalena, pero contenta por haber dado vía libre a su sensibilidad.

Los domingos por la tarde, lo recuerdo aún, sor Clelia y sor Antonina se quitaban el mandilón blanco, y se iban las dos a rezar vísperas y a tomar un café italiano bien cargado y algún dulce con la otra comunidad guaneliana asentada también en Aguilar.

            En fin, querida Clelia, es el momento de darte las gracias por hacernos la vida un poco más fácil en aquel internado de Aguilar, y por haber puesto un poco de feminidad y maternidad en aquel colegio de hombres recios en ciernes y muchachos rurales y, tal vez, un poco rudos. Porque, además de cocinera, fuiste un poco madre y hermana mayor, un poco ‘cosetodo’, un poco enfermera, un poco catequista. Infinitas veces te quejabas de no saber esto o aquello, de que no te salía bien este guiso o aquella receta. Pero siempre he pensado que sabías más de lo que decías, y que te subestimabas más de lo conveniente.

Hace mucho que dejaste aquella cocina aguilarense, aunque las muchas horas allí pasadas te ‘habrán desgravado’, sin duda, cuando te hayas presentado ante San Pedro esta Navidad. Pero yo te pido que, por un instante, vuelvas la mirada atrás, a ese comedor de mesas verdes, rojas y amarillas, a las perolas cuarteleras con sus bollones, al estruendo de fin de mundo que hacían los cien alumnos escaleras abajo camino del plato humeante de lentejas. Echa la vista atrás: el vía crucis por la loma de Peña Aguilón, el festival navideño con el villancico ‘Caro Gesù Bambino’, los concursos culturales de vestuarios fastuosos, la tarde de domingo con película lacrimógena, el patio lleno de niños jugando a fútbol, la canción “no has nacido, Clelia, para estar triste, aunque llueva en tu corazón”, que un día te cantaron por tu cumpleaños, la tarta ‘crostata’, insuperable, que preparabas para las grandes solemnidades, el huertecillo, los rosales alrededor de la estatua San José, la capilla adornada para la fiesta de Luis Guanella …

Estoy seguro de que el recuerdo y la oración de una avemaría, tal vez medio olvidada, de tantos seminaristas del Colegio San José te ha acompañado en el paso a esa “tierra nueva” en la que acabas de entrar. Te pido que recuerdes a Dios, en tu sabroso “itañol”, nuestros nombres y nuestros rostros de niños (aunque ya no lo seamos, ni mucho menos). Si el paraíso es, como escribió Isaías, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos”, yo quiero que tú, querida Clelia, seas también, allá arriba, la cocinera.

 










 








sábado, 10 de diciembre de 2022

Las manos que sostienen los pinceles


Decía José Jiménez Lozano que es preferible no leer las biografías de las personas que admiramos mucho, porque podrían defraudarnos bastante. Habían pasado pocas horas desde que me había acercado a la Capilla del Santísimo, de la Catedral de la Almudena, para permanecer unos minutos en silencio y, de paso, contemplar, una vez más, los hermosos mosaicos de Marco Iván Rupnik, cuando me enteré, a través de una noticia en la revista Vida Nueva, que el autor esloveno había sido denunciado por abusos a varias mujeres. Parece ser que hubo una investigación, pero como los hechos se remontaban a treinta años atrás, habían prescrito y, por lo tanto, no se había producido ninguna sentencia. Sin embargo, la acusación ahí estaba. Y no creo equivocarme si digo que el sufrimiento seguirá ahí, vivo, en sus víctimas, porque, al contrario que la justicia del mundo, el sufrimiento no prescribe casi nunca.

Creo que llevo siguiendo el trabajo de Rupnik desde que un grupo de cardenales le encargaron en 1996, como homenaje al Papa Juan Pablo II, la decoración de la capilla Mater Redemptoris, dentro de los muros vaticanos. Al poco tiempo de su inauguración, en la casa de un amigo, me encontré con un hermoso catálogo que daba buena cuenta del trabajo de Rupnik y su equipo de colaboradores del Centro Aletti.

Probablemente Rupnik, jesuita para más señas, es el artista de arte religioso más importante de nuestra época. Sus trabajos que beben de la mejor tradición musiva del arte bizantino, son un intento de fusionar la mirada oriental y occidental (los dos pulmones del cristianismo) para releer, en clave artística, el Evangelio. Rupnik crea conjuntos que verdaderamente invitan al silencio y a la contemplación. Él no pinta cuadros, crea atmósferas de adoración con sus mosaicos, de diferentes tamaños, donde las imágenes sagradas parecen flotar en medio de mundos que sólo existen en los sueños o en lo profundo del al alma de cada creyente (o no creyente).

