viernes, 22 de marzo de 2024

Oxford. Niños. Y hojas

 


El escritor castellano José Jiménez Lozano y el profesor inglés C. Stuart Park hubieran querido viajar juntos a Oxford con parada en Port Royal des Champs, en París, en Canterbury y en Londres. No pudo ser. Y sustituyeron este periplo por unas “charletas” en Alcazarén, Olmedo y Valladolid. Y de este diálogo tranquilo y casero en torno a la Biblia, el libro por el que ambos sentían pasión, surgió un delicado librito titulado “El viaje a Oxford que nunca tuvo lugar”. Y estas conversaciones empiezan por Qohelet que nos enseña que la vida es niebla, humo, vaho, vapor, es decir algo efímero, pero increíblemente hermoso, como la vida. Y siguen con aquellas Biblias en español que tuvieron que imprimirse en el extranjero, en el exilio, porque en el suelo patrio la Biblia en romance estaba prohibida. Y en estas charletas, no falta el recuerdo para George Borrow (Don Jorgito el inglés), agente de la Sociedad Bíblica Británica que recorrió España vendiendo Biblias que “sólo podían ser útiles para el bien de la sociedad”. Y tampoco podía faltar un melancólico recuerdo para los heterodoxos españoles que, en su día, no comulgaron con la ortodoxia imperante hispana, por lo que muchos de ellos fueron enterrados en cementerios separados. Ambos ‘conversadores’ lamentan la falta de una presencia netamente bíblica en la literatura española, algo que no sucede en la inglesa. Este casero diálogo alrededor de la Biblia tiene el sabor de un trozo de paz y la frescura de un vaso de agua. Algo verdaderamente raro en este país de escasos lectores bíblicos.

 Una amiga italiana me envía su última reflexión, que suscribo y rubrico: “Niños a los que organizan fiestas grandiosas de cumpleaños, con tartas gigantescas que no comen, animadores pagados a los que no escuchan. Padres-taxistas, pegados a su móvil, listos para recoger a sus hijos y llevarlos de un sitio para. Padres que vigilan, ansiosos, la comida, la bebida, el sueño, los pasos y la respiración de sus pequeños. Padres convertidos las 24 horas del día en monitores de ocio y tiempo libre porque los niños están instalados en un continuo aburrimiento. Niños sin fantasía que no saben qué hacer si les quitas la tablet de las manos. Niños incapaces de dar las gracias, de saludar o pedir perdón. Niños a los que se suplica un beso. Niños que no aceptan un no como respuesta. Niños sin ninguna capacidad para sobrellevar un contratiempo, una frustración. Niños que no aguantan más de diez minutos haciendo la misma cosa, o que no sienten la mínima simpatía hacia quien no tiene zapatillas de marca o el último juguete tecnológico. Profesores a los que se culpa de todo y a los que se abronca si al hijo se le ha puesto una nota baja o se le ha afeado un mal comportamiento. Todos, niños, padres, profesores, insatisfechos y preocupados, hartos y tristes. Pero todos incapaces de pararse un momento y empezar a educar en serio, educar con el estilo con el que la vida nos educa, porque la vida está hecha de síes y noes, de pequeñas derrotas y victorias, de alegrías y penas, de paciencia y de espera, de esfuerzo y perseverancia, de cortesía y de respeto, de breves momentos de exaltación o breves momentos de bajón, en medio de un larguísimo camino de rutina”.


En Todos nuestros ayeres, de Natalia Ginzburg, Cenzo Rena, refiriéndose con humor a la protagonista de la novela con la que terminará casándose, dice: “Ana es un insecto pequeño, perezoso y triste encima de una hoja”. También nosotros somos hojas sobre las que de vez en cuando se posa un insecto. Nos hace un poco de compañía. Nos alegra un poco el corazón o nos sumerge en la zozobra. Y luego, nos abandona. También nosotros somos insectos que nos posamos un buen día sobre una hoja nueva, bajo el sol o la lluvia. Una hoja a la que vamos descubriendo, una hoja que nos enternece o nos bombea el corazón. O nos hace reír o soñar; también sufrir. Y luego, abandonamos. Durante un tiempo amamos las hojas sobre las que nos posamos. Y durante un tiempo amamos los insectos que llegan a nuestra vida. Y así comprobamos que la vida tiene su dicha y su desgracia: La esperanza linda con la desilusión. Y la alegría hace pared con el llanto. La ternura y la aspereza crecen en el mismo tiesto. Y el rosal tiene punzantes espinas y olorosos pétalos. Solo al buen lector del corazón humano le aguarda eso que llamamos serenidad.

