Cuando los guanelianos llegaron a
México DF, se fueron a uno de los extremos de la ciudad y allí decidieron hacer
algo por los pobres. Junto al infame poblado de las Lomas, un secarral áspero
donde los haya, en el barrio de San Miguel de Teotongo, allí donde Cristo
perdió el zapato, o donde Cristo se detuvo, pensando que no podía haber nadie
más allá a quien evangelizar.
Cuando uno llega al aeropuerto del
DF, y para un taxi para que lo lleve a San Miguel de Teotongo, el taxista,
amable o tajante, le dirá que él no sube hasta ese lugar. Cuando mi amigo,
Alfredo Montiel, profesor en el barrio de la Condesa, me vino a buscar para
enseñarme el casco histórico de México un domingo, me confesó que había tardado
en coche casi dos horas y que nunca hubiera podido imaginar que esto existía en
su país y en su ciudad.
Los guanelianos se instalaron aquí,
en este cerro empinado y extremo de la ciudad de México. En este barrio de
inmundicias por el suelo y construcciones ilegales que otros mexicanos llegados
de otros puntos del país levantaban donde podían y como podían. Pero los
misioneros cometieron un error de bulto nada más llegar: construir un recio casoplón
de considerable altura en un barrio de casas bajas y maltrechas. No fueron
ellos, en verdad, sino una imposición desde Italia. Ya se sabe que el mal del
ladrillo es un virus que sufren casi todos los italianos cuando salen al extranjero.
Donde van, tienen que recrear una pequeña Italia: la pasta, el Corriere de la
Sera, la lengua italiana y la manía de los casoplones.
Si olvidamos este pecado, la llegada
de los guanelianos al barrio de México DF, como a Amozoc-Puebla, ha supuesto una
mejora considerable en las condiciones de la población más cercana. Atención a
las personas con discapacidad intelectual, Techos fraternos para los abuelos,
guardería para hijos de madres solteras trabajadoras, pequeño ambulatorio y
farmacia, campamentos para niños en verano, atención a los adolescentes,
promoción social a través de la parroquia samaritana, entrega de ‘despensas’ y de alimentos, visita a las
casas de las familias desfavorecidas. Y así un montón de pequeñas acciones.
Pero sobre todo, esa certeza de la población de saber que los misioneros son de
fiar y que se puede contar con ellos para sentirse escuchados y queridos.
Amozoc, en el estado de Puebla. Una mañana, de hace 20 años, haciendo una mudanza de una casa en la que
había vivido un párroco diocesano, mi amigo Alfonso Martínez se encontró un
viejo crucificado de madera sin cruz, corroído por las termitas, por la humedad
y por los años. El Cristo no tenía manos. Mi amigo pensó que este Cristo es lo
que él necesitaba y que, precisamente en esa ausencia de manos, yacía todo un símbolo de la misión que él había
venido a cumplir a México, como guaneliano y como cristiano. Limpió
amorosamente la escultura, la barnizó, le hizo una cruz y le colocó en la
capilla del Seminario de Amozoc. Esa era la capilla donde se formarían los
futuros guanelianos y era este el mensaje que tenían que aprender los futuros
sacerdotes: “Cristo sólo cuenta con vuestras manos”. Le bautizó como “Señor de
nuestras manos”.
“Era un Cristo que no tiene manos, porque necesita las nuestras para
bendecir, repartir el pan, limpiar, consolar, sembrar, acariciar, ofrecer. Mis
manos, nuestras manos, deben ser las manos de Cristo, para que la misión de
caridad nunca esté manca ni incompleta. Yo, nosotros seremos las manos de aquel
crucificado”.
Desde entonces el Cristo de nuestras manos preside la
capilla de Amozoc. Y a él vienen a rezar gentes de alrededor: se postran ante
él, le hablan, le traen flores, le rezan. Y prometen ser las manos caritativas
de un Cristo que carece de ellas.
“Cosas que me traje en la mochila” (México, 2010) – 20
Años de Puentes