Difícil olvidar su interpretación de tantos pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento: la adoración de los reyes Magos, el Buen samaritano, el encuentro de Emaús, las Bodas de Cana, la creación de Adán y Eva, la Trinidad, el Buen Pastor, el Bautismo de Cristo… En España existen buenos conjuntos de sus obras: Cripta de Santo Domingo de la Calzada, Capilla del Santísimo y Sala Capitular de la catedral de la Almudena, Cueva de San Ignacio en Manresa, Capilla de la Conferencia Episcopal, en Madrid…

“El arte – ha escrito Rupnik- debe hacer percibir tanto la verdad y la bondad como belleza”. Y probablemente ahí radica el secreto de los trabajos de este artista esloveno: en la belleza del arte hay verdad, y esa verdad puede inducirnos a la bondad.

Las últimas noticias sobre la vida personal de este artista podrían provocar una devaluación de su arte. Y probablemente así será, porque nos es difícil separar al autor de su obra. Y porque toda obra, en cierta forma, queda iluminada o ensombrecida por la vida de su autor. Y más en una sociedad como la actual que, de forma férrea e implacable, cancela a una persona conocida y pública, por sus obras y opiniones, a veces incluso por la sola divulgación de un rumor o de una noticia que nadie averiguará nunca si era verdad o mentira.

A la luz de estas noticias, me gustaría hacer dos consideraciones:

Una. De ser ciertos los hechos de los que se le acusa (la presunción de inocencia debe aplicarse a todos, nos guste o no) estaríamos ante conductas reprobables, y más en un religioso, como es el caso. Y reprobables, independientemente de que hayan prescrito legalmente.

Pero el cristiano que debe escandalizarse y condenar el pecado, ¿le está permitido escandalizarse y condenar al pecador? La Justicia debe investigar, juzgar y sentenciar los hechos constitutivos de delito, y el autor debe acatar la justicia y cumplir la condena. Más allá de la indignación momentánea que provoca una noticia, ¿nos es lícito moralmente cancelar o anular a una persona o la obra de una vida?

Dos. El ser humano se enfrenta cada día al misterio de la iniquidad. El cristiano conoce la gracia y conoce la fragilidad. Su mirada es una mirada realista sobre el corazón humano. El ser humano, a pesar de sus pecados y de sus crímenes, es capaz de crear una obra bastante más grande que él mismo. A veces se tiene la sensación de que un ángel guiaba las manos llenas de barro de un miserable artista, y que, por ese motivo, la belleza que produjo en la construcción de un catedral, de una partitura de música, de un poema o de un mosaico eran, sin lugar a dudas, mucho más grandes que él mismo, mucho más dignas que su persona. A la vez que exigimos que se haga justicia con las víctimas, ¿no será preciso conceder a todo ser humano la posibilidad de arrepentirse, cambiar, convertirse y ser otro muy diferente al que fue? ¿Cuándo prescribe a los ojos de esta sociedad bastante hipócrita el crimen cometido en un momento determinado de la vida de un ser humano?

Entrar en el convento de Asís y quedarse anonadado por la belleza de los frescos de Giotto que relatan la vida del Poverello es todo uno. Y sin embargo Giotto fue un usurero que llevó a la ruina y a la desgracia a unos cuantos vecinos suyos. Pero los frescos de Asís siguen iluminando a quien los admira. Rafael, mujeriego contumaz, pintaba Madomnas bellísimas mientras fornicaba como un descosido. Y sin embargo, ¡cuántos han rezado delante de esas Vírgenes! También esto forma parte del misterio de la vida y de la iniquidad.

No está de más saber que, a veces, los pinceles que pintan la belleza de Dios y la belleza del mundo, los sostienen y guían manos manchadas.  
















miércoles, 26 de octubre de 2022

Palabras para Carmen

 


Querida Carmen,

Eras una niña en Langayo, cuando las campanas de la torre tocaban a las 12 en punto para recordar a campesinos, pastores, lavanderas  y panaderas que había que detener las tareas rutinarias para rezar el ángelus. Desde entonces, siempre mantuviste esa tradición de religiosidad popular y agrícola. Estuvieras donde estuvieras, en todos los mediodías de tu vida recordabas que había que parar un minuto para elevar a Dios y a María unas palabras de alabanza y afecto.