jueves, 14 de marzo de 2024

11 M. Haití. Y Manuel.


1.- En las iglesias de Madrid, las campanas han doblado a muerto veinte años después del atentado del 11-M que costó la vida a 192 personas. Cada uno de nosotros recuerda dónde se encontraba cuando conoció la noticia de la masacre perpetrada por el terrorismo islamista. Yo recuerdo la incredulidad y una tristeza en aumento, a medida que las cifras de heridos y muertos se disparaban y se conocían los detalles espeluznantes de las estaciones de tren. Luego, vinieron las llamadas. Quién más y quien menos tenía conocidos en la capital y todos deseábamos conocer si estaban a salvo. Poco después, llegó el silencio, como una nevada de piedra que lo cubría todo. Un duelo en cada casa. Un luto que impedía hablar alto, salir a tomar una cerveza al bar, ir al cine o al gimnasio, celebrar el cumpleaños… Han pasado los años. Y las víctimas seguirán peleando con sus demonios interiores y llorando a sus muertos. O reconciliándose con sus propias heridas. Y en estas dos décadas no ha habido respuestas para tantas preguntas sobre el mayor atentado terrorista ocurrido en suelo europeo.

 

2.- Hay estados a los que únicamente se les puede dar dicho nombre porque su bandera ondea en la sede neoyorkina de las Naciones Unidas. Haití es uno de esos estados fallidos. Existen sólo en el papel de los mapas pero no pueden cumplir ninguna de las funciones supuestas de un Estado: ni la seguridad, ni la educación ni la sanidad ni las infraestructuras. Al país más pobre de América y uno de los más pobres del mundo, el terremoto del 12 de enero de 2010 lo hundió definitivamente en el caos y en la miseria. Murieron más de 300.000 personas y perdieron la casa más de un millón y medio de haitianos. No quedó un edificio en pie. La solidaridad internacional fue grande. Se dice que si toda la solidaridad recaudada en el mundo hubiera llegado a Haití y se hubiera repartido bien, a cada ciudadano le habrían tocado varios miles de dólares. Las oleadas de cooperantes internacionales llegados tras la catástrofe tuvieron poco a poco que salir por patas, ya que los secuestros de extranjeros estaban a la orden del día. Sin autoridad y sin Gobierno, las bandas criminales se hicieron con el país, cada una de ellas con su violencia y sus ganancias, sus atentados y sus secuestros. Varias de estas bandas están bajo el control de Jimmy “Barbecue” Chérizier, un temido líder, puede que más fuerte que el propio Gobierno. ¿De dónde le viene el apodo "Barbacoa"? Unos dicen que su familia regentaba un restaurante a la brasa. Otros, por su gusto a incendiar casas con sus moradores dentro. Y según otros, porque alguna vez se ha jactado de comer a la brasa la carne de sus víctimas. Son muchas las voces que aseguran que Haiti está al borde de una guerra civil, pues las autoridades se muestran impotentes ante estas bandas que siembran la violencia por doquier. Es verdad que los soldados de Naciones Unidas llevan años en Haití, en prolongada y carísima misión, y también bajo acusaciones graves. Pero de ellos, por tu típica inoperancia, nada se espera.   


