domingo, 16 de abril de 2023

Cap. IV – Penitencia en Palacio. Años 1950-1965. (Juan Vaccari: un hermano para siempre)

 Cap. IV – Penitencia en Palacio (Años 1950-1965)


Cap. IV – Penitencia en Palacio (Años 1950-1965)

 Escenario: Roma (Lazio – Italia) 

A Roma, tal y como se cuenta en la Eneida, de Virgilio, llegó Eneas después de un largo periplo, con la melancolía en el alma por su llorada Troya. No podía faltar el mito, la leyenda, en el génesis de tan insigne ciudad. Rómulo y Remo la fundaron y desde entonces no paró de crecer en fama y en honor. Las legiones romanas llevaron su nombre y su gloria a todos los rincones del orbe conocido. Roma, la caput mundi, fue sinónimo de grandeza y fortuna, pero también de desgracia y ruina, porque una cosa era ser ciudadano romano y otra, muy distinta, esclavo de Roma.

Desde que el mundo es mundo, la moneda tiene dos caras. Roma, vorax hominum. Roma devora a los hombres. Siempre ha sido así. Pedro y un grupillo de galileos eran unos infelices pescadores, pero no tontos, como para no saber que era en Roma donde se cortaba el bacalao del mundo; era en Roma donde había que vender el ‘pez nuevo’. Porque lo que en Roma se conocía y triunfaba, terminaría por conocerse y triunfar en el mundo mundial. Y hasta allí se dirigieron Pedro y Pablo, para decir nones al Emperador, que representaba el poder, pero un poder pasado, y para anunciar el futuro que era Cristo. Era un ‘novum’ que los romanos poderosos menospreciaron. Lo pagarían caro. Amaneció un día en que la cruz aplastó al águila, y el INRI al SPQR. Roma se convirtió en eterna y su obispo en el máximo constructor de puentes entre el Dios Altísimo de los cielos y los pobres hombres de barro de aquí abajo. Pero también entre las orillas de quienes ya creían en el Galileo y quienes todavía no.

Pero hubo tiempos en que Roma fue la Gran Ramera de Babilonia, como así la vio y condenó Lutero. A Papas, cardenales y clérigos piadosos y honestos, sucedieron otros simoniacos y lujuriosos, más pendientes del poder y de la alcoba que del servicio y el evangelio. A lo largo de toda la Historia, algunos santos tuvieron que hacerse albañiles a lo divino para reparar la Iglesia de Jesucristo que estaba en ruinas, como ocurrió, en efecto, a Francisco de Asís.

Pero Roma es muchas Romas. Bajo los pavimentos marmóreos de sus fastuosas iglesias hay testimonios de un pasado esplendoroso de Césares y de Augustos. Napoleón quiso destruir Roma y, con ella, la Iglesia, pero el Papa de Roma, más listo, le contestó: “No hemos podido nosotros, so imbécil”. Los Estados Pontificios tuvieron que resignarse, de mal grado, al Reino de Italia de Saboyas y Garibaldis. Cada pérdida material para la Iglesia de Roma, era una ganancia para el espíritu. ¡Pero cuánta resistencia por parte de la curia romana!

Luego, por Roma se pasearían, como por su casa, los camisas negras, y ondearían impúdicas esvásticas en vetustos palacios, dejando una ciudad en ruinas y en hambre, como lo reflejaría el cine del neorrealismo italiano. Solo el Bella ciao, cantado a pleno pulmón en hosterías, campamentos, escuelas y reuniones familiares, aliviaba a los romanos de sus penurias y les convencía, autoengañándose tal vez, de que habían sido unos valientes partisanos. Aún correteaban por los barrios pobres de la Ciudad Eterna ragazzi con rodilleras remendadas que comían con ansia un panino. El milagro económico italiano llegaría en el ‘dopoguerra’, creando una ilusión de riqueza y progreso ilimitados. Empezaba a gestarse y a soñarse la dolce vita de la lambretta, los paparazzi y el martini.

A esta Roma con el Pastor angelicus asomado a la logia de San Pedro, y llena de cardenales en capa magna y pectorales de esmeraldas; a esta ciudad en blanco y negro, la de Roberto Rossellini en Roma, città aperta, y la de Vittorio de Sica en Ladrón de bicicletas; a esta Roma que se preparaba, triunfal y barroca quizás por última vez, para la proclamación del dogma de la Asunción de la Virgen María…


En esta Roma, sancta et meretrix, en su estación ferroviaria de Termini, se apeó un 31 de octubre de 1950, un religioso guaneliano de 37 años.

***

“La Virgen así lo ha querido. Bendita sea la Virgen”

Los caminos del Señor son inescrutables. A finales de octubre de 1950, una llamada del Vicario General, P. Leonardo Mazzucchi, le pide que se presente en Roma, “porque allí estará tu nuevo lugar de trabajo”. El hermano Juan se alegra. Roma es Roma, al fin y al cabo. Allí está el Papa, allí está la Basílica de San Pedro, allí se celebrará el 1 de noviembre la proclamación del dogma de la Asunción. ¿Le mandarán a la cocina del asilo de ancianos? ¿Tal vez a cuidar a las personas con discapacidad?  ¿Quizás a que eche una mano en la sacristía de la parroquia de San José en el Trionfale? Toda Monteggia llora en la despedida. Y los humildes parroquianos sienten que les roban a ‘su párroco’. Él les consuela en el momento del adiós. Y les asegura que no les olvidará nunca. Lo cumplirá al pie de la letra. Esa amistad hecha de bondad y de fe no se romperá jamás. Decenas de cartas y decenas de visitas mantendrán viva la relación. En su Diario escribe: “Ayer mandé (a Monteggia) una imagen de la Virgen Milagrosa, así cuando haga más frío podrán, sin salir de casa, rezar el santo rosario delante de ella. El cardenal ha bendecido la imagen” (Roma, 1956).

A primera hora de la tarde del 31 de octubre de 1950 llega a la estación de ferrocarril Termini de la Ciudad Eterna. Apenas tuvo tiempo para vislumbrar la silueta incomparable de San Pedro, cuando el superior le anuncia que su nuevo destino estará en el Palacio de la Cancillería, como sirviente del cardenal Clemente Micara, vicario del Papa para la ciudad de Roma. La noticia le descoloca completamente. ¿Un premio o una carga? ¿Un honor o un peso? Juan sólo siente en ese momento la conciencia de la propia limitación y de la propia ignorancia.

En menos de 24 horas, Juan Vaccari ha pasado de la destartalada cocina de Barza a los imponentes salones del Palacio de la Cancillería, uno de los edificios renacentistas más espléndidos de Roma.

 Al día siguiente de su llegada a Roma, tiene lugar la proclamación del dogma de la Asunción de la Virgen María, por parte del Papa Pío XII. El hermano Juan anhela, lleno de alborozo, unirse a los miles de fieles de todo el mundo en la Plaza de San Pedro. El cardenal, con toda la pompa y boato encima, abandona sus apartamentos para dirigirse al cortejo que lo llevará al Vaticano. Al pasar junto al recién llegado sirviente dice: “Mientras yo voy a San Pedro, usted quédese aquí limpiando mis aposentos”. Respondió: “Sí, Eminencia”.

Abrió las ventanas y empezó a limpiar las habitaciones privadas del cardenal. Y cuando las campanas de toda la ciudad empezaron a repicar por doquier, uniéndose a la proclamación del dogma, explotó en llanto. ¿Era esto lo que le esperaba en Roma? Mientras a dos pasos, en la Plaza de San Pedro, se desarrollaba la solemnísima celebración de la proclamación del último dogma de la Iglesia Católica, él estaba de ‘barrendero’. Sintió una tristeza infinita. Duró apenas unos minutos; después se rehízo y se avergonzó de sus extraviados pensamientos. Y se dijo a sí mismo: “La Virgen así lo ha querido; bendita sea la Virgen”. Y fue repitiendo la jaculatoria entre escobas, fregonas, trapos del polvo y plumeros. Desde ese momento, el hermano Juan hizo, de la perfecta obediencia y de la perfecta humildad, un dogma. Y vivirlo le procuró una gran libertad de espíritu y una serenidad grande de ánimo de por vida. 

