viernes, 22 de agosto de 2025

Philippe Besson recuerda a Thomas Andrieu

     


 Marguerite Yourcenar decía que se llega virgen a todas las experiencias importantes de la vida. Y así es. La primera vez es la primera vez: el hierro candente que marca la piel. Philippe Besson escribe un libro autobiográfico para narrar la historia del primer hombre al que amó, Thomas Andrieu. Eran los dos estudiantes en el Instituto de Barbezieux en Charente (Franci)

    En ese tiempo, en un ambiente como el liceo, en una zona rural de Francia, ese enamoramiento y esas relaciones sexuales se deben vivir en secreto. No se pueden tener deslices, si uno no quiere convertirse en el hazmerreír de todos y en el blanco de crueldades. Es más, ambos en el aula o en la cancha de deporte deben ignorarse, no hablar, ni siquiera mirarse: deben parecer dos compañeros de instituto que se caen mal o que son invisibles el uno para el otro. Acaba el Instituto, Thomas abandona el pueblo, y abruptamente la relación acaba. No se volverán a ver.

    Veinte tres años después de aquella relación escondida, Philippe Besson es un escritor conocido en Francia, que vive abiertamente su homosexualidad, tiene pareja y frecuenta con mucha asiduidad el Palacio del Elíseo, donde reside el presidente la República Francesa. Se dice que ha redactado más de un discurso de carácter cultural para Enmanuel Macron.  Y un buen día, mientras está concediendo una entrevista en la cafetería de un hotel de París, ante él aparece un joven de facciones idénticas a las de su antiguo compañero: Thomas Andrieu. Lo aborda. No se ha equivocado. Es el hijo de su primer amor. Conversan durante horas, al principio de forma genérica; más tarde, llegando a lo profundo. 

    Philippe Besson, gracias a este encuentro, va reconstruyendo los diferentes capítulos de la vida de su amor de adolescencia: una vida trágica, marcada por la falta de valentía para leer el propio corazón y aceptarse como es, con sus virtudes, taras e inclinaciones. La novela, como va de suyo, está dedicada a la memoria de Thomas Andrieu. 


Portada del libro con el retrato de Thomas Andrieu


Philippe Besson





jueves, 21 de agosto de 2025

La buena letra, de Rafael Chirbes

         


    Una pequeña obra maestra cabe en apenas un centenar de páginas. La muerte se llevó muy temprano a su autor, Rafael Chirbes (1949-2015), del que aún esperábamos grandes cosas. Hay autores que ya habían dicho todo cuando Caronte les condujo en su barca por la laguna Estigia. Y hay autores que se llevaron a su tumba grandes libros aún no escritos. Chirbes fue uno de ellos.

    Sobre un fondo de guerra civil y de los llamados años del hambre, se inicia esta novela La buena letra. Con el sonido de los fusilamientos aún cercanos y la miseria en la mesa a todas las horas, Ana es la mujer que escribe o cuenta su vida y la de la familia a un hijo que ya considera perdido para su corazón.

    La frustración de la vida. La decepción que causan las personas a las que entregamos parte de nuestra existencia. Lo poco que fructifica el sacrificio y el esfuerzo sembrados. Las vidas galantes, románticas, heroicas que suceden en la pantalla del cine y que nos hacen soñar durante un par de horas. Los deseos inconfesados a los que no sabemos poner nombre y que ponen en tumulto el corazón durante unos segundos. La culpa por pecados aún no cometidos. La sensación de la inutilidad de la vida. La tristura que se va colando por todas las rendijas de nuestro ser. La irrupción de una mujer en una familia que pone patas arriba la convivencia pacífica. La muerte y el deseo de morir presentes desde el inicio al final de la novela. El dolor de tantas ausencias, de tantas vidas con las que nos encariñamos. 

  Ana está sola en la vieja casa llena de goteras, y todos los personajes borrosos que aparecían en la única fotografía de su boda ya no están. La muerte ha hecho su cosecha implacable. Y ella, convertida en filósofa de la vida, reflexiona sobre los hechos acontecidos y saca amargas conclusiones. Recuerda la pobreza de la posguerra, el trabajar como mulos de noria para comer un trozo de pan negro o un puñado de algarrobas. Recuerda los trenes llenos de mujeres que vendían una garrafa de aceite. Recuerda las sábanas bordadas de su noche de bodas con Tomás. Recuerda la cárcel miserable donde su cuñado Antonio penaba y al que había que llevar algo de comida que ella misma se quitaba de la boca. Recuerda la demencia del abuelo Pedro, convertido en un niño que sentía envidia de los juguetes de la propia nieta. Recuerda las horas ante la pantalla de cine acompañada de su hija. El café de achicoria. El retrato que de ella hizo su cuñado Antonio y que un día descubrió con culpa entre las páginas de un cuaderno. Recuerda a Isabel, la manipuladora y ambiciosa mujer de Antonio que envenenó tantas cosas en la familia. Recuerda el carácter iracundo y borrachín de su cuñada Gloria. Recuerda a su marido, Tomás, un ser silencioso y sacrificado que sentía un inmenso cariño por su hermano, Antonio, al que la "cárcel le había hecho polvo", y cómo la tristeza y el amargor se apoderaron de su alma hasta destruirla.