Ayer, a las seis de la mañana, tu vida había entrado en la recta final. Y por una de esas intuiciones misteriosas o sagradas de la existencia, en la habitación 314 del Hospital Río Hortega, tuve la dicha de encontrarme en la cabecera de tu cama rezando en voz alta el ángelus. En ese instante tu respiración se cortó y tu corazón dejó de latir. Mientras yo terminaba de rezar el ángelus, tú ya respondías, en silencio, desde esa otra orilla, que la fe nos invita a llamar “Cielo”.

En este momento de despedida, en esta iglesia de San Isidro Labrador, que fue tu parroquia durante varias décadas, yo quiero recordar tu profunda fe. Ante cualquier dificultad, repetías “El Señor me ayudará”. Siempre creíste que era la mano de Dios la que había guiado tu existencia a lo largo de tus 87 años.

Cuando siendo aún una niña te quedaste huérfana de madre, tuviste que tirar de la casa, en un hogar de gran pobreza, donde hasta hacer el cocido de cada día era una tarea ardua, pues no era fácil encontrar leña. Tenías doce años y ya eras la mujer de la casa para tu padre y para tus tres hermanos varones mayores que tú.

Cuando tu hermano José Aguado se ordenó sacerdote, te convertiste en ama de cura, te fuiste a vivir con él, y con él permaneciste hasta su muerte, ocurrida hace una par de años. Durante este largo periodo, no solamente fuiste la encargada de llevar la casa, sino también la mujer vigilante, pendiente de las necesidades de la parroquia.

Cuidar a tu hermano sacerdote, lo entendiste como la misión de tu vida, como una forma concreta de vivir tu cristianismo. Sirviendo y acompañando a un sacerdote, en las humildes tareas de la casa o del templo, prestabas un servicio a la Iglesia de Cristo. Tu casa se convirtió en casa de acogida para otros sacerdotes, feligreses, catequistas, amigos de la parroquia o misioneros. 

La parroquia de San Isidro –y las otras por donde has pasado- no la han construido solo sus párrocos, sino también tantos –especialmente mujeres- que en las tareas más humildes y menos vistosas la han hecho posible: la limpieza, el adorno con flores, el canto, la catequesis, la comunión de los enfermos, el montaje cada Navidad del Belén… y así tantas tareas aparentemente ‘invisibles’. El rostro del sacerdote preside en el altar, pero son los rostros de los feligreses colaboradores los que han sostenido y sostienen las cuatro paredes de esta casa común.

Tenías casi 60 años cuando te embarcaste para Uruguay para conocer el trabajo que tu hermano José realizaba como misionero en ese país. En tu recorrido por barriadas de chabolas y cabañas, descubriste a personas medio descalzas o con calzado que apenas podía recibir ese nombre. Mucho tiempo después, supe que cada año enviabas un generoso donativo para que los niños pobres de aquellos barrios pudieran tener calzado. Un día te pregunté por qué para zapatos y no para otra necesidad. Me respondiste que, cuando eras una niña en tu pobre casa de Langayo, te daba vergüenza salir a la calle con unos zapatos tan viejos y tan rotos. Estoy seguro de que esta obra de caridad y otras muchas que hiciste, tan discretamente que sólo tú conocías, no habrán sido olvidadas por el Dios que ve hasta lo escondido.

Quisiera agradecer en este momento a algunos grupos de personas que hicieron la vida de Carmen un poco más fácil y más hermosa: sus hermanos, sobrinos y familiares de Langayo, Quintanilla, Curiel y Valladolid. Agradecer también a los amigos que encontró en las distintas parroquias: Serrada, Velliza, Barrio Girón, San Isidro, Minas-Uruguay y barrio de Parquesol. Recordar también al grupo más íntimo de amigos de esta Parroquia con el que cada sábado o domingo compartías merienda e interminables partidas de cartas, además de confidencias y favores. Dar las gracias también al personal que, en la Comunidad de Santa Marta, la cuidó y la acompañó estos últimos 8 años, que fueron los años de su ancianidad, enfermedad y soledad, también cuando la cabeza ya se iba perdiendo por los territorios del olvido.

Querida Carmen creías en el Paraíso con la fe recia y sencilla de una campesina. En ese cielo donde no existen ni la artrosis ni menos el alzhéimer, te pedimos que sigas recordando a Dios nuestros nombres, nuestras vidas, a veces mezquinas, frágiles, escasas de compasión. Recuerda, por lo tanto, a Dios los nombres de los que te acompañamos en uno u otro momento de tu existencia. Algunos de estos nombres los puedes ver aquí en esta misa de funeral, dulcificada por la luz de la Pascua.  Gracias, tía Carmen. Gracias a vosotros por acompañarla y acompañarnos.