 

“Vuelvo de nuevo donde la obediencia me ha puesto…”

El palacio de la Cancillería y sus estancias pomposas contrastaban demasiado con la austeridad y la pobreza de la cocina de Barza y con la sobriedad de esa estancia interior que el propio hermano Juan construía día a día en su alma. Se sentía un poco perdido en las protocolarias ceremonias y ante las muy ilustres personalidades que visitaban el Palacio. Y no parece descabellado que más de una vez tratase de Excelencia a una Eminencia y viceversa, o que confundiese a un diplomático de gala con un caballero de la Orden de Malta, o que equivocase el nombre de algunos ministros del partido de la Democracia Cristiana, muy asiduos por el Palacio. Y hasta el cardenal Clemente Micara, quizás más habituado a los modales aristocráticos que a la aristocracia del espíritu, encontró al hermano Juan un poco torpe y tosco para un puesto de tanto protocolo y refinamiento. Y apenas catorce meses después de su llegada, el cardenal prescindió de sus servicios. O por decirlo más llanamente, le despidió.

Juan Vaccari recogió sus cuatro cosas, se subió al tren y se presentó de nuevo en Barza d’Ispra, entre el regocijo de sus propios hermanos guanelianos y la alegría de los parroquianos de Monteggia, por el regreso de “su cura”. Inicia así un intervalo de casi tres años en que prosigue serenamente su vida en la comunidad religiosa de Barza y en el cuidado pastoral de los feligreses de Monteggia.

Es en este momento de su vida cuando inicia la escritura de un “Diario espiritual”. La primera página que conservamos lleva fecha de 20 de marzo de 1952. En ese día escribe: “Os pido, Jesús, que aumentéis en mí el espíritu de oración mediante la unión con Vos. Oh, María, ayúdame y sé la salvación de todos”. Esta será la tónica general de su Diario: una oración a todas horas. La escritura cada noche antes de acostarse será una forma de seguir rezando. Este Diario, que continuará escribiendo regularmente hasta unos pocos días antes de su muerte, es la principal fuente de información sobre su forma de vivir la fe y de rezar, al mismo tiempo que nos proporciona numerosos datos sobre su actividad diaria: personas que encuentra, lugares que visita, sentimientos, reflexiones, inspiraciones y jaculatorias. Jesús, María y José son los verdaderos protagonistas en esta ‘salmodia permanente’. También la muerte, o mejor dicho, el prepararse para la muerte, el vivir santamente para que la muerte, que él siempre intuyó que le llegaría siendo aún joven, le encontrase con las maletas llenas de buenas acciones y de santos propósitos.

            En 2013, coincidiendo con el centenario del nacimiento de Juan Vaccari, y por un empeño insistente de algunos alumnos que él había buscado en los pueblos y llevado al Colegio de Aguilar de Campoo, el Diario espiritual fue publicado en español y en italiano.

Podemos imaginar su vida tranquila y serena en Barza, después de esta malaventura romana de poco más de un año. Pero misterios de la vida, por uno de esos juegos o ironías del destino o de la Providencia, el cardenal empezó a echarle de menos y volvió a reclamar su presencia en palacio. Y solicitó al Superior General de los Siervos de la Caridad que quería tener de nuevo cerca al fraile guaneliano. Y el buen Juan, que en todo veía la mano Dios, que a veces golpea y a veces acaricia, volvió a obedecer, no obstante la humillación vergonzante del despido. El 8 de diciembre de 1954 regresa a Roma y al palacio de la Cancillería.  “Vuelvo de nuevo al lugar de mi servicio, donde la obediencia me ha puesto. Laus Deo”

El cardenal, algo quisquilloso y altivo, bastante pagado de sí mismo y muy consciente de su status de príncipe de la Iglesia, puso a prueba a Juan Vaccari, como el fuego al oro en el crisol. Son los instrumentos de la Providencia para hacer excelentes a las personas buenas. En una ocasión, P. Alfonso Crippa, sacerdote guaneliano, me comentó: “El cardenal Clemente Micara ‘hizo santo’ al hermano Juan”.


“Ilumina al Santo Padre, y a todos los padres conciliares…” 

En aquellos años, pisaron las alfombras de la Cancillería obispos y cardenales de medio mundo, políticos poderosos, hombres de cultura influyentes, diplomáticos astutos, empresarios solventes, pero también personas o asociaciones carentes de recursos, en busca de ayuda o protección. Y el sirviente del cardenal supo relacionarse con todos ellos con esa elegancia sencilla que da el sentido común, con ese saber estar que otorga la discreción y con esa aristocracia de espíritu que es el resultado de la humildad y la bondad. El mismísimo Pablo VI visitó en tres ocasiones el Palacio de la Cancillería, y el buen hermano Juan se arrodilló ante él, suplicando una bendición para la Congregación: “¿Así que eres de Don Guanella? Te bendigo de corazón”.

Pero el cardenal Micara no fue insensible a esa presencia del hermano Juan, callada y eficaz como la lluvia silenciosa, en el propio Palacio y en medio de curiales y cortesanos, diplomáticos y políticos. Micara confesará al Superior General de los guanelianos: “He sido testigo de los milagros que este buen hermano hace en palacio. Gentes descreídas o de conductas borrascosas han vuelto a la Iglesia y a un comportamiento intachable, después de tratar con Juan”. Por cierto, a partir de un determinado momento, el cardenal empezó a llamarle Fra Giovanni (Fray Juan).

 Permaneció junto al cardenal en las duras y en las maduras. Le acompañó como una sombra discreta y solícita a todos los sitios: Asís, Loreto, Lourdes, Catania, Ingenbolh (Suiza), Holanda, y también a Bruselas (el cardenal había ejercido de nuncio en Bélgica) para una celebración de la Casa Real de ese país. Sin embargo, nada comparable a su presencia en tres acontecimientos eclesiales que cambiaron el rumbo de la Iglesia. Dados los impedimentos físicos del cardenal, el hermano Juan pudo estar presente, excepcionalmente, en los cónclaves de 1958 y 1963, de los que saldrían elegidos los Papas Juan XXIII y Pablo VI, respectivamente. Parece que, debido al cariño que el cardenal Micara profesaba al cardenal Montini, ejerció un gran papel en la elección de éste, al convencer a algunos cardenales conservadores que Montini era el Papa que el Concilio necesitaba. El hermano Juan acompañó al cardenal incluso al balcón de la fachada de San Pedro donde el Papa Pablo VI impartió su primera bendición apostólica a la ciudad y al mundo. Y junto al cardenal se pudo ver al hermano Juan en la solemne apertura del Concilio Vaticano II el 11 de octubre de 1962, en ese inicio histórico de los trabajos que cambiarían el rostro de la Iglesia Católica: “Ilumina, Señor, al Santo Padre y a todos los padres conciliares”. El Papa Pablo VI le concedió, en diciembre de 1963, la cruz “Pro Ecclesia et Pontifice”, la más alta condecoración otorgada por la Santa Sede a un laico y que reconoce los servicios prestados a la Iglesia y al Papa.

 Coincidiendo con su periodo romano, Juan Vaccari pudo unirse a los miles de peregrinos que llegados de todos los rincones de Italia llenaron la basílica de San Pedro para asistir a la beatificación de Luis Guanella, el 25 de octubre de 1964. Una Beatificación ocurrida en pleno Concilio Vaticano II. En su diario escribe: “Oh, Beato Luis Guanella, orad por mí, por todos vuestros hijos e hijas, y asistid a vuestra queridísima Congregación. Ayudadme a ser santo”.

 

“Me ofrezco en lugar de nuestro párroco, ahora enfermo…”

             La enfermedad lo acompañó en algunos momentos de su vida. Ya desde joven, fue consciente de que no era un hombre con mucha fuerza y que no podía entregarse a las rudas tareas campesinas sin sentirse agotado. Como ya hemos visto. Juan pasó del pupitre a los fogones. Llevaba apenas un mes pelando patatas, en pleno invierno. Un día ya no se tuvo en pie. Fue llevado a la enfermería. Se había agarrado una buena pulmonía.

            Una hernia le produjo no pocos sufrimientos y tuvo que ser operada hasta en tres ocasiones. En una ocasión la operación se llevó a cabo en el hospital romano de los hijos de San Juan de Dios. En 1968, cuando ya vivía en España, tuvo que ingresar, por la misma razón, en el hospital Valduce de Como. El clima húmedo y caluroso de los veranos romanos no le benefició en absoluto. El hermano Juan tenía serias dificultades para conciliar el sueño y padeció fuertes y prolongados insomnios, hasta el punto de que un agotamiento nervioso se apoderó de él, en parte por ese insomnio crónico, en parte por la vida de tensión con la que se encontró en el ambiente palaciego. “Estoy hecho un cacharro. Me agobia el calor y a menudo no me entra sueño”. La vida al aire libre de Barza, la vida sencilla en medio de sus cohermanos le ayudaron a restablecerse de este episodio sin duda muy duro para él. Fuertes catarros o gripes se cebaban a menudo en sus debilitados bronquios.