    Una mujer sola, al final de su vida, llora por ella y llora por todos. La novela empieza con una imagen potente que nos da la clave de toda la novela: 

    "El año pasado le regalé a tu mujer un juego de sábanas bordadas con los nombres de tu padre y mío. Le gustaban mucho y, cada vez que venía por casa, me insistía para que se las diese. Hace un mes me dijo de pasada que se las dejó en un baúl del trastero del chalet, que se le han enmohecido y echado a perder. Te parecerá una tontería, pero me pasé la tarde llorando. Miraba las fotos de tu padre y mías, y lloraba. Así toda la tarde, ante el cajón del aparador en el que guardo las fotografías".

    Y Ana cree que lo mismo pasa con las vidas de los hombres y mujeres: las abandonamos en el trastero, se enmohecen y se echan a perder.

    Dicen que Rafael Chirbes podó y desbrozó los borradores de La buena letra, hasta dejarla en su sustancia y en sus huesos descarnados. Y tal vez es así. Pero Chirbes nos ofrece las palabras justas, los gestos justos, para que el lector entienda las vidas inútilmente desgastadas de unos cuantos seres humanos en el Levante español. 

    Tres párrafos de La buena letra sirven para ilustrar esa sencillez luminosa de la escritura de Rafael Chirbes.

    Sobre Antonio, el cuñado de la narradora: 

    "... Antonio me gustó mucho, aunque, no sé, luego, con el tiempo, al recordar cómo han ocurrido las cosas, a veces pienso que algo anunciaba en él lo que iba acabar siendo. Y lo anunciaba, no en los defectos, sino en sus virtudes. Del mismo modo que un huevo lleva encerrado un pollo ya desde el principio, las actitudes de la gente llevan dentro lo que van a acabar siendo, e incluso en sus rasgos más generosos pueden adivinarse el embrión de sus defectos peores".

    Sobre la delicadeza de la abuela María a la hora de tratar a su esposo, con demencia:

    "Tu abuela sufría. Se acostumbró a dejarle algunos ratos los juguetes de la niña. Una mañana, me encerró con ella en la habitación y bajó el tono de voz para decirme que le había comprado un chupete y un biberón al abuelo, para que dejase en paz los de la niña. "No se lo digas a nadie", me pidió, "no quisiera que alguien pudiera hacer burla con esas cosas, ni que le perdiera el respeto al abuelo".

    Sobre el sentimiento al que Ana no sabe ni siquiera poner nombre: 

    "Una vez entró (Antonio) de improviso en su habitación mientras yo hacía la limpieza, y me sorprendió con el cuaderno de dibujo en las manos. Entonces sacó otro que guardaba escondido en el doble fondo del baúl y me enseñó diez, veinte retratos míos. Me eché a llorar, de angustia, o de miedo, justo en el momento en que tu padre, de vuelta de trabajo, abría la puerta de la calle. Fue sólo una reacción nerviosa, pero, a partir de ese momento, creo que los dos supimos que ya no podríamos quedarnos a solas en casa. Teníamos que evitarnos".

    ¿Es pesimista y derrotista La buena letra? Tal vez sí. Pero la vida tiene también sus largas noches oscuras. Y en esas noches oscuras no queda ni siquiera el consuelo de una luna llena.

    Tal vez cuando conozcamos la vida de Ana, que ella misma nos relata, podemos entender mejor ese pesimismo amargo de la protagonista.

    Le dice a su hijo:

    "La idea de ese sufrimiento inútil se me metió dentro en el momento en que tu mujer y tú cerrasteis la puerta de la calle y oí el motor del automóvil arrancar... Porque yo he resistido, me he cansado en la lucha, y he llegado a saber que tanto esfuerzo no ha servido para nada. Ahora, espero".

 

Rafael Chirbes


Reciente adaptación cinematográfica de la novela







     

    

Roberto López: la sensatez de un ganadero

 

En 2022, un ganadero gallego, Roberto López, en una entrevista en una cadena de televisión lamentaba la situación de abandono en que está el campo, criticaba las políticas medioambientales de despacho, y daba su punto de vista sobre las causas de tantos incendios. Creo que es una opinión sensata, aunque podamos estar  o no de acuerdo. Esto decía:

“¿Por qué hay incendios? ¿A que en las ciudades no hay? No, porque hay gente. ¿Por qué arden los pueblos? Porque no hay gente. Hay un abandono. Es muy bonito llegar aquí y decir, qué bonito está todo, hay muchos árboles… Reserva de la Biosfera. Parque Natural de no sé qué… Aquí no podéis hacer nada. Los que llevabais 2.000 años cuidando esto lo hicisteis fatal. Ahora nos vamos a encargar nosotros que somos mucho más listos. No podéis cortar un árbol, no podéis cortar una zarza. No podéis sembrar aquí. No podéis tal… ¿Qué hacemos? Todo abandonado. Ahora viene un rayo, un pirómano, que también los hay, prende fuego, y cuatro mil hectáreas quemadas. Vienen medios de extinción, helicópteros, hidroaviones, la UME, no sé qué, no sé qué más. Vamos a ver, ¿Tan mal lo estábamos haciendo? Lo conseguimos gestionar durante dos mil años. Ahora vienen estos iluminados a echarnos de los pueblos, porque no queda gente en los pueblos. A mí que me expliquen por qué antes, con gente en el campo, manteníamos el monte limpio y no le cobrábamos a nadie, no se nos pagaba por hacer ese trabajo. Y ahora pagamos a brigadas, le pagamos a todo este mundo, a toda esta gente, y sale de nuestros impuestos. Y se está quemando el monte y nadie puede imaginar el coste de apagar un incendio. Eso lo pagamos entre todos. Y antes que lo hacíamos gratis, nos echaron. Y esta gente que se cree tan inteligente dice que lo hace por nuestro bien. No te equivoques: lo hacen por su bien, por mantener un puesto de trabajo por el que ganan lo que no está escrito. Simplemente para hacer prohibiciones. Ahora aquí en este país todo está prohibido. Tú quieres hace cualquier cosa, tienes que pedir un permiso, y tardarán dos años en darte el permiso. No hombre no, yo me voy. Gano mil euros en cualquier cosa. No quiero ningún tipo de responsabilidad. Cuando salgo, apago mi teléfono. No, hombre, esto no funciona así. Lo que está pasando lo vemos cualquiera. Estáis hablando de la sequía, estáis hablando de los incendios.. Todo esto, todo esto antes no pasaba”.




Una tierra en llamas

Una imagen desoladora de esta nación nuestra, con cielos humeantes y campos ardiendo en medio de temperaturas achicharrantes. No es nada nuevo. Aunque la magnitud y la coincidencia de tantos fuegos, ciertamente nos ofrece una imagen apocalíptica. Fuegos aquí y allá. El sonido estridente de las sirenas de los bomberos. El paso veloz de la maquinaria de la UME. Los tractores y arados desperdigados por todos los caminos parcelarios. Rostros de desolación de los agentes forestales. Infatigables soldados del Ejército. Miles de voluntarios con sus azadas. Agricultores arando precipitadamente las tierras en un intento de que sirva de cortafuegos. Gentes desesperadas que pierden sus cultivos, sus ganados e incluso sus casas. Habitantes de pequeños pueblos desalojados de sus hogares…  

En este país nuestro, muy dado a los gritos y poco dado a los argumentos… sería útil hacer un ejercicio de reflexión y un intento de buscar  las razones de este desastre humano y medioambiental. Y también las maneras más razonables de gestionarlo.

Uno. Incapacidad general para trabajar juntos. Incapacidad para reconocer las ideas buenas o las acciones meritorias del otro, simplemente porque no es de los míos. Incapacidad para hacer autocrítica y soberbia para enrocarnos en nuestro punto de vista. Probablemente tenemos ya la mirada llena de cataratas que nos impide ver con claridad el punto de vista del otro o, al menos, las bondades de su obrar. Cómo sería de agradecer que en momentos de grandes males, todos a una, codo con codo, nos pusiésemos a trabajar por el bien común, por las víctimas y por los que en un momento han sido azotados por la tragedia. La mediocridad y la soberbia se han instalado en la casta política. Por un lado, un cainismo ibérico del peor género saca cuchillos y navajas para atacar al contrario. Por otro lado, un servilismo denigrante aplaude una y otra vez a la tribu de mi color, cometa los errores que cometa. Los políticos han conseguido sacar lo peor del alma hispana: convertirnos en insultadores profesionales del que tenemos enfrente. Y en palmeros mecánicos del color de mi grupo.

Dos. Exigir a los políticos lo que nos exigimos a nosotros. Un país de expertos y de sabelotodo, siempre con soluciones fáciles a mano. En las mismísimas fechas en las que media España lloraba por los fuegos, o tenía que huir apresuradamente de ellos, o perdía tierras y ganados, la otra media celebraba con gran jolgorio y alboroto, ruido y estruendo las fiestas patronales. Las charangas coincidían con las sirenas de los bomberos. Y los encierros coincidían con los animales acorralados del bosque. No lo olvidemos. Era una situación kafkiana. Si sólo un mes antes se hubiera consultado a los ciudadanos qué querían: festejos o medios para atajar los incendios, ¿qué pensáis que hubiera sido el resultado? ¿Ha habido algún ayuntamiento que ha recortado en festejos para dedicar esos dineros a prevención de catástrofes, incendios o tormentas?