 3.- Rodrigo Muñoz Ballester nació en Tánger. A los 7 años llegó a Madrid. Vivió durante una temporada con sus padres y hermanos en una mala pensión de la capital. Un día empezó a pintar en el papel de estraza que había envuelto un poco de carne: “He sido capaz de hacer el mundo”, dijo el muchacho maravillado al acabar su dibujo. Unos años más tarde, ya hecho un hombre, bajó a la piscina y allí descubrió a Manuel que disfrutaba del agua y del sol con su mujer e hijos. Pero el deseo, que no entiende de códigos ni de estados, incendió el cuerpo del artista tangerino. Un amor no correspondido. Un amor imposible. Un deseo nunca satisfecho, pero un amor, al fin y al cabo. De este amor triste y callado surgió una escultura, “Manuel”: dos cuerpos fundidos, como injertados el uno en el otro; el uno, vestido; el otro, desnudo, pero compartiendo un solo corazón. Una galería de arte llevó la escultura a Arco, año 1983, causando escándalo mayúsculo. Un coleccionista inglés la compró, pero, al morir, se la legó al autor en el testamento. En esta edición de 2024, la escultura ha vuelto a Arco, y ha recobrado protagonismo, ya sin polémica, porque una obra de arte queer ya no provoca a nadie. Aún no se sabe si alguien la ha comprado. Esta escultura parece decirnos que las vidas se construyen, no solo con lo vivido, sino también con lo que se sueña, con lo que se desea, con lo que se teme, con aquello a lo que se aspira, y que se mantiene vivo en la mente, el corazón y la piel.

sábado, 9 de marzo de 2024

“… so pena de ser señalado como un Estado asesino”


La muerte de más de 100 civiles a manos de las tropas israelíes mientras se arremolinaban para recoger alimentos ha devuelto actualidad a la guerra de Gaza. Condené en su día el atentado y secuestro de rehenes en octubre de 2023, perpetrado por el sanguinario grupo terrorista Hamás, tal vez el enemigo número uno de Palestina.

Pero la respuesta de Israel ha sido mucho más que desproporcionada; ha sido sanguinaria. La Comisión General de Justicia y Paz, tras el ataque a los civiles que, hambrientos, intentaban hacerse con un puñado de arroz o galletas, ha manifestado con rotundidad: "Hay límites que no se pueden cruzar son pena de ser señalado como un Estado asesino”. La Comisión afirma también: “Es una acción más de la larga lista de ataques con la excusa de encontrar personas de Hamás entre ella”.

            Condenar el atentado de Hamás no significa callar ante las acciones violentas de Israel, que han ido mucho más allá de la legítima defensa. Un Estado deja de ser Estado cuando no respeta los más elementales derechos humanos, hace caso omiso de las normas internacionales, y ataca a civiles desarmados.

            Los ataques a hospitales, con el pretexto de que esconden armas o terroristas de Hamás, ha dejado en la pura ruina la atención sanitaria de la franja de Gaza. Con la excusa de perseguir a los terroristas, están expulsando de sus casas y de sus barrios a miles de palestinos. “¿Se trata –se pregunta la mencionada Comisión- de asolar el territorio, para no dejar posibilidad de residencia en él?”. Yo diría que existe una voluntad de reducir Gaza a un solar, que posteriormente será ocupado por los colonos israelíes. Ni siquiera en legítima defensa vale todo. Ni siquiera en la guerra vale todo. Hay una ética de mínimos que debe respetarse. Cuando se cruza ese umbral, se entra en la ley de la selva: un bosque de terror,  horror y barbarie.

            ¿No resulta increíble que un pueblo que a mediados del siglo XX conoció Auschwitz, Birkenau, Treblinka, Mathausen, Dachau… no sienta un mínimo de piedad hacia los niños inocentes, enfermos, hambrientos de Palestina? Netanyahu, sus ministros  y todos sus apoyos son enemigos, no solo de Palestina, sino de los propios israelitas, porque a los ojos del mundo están comportándose como sus antiguos verdugos de los campos de concentración. Puedo sentir hasta pena por los jóvenes soldados, arrastrados a una guerra y empujados a matar. La víctima derrama su sangre. Pero esa misma sangre mancha de por vida a quien mata.