            A finales de 1956, y una vez superada aquella fase de agotamiento psíquico, puede escribir: “Volviendo a pensar en aquel periodo en que se resintió mi sistema nervioso por culpa del calor y del insomnio, ahora comprendo bien que, debido a que ese malestar no se ve bien desde fuera (aunque no siempre es así), algunos no se lo creen. De todos modos no deseo a nadie un trastorno así porque, sin casi uno darse cuenta, el organismo entero se deprime y uno llega a olvidarse de todo. Hoy siento que he vuelto a nacer”.

            Relacionado con la enfermedad no podemos olvidar las ocasiones en las que el hermano Juan ofreció al Señor su vida, con tal de librar de la enfermedad y de la muerte a personas que él quería personalmente o a las que tenía en altísima estima.

            El cardenal Piazza fue objeto de este ofrecimiento: “Oh, María, Madre mía, implorad a vuestro Hijo que me lleve a mí en lugar del cardenal Piazza. Él puede hacer todavía muchísimo bien a la Iglesia, mientras que yo no hago más que acumular miseria sobre miseria”. También en el momento en que la enfermedad de Juan XXIII fue un rumor por doquier, el hermano Juan ofreció su vida para que el Papa Bueno continuase viviendo y proporcionando a la humanidad tanto bien. “Haz que gobierne aún más tiempo la cátedra del pescador de Galilea y, si os complace, oh, Jesús y María, me ofrezco por la salud del Papa y estoy dispuesto a todo tipo de sufrimientos, y a morir por él”.

            Solamente quien estima en poco su vida y quien estima en mucho la de los demás es capaz de hacer un ofrecimiento de la propia vida. No es un juego, no es un alarde de ‘buenismo”. Es algo muy serio. El Señor de la vida y de la muerte puede aceptar este ofrecimiento. Quien lo realiza es consciente de que, efectivamente, puede tener lugar ese trueque. Quien se ofrece conoce perfectamente la magnitud de su ofrecimiento.

El último ofrecimiento de su vida, se produce el 26 de octubre de 1970. El párroco de Aguilar y amigo personal, Don Ciriaco Pérez, es golpeado por una parálisis: “Jesús, José y María, si a vos os place, me ofrezco en lugar de nuestro párroco, Don Ciriaco, ahora enfermo. Todo esto para poder tener un ministro más de Dios, por las vocaciones y por el buen éxito de la obra que pronto va a empezar. Oh, Señor, no soy digno -lo sé- de merecer tanto, pero si es vuestra voluntad…”. 

“Tú sabes, Señor, lo que quiere hacerme el cardenal….”

             En este periodo romano, no podemos olvidarnos de una cuestión que permanece aún poco documentada o no suficientemente estudiada. En una carta al P. Ranelli, escribe el hermano Juan: “Hubo un tiempo en que insistentemente quise alcanzar la alta meta del sacerdocio, pero le confieso que, además de mi cortedad de ingenio, tenía un escaso conocimiento de la alta dignidad y responsabilidad que comporta el sacerdocio. Actualmente, comprendo con mayor claridad toda su grandeza y responsabilidad, por lo que me invade un sentimiento de humildad y me da miedo el hecho de desear tal meta. Si fuese voluntad de Dios, haré lo que esté en mi mano para ser lo menos indigno posible, el último ministro de Dios al servicio de los pobres de don Guanella”. Estas líneas son su comentario a la intención del cardenal Clemente Micara de ordenarlo sacerdote, mediante una dispensa excepcional, sin pasar por los estudios preceptivos.

            En octubre de 1959, cuando el hermano Juan se disponía a viajar hasta el santuario de Loreto, escribe: “Esta mañana, al despedirme del cardenal se me ha hecho un nudo en la garganta que me ha impedido hablar durante unos segundos. Oh, María, bendice y consuela a mi cardenal. Oh, Madre mía, tú sabes que (el cardenal) quisiera ordenarme sacerdote, pero yo reconozco mi gran miseria y, además, la inteligencia y la memoria son muy escasas, por lo que te dejo a ti, Mamá, que me guíes para saber qué tengo que hacer”.

            Pasan los años, y en otra ocasión, en el Diario del hermano Juan se menciona de nuevo esta proposición, concretamente en 1964. Parece que el confesor del cardenal, el P. Ranelli, que conocía bien el carácter y el alma del hermano Juan, insistía en ello: “El P. Ranelli me ha comentado que ha hablado con el cardenal para que me ordene sacerdote. El cardenal no tiene ninguna duda al respecto, pero antes debe hablar con el Papa”.

            La noticia de la posible ordenación del hermano Juan corre veloz también entre sus hermanos guanelianos. Se entienden así estas líneas de su Diario: “Si la propuesta de mi hermano Don Antonio Turri, párroco de San José (barrio del Trionfale-Roma), en el sentido de si me gustaría hacerme sacerdote, es un designio de la Bondad Infinita de Dios, estoy dispuesto, aunque me considero indignísimo. Si esto llegase a hacerse realidad, quiero ser apóstol de tu devoción, Oh, San José. Tú sabes quién soy y cómo soy, por lo tanto, encárgate tú, guíame, confío en ti”

            Aún no conocemos todos los elementos de este episodio. Tal vez esa petición para ordenarle sacerdote se perdió en alguno de los pasillos del Vaticano. Tal vez el cardenal, más preocupado por su salud, dejó de pensar en el asunto. Lo que es cierto es que la ordenación no llegó a producirse. En los designios de Dios, el hermano Juan debía seguir siendo hermano para siempre.

            Pero cuando el 17 de octubre de 1965, en el santuario de Lourdes, se vista por primera vez la sotana, tendrá presentes todas estas cosas: “Heme aquí, Virgen Inmaculada, revestido con la sotana que tantas veces mi cardenal quiso ponerme”.

            En unos Ejercicios de agosto de 1967, imaginando lo que el Señor le diría, anota en su Diario: “Vive en cada instante esa total consagración tuya a mi amor, y tu vida transcurrirá en unión conmigo y así también tú podrás celebrar todos los días de tu vida tu santa misa”

            Él, que nunca llegó a ser sacerdote, probablemente nos dio una hermosa definición de este santo ministerio: “Ser sacerdote: amarte y hacer que los demás te amen. Y poder celebrar misa”. 

Clemente Micara: “Juan, ayúdame a morir bien”

Juan Vaccari vivía en un palacio, pero su habitación era una celda monacal, debajo de una escalera, junto a los aposentos del cardenal. Y en el Palacio nunca se olvidó de los ‘buonifigli’ que vivían en la casa guaneliana de San José, y a los que visitaba con regularidad. Monseñores o personas que trabajaban o frecuentaban la Cancillería le regalaban calzado, ropa de vestir, ropa de hogar, dulces, comida, limosnas que él, a su vez, llevaba a los buonifigli.

Al cardenal le llegaron los primeros achaques y, después, una larga y penosa enfermedad. Con el paso del tiempo, disminuyeron en palacio las recepciones, las audiencias, las mundanidades sociales. Y las visitas de monseñores, políticos y diplomáticos fueron haciéndose más escasas. Lo que sí aumentó, con el sucederse de los días, fue el aprecio del cardenal por el hermano Juan. Su devoción, su entrega, su humildad conmovían a Mons. Micara y, en cierta forma, le invitaban a la conversión y a la imitación. Juan Vaccari ya no era solo el encargado de mantener limpios los aposentos privados del cardenal, era también el confidente, el compañero de rezos, el enfermero, el acompañante, el comensal, los oídos que escuchan y los labios que se despliegan cuando se solicita un consejo.

Y el hermano Juan dejaba caer, aquí y allá, como semillas en tierra de barbecho, algunas consideraciones espirituales que edificaban no poco al anciano purpurado. Recordó, con verdad humilde y caritativa, a este Príncipe de la Iglesia que nada del riquísimo palacio se llevaría al otro mundo cuando cerrase los ojos: ni la mitra cuajada de piedras preciosas ni el báculo de oro ni los cuadros ni los tapices ni siquiera los aplausos recibidos ni los parabienes, loas y alabanzas: “Nada de esto podrá llevarse, eminencia, el día que tenga que presentarse ante el Altísimo”. Otra vez, frente a los estuches que guardaban valiosas condecoraciones recibidas por el cardenal a lo largo de su dilatada carrera diplomática, Juan Vaccari, con libertad y espontaneidad, soltó: “¡Cuánto pan se podría comprar para los pobres con estos objetos tan costosos!”.