Nos indignamos mucho ante las catástrofes, ponemos el grito en el cielo, pero quizás debemos preguntarnos en qué queremos que se gasten nuestros impuestos, cómo queremos repartir la riqueza nacional, que nunca es infinita. Estamos en un tiempo de populismos en auge. Una de las características del populismo es repartir gratuitamente bienes no necesarios para dar palmaditas a los ciudadanos, congratularse con ellos y, de paso, ganar un puñado de votos. ¿Qué son sino tanto bono joven, tantos bonos de transporte gratuito, tantas subvenciones, subsidios y ayudas por no hacer nada? ¿Es necesario ir del pueblo a la capital en bus gratis a tomarse un café o comprar una camiseta? ¿Es necesario ir a Madrid o a Barcelona a pasar la tarde o hacer compras por un precio irrisorio en el tren? ¿Es necesario organizar conciertos gratuitos de cantantes con cachés millonarios en cada Plaza Mayor de nuestras ciudades? Y así tantas cosas. Nos quejamos cuando las listas de espera para el médico son muy largas o cuando los libros escolares son muy caros. Y con razón. Pero, como sociedad, tenemos que hacer un serio discernimiento: distinguir cuáles son las cosas necesarias y cuáles son los caprichos. Qué es lo importante y qué es lo superfluo. En el fondo, los políticos ofrecen al pueblo -o al populacho- lo que quiere y desea: pan y circo.

Tercero. El pueblo salva al pueblo. Las gentes sencillas, en su generosidad y en su sentido de la compasión, son las que verdaderamente apagan estos incendios y toda clase de incendios. Las gentes son las que han llevado colchones y toallas hacia los polideportivos, para que los soldados y los bomberos, trabajando en condiciones infrahumanas, pudieran descansar unas horas. Las gentes son las que han ofrecido botellas de agua, alimentos, las duchas de sus casas, un abrazo y unas lágrimas de gratitud. Las gentes del campo, con sus tractores y sus arados, han llegado por carreteras y caminos parcelarios, para intentar abrir cortafuegos (esos mismos agricultores a los que hace no mucho tiempo, distintos sectores calificaron de delincuentes porque ocupaban las vías públicas en sus manifestaciones). Las gentes del ejército o de las fuerzas de seguridad, con su disciplina y su espíritu de sacrificio, han acudido a muchos lugares de España, con escasez de recursos y medios, a echar una mano allí donde era necesario. Los vecinos han luchado codo con codo para salvar lo salvable de estos pavorosos incendios.

Y debemos acabar con una pregunta: ¿Aprenderemos algo? Cada vez que se repite una catástrofe, las promesas de inversiones millonarias, las palabras grandilocuentes, son el pan nuestro de cada día. Pero el viento se lleva los discursos, y la memoria corta de los ciudadanos hace el resto. Sí se tiene la sensación de que la prevención de catástrofes funciona bastante mal, ya sea la limpieza de los bosques en el caso de los incendios, o la limpieza de los barrancos, en el caso de las tormentas. La coordinación entre Gobierno central y Comunidades es bastante caótico. ¿Se trata a todas las Comunidades por igual o hay regiones de primera y de segunda? Una vez más, nos damos cuenta de que, ante catástrofes de una cierta magnitud, la colaboración institucional debe funcionar desde el minuto cero, dejando el debate y la polémica para el momento en que los muertos estén enterrados, los fuegos apagados, los bosques regenerados y las indemnizaciones distribuidas.

Si no aprendemos nada de estos fuegos y de esta manera de actuar tan rastrera, seguiremos teniendo más fuego, más ceniza, más pérdidas humanas, animales o vegetales. Todo será inútil. En una catástrofe, las lenguas tienen que callar. Sólo pueden funcionar las cabezas y los corazones.   





















miércoles, 20 de agosto de 2025

Unas flores en Nogarejas

 

        En medio de un paisaje calcinado por el fuego, dos coronas de flores aún frescas. Alguien ha atravesado la nube de humo y ha caminado sobre un mantillo de cenizas para rendir homenaje a dos jóvenes a los que las llamas acorralaron impíamente cuando intentaban defender lo suyo, defender lo de todos: la tierra, el monte, el ganado y las vidas humanas.

        Tenían 35 y 37 años. Eran primos. Y respondían a los nombres de Abel y Jaime. Ha habido otros muertos. Ha habido otros heridos. Ha habido aún miles y miles de hectáreas arrasadas. En medio de una naturaleza en blanco y negro, las flores de colores son un contraste demasiado llamativo y demasiado delirante. Alguien seguirá llorando, detrás de los postigos, sus vidas perdidas. Esas dos coronas silenciosas en el silencioso y moribundo paisaje son un grito mudo, un alarido insonoro, un llanto sin lágrimas.

        Los pastos quemados volverán a brotar de nuevo. Castaños, encinas y pinos serán plantados y, con los años, el verdor volverá otra vez al monte y al llano. Pero ya nadie puede recoger el agua derramada de un cántaro roto. Así la vida de un hombre: ¡Abel y Jaime! Sus nombres y sus rostros habitarán aún en los seres que los amaron. Pero su vida derramada será vida derramada para siempre.

        Estas flores junto al tractor y el arado en la localidad de Nogarejas (León) son una imagen desoladora: la voluntad del ser humano de aferrarse a la memoria de unos ojos y de unos nombres que el fuego se llevó para siempre.

domingo, 10 de agosto de 2025

La magdalena de Proust y una amistad llamada “connerie”

 

El pasado mes de marzó visité en el Museo Thyssen de Madrid, la exposición sobre Proust y las artes. Una curiosa exposición, bastante insólita. Normalmente los museos exponen a los grandes pintores o a los grandes movimientos pictóricos. En esta ocasión, han tirado del escritor francés Proust, para hablarnos de los temas recurrentes de su obra y de su relación permanente con la pintura.