            El drama de Palestina es, tal vez, que es un pueblo sin amigos, ni siquiera entre sus vecinos árabes o musulmanes, verdaderamente indolentes e indiferentes al drama gazatí. Resulta hipócrita y cínico, por otro lado, que en los últimos días, con la boca pequeña, la administración norteamericana alerte de los “excesos israelíes”, cuando ha vetado todas y cada una de las resoluciones de la ONU que condenaban a Israel por sus repetidos atropellos y demasías contra los palestinos. ¿Es Estados Unidos un Estado cómplice de un Estado terrorista? Ahí lo dejo.

            Lo he escrito en otro momento, Palestina no es modelo de casi nada: ni de democracia, ni de derechos humanos, ni de respeto a las minorías. Pero eso no quita para que, ante tantas vidas inocentes y echadas a perder para siempre, se condene sin paliativos la masacre provocada por el ejército israelita. Se calcula que desde el momento del estallido bélico en octubre pasado han muerto algo más de treinta mil palestinos, otros setenta y dos mil han resultado heridos. Y se calcula que más de un millón de desplazados forzosos están hacinados en campos de refugiados, mientras los hospitales reciben consternados a niños que se les mueren por desnutrición (según estimaciones, el 16% de los niños la sufren). El Director de la OMS ha escrito que “los niños que han sobrevivido a un bombardeo, tal vez no sobrevivan a una hambruna”

            Solo cabe esperar que en tantos israelitas honrados, que los hay, y en tantos palestinos honrados, que los hay, crezca la piedad hacia los inocentes, hablen la lengua que hablen, crean en el Dios que crean y tengan la bandera que tengan. Sin esa piedad hacia los inocentes, difícilmente podemos seguir llamándonos humanos.

La tierra del profeta Isaías que soñó una mundo donde “De las espadas forjarán arados; de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra. La tierra en la que Jesús bendijo a los mansos, a los limpios de corazón, a los humildes y a los pacíficos… no se merece menos. Ni sus gentes pueden aspirar a menos.

















jueves, 7 de marzo de 2024

Juan Carlos Unzué. Artículo 49. Y Fathi Ghaben

 


1.- El ex futbolista Juan Carlos Unzúe llegó el otro día en silla de ruedas al Congreso de los Diputados para hablar de la enfermedad del ELA (esclerosis lateral amiotrófica) que él sufre, y con él otros cuatro mil españoles. Una enfermedad verdaderamente terrible que va paralizando todo el cuerpo hasta convertirlo en un ‘guiñapo’. Y sin embargo un ‘guiñapo’ que aún siente, ama, sufre y espera. Unzué empezó su discurso pidiendo que levantaran la mano los diputados presentes. Sólo había cinco. Los demás eran enfermos, familiares y voluntarios de las distintas asociaciones. Dijo que los enfermos, llegados a una determinada fase, necesitan cuidadores, a los que hay que pagar, y que casi ninguna familia puede hacer frente a una situación así. Pidió hechos, pidió leyes, y se lamentó de que lo único que se ofrece a los enfermos (a ellos y a todos) es una muerte digna. Pero que él, y muchísimos más enfermos, lo que pedía era una vida digna. Pero vivimos un tiempo en que la gente se desgañita a favor de la “muerte digna”, porque eso parece ser lo progresista, lo razonable, lo que toca, en lugar de reclamar una vida digna para todos. Por cierto, la 'muerte digna' sale muy barata, apenas unos euros. Pero llevar una ‘vida digna’ durante la enfermedad sale cara. Cuesta tiempo y sacrifico, exige múltiples cuidados por parte de mucha gente, necesita mucha inversión pública. Y también una grandeza moral a la que ya hemos renunciado.