(Texto leído durante el funeral en la parroquia de San Isidro - Valladolid. 25 octubre 2022)















jueves, 1 de septiembre de 2022

El grito de Montesinos

 


            La mañana del 21 de diciembre de 1511 estaba destinada a pasar a la Historia. La iglesia de los dominicos en la Isla de La Española (hoy República Dominicana y Haití) estaba a rebosar. Era la hora de la Misa Mayor del cuarto domingo de adviento. Y nadie quería perderse el sermón de los padres predicadores, conocidos por sus brillantes y vibrantes homilías. Frailes, encomenderos, hacendados, soldados, justicias y hasta el propio Diego de Colón, hijo del descubridor y virrey, llenaban las naves. Pero también indios taínos bautizados o aún sin bautizar.   

            Se hizo silencio. Fray Antonio de Montesinos subió al púlpito. Y habló. Gritó. Y entonces, en los oídos de todos los presentes, resonó el vozarrón de Cristo a través de la garganta del fraile dominico. Todos se quedaron petrificados: los españoles, porque desde el púlpito, un español les echaba en cara su falta de humanidad. Los indios, porque desde ese mismo púlpito, un español los defendía y los consolaba.

            En los días anteriores, los primeros dominicos españoles que habían llegado al Nuevo Mundo prepararon minuciosamente este sermón. Y estamparon su firma en él. Llevaban no mucho tiempo en América, pero lo suficiente para comprobar los desmanes y la crueldad que no pocos encomenderos españoles ejercían sobre los indios taínos. No podían comprender que personas que se llamaban cristianas tratasen mal a los indios, con los que, entre otras cosas, compartían el mismo Bautismo.

            En el lentísimo proceso de la afirmación de los derechos humanos, por encima de los poderes de los estados, esa mañana de 1511 es una piedra fundacional. Mucho después, vendrían los derechos de los ciudadanos y la carta de Derechos Humanos, pero en ese sermón de Fray Antonio, ya estaba todo esto. Había estudiado en el Convento de San Esteban de Salamanca, de los dominicos. La llamada Escuela de Salamanca empezaba a gestarse en ese momento y pondría las bases para lo que hoy denominamos derecho internacional. Domingo de Soto, Francisco Vitoria, Luis Molina o Francisco Suárez no se entienden sin este sermón en una iglesia a miles de kilómetros de España.

            Pero volvamos al sermón. Montesinos, partiendo del evangelio de ese domingo, se considera una voz que clama en el desierto. Y, con auténtica osadía, dice al Virrey, a los encomenderos, justicias y soldados que están en pecado mortal. Pregunta a los presentes, autoridades constituidas, con qué derecho y con qué título se atreven a oprimir y esclavizar a los indios. Hace recuento de las atrocidades cometidas (memoria passionis). Les dice que están obligados a amar a los indios. Y por último, les asegura -como ministro de Cristo- que, por su mal comportamiento, están destinados a la condenación eterna.  

El sermón nos ha llegado a través de la crónica de Bartolomé de las Casas, que estaba presente en aquella misa y que a la sazón, tenía a su cargo una encomienda. Él sería uno de los más furibundos tras escuchar el sermón, porque se sentía directamente concernido. Pasados los años, Bartolomé de las Casas, se convertiría, ingresaría en los dominicos, y sería el más férreo defensor de los indios, mediante su obra “Brevísima relación de la destrucción de las Indias”.

Las palabras de fray Antonio no tienen desperdicio:

"Voz del que clama en el desierto. Todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas dellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine y conozcan a su Dios y creador, sean baptizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos? ¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis, esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad, de sueño tan letárgico, dormidos? Tened por cierto, que en el estado que estáis, no os podéis más salvar, que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe en Jesucristo".

Las protestas entre los presentes no se hicieron esperar. ¡Por defender a los indios, un español se alzaba contra otros españoles! Un hombre protestaba ante Dios por tamaña injusticia. En medio de la violencia se alzaba el grito de la conciencia. En un momento en que un blanco no se cuestionaba su superioridad respecto al resto de seres humanos, alguien venía a poner patas arriba esta pretendida superioridad. Presionaron al dominico para que se desdijese al domingo siguiente, pero lo que hizo fue aumentar el tono y las amenazas. Montesinos y otros dominicos viajaron a España para hacerse oír. Fernando el Católico, ya anciano, pudo escuchar su testimonio. Se abrió un debate en toda la Corona de Castilla. Un año después, en 1512, las Leyes de Burgos, aunque imperfectas, vinieron a sancionar que el indio tenía la naturaleza de un hombre libre, propietario de derechos. En las leyes de Burgos está ya en germen la declaración de los derechos humanos y del derecho internacional.