                Considerado una estrella mayor del firmamento literario del país vecino, Marcel Proust (1871-1922) retrató la alta burguesía y la aristocracia parisinas, con ironía, admiración, crítica, según los días y los personajes, y lo hizo en su novela “A la recherche du temps perdu”/ “En busca del tiempo perdido”, compuesta por siete libros.

                En el primero de ellos, Du coté de chez Swann /Por el camino de Swann es donde describe el célebre episodio de la magdalena. Al protagonista le sirven un té y una magdalena, y justo en el momento en que moja un trozo del dulce en la infusión, la memoria lo transporta a un momento de gozo y de placer: el instante en que en Combray, donde el autor pasaba las vacaciones, su tía Léonie le ofreció también un té y una magdalena. Palabras, frases y páginas para describir parsimoniosamente cómo un gesto trivial, como es el hecho de mojar un trozo de magdalena en una taza de té, nos puede llevar a otro acontecimiento de nuestra vida, nos puede evocar y hacer revivir algo que creíamos muerto y bien muerto. La memoria involuntaria nos juega a menudo estas pasadas, felices o dramáticas. Un olor, un sabor, unas notas musicales, un paisaje nos transportan a momentos olvidados o empolvados y nos hacer re-vivir,  re-gozar o re-sufrir situaciones, cosas y personas del pasado.

                Ya en la primera sala de la exposición del Thyssen sufrí el mismo efecto que Proust con la magdalena. Las pinturas expuestas me trasportaron a París, concretamente al curso de 1988-1989: Los libros de segunda mano comprados por unos pocos francos en Gibert Jeune, la vigilia pascual en la catedral de Notre Dame, las numerosas visitas al Museo del Louvre, las clases de conversación en el Lycée Voltaire, las aulas de la Sorbonne, la habitación número 21 de una pensión triste, los paseos por el barrio del Marais. Y ese final de curso en la Sorbonne en el que leí unos versos de Baudelaire y en el que me fue regalado Du coté de chez Swam, un libro ahora perdido en alguna balda de la estantería.

                Pero la exposición del Museo Thyssen me trasportó sobre todo a una amistad, fundamental en mi vida, con las cuatro jóvenes que conocí en los últimos días del mes de septiembre de 1988, en el curso preparatorio que nos fue impartido en la ciudad de Clermont-Ferrand, antes de nuestro salto sin red a la ciudad de París. Y esta amistad no ha sido un ‘amor de verano’, como suele decirse, sino una amistad sólida que aún se mantiene en pie, casi cuarenta años después, “como un árbol plantado al borde de la acequia que da frutos, flores, cobijo y sombra”, tal y como está escrito en el salmo 1 de la Biblia.

                Diré sus nombres: Vicen, Belén, Ana y Olga. En junio de 1989, cuando nos despedimos con una cena griega en el Barrio Latino, con mil abrazos, teléfonos y direcciones, tuve la intuición de que a esa amistad le quedaba aún mucho recorrido.

                Yo vivía en una pensión de mala muerte en el Boulevard Voltaire, y ellas cuatro en una residencia de monjas, el Foyer Jorbalan (en bromas, les decía que les vendría bien una ‘reparación’ conventual, después de su vida mundana). Todos teníamos muchas ganas de perfeccionar la lengua de Molière, escasísimos francos en nuestros bolsillos, curiosidad infinita por conocer París calle a calle y monumento a monumento. Y éramos disciplinados ‘asistentes de lengua española’ para bachilleres parisinos en distintos Liceos, y también disciplinados alumnos en el Curso de Civilización Francesa, de la Sorbonne.

                ¿Qué cosas nos unieron? Una sensación de desamparo al aterrizar en una ciudad tan hermosa como hostil. Una necesidad de compartir información para enterarnos de tantas gestiones, pasos, procesos, papeleos, ofertas y gangas. En fin, una necesidad de sobrevivir. Una forma de ver la vida, los estudios y los gastos bastante parecida. Una pasión grande por la cultura francesa, desde su lengua a su historia, desde los libros a los museos. Y unos caracteres dados a la simpatía y a la ayuda mutua.

                ¿Y cuántos recuerdos atesoramos durante ese año? ¡Cientos, miles! Aquel primer encuentro en el kilómetro cero de París, frente a la catedral, para conocer en qué instituto había caído cada uno y donde había encontrado un cobijo para pasar la noche. El déca (descafeinado) en el Centre Pompidou. Siempre pedíamos lo mismo porque era la modalidad de café más barata. Una tarde soleada en los jardines y fuentes del Palacio de Versalles para celebrar el Bicentenaire de la Revolución. Una tortilla española y un poco de chorizo, apretujados en la pensión angosta, y a la que ‘oficialmente no se podía subir a chicas”. Un viaje a Amsterdam, compartiendo habitación junto a los canales. Deslumbrados por el Museo Van Gogh, la casa de Ana Frank, la cafetería con olor a porro y el piquant del Barrio Rojo. Una tarde para compartir dulces y otras delicias españolas que cada uno había traído de las vacaciones navideñas. El sabor inconfundible del foie gras sobre un trozo de pan. Era de la marca Olide y era el más barato de toda Francia. El paseo al caer la tarde por el Bois de Boulogne, donde fulanas y chaperos esperaban paseando a que un coche se acercara y les invitase a subir. Una noche de ópera en el Palais Garnier para ver Los maestros cantores de Nuremberg, con un intermedio en el que nosotros mordisqueábamos galletitas baratas, mientras parte del público bebía champagne y canapés haute cuisine en el comedor de gala. Algunas compras en Tati, el considerado supermercado más barato de Francia, codo con codo con todos los magrebíes del mundo. Una excursión a Saint Michel en un autobús lleno de españoles emigrantes, en el que no paramos de comer, reír y cantar canciones cañí durante todo el recorrido. Y también teatro, conciertos, ballets, viajes a Brujas, Londres, Rouan, Estrasburgo, exposiciones, un café, un souvlaki, un milllefeuille, charletas en cualquier plaza, y paseos sabatinos por cada uno de los barrios de París.