 


2.- El pasado 15 de febrero el rey Felipe VI ratificó la reforma del artículo 49 de la Constitución Española. Dicha reforma sustituye la palabra “disminuidos” por el término “personas con discapacidad”. Se barajaron otras expresiones, como “personas con capacidades diferentes”, o “personas con diversidad funcional”, y aunque buscaban un mensaje positivo, no han encontrado consenso por ser términos vagos e indefinidos que no terminan por nombrar a nadie. Bienvenida sea la reforma del artículo, si verdaderamente eso significa que, como ciudadanos y como sociedad, pensamos que las personas con discapacidad tienen idéntica dignidad e idénticos derechos que el resto de ciudadanos. Bienvenida sea, si pensamos que ellas tienen no poco que decir a una sociedad que todo lo mide en eficiencia y apariencia. Esperemos que este cambio de palabra no corresponda únicamente a un deseo de ser políticamente correctos y buenistas. Son muchos los que sabíamos que eran personas muy válidas, aunque en la Constitución se hablase de “disminuidos”. Porque también podemos hablar elegantemente de “personas con discapacidad”, pero al mismo tiempo pensar que un “Down” pueda ser eliminado antes de nacer sin ninguna mala conciencia.



3.- Hace pocos días murió el reconocido pintor palestino Fathi Ghaben. Había sido fiel a su tierra, Palestina, que le vio nacer y donde creció como artista. Le llamaban el Van Gogh de Gaza. Su estado de salud se agravó en las últimas semanas, pero ningún hospital de Gaza estaba en condiciones de atenderlo, debido a la guerra y a la destrucción de los centros hospitalarios. Los familiares de Fathy Gaben solicitaron insistentemente a las autoridades israelíes una autorización para salir de la zona asediada y poder así recibir tratamiento en un hospital extranjero. Pero no hubo respuesta. No corren tiempos para la piedad, sin duda. Y la desgracia de Fathi Ghaben es también la desgracia de todo un pueblo. Un sufrimiento compartido por tantos. Está de más decir que el mundo de la cultura europea, tan sensible a otros temas, tampoco ha movido un dedo ni ha lamentado la pérdida del pintor gazatí.


miércoles, 28 de febrero de 2024

Mario Borzaga y los mártires de Laos

 

Laos está lejos de mí. Y Mario Borzaga también lo estaba hasta que una conferencia y un libro de Alberto Ruiz González me lo acercaron. Así ocurre siempre. Todo ha existido en el mundo. La Historia ha registrado todo, pero nosotros apenas sabemos nada. Nuestra mirada poco abarca y nuestra inteligencia poco retiene.  El ser humano es ignorante por naturaleza. Solo la curiosidad lo saca de este trastorno.

Mario Borzaga tenía apenas 27 años cuando el martirio vino a su encuentro en la tierra lejana de Laos, donde unos cuantos frailes extranjeros y unos cuantos cristianos nativos intentaban sembrar el evangelio en surcos donde antes sólo había crecido el arroz. Pero a Mario el martirio no le pilló desprevenido, porque en el horizonte de su existencia lo vio como en esbozo, cada vez más perfilado y delineado, a medida que las noticias sobre la penetración de la ideología de odio al extranjero y al cristiano avanzaba.

En 1957, Mario Borzaga con otros compañeros llega a Laos. Este país, situado en la península de Indochina y con una extensión equivalente a la mitad del territorio español, estaba atenazado entre Vietnam y Tailandia y era objeto de deseo de las grandes potencias (Estados Unidos, China y Unión Soviética). Entre 1954 y 1970, un grupo de 17 mártires, religiosos extranjeros, sacerdotes nativos, catequistas laicos, sufrieron el martirio por causa de su fe. De este grupo, destaca el joven Mario Borzaga, tal vez porque, con sinceridad inaudita, fue anotando en un diario lo que le sucedía en los adentros y en 'las afueras': “El diario de un hombre feliz”. Un diario íntimo ("escribir es lo que más me gusta") que inició poco antes de partir para Laos desde su patria, Italia. 