En Roma conoció de cerca el poder, los oropeles y los tejemanejes que lleva siempre aparejados el poder, las hipocresías y las trampas, la escasa religiosidad de no pocos curiales y el apego a vanidades y mundanidades de gentes de sotana. Y al mismo tiempo que la salud del cardenal se quebraba y la vejez hacía mella en su cuerpo, aumentaba la estima hacia ese pobre fraile al que cada vez necesitaba más cerca y más horas al día. Juan Vaccari se convirtió en su báculo, la sombra discreta en la que se apoyaba su eminencia, el único en quien ya confiaba. En repetidas veces le pidió: “Juan, ayúdame a morir bien”. Y así lo hizo, por amor y por caridad. Le ayudó a morir como un buen cristiano, lejos de ese mundanal ruido y de esa atmósfera cortesana en la que había transcurrido una buena parte de su vida.

Con él permaneció hasta la noche del 11 de marzo de 1965, en que su eminencia, vicario del Papa para la ciudad de Roma, volvió a la Casa del Padre. La asistencia al cardenal enfermo no fue una prueba pequeña: “En estos días he comprendido lo que quiere decir asistir a un enfermo”. El hermano Juan le lloró, cerró sus ojos y le amortajó piadosamente. El cardenal Micara le había hecho prometer que rezaría por él. Y Juan Vaccari lo cumplió a rajatabla, desde el día en que depositó sus restos mortales en la iglesia de Santa Maria sopra Minerva, junto al edificio del Panteón, en la Ciudad Eterna. Ese día anotó en su Diario: “Le he acompañado con la oración, con las lágrimas y con la confianza de volverlo a encontrar pronto en el paraíso. ¡Oh, mi cardenal, cuántas veces te dije que no te iba a olvidar en mis oraciones, y tú me aseguraste que desde el cielo me cuidarías!”.

Esa fidelidad absoluta de Juan al cardenal fue observada, y casi envidiada, por algún que otro monseñor del Vaticano. Así lo atestigua esta línea del cardenal Cento: “Qué bien tratan los guanelianos a su cardenal protector. Todos nosotros tendríamos necesidad de tener a nuestro lado a un hermano Juan”.








viernes, 14 de abril de 2023

El niño de Bateke: presidir para servir



Sábado, 25 de marzo. Mientras el tren avanza por la llanura que separa las ciudades de Valladolid y Palencia, entre campos de cereal que empiezan a verdear y casas apiñadas en torno a un campanario, bajo un sol de primavera, pienso en qué decir a los socios y amigos de Puentes a los que, dos horas después, encontraré reunidos en Asamblea.

Gracias. Han sido muchos los que desde 1998 han entregado su tiempo, sus capacidades, sus energías para alentar y difundir esta corriente solidaria que terminó por llamarse Puentes. Muchos también los que han confiado en esta pequeña Ongd y la han hecho depositaria de su generosidad. Siempre conmueve la entrega gratuita al servicio de la causa de los débiles.  

Fragilidad. Muy lejos del triunfalismo, últimamente hemos experimentado nuestra propia pobreza. La escasez de voluntarios para incorporarse a la Junta Directiva, el estancamiento en las inscripciones, la disminución de los asistentes a las reuniones nos han hecho tomar conciencia de nuestra fragilidad. Quisiéramos llegar a más, alcanzar a más, pero a cada momento descubrimos nuestros límites e incapacidades. Esto podría llevarnos al desánimo, pero también a la humildad. Cada crisis es una oportunidad. Y ya decía Víctor Herrero que “sólo por las rendijas de la fragilidad asoma la ternura”.

Causas. La pequeñez que experimentamos no sólo afecta a nuestra asociación, sino que es una sensación que compartimos con otras muchas asociaciones que trabajan en el campo de la cooperación internacional. En este momento hay otras muchas causas, todas ellas justas y dignas, que mueven los sentimientos y, con ellos, la dedicación y los bolsillos. La causa de la igualdad de la mujer, la causa del movimiento LGTBI+, la causa medioambiental y del cambio climático, la causa de los animales, la causa de “primero, nosotros; luego, ya veremos”, la causa de la sanidad pública o de la investigación médica en el propio territorio, la causa de la adaptación a las nuevas tecnologías o la causa de la inteligencia artificial...por señalar algunas de ellas. Y con esto quiero decir que la causa de la justicia y la pobreza en el mundo, que es el ámbito donde nos movemos, la causa de la cooperación con los países empobrecidos, más allá de nuestras fronteras, se ha enfriado y ha perdido brío. La causa de la solidaridad no cotiza a la alta.

Gigantes. En este momento, al igual que Don Quijote, estamos luchando contra “gigantes”. Hay muchos gigantes en la enorme Mancha de nuestra época desnortada y confusa: el gigante de una inhumanidad creciente que mira al otro con indiferencia, agostando la empatía y la simpatía hacia el prójimo, especialmente cuando intuimos que ese otro puede necesitar nuestra ayuda El gigante de una cultura egocéntrica que hipertrofia el yo, a costa del nosotros, y que nos hace creer que tenemos todos los derechos y ninguna de las obligaciones. Adela Cortina ya nos recordaba que la “aporofobia”, ese desprecio e indiferencia hacia los pobres retrataba nuestra época. El gigante del “tener” en oposición al “ser”, que calcula el beneficio de cada una de nuestras mínimas acciones y que convierte al espíritu de gratuidad y de voluntariado en cosas de “romanticones y de ilusos”. Los jóvenes difícilmente se sienten atraídos por los líderes espirituales o por los soñadores de utopías. Sus modelos de comportamiento son los influencers, youtubers, triunfadores digitales, que arrasan en las redes con millones de likes, en el fondo globos de colores hinchados de vanidad.

El desánimo de los pocos. No debería preocuparnos nuestra pequeñez ni nuestra fragilidad. Pero la verdad es que hay un desánimo creciente. El cansancio de la solidaridad, lo llaman. Y sin embargo, sabemos que no podemos descorazonarnos cuando comprobamos que las semillas de gratuidad caen en tierra baldía, condenadas a dar escaso fruto. No importa que seamos pocos. Lo grave sería caer en la tentación del abatimiento y del darnos por vencidos. Lo grave sería sucumbir a los cánticos, cada vez más estridentes y horrísonos, de una cultura de la banalidad y de un anestesiante bienestar personal. En medio de un mar color de vino, Ulises pide a los marineros que le aten al mástil del barco, para no dejarse seducir por los cantos de las sirenas. Tenía claro que su objetivo era Ítaca. Ítaca como representación de un hogar, una patria común sin fronteras, una red de puentes, una mesa de pan y vino en la que puedan sentarse todos los seres humanos. Sabernos poco y pocos puede añadir un plus de fortaleza y de vigor a nuestro espíritu.

Pequeños mundos. En Puentes no trabajamos por cosas abstractas y lejanas. Nuestra sencilla y humilde aportación no está destinada al País de la Utopía. Conocemos el nombre de los misioneros que día a día viven en un territorio concreto, llámese la aldea de Abor, en Ghana, o la aldea Nnebukwu en Nigeria, o el pueblo de Tepetzintan en México. Y conocemos, a pesar de los muchos kilómetros por medio, la realidad de los niños de la calle en Congo, la verdad desnuda de chicos y chicas con discapacidad de Nigeria, las condiciones precarias de los ancianitos en las barriadas míseras de México. No trabajamos, como hemos dicho en muchas ocasiones, para cambiar el Mundo, sino para cambiar el pequeño mundo de la niña que puede estudiar secundaria, la primera en toda su familia, de la adolescente madre acogida en la casa de Kinshasa, de David, con síndrome de Down, que trabaja con ahínco en el invernadero de plantas de café en Guatemala, de la viejecita Lupe que recibe un bolsón de comida y medicinas para seguir tirando allá en un bosque perdido de la Sierra Norte de Puebla.