         ¿Y que es la ‘connerie’? Cuando nos veíamos algunos sábados, solíamos intercambiar títulos de libros y vocabulario francés recién aprendido. También nos poníamos al día de palabras malsonantes o expresiones picantes, tan necesarias para que nadie se ría de ti. Yo había aprendido una nueva palabra “con / conne” (gilipollas) (creo que en la novela La vie devant soi, de Romain Gary), y se lo comenté al grupo, pero cuando me pidieron qué significaba, les dije que “majetón”. Al día siguiente una de las chicas descubrió el verdadero significado. Pero la palabra ya había hecho fortuna, y empezamos a llamarnos los unos a los otros “mon cher con / ma chère conne”. Durante las vacaciones de Semana de 1989, Ana había viajado a Sevilla para recibir un premio y a Olga le había venido a ver su novio. En París sólo nos quedamos Belén, Vicen y yo. Y decidimos hacer una excursión a Reims y a los castillos del Loira. Y a esa excursión o reunión de amigos ‘cons’, la bautizamos con el nombre de “La Connerie”. Y así ha permanecido hasta el día de hoy.

     ¿Y después de París, qué? Desde 1989 hasta este mismo año de 2025 hemos continuado encontrándonos y viéndonos en las “Conneries”. En muchas ocasiones, al completo, y en otras se ha tratado de “conneries” sectoriales. A veces se han incorporado amigos y parejas. A Jose y a Luis, ya los consideramos “cons consortes”.  Hemos celebrado “conneries” en Valladolid, Benavides de Órbigo, Zamora, Salamanca, Madrid, Mallorca, Sevilla, Castellón, Murcia y Quintanilla de Arriba. Puede que me olvide de alguna ciudad. Hemos conocido paisajes, monumentos, museos o pueblos pintorescos, hemos celebrado comidas y cenas con productos o dulces típicos de nuestras respectivas regiones, hemos depositado en las estanterías de nuestras casas regalos, detalles y recuerdos. Nos hemos reído a montones recordando anécdotas de nuestro periplo parisino, hemos filosofado y arreglado el mundo en conversaciones interminables de cafés, chupitos y ‘teresitas’ u otros dulces. Y hemos hablado con el corazón en la mano y compartido también tristezas y penas, propias o ajenas. Hemos colaborado con proyectos solidarios de algún rincón de África, a través de la Ongd Puentes. Y hemos posado para centenares de fotos, manteniendo la misma sonrisa de otras instantáneas en el castillo de Vincennes, en la escalinata de la Sorbonne, en un bistrot del Quartier Latin, en el Jardín de Luxemburgo, la Place de Vosges, el Museo Rodin y muchos otros lugares que habíamos visitado juntos en aquel curso prodigioso de París. Una sonrisa imperturbable, no obstante las arrugas y el paso del tiempo en nuestra piel, o tal vez en nuestro ánimo.

             ¿Y Siempre nos quedará París?  La película Casablanca (1942) es una obra maestra del cine en blanco y negro, firmada por Michael Curtiz. Y tiene una última escena memorable: es de noche y una espesa niebla cubre el aeródromo. Es entonces cuando Humphrey Bogart le dice a Ingrid Bergman: “Siempre nos quedará París”, porque ambos protagonistas habían conocido la felicidad en la ciudad de la luz, antes de que la separación los alcanzase. La frase se ha convertido en un símbolo de recuerdos compartidos y momentos hermosos. Las circunstancias cambian, los recuerdos permanecen. Los encuentros significativos de un tiempo y un lugar determinados, siguen siendo valiosos y conservan siempre algo de su dicha o su paz, su  belleza o su alegría. Y casi con toda seguridad, los cinco “cons de París” podríamos afirmar lo mismo con idéntica fuerza: Siempre nos quedará París. Y como le sucedió a Proust al comer su magdalena, también a Vicen, Belén, Ana, Olga y Juan, una novela de Flaubert o Balzac en francés, un cuadro impresionista de Monet o Degas, una noticia en el telediario sobre Notre Dame o el Sena, una canción de Edith Piaf o de George Brassens, e incluso un foie-gras barato, nos transportará a París.