Había nacido en Trento, en agosto de 1932. Muy pronto comenzó sus estudios en el seminario de los Oblatos de María Inmaculada (omi), una congregación fundada por Eugenio de Mazenod en 1816. Esta congregación, de origen francés, conoció el martirio como pocas órdenes religiosas en el siglo XX (cinco mártires en la Francia ocupada por los nazis; veintidós mártires en Pozuelo de Alarcón durante la persecución religiosa de 1936 y otros seis mártires en Laos, a manos de las guerrillas comunistas) 

Mario, sacerdote recién ordenado, llega a un país extranjero donde el catolicismo está poco extendido, y en un momento en que el auge del comunismo aumenta la hostilidad a los extranjeros y a los cristianos, vistos como miembros de una religión extraña a la cultura laosiana. Y cuando Mario llega a la misión laosiana, lleno de entusiasmo juvenil, de fervor religioso y acaso de un sueño vanidoso de convertir laosianos, choca con una realidad bien distinta. Aunque la lengua oficial es el francés, casi nadie lo habla.  Dedica mucho tiempo al estudio de la lengua local, pero los progresos apenas se ven. Quiere transmitir el evangelio y comunicar la fe, pero siente la impotencia del mudo y del sordo: nadie le entiende y él no entiende a nadie. Cuando los feligreses quieren confesarse buscan a otros curas y se alejan de su lado, porque él no les comprende en su lengua nativa. El sueño se ha quebrado. Y en su diario, en el silencio de la noche, va anotando esta batalla diaria. Por otro lado, los lugareños de acuden a él, como acuden a los otros religiosos blancos, en busca de remedio para las enfermedades de sus cuerpos, pero él nada sabe de medicina. A lo más se atreve a distribuir algunos medicamentos simples,  aún a riesgo de equivocarse. Tiene afición por el tabaco, algo que a él le parece un vicio a erradicar. Sus propósitos de dejar de fumar duran poco, lo que le produce una nueva sensación de fracaso.

Solamente cuando se sabe frágil es cuando su alma se resquebraja, y por las grietas de ese desmoronamiento personal empieza a entrar la luz en su corazón, lo que le permite leer la realidad y el evangelio correctamente. Consciente de su pobreza personal, se sabe “un tipo de poco valor, un ser execrable”, pero mantiene su propósito firme de “no desear otra cosa que hacer la voluntad de Dios”. Y lleno de gratitud puede exclamar: “Dios mío, cuán inmensamente bueno eres conmigo”.

En una memorable página escribe: “Ha pasado el tiempo feliz de la esperanza de ser santos: ha llegado el tiempo de serlo; ha pasado el tiempo dulce de las hermosas promesas: ha llegado el tiempo atroz de cumplirlas. Mi cruz soy yo. Mi cruz es mi timidez que me impide decir una palabra en laosiano. Mi cruz es detestar sordamente a los que debería amar: los laosianos; pero por ellos tendré que dar toda mi vida”. 

Mario Borzaga no encontró en la misión lo que su yo iba buscando: conversión de infieles, transmisión del evangelio, autoridad sacerdotal, una pizca de aventura, un poco de prestigio, un tanto de reconocimiento. Lo que encontró fue su pequeñez, su incapacidad para ejercer el sacerdocio, tal y como él lo había soñado. Pero gracias a ese sufrimiento, encontró sentido a su vida y halló la felicidad. Se abandonó en los brazos de Dios como un niño indefenso. Escribe: “No debemos ayudar a los pobres para hacernos amar, estimar de ellos. Debo amarlos por Jesús, aunque me sean antipáticos”. Y también: “Pertenecemos al grupo de aquellos que luchan desesperadamente contra la tristeza, de aquellos a los que no les es lícito aparentar ni siquiera estar tristes”.

Ante las noticias de las masacres cometidas por las patrullas comunistas del Pathet Lao, Mario siente miedo. Tiene miedo no sólo de los guerrilleros; tiene miedo de no dar la talla, de no estar a la altura cuando las cosas pinten mal, de “no ser capaz de decir sí hasta el final”. Barrunta que la prueba definitiva se acerca, y escribe a su tío  para decirle que “ha dado su dirección en caso de acontecimientos tristes”.