Presidir es servir. Por esas curiosidades de la lengua, sabemos que “presidir” y “presidiario”, proceden de la misma raíz, prae (adelante) y sedere (sentarse). El presidente se sienta adelante en una reunión. El presidiario se sienta delante de sus barrotes, inmóvil con sus cadenas. Pero si sacamos punta a esta etimología, podríamos decir que quien preside debe sentirse ‘preso’, debe sentirse el último, el servidor de todos. Quien preside Puentes debe estar a disposición de los 400 miembros que forman la Ongd. Debe escuchar las peticiones de los misioneros que son los que mejor conocen la lucha contra la pobreza. Debe servir, en primer lugar y sobre todo, a los niños, a los ancianos, a las personas con discapacidad, que gritan contra la injusticia y reclaman nuestra ayuda. Ellos, por su situación de vulnerabilidad, por la realidad de injusticia en la que están inmersos, merecen que yo, que la Junta Directiva, que toda la Ongd Puentes trabaje, se desgaste y se desviva por ellos. Al fin y al cabo, presidir es servir. Presidir es sentirse prisionero de los anhelos por un mundo más justo que es el único grito, a veces callado y silencioso, de todos los pobres.

El imaginero. La poetisa chilena Gabriela Mistral, en uno de sus poemas más admirados “El imaginero” nos cuenta el diálogo entre un imaginero y la persona que entra en su taller para encargarle una imagen de Jesús el Galileo. El artista pregunta cómo le gustaría que le representase a Jesús. El comitente desea una imagen viva, de un Jesús sufriente, que ilumine a quien la mira, conmueva las conciencias y cambie los pensamientos. Pero el imaginero es consciente de su incapacidad para hacer esta imagen. Y con humildad le responde que ningún artista podrá hacerle ese Cristo que desea, y le invita a buscarlo en las calles, en los ancianos, en los hospitales, en los niños hambrientos, en las mujeres maltratadas. Y le anima a no buscar la imagen del Crucificado ni en museos ni en iglesias, porque esa imagen de Cristo de carne y hueso sólo la podrá encontrar entre los pobres.

El niño de Bateke. No se me olvidará mientras viva la imagen de aquellos niños de la llanura de Bateke. Los vi recorrer los tres kilómetros que separaban la escuela de su aldea. Era una tarde de tormenta y aguacero. Una de esas tardes en que los cielos parecen abrirse para una nueva edición del Diluvio Universal. Caminaban descalzos, con las clancletas de plástico en la mano para no perderlas en medio del barrizal. Y protegían en una bolsa de plástico la cartilla escolar, contra su pecho, bajo su camiseta agujereada de pobres. Pensé entonces, y pienso ahora, que estos niños se merecen estudiar. Mucho más que los niños de nuestros países ricos, que se quejan continuamente de todo, que faltan el respeto al profesor, que acosan al alumno débil, que tiran el bocadillo a la hora del recreo… Por ese niño de Bateke que camina eternamente hacia la escuela en medio de la lluvia atronadora, debo y debemos seguir trabajando.










lunes, 10 de abril de 2023

Cap. III – Dios anda entre los pucheros. Años 1934-1950. (Juan Vaccari: un hermano para siempre)

 

Cap. III – Dios anda entre los pucheros. Años 1934-1950.


 Escenario: Barza d’Ispra (Ispra – Varese – Lombardía – Italia) 

            Barza d’Ispra, junto al lago Maggiore, en la provincia de Varese, región de Lombardía, fue siempre y apenas una pedanía de Ispra, un grupo de casas alrededor  del castillo y de los señores que en cada tiempo lo habitaron. Familias de campesinos que dependían, en tiempos de guerra y de paz, del castillo medieval (del que solo ha sobrevivido el torreón). Después, ya en tiempos más apacibles, los escasos habitantes trabajaban como criados u hortelanos de la Villa residencial en que fue transformada la fortaleza originaria. Nuevos pabellones fueron añadiéndose, siglo a siglo, hasta formar un rectángulo con su señorial patio central. 

Fue en el siglo XIX cuando el conjunto conoció la más profunda reforma. Fue llevada a cabo por Pietro Mongini, el famoso tenor italiano al que le cupo la gloria del interpretar el papel de Radamés en el histórico estreno mundial de Aida, de Verdi, en el Cairo en 1871, para celebrar la inauguración del Canal de Suez. Pocos años antes, en la cumbre de su carrera, había adquirido esta residencia, que adaptó al lujo imperante entre las familias de la aristocracia y de la alta burguesía de la Lombardía que, por aquellos años, andaban construyendo espléndidas villas en las orillas del lago Maggiore. El tenor llevó a cabo una amplia restructuración de la mansión de Barza, para ejercer en ella de anfitrión magnánimo ante la buena sociedad del Reino de Italia. El tenor podía ofrecer a sus invitados, además, unos cuidados jardines y un inmenso parque con árboles seculares y exóticos.

El ruido de los carruajes en el patio central, el bisbiseo de los vestidos largos de seda en las escaleras, las joyas deslumbrantes, la gran etiqueta, los músicos que amenizaban las veladas… todo ello formaba parte de un mundo que estaba llegando a su ocaso, tal y como luego lo pintarían, aunque en el otro extremo de Italia, Giuseppe Tomasi di Lampedusa y Luchino Visconti en El Gatopardo. Cuando el tenor murió, la Villa de Barza pasó a la viuda, que levantó una nueva capilla dedicada a San Quirico y Santa Julita. El huésped más ilustre de la época fue el rey Umberto I, como lo recuerda una lápida en uno de los muros. Se sucedieron otros propietarios hasta que el último de ellos, en 1934, vendió la Casa a la Congregación de Don Guanella.

La espléndida Villa de Barza se adaptó a las necesidades crecientes de un Instituto religioso en clara expansión. Y el histórico torreón medieval con su grandioso reloj siguió marcando las horas a los seminaristas que llenaban las aulas y el gran patio central del edificio. Fue Adamo Marchioni, el ‘mago del reloj’, el artífice de un reloj universal con 12 cuadrantes que da la hora de Greenwich, Buenos Aires, Nueva York, Jerusalén, San Francisco, Tokio, Manila y El Cairo, como indicando esa globalidad a la que la Congregación estaba llamada. Desde lo alto del torreón, seis campanas empezaron a dar el ángelus con la melodía del Ave María de Lourdes.

Generaciones de seminaristas, con su revuelo de sotanas, sus oraciones piadosas, sus breviarios, sus carreras por el parque, sus estudios en la biblioteca, sus sueños o sus fracasos, sucedieron a los anteriores habitantes de alta etiqueta y sueños de grandeza. La galantería, el humo de los bon vivant,  impecables en sus fracs con pajarita, o la mundanidad de un vals de Strauss fueron sustituidos por el silencio, la meditación, el estudio, la Missa de Angelis y el Adoro te devote. La Casa de Barza empezó a formar parte de la memoria colectiva de toda una Congregación. 



A Barza d’Ispra, un 8 de septiembre de 1934, llegó un joven novicio de 21 años.

***

“Todos sabíamos que eran albóndigas, pero…”

 En los primeros días de septiembre de 1934, un grupo de seminaristas hace el trayecto entre Fara Novarese y Barza d’Ispra. A ellos se unen otros estudiantes procedentes de varios puntos de Italia.,

Juan, como novicio, también debía trasladarse. Y entonces los superiores decidieron matar dos pájaros de un tiro: pidieron a Juan que se encargase de la cocina, provisionalmente, hasta que buscasen una solución. Aquí se quedaría durante 16 años: “Es verdad que fue un gran cambio: los ambientes, las personas, el trabajo. Y sin embargo, qué alegría y con qué pasión empecé a amar el trabajo y las personas, entre las que no me olvido de los viejecillos y de los buonifigli”

Desde septiembre de 1934 a octubre de 1950, la vida del hermano Juan transcurre en la cocina de la Casa Don Guanella, casa de noviciado, en la pedanía de Barza d’Ispra.

La Congregación acababa de adquirir una amplísima casa-palacio del siglo XVIII, que había sido construida en torno a un torreón de un antiguo castillo feudal. La abundante vegetación de árboles centenarios que surgían aquí y allá en un amplísimo terreno siempre verdeante creaba una atmósfera de religioso silencio, muy propicio para la formación de los futuros guanelianos. 

El 8 de septiembre de 1934, Juan Vaccari entra oficialmente en el noviciado. Él, que había anhelado ser sacerdote, tenía que buscar los alimentos y preparar la comida para los que se preparaban al sacerdocio. No ocupaba uno de los pupitres ni vestía la sotana soñada (reservada exclusivamente a los futuros sacerdotes) ni se movía entre sesudos tratados de filosofía y teología. Él, paradojas de la vida, era el sirviente de los futuros Siervos de la Caridad.