Siempre nos quedará París. Y siempre nos quedará la amistad, que es otra clase de amor”, como decía un grafitti a orillas del Sena.





Diferentes obras en la exposicón 'Proust y las artes'


Hunphrey Bogart e Ingrid Bergman en 'Casablanca'










miércoles, 6 de agosto de 2025

Conversación en la Catedral, de Mario Vargas Llosa

 


Al final de la novela de Mario Vargas Llosa no nos queda claro en qué momento se jodió el Perú. Ni en qué momento se jodió Santiago Zavalita ni en qué momento se jodió Ambrosio.

La Catedral es el nombre de un bar de Lima donde conversan Zavalita y Ambrosio, después de un encuentro casual en la perrera municipal a la que acude Zavalita para recuperar a su perro y donde Ambrosio, antiguo chófer de la familia, apalea perros sospechosos de haber contraído la rabia. Una larga conversación de horas, una conversación que es como un río donde llegan arroyos claros, turbios, fangosos o cristalinos. Un río que atraviesa Perú durante el ochenio del general Manuel A. Odría (1948-1956).

         Se trata de una novela coral, de destino trágico y desesperanzado. Una novela de casi 800 páginas -un río de palabras por contraposición a la palabra amordazada de las dictaduras- que exige al lector bastante concentración en las primeras páginas, porque los diálogos de los protagonistas se abren y se cierran, se mezclan con otros diálogos y con otras descripciones, sin ningún cambio tipográfico que lo indique. Por otro lado, y sin solución de continuidad, pasamos de la casa de Cayo Bermúdez a la de Don Fermín, del burdel regentado por Yvonne a la sede del periódico La Crónica, de las calles de Lima a los despachos gubernamentales, del elitista barrio de Miraflores a la cochambre de la perrera. Y en estos escenarios transcurren las vidas de un puñado de personajes que se cruzan y descruzan, se emulsionan o se repelen. Ministros y generales, chóferes y criadas, estudiantes revolucionarios, ociosos pijos, rebeldes sin causa, prostitutas y alcohólicos, cada uno con su ambición y cada una con su frustración. Porque la frustración es la carcoma que ataca a todos los personajes. Se frustra un país, Perú, por las políticas dictatoriales y las corruptelas del general Odría y sus mandamases, y se frustran las pequeñas vidas de sus habitantes, lo mismo la del periodista de La Crónica que la del chófer de una familia bien, lo mismo la de una prostituta que la de un empresario solvente.

Cuando el lector comienza a leer, necesita un poco de tiempo para adaptarse al “clima” del vocabulario peruano o limeño: la lluvia fina es garúa, los desnudos son calatos, los canillitas vocean los periódicos, los cholos son los mestizos o indígenas, y los zambos son los negros, las polillas son las prostitutas y los cafiches, los proxenetas;  los buitres son gallinazos y el overol es un simple mono de trabajo; los bulines son los burdeles; cachaco es el despectivo para militar y arrecharse es enojarse; cojudo es tonto y disfuerzo es exageración; cachar es mantener relaciones sexuales y lisuras son palabras malsonantes; requintar es protestar y huachafo es cursi. Todas ellas palabras sabrosas y tan ricas como un chupe de camarones o un buen ceviche.

         El mandato del general Manuel Odría, que nunca aparece en la novela, es el que pone el marco temporal donde se desarrollan muchas vidas que se han ido jodiendo poco a poco. La corrupción está presente por doquier. Los favores se pagan, el poder económico siempre arrima el ascua a su sardina. El burdel, muy presente en la novela, es una metáfora de la existencia humana: Las vidas aparentemente impolutas de los hombres socialmente respetables no lo son tanto cuando cruzan el umbral de la casa de citas. El cliente, la prostituta, el proxeneta muestran su otra naturaleza. El burdel es también confesionario y manifestación de dominio y poderío. Los vicios son siempre debilidades que son utilizadas para el chantaje.

         Cayo Bermúdez, director del gobierno y ministro, encarna el espíritu del régimen del general Odría. Representa el poder corrupto, la manipulación, el ojo que todo lo ve y el oído que todo lo escucha. Nada se le escapa a este tenebroso personaje de cuanto ocurre en Perú, y que podría causar sobresaltos en la seguridad del régimen. Con artería, mueve todos los hilos, puentea a quien sea necesario, sabotea, manipula, chantajea para que el edificio de la dictadura no se venga abajo. Las dictaduras, ya se sabe, acogen bajo su paraguas a los leales sin escrúpulos y a los privilegiados sin moral. A las personas se las sube, cuando son útiles, y se las deja caer abruptamente cuando ya no interesan. Es, por ejemplo, el destino trágico de Hortensia, la amante de Bermúdez.