En esa centuria, y en las siguientes, en otras latitudes y en otras naciones ni siquiera se planteaba que los indios pudieran tener alma, o que pudieran ser sujetos de derechos o que se pudiera pactar con ellos, establecer matrimonio, enviar a sus hijos a la universidad, entrar en un monasterio, etc. ¡El mestizaje, esta bellísima palabra, daba sus primeros vagidos! Un andaluz o un extremeño, un azteca o un maya empezaban, tímidamente, a incorporar a su ADN cultural y espiritual la categoría de "mestizo". Este primer grito no arregló todo, claro está, pero fue algo y algo removió. Y esto también hay que decirlo. Las batallas no se ganan de una vez por todas. El grito de Montesinos no había sido inútil: se imponía un trato de humanidad a los indios.

            Toda conquista es un encuentro y un encontronazo, esto ya se sabe. El conquistador siempre piensa que la razón y el derecho lo asisten y están de su parte. Quien tiene el poder y las armas para defenderlo, difícilmente se abstiene de ejercer ese poder y de utilizar esas armas. Por ello, este grito de Montesinos, y todos los demás gritos que se han dado en el Universo, son jalones que marcan un progreso en humanidad para la Humanidad.

            Que apenas iniciado el siglo XVI, un español cuestionase la conquista y arremetiese contra los abusos, dice mucho de esa grandeza de ánimo y de corazón de algunos hombres que formaron parte de la llamada "Era de los Descubrimientos". ¡Quijotes entre los indios! Si en el día del Juicio Final, también las naciones son juzgadas, el Grito de Montesinos servirá de descargo a España.

            El sermón de aquel domingo de adviento fue el primero de otros muchos dados en nombre de Dios y en nombre de la Humanidad. La llamada ‘teología de la liberación’ ya estaba en aquel sermón. La liberación de los pueblos es y será siempre una causa del Evangelio. ¿Quiénes son hoy los nuevos esclavos, los maltratados de los pueblos? ¿Quiénes son los que de forma asperísima y cruel son tratados en tantas partes del mundo ahora mismo? ¿Dónde están los Montesinos de nuestro tiempo?

            La vida de Antonio Montesinos se extendió desde 1475 hasta el 27 de junio de 1540. Nació en algún lugar de España y murió en algún lugar de Venezuela. No se sabe dónde está enterrado. Poco, en realidad, importa dónde nacemos, dónde morimos y dónde queda ese polvo y ceniza de nuestro cuerpo. Pero todos, en algún momento de nuestras vidas, tenemos ante nosotros un domingo de adviento en el que se nos presenta una encrucijada: o sentarnos plácidamente en nuestro banco de la iglesia, adormilados sobre la cruz como quien se adormila sobre una almohada de plumas… O encaramarnos al púlpito y clamar a voz en grito: “¿No son estos hombres?”. Estas cuatro palabras de Montesinos, puestas entre signos de interrogación, son el resumen y la esencia de un evangelio encarnado. Probablemente, al que grita esto le espera el martirio. Entre los frailes dominicos se mantiene la memoria de que fray Antonio de Montesinos murió mártir (“obiit martyr in Indii”).

            Para dejar constancia de este sermón histórico, en 1982, una escultura de piedra y bronce, de más de 15 metros de altura, se levantó en el malecón de la ciudad de Santo Domingo, en la República Dominicana, frente al mar Caribe, cuyas aguas enmudecieron ante aquel grito de 1511. La escultura es obra de Antonio Castellanos Basich, un artista mejicano. Refleja muy bien la fuerza, el arrojo, la valentía y la conciencia cívica y cristiana de aquel fraile dominico español.

Al contrario que el famoso Grito del pintor Munch, que es un grito sordo que no llegamos a oír, este grito de Montesinos es bien audible. Un grito estentóreo, pronunciado en la lengua que aún hoy hablamos. Un grito cuyo eco aún resuena en el mundo y en la propia cristiandad. Un grito que hizo temblar a unos y aportó un poco de dulzura a otros. Un grito que, de mar en mar  y de amanecer en amanecer, sigue recorriendo el mundo. Todos los advientos del mundo esperan gritos tan sonoros y tan potentes como el de fray Antonio de Montesinos, porque todos los advientos del mundo precisan de alguien que les recuerde cuatro palabras y dos signos de interrogación “¿No son estos hombres?”









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