Horas y horas en la cocina. Rutina desangelada, burda cotidianidad, aplastante horario. Encender el fuego, pelar patatas, preparar los guisos, limpiar perolas, cortar las verduras, servir la comida, estirar la sopa, fregar, barrer, limpiar, escaldarse las manos, quemarse las pestañas… Día tras día, mes tras mes, en una época en que no se conocían ni los sábados ni los domingos. Era el primero en levantarse para preparar el desayuno y el último en acostarse, después de recoger la cocina tras la cena.

Trabajo escondido y agotador que le exigía indecibles sacrificios, pero también ingenio y creatividad, para llenar, en aquellos años de guerra y posguerra, de penuria y escasez, los muchos platos del seminario. Salía con la bicicleta a los campos y a los huertos de las aldeas cercanas en busca de coles, berzas, patatas, ajos, cebollas, zanahorias, alubias, harina. Y pedía alguna patata o alguna berza de regalo, porque los “seminaristas tienen hambre a todas horas”. Más de una vez, como hacían tantos italianos de la zona en aquellos años, se vio obligado a coger el tren y plantarse en la cercana Suiza, y comprar legumbres o mantequilla de estraperlo. Y en más de una ocasión, el revisor hizo la vista gorda, y una sugerencia: “tape mejor esa cesta, buen fraile, que se ven las alubias”.

Tenía que estirar y estirar los alimentos para que hubiera para todos. Un seminarista confesará: “Se hicieron famosas las albóndigas del hermano Juan. Todos sabíamos que eran albóndigas, pero nadie sabía de qué estaban hechas”. Y es que Juan no hacía las albóndigas con los ingredientes señalados en un recetario al uso, sino con lo que, en cada momento, había en la despensa.

El 12 de septiembre de 1939, pocos días después del inicio de la Segunda Guerra Mundial, el hermano Juan emite su profesión perpetua en los Siervos de la Caridad. Tres años antes había realizado la primera profesión religiosa. En su diario, recordará siempre estas fechas y renovará en su corazón los compromisos adquiridos. Así el 12 de septiembre de 1961 (bodas de plata de su primera profesión) escribe: “Heme aquí, oh Jesús. Heme aquí, oh María, para agradeceros todos los beneficios que me habéis concedido. Renuevo de todo corazón mi entrega total. Que este sea mi testamento: darme y dar, trabajar en la humildad y en el silencio. Procuraré, en lo que pueda, ayudar, levantar, dar, convencido de que la divina Providencia nunca fallará. Amar y honrar mi vocación, siempre supercontento de pertenecer a la querida Congregación de los Siervos de la Caridad. Y os pido ardientemente, Madre mía Purísima, que pueda vivir y morir en ella. Desde el paraíso me uniré de manera especial a San José para trabajar por las vocaciones”.

 

“Nuestro ‘párroco’ de Monteggia…”

 Su estatura moral fue muy pronto percibida por los jóvenes seminaristas. Su recogimiento en la capilla, su espíritu servicial a todas horas, su rostro risueño y bondadoso, su laboriosidad infatigable son un ejemplo y un testimonio. Y muy pronto también los sencillos parroquianos de la aldea de Monteggia descubren al hermano Juan. Acude hasta ellos para rezar el rosario, hacer una novena o el viacrucis, levantar una capillita junto al camino, para que no se olviden de Jesús o de María. “Nuestro párroco”, le llaman -y le llaman bien- porque Juan, un ‘sacerdote fallido’, se ha convertido en su pastor: escucha sus penas y sus alegrías, bendice sus casas, les consuela y les sostiene en su fe humilde de campesinos y de amas de casa. Sabe sus nombres y conoce sus necesidades. Un feligrés de Monteggia escribe: “Llegaba a nuestras casas, y en seguida nos metía en la oración, con una avemaría o un gloria. Se interesaba por la familia, por cómo era nuestra situación económica. En más de una ocasión se dirigió a las pequeñas fábricas o a los talleres de los pueblos cercanos, para que diesen trabajo a alguien que se había quedado en el paro”. Y otro parroquiano escribe: “Este hombre tenía algo, y ese algo nos impedía negarle lo que nos pedía, ya fuera una vida más recta, o unas patatas para sus seminaristas”.

Cuando en 1960 la pequeña aldea de Monteggia fue desmantelada para albergar las instalaciones del Euraton (Centro de investigación europea para la energía atómica), el hermano Juan involucró a toda la población para construir una capillita y depositar allí la imagen querida de la Patrona. Con toda la solemnidad posible y la concurrencia de todos los vecinos, se llevó a cabo la procesión de traslado de la estatua de María. 

También desde la lejanía de Roma, como un buen pastor, siguió cuidando el rebaño de Monteggia: “Hace unas semanas me puse en contacto epistolar con los buenos niños y niñas de Monteggia. Les he pedido si, por amor a la Virgen, serían capaces de rezar un poquito o hacer un pequeño sacrificio. Y, unánimes, me han contestado que sí. Deo gratias et Mariae”.

Existe una fotografía, borrosa y en blanco y negro, de aquella época de Barza: el hermano Juan tocando un instrumento musical, probablemente un helicón, junto a otros frailes guanelianos. Habían formado una especie de charanga que en los días de fiesta recorría pasillos y patios alegrando a los seminaristas. Nada en la fotografía nos asegura la calidad musical, pero explica bien ese rasgo distintivo de su carácter: la alegría. Y el deseo de que los demás estuvieran alegres. Muchos años después, llevará en un baúl a España esos mismos instrumentos para que los chicos del seminario los toquen y hagan fiesta.

“Gracias, por haber vuelto a mi querida Barza”.

En Barza d’Ispra aún sigue en pie el calvario que recorre el jardín de la Casa Guanella. Fue una idea suya, y muchas familias del lugar y de su pueblo natal lo costearon con sus limosnas, o contribuyeron con sus manos a levantar las capillitas que acogen las catorce estaciones del viacrucis.

Algunos años después, el hermano Juan se encontrará ya en Roma, pero no olvidará que la Virgen encaramada encima del torreón de Barza no tiene corona. En una ocasión, delante de un grupo de conocidos del Palacio de la Cancillería, manifestó en voz alta su deseo de comprar una corona para la Virgen. Poco después, marzo de 1957, pudo adquirirla por un importe de 40.000 liras, que gustosamente pagó un caballero que le había escuchado hablar con pasión de este deseo.

En el altar de la cocina de Barza, supo presentar a Dios cazuelas y sartenes con la misma veneración que, de haber sido sacerdote, habría alzado cálices y patenas.

La casa de Barza será siempre para el hermano Juan su “casa”. En los años en que la obediencia le puso en Roma, Juan Vaccari retornaría a menudo a Barza para hacer ejercicios espirituales, visitar a los cohermanos y a los feligreses de Monteggia, descansar y convalecer.

            Barza es el Nazaret del hermano Juan. De hecho siempre resulta complicado llenar de contenido este periodo de Barza. La vida escondida, la vida rutinaria, la vida reglada de Barza no admite acontecimientos, fechas destacadas. Desde la hora de levantarse hasta la hora de acostarse es idéntica en 1934, 1938, 1942 o 1949. Esta vida de trabajo, de rezos, de paseos por el parque, de breve recreación, de bromas o de pequeñas fiestas con motivo del cumpleaños del director… llenan el corazón de un religioso como el hermano Juan. En esta vida sencilla, Juan Vaccari descubre la formidable belleza de la vida comunitaria. Por ello, cuando, por razones de servicio y obediencia, trabaje fuera de un convento guaneliano, la añoranza de Barza crecerá como el caudal de un río en la estación de las lluvias.



En 1961, podrá escribir: “En Barza he encontrado un gran espíritu y muchos buenos ejemplos por parte de todos los cohermanos. He visto con mis propios ojos que la Divina Providencia asiste esta casa, corazón de la Congregación. Gracias sean dadas a Dios y a María”.

Muchos años después, podrá exclamar: “Cuántas veces he llegado a la conclusión que sólo el Señor sabía lo que mejor me convenía. He comprendido que el trabajo de la cocina puede ser fuente de muchísimos méritos, como así me dijo una vez el P. Agustín Borgonovo: “Tu altar son los fogones, y, las cazuelas, los cálices donde dentro está Jesús, la Divina Providencia”.

La nostalgia de Barza es la nostalgia por una vida sencilla, escondida, pobre, humilde y comunitaria. Siempre echó de menos ese ambiente de espiritualidad, de comunión con la naturaleza, de piedad sencilla, de trabajo agotador, de vida comunitaria guaneliana... Escribe así: “Una vez más, gracias, Madre mía, por haber regresado a mi casa”. Y también: “Bendice, Señor, esta casa y haz de ella una verdadera casa de Nazaret. ¡Pobre mundo! Necesita sacerdotes santos”.