A medida que los grupos violentos se acercan, los religiosos se dirigen a otras comunidades más alejadas. Y entonces, con lirismo poético y viva emoción, escribe, a modo de despedida: “¡Adiós, Kiucatian, que tanto quería! Mi pequeña iglesia, las casas de paja, los cerros ventosos. Niñitos que en vano me sonreísteis, mujeres de ojos serenos como oraciones, vosotros amigos… Todo esto ha pasado y nunca volverá a ser para mí. Y tu recuerdo no será más que lágrimas sobre mis días acabados. A las estrellas cada noche rezaré por vosotros, a quienes siempre he amado”

El 25 de abril de 1960, acompañado de un joven catequista laosiano, Shiong, parte para otro lugar, un saco sobre los hombros, una gorra en la cabeza, vestido de negro como un hombre de la etnia hmong. Se pusieron en camino y poco después se encontraron con un grupo de guerrilleros. Como odiaban a los extranjeros y la fe que profesaban, decidieron matarlo, aunque a Shiong le dieron la oportunidad de huir. El catequista intercedió por Mario: “Es un sacerdote italiano muy bueno, muy amable con todo el mundo. Ha hecho muchas cosas buenas”. Pero se negaron a creerle. “No me iré –dijo Shiong- me quedo con él. Si le matáis, matadme a mí también. Donde él muera, moriré yo, y donde él viva, viviré yo”. Mataron a los dos. Un hmong dio testimonio de su final.

El 11 de diciembre de 2016, en Vientián, capital de Laos, conforme a lo establecido por el Papa Francisco, se celebró la beatificación de los 17 mártires de Laos: religiosos y laicos, laosianos y europeos, entre los 16 y los 59 años de edad. Todos ellos habían intentado vivir el ‘martirio de caridad’ en Laos. Y en Laos encontraron el martirio de sangre. La vida se desgasta por amor. Y a veces, amar y creer cuesta la vida.












lunes, 26 de febrero de 2024

Niebla en el sendero

 

         A esta ciudad, situada en un valle, entre el Duero, el Pisuerga y la Esgueva, algunos días al año la niebla la visita. Y así año tras año, década tras década, hasta el punto de que algunos califican a Valladolid como “ciudad de la niebla”. En general la niebla es un fenómeno atmosférico con mala prensa. Los conductores se quejan de la escasa visibilidad; los reumáticos, de acentuar sus dolencias; las señoras, de encresparles el pelo y estropearles el peinado; y otros muchos, de levantarles dolor de cabeza.

Pero yo creo que la niebla es una maravilla y una hermosura. Y de hecho, los días de niebla me parecen los más hermosos para caminar, especialmente si lo haces al lado de un curso de agua. Uno de estos días neblinosos me lanzo a recorrer un tramo del Canal de Castilla, entre la dársena del barrio de la Victoria y el término de Cabezón de Pisuerga, disfrutando en el trayecto de las últimas esclusas de este río artificial, proeza de ingeniería, que nace en Alar del Rey. 

Una niebla densa que apenas me permite ver unos metros por delante. Niebla que, como vaporoso sudario o cendal, envuelve el Canal de Castilla, ese sueño de agua de ingenieros e ilustrados para apagar la sed de las llanuras cerealistas de la infinita Tierra de Campos. Los gansos y fochas se deslizan silenciosos por el agua y unos metros más allá los pierdo de vista, emboscados en la bruma. La niebla, susurro de vapor, se posa leve sobre la tierra, los árboles invernales, las zarzas, los juncos y los musgos, el aire y los edificios, la autovía, los puentes y pasarelas, los campos de labrantío y los surcos removidos, los caminos de sirga por donde anduvieron, cansinas y sonnolientas, las mulas que arrastraban las barcazas con el trigo en un tiempo de asombro.           

El agua salta de las esclusas del canal con una música que nunca cansa al caminante. Solo me cruzo con otras tres personas a lo largo de 14 kilómetros. Sus siluetas se pierden en la niebla difuminada, como en una pintura con sfumato leonardesco. Huele a humedad y a polvo de agua, y los labios avanzan besando