Entré en la universidad con un libro en la mano de Vargas Llosa, La guerra del fin del mundo, y desde entonces el escritor peruano me ha dado muchos y buenos momentos de lectura. Conversación en la Catedral era uno de los pocos libros pendientes que tenía del Nobel de literatura. Para el propio autor, fallecido en 2025, era la novela que salvaría de su amplia trayectoria literaria. Estamos, sin duda, ante una obra mayor. No es una novela política en el sentido estricto de la palabra. Los personajes de la novela, Fermín, Zoila, Teté, el Chispas, Zavalita, Hortensia, Ambrosio, Carlitos, Yvonne, Queta, Amalia, Hilario, Ludovico, Hipólito, el general Espina… están ahí con sus miserias, sus vicios y sus frustraciones, pero un contexto político de corrupción generalizada potencia que las vidas sean aún más frustrantes, más corruptas y envilecidas. Poco a poco, al principio esbozados; luego perfectamente delineados, vamos conociendo las existencias de estos protagonistas inolvidables: nacen, trabajan, se enamoran, mienten, sueñan y mueren.

Vargas Llosa se aleja del realismo mágico de algunos escritores del boom americano, para instalarse en el realismo real de las vidas, a veces sórdido y putrefacto. Pocos escritores como Vargas Llosa han hablado tanto y tan profundamente sobre la maldad intrínseca del poder y sus desvaríos y locuras. En el poder, en todo poder, hay una semilla de corrupción, que termina por corromper los cuerpos y las almas. A este respecto baste recordar La Fiesta del Chivo, para mí la mejor novela del escritor peruano.

         Entre trago y trago pasa la vida. Entre trago y trago transcurre la conversación de Zavalita y Ambrosio en ese antro de La Catedral. Caen los dictadores y sus adláteres. Pero el ansia de poder permanece, como permanecen las ganas de corromper y dejarse corromper en el Perú de Odría, y en todos los Perús del mundo. La vida de Santiago Zabalita también se ha jodido, el frustrado revolucionario de la Universidad de San Marcos, el mediocre periodista de la Crónica, el que rompió con su familia adinerada y renunció a la herencia no ha alcanzado, ni mucho menos, la felicidad. Es un ser resignado a su mediocridad, tan estrecha como el apartamento en el que vive un matrimonio insípido y frío. También la vida de Ambrosio se ha jodido. Cedió a los impulsos homoeróticos de su amo, Don Fermín, y gastaba su sueldo en pagar los 500 soles de la tarifa de una prostituta de postín, Queta. Carga a sus espaldas con un crimen, aunque lo cometió por lealtad. Le engañaron en los negocios y perdió a su mujer y se alejó de su pequeña hija. Y rodó por Lima de mal en peor, hasta acabar en una miserable perrera, imagen dramática de un país. 

            El último diálogo que sostienen Zabalita y Ambrosio, y que pone punto y final a la novela nos confirma ese lado fatalista de la existencia humana: 

-         ¿Y cuando se acabe la rabia se acabará tu trabajo en la perrera, Ambrosio? Sí, niño. ¿Y qué haría?

-         Trabajaría aquí, allá, a lo mejor dentro de un tiempo había otra epidemia de rabia y lo llamarían de nuevo, y después aquí, allá, y después, bueno, después ya se moriría, ¿no, niño?


Estado ruinoso del bar de La Catedral


Un trago en la Catedral 








Al final de su vida, Mario regresó a la Catedral










El sermón del cura de Valdepeñas

 


Emilio Montes, cura de Valdepeñas, en el sermón del pasado domingo defendió los derechos laborales de los temporeros. La homilía en cuestión ha sido difundida hasta la saciedad. Algunos hablan de sermón polémico. No conozco otras homilías de este sacerdote. Pero esta homilía no debería parecernos polémica, sino sensata. Por decirlo con palabras de la liturgia: Es justa y necesaria. Traducir el evangelio y llamar la atención a aquellos empresarios que racanean el jornal a sus trabajadores es llanamente acertado y propio. El cura de Valdepeñas ha venido a decir más o menos esto: Trabajar 12 horas y sólo cobrar 8, no es de recibo. Si se trabaja más de 8 horas, son horas extras, y deben ser pagadas. Lo contrario es tener mucha jeta y ser un sinvergüenza. No dar de alta en la seguridad a los empleados es un delito. Permitir que los temporeros, sean de la nacionalidad que sean, malvivan en viviendas insalubres, carentes de todo, es de malas personas.

En resumen: pagar las horas extras, no hacer trabajar más de 8 horas, dar de alta en la seguridad social. Y ofrecer una vivienda digna en la que yo mismo o mis hijos podríamos vivir… es de pura justicia. Dios no olvida nunca los derechos escatimados al pobre, porque es aprovecharte del más débil. Toda persona, rica o pobre tiene su dignidad. Y nosotros debemos defenderla. Y si alguna vez, alguien para hacerse el listo, comenta: “yo me ahorro la seguridad social, y no pago las horas extras a mis obreros”, deberíamos decirle “¿cómo no se te cae la cara de vergüenza?”.

Ya en el Levítico está escrito: “No oprimirás a tu prójimo, ni le robarás. El salario de un jornalero no ha de quedar contigo toda la noche hasta la mañana”.

Valdepeñas, conocida por su producción vinícola, sabe mucho del mundo de los temporeros, en su mayoría extranjeros. En esta ocasión, el cura del pueblo ha hablado en cristiano. Y también con la sensatez de Sancho Panza y el sentido de justicia de don Quijote. Como no podía ser menos en esa tierra bendita del ingenioso hidalgo.









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