         Y con verdadera melancolía, llega a anotar en su Diario: “Qué diferencia entre Roma y Barza, no sólo por la obediencia que siempre es igual en todos los sitios, sino sobre todo por el ruido. Oh, María, ayúdame para aprovechar bien, para mi espíritu y para mi cuerpo, estos días que voy a pasar aquí”. 















domingo, 2 de abril de 2023

Cap. II – Entonces, me quedo. Años 1933-1934. (Juan Vaccari: un hermano para siempre)



 Escenario: Fara Novarese (Novara - Piamonte - Italia)

 

Fara Novarese. Tal vez los orígenes de Fara hay que buscarlos en una tribu celta, los vertamocoros. Diversas vasijas de barro, botellas de vidrio azul, anillos y monedas romanas atestiguan su romanización. Un anillo con las efigies del emperador filósofo Marco Aurelio y su mujer Faustina es el hallazgo arqueológico más importante de este periodo romano.

A los romanos les sucedieron los longobardos que habían penetrado en Italia en el año 568 al mando del rey Alboino. De hecho, el nombre Fara es una voz longobarda. “Faren” indicaba un centro residencial constituido por un grupo de guerreros longobardos unido por vínculos familiares. Las “faren” situadas a lo largo de los confines daban protección a los territorios ocupados por los longobardos.

En el 955 aparece la primera mención a Fara en un pergamino, hoy custodiado en el Archivo Histórico Diocesano de Novara. Es un documento jurídico entre el obispo Rodolfo, de la Iglesia de Novara, y Guidoberto de Fara, que profesa la ley alemana.

El pueblo de Fara surgió en un principio en la colina, pero en el siglo XVI sus habitantes decidieron descender a la llanura donde ya existía una iglesita dedicada a San Fabián y San Sebastián. En lo alto de la colina se mantuvo la iglesia dedicada a los apóstoles Pedro y Pablo, con su cementerio anexo.

Un primer castillo surgió en la colina, y un segundo en la llanura. Ancestralmente han sido conocidos como castillo superior e inferior. En el siglo XVIII ambos castillos medievales fueron transformados en residencias para uso y disfrute de dos familias aristocráticas.

El llamado Castillo superior fue comprado en 1917 por la Congregación de los Siervos de la Caridad y transformado en Seminario San Jerónimo. En 1993, los guanelianos abandonan Fara y el Castillo Superior se convierte en Casa de Cura y Reposo ‘Los cedros’, función que sigue ejerciendo hasta la fecha. En cambio, El Castillo inferior lo sigue utilizando la familia Stangalino como residencia en la campiña.

El día 20 de octubre de 1933, a la caída de la tarde, un joven de 20 años entraba en el Colegio San Jerónimo de Fara Novarese

 


***

 

Aquí en esta casa, un 28 de diciembre...”

 

Estamos en 1933. Se conmemoran los 1900 años de la Pasión de Cristo, y el Papa lo declara Año Santo. A principios de año, Juan se encamina una vez más al Santuario de la Comuna: “Con toda mi fe, me dirigí a la Virgen para implorarle que me iluminase y que, a lo largo del Año Santo, me indicase qué vocación debía seguir”.

Días suceden a días y meses suceden a meses en la vida lenta de Sanguinetto. Cada casa conoce sus pequeñas alegrías y sus disgustos. A medida que transcurre el año, Juan Vaccari incrementa su oración. Pero las hojas del calendario caen y las señales que Juan esperaba se retrasan.

Un domingo de septiembre de 1933, después del rezo de vísperas, Juan partió con su primo Silvino a la feria de Corezzo. Dieron una vuelta por el pueblo y se detuvieron en una caseta de tiro. Dispararon los dos y los dos acertaron, con aplauso y algarabía de los presentes. Un momento de diversión, un inocente juego en una época de escasas ociosidades. Pero Juan recordaría ese episodio toda su vida: “Ese disparo fue el adiós al mundo, pues, algunas semanas después, dejaba todo y a todos, para entrar en el Colegio de Fara Novarese”.

 

Muchos años después, en diciembre de 1968, Juan vuelve al Colegio de Fara Novarese “donde empezó todo”: “Deo gratias et Mariae. Hace 35 años, aquí en esta casa, un 28 de diciembre, por obra y gracia de la Virgen, tomé la decisión de mi vida: sí, me quedo. Madre mía del Cielo, haz que mi sí, como el tuyo, sea para toda la vida”.

Volvamos atrás. En 1933, Juan tiene 20 años y sigue creyendo que él no está hecho para seguir el ‘camino común’ de la mayoría: “Sentía como un vacío y nada me atraía. Un día fui a visitar a mi tía Victoria, ama de cura en Casaleone, y le confié cuál era mi estado de ánimo. En seguida se lo dijo al párroco que me conocía bien, y me animó cuanto pudo. Y me dijo que un joven de ese mismo pueblo, y de mi misma edad, había sido aceptado en la Obra Don Guanella de Fara Novarese. Y también me propuso que, si me parecía bien, él se encargaría de hablarlo con los guanelianos para que pudiera iniciar allí el camino hacia el sacerdocio”  

El párroco hizo las gestiones oportunas y una semana después Juan recibía la respuesta afirmativa: “Metí cuatro cosas en la maleta y emprendí el viaje.  A la caída del sol del 20 de octubre de 1933 entraba en el Colegio de Fara Novarese”. Dos cosas le impresionaron de aquella primera tarde en Casa Guanella: una canción popular a la Virgen María que en ese momento sonaba en el armonio, y el sonido y la forma de hablar y de mirar a los ojos del rector y padre maestro, Miguel Bacciarini.

Pronto le impresionarían otras cosas: en la capilla pudo comprobar que todos los alumnos tenían menos edad que él y eran bastantes centímetros más bajos. Juan Vaccari había alcanzado ya su estatura de casi un metro ochenta. Tenía un cuerpo delgado y frágil y un rostro agraciado, una mirada humilde, y una expresión serena y afable.

Al día siguiente de su ingreso en el internado: “Por la mañana, después de un somero examen oral, me destinaron al curso de 5º. Éramos unos 30 alumnos. Otro colegial y yo íbamos de paisano; los demás, con la sotana”. Lo colocaron en el último pupitre y le bastaron unos días para darse cuenta de que era el ‘último’ de la clase: “Recuerdo las meditaciones del padre espiritual, las misas cantadas, la hermosa Inmaculada. Todo agradaba a mi espíritu; me sentía como en mi casa, pero había un obstáculo que me traía a maltraer: comprendí que no iba a conseguir aprobar. Era consciente de que no era inteligente, pues en mi cabeza las lecciones se embarullaban y yo mezclaba unas nociones con otras”.

Fueron unas semanas agotadoras. Todo le gustaba, todo llenaba su alma, pero los estudios eran un foso infranqueable. Estudiaba horas y horas, hacía esquemas, repetía la lección bisbiseando o en voz alta, rezaba, pero cuando llegaba el momento....

Muy pronto, con medias palabras, con indirectas, le insinuaron que sería oportuno retroceder algún curso... y quizás...

 

“Entonces, me quedo…”

“Allora rimango”. Probablemente la vida de Juan Vaccari puede resumirse en estas palabras: “entonces, me quedo”. Las pronunció el 28 de diciembre de 1933, festividad de los Santos Inocentes- en el severo despacho del padre espiritual de Fara Novarese, a la sazón seminario de los Siervos de la Caridad, los padres guanelianos.

       El Año Santo estaba llegando a su fin. Es más, faltaban apenas unas horas para que Pío XI sellase con una paletada de cemento la Puerta Santa de la Basílica Vaticana. El Año Santo se había iniciado doce meses antes para conmemorar los diecinueve siglos de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.

El 23 de diciembre Juan estaba haciendo un examen de griego, en medio de compañeros más jóvenes que él, cuando el padre Miguel Bacciarini le hizo salir de clase. El panorama para el alumno Vaccari se ensombreció de repente, aunque, a decir verdad, era lo que se estaba temiendo. El rector, con palabras amables, le puso las cartas boca arriba: “Juan, tú no puedes seguir estudiando. Tienes ante ti dos opciones: o hacerte hermano lego o volverte para casa”.

       No fue una conversación. Sólo la exposición de una propuesta que a Juan le sonó a ultimátum. Abandonó el despacho destrozado; el mundo entero se hundió bajo sus pies: “semejante noticia fue para mí una puñalada” (‘tale notizia fu per me una saettata’). Y por el pasillo se fue rezongando: “No quiero ser hermano. Para trabajar en el campo o en la cocina, me voy al pueblo y echo una mano a mi padre. Yo quiero ser sacerdote”.  Fue entonces cuando se sintió un fracasado: “Toda esperanza desvanecida y ante mí la triste y humillante realidad, otras veces repetida, de volver al pueblo, y ser y parecer un fracasado. Sólo Dios sabe cuánto sufrí. En lo más profundo de mi ser sentía una repulsa a hacerme hermano. Pasé la Navidad con una idea que no se me iba de la cabeza: tengo que volver a casa”.

Y también, quizás por primera y última vez en la vida, sintió que la Virgen lo abandonaba. “Pero entonces la Virgen de la Comuna no me ha escuchado. Le he rezado e implorado que me ayude a encontrar el camino antes de que el Año Santo llegue a su fin y sin embargo…”

       Acudió a su padre espiritual, el P. Corneo. Éste conocía la calidad del alma del joven Juan y se sintió apenado. Le pidió que lo meditase y le aseguró que él ofrecería las siguientes tres misas para que el Señor le iluminase. Juan rezó y rezó mucho. Sufrió y sufrió mucho. Probó la sequedad de la oración, el desierto de la plegaria, la aridez de la súplica, la acidia de la vida. Ningún resquicio de luz. Cuando la noche se hizo total, metió sus pocas prendas y sus cuatro libros en una maleta. Y empezó a imaginar (y a temer) la partida del seminario y la llegada vergonzante a Sanguinetto.

       El día 28 subió al despacho del padre espiritual para despedirse definitivamente. “¿Qué pasa, Juan?”, le preguntó el sacerdote. “Me marcho”, contestó Juan. Hubo un silencio sepulcral. Juan no sabía añadir ninguna floritura a su lacónica decisión, y el buen cura, sin embargo, quería añadir algún argumento deslumbrante para convencerle de lo contrario. Un silencio espeso y tenso.

       De pronto, le espetó: “¿Y si marchándote perdieses tu alma?”. Juan no esperaba esta pregunta o, si se prefiere, este chantaje espiritual. Enmudeció. Juntó las manos con fuerza, se sintió “como deslumbrado por un rayo de lo alto”, bajó la mirada y balbuceó con el poco aliento que le quedaba en la garganta: “Allora, rimango”. Entonces, me quedo.

        No era el sí gozoso ante lo que había soñado tantas veces. Era mucho más: la aceptación libre de otra voluntad, ajena por completo a sus planes. Así, y no de otra manera, es el sí que se pronuncia en cualquier huerto de los olivos. 

       El padre espiritual respiró hondo y alzó la mirada a lo alto. Si hubiese pensado sólo como hombre, hubiese saboreado su triunfo, pues había cumplido con su deber de buscar operarios para la mies del Señor; pero también era un padre, un pastor que no podía consentir que ninguno de sus hijos se perdiese. Y nadie podía arrebatar a Dios el alma limpia como la patena de este joven.

       Lo abrazó. No el ósculo frío de los eclesiásticos, sino el abrazo cálido de los seres queridos: “No te preocupes, Juan. Yo me hago responsable de tu alma”. ¿Se puede decir algo más rotundo y hermoso en el momento más decisivo de una existencia? Karl Rahner escribiría que “este abandonarse propio de la fe es la máxima osadía del hombre”.

       La pesadumbre desapareció. Juan sintió que revivía. Después de horas de agonía, experimentó una pequeña transfiguración: “Desde ese instante desaparecieron todas las aprensiones, los temores, y empecé a sentirme otra persona. Todo mi ser se inundó de una alegría y de un gozo que no es posible describir”.

       Lo que pasa es que los proyectos de Dios no siempre coinciden con los proyectos de los hombres. El señor le había hecho conocer su vocación, aunque ésta no coincidiese con los anhelos –puede que incluso vanidosos- de alcanzar el sacerdocio. Fue la gran lección de su vida. Y si su memoria se negaba insistentemente a recordar los verbos aristos o medios del griego, su corazón aprendería para siempre esta enseñanza: hay que pedir al Señor que nos indique por qué camino hemos de seguirle y nunca que nos desbroce el sendero por el que nos gustaría andar. 

       Treinta años después escribirá en su Autobiografía: “Oh, Jesús mío; Oh, Virgen Santísima; Oh, San José; Oh, don Luis Guanella, hoy, al evocar estas piadosas palabras ‘entonces, me quedo’, estoy aquí, humildemente prostrado, para agradecer la inmensa bondad de Dios por semejante graica, como fue la de haberme llamado a la vida religiosa como simple hermano lego y de haberme llamado de manera insospechada”.

  

“De estudiante a pinche de cocina…”

Esa misma mañana del 28 de diciembre de 1933 Juan no regresó al aula seria y temible de los exámenes de griego y latín ni a los libros plomizos que tantos disgustos habían proporcionado a su memoria frágil y a su corazón sensible. Arrinconadas para siempre quedaron las conjugaciones verbales, las ecuaciones, las declinaciones, las listas de emperadores romanos, la clasificación de los vertebrados y las capitales del mundo.

Con los nudillos de su mano dio golpecitos en la puerta del despacho del rector, P. Miguel, y entró. Le comunicó su decisión de permanecer en los guanelianos para hacerse hermano. “Bien, bien, una buena decisión”. El P. Miguel se levantó de su sillón frailuno, y le indicó que le siguiese escaleras abajo. Cuando llegaron a la cocina: “Aquí le traigo un ayudante”. La hermana cocinera, María Zilioli, le indicó un saco de patatas y le acercó un cuchillo. Patata tras patata, avemaría tras avemaría. Del examen de griego interrumpido a su llegada a la cocina no había pasado ni una semana. “De estudiante a pinche”, resumió Juan, con buen humor. Y en su interior, se alegró al pensar que este no era su plan, pero que, bien mirado, estaría más a gusto y tranquilo al lado de los fogones que hincando los codos sobre el pupitre.

Sólo entonces recordó que faltaban pocas horas para que el Año Santo llegase a su fin, y cayó en la cuenta de que la Virgen María, verdaderamente, le había hecho conocer su vocación. Se le saltaron las lágrimas.

Sor María le decía en todo momento lo que tenía que hacer y el buen Juan obedecía. A una no le costaba mandar, y al otro tampoco le costaba obedecer. Pelar patatas, picar cebollas y ajos, lavar coles y lechugas, cargar los alimentos, limpiar las marmitas y cacerolas, barrer y fregar los suelos. Era un trabajo duro, reconocía, pero más duro era estudiar.

Las corrientes en la cocina eran constantes; el agua en invierno, siempre helada; las humedades de las paredes creaban sombrías sombras. Su salud empezó a resentirse. A las pocas semanas, se agarró una buena pulmonía. Tuvo que pasar muchos días en la enfermería. Sería la primera vez que su ritmo se detenía bruscamente por falta de salud. Conocería a lo largo de su vida otros momentos de enfermedad. Hasta en esto siguió el patrón común de todos los hombres grandes a los que la Providencia prueba de un modo especial con el dolor físico o el quebranto espiritual. Ya decía Pascal que “el estado natural del cristiano es la enfermedad”. Juan de la Cruz había escrito que “el primer grado de amor hace enfermar al alma provechosamente”. Y también al cuerpo, porque ya se sabe que los justos habitan con cierta frecuencia el país de la fiebre.

Juan pasó nueve meses de marmitón o galopillo. Al cabo de este embarazo de pinche de cocina en que aprendió a hacer una pasta, un risotto, unas albóndigas y unas patatas, todo ello con mucha agua y pocos tropezones, salió doctorado en cocinero.

 

En Fara Novarese apenas se quedó un año. Pero este lugar es muy importante en la vida del hermano Juan, porque fue allí donde aceptó hacerse hermano lego, y hacerlo en medio de los Siervos de la Caridad (guanelianos) y fue allí donde adquirió los primeros rudimentos como cocinero, un trabajo que le habría de ocupar los próximos dieciséis años. Allí, en Fara Novarese, un 28 de diciembre de 1933, el hermano Juan tuvo su particular ‘Anunciación’. Y allí pronunció su “fiat”.

El joven de Sanguinetto, alto y apuesto, al que “le encantaba por las tardes pasear en solitario e ir por los campos rezando”, había encontrado su lugar en el mundo.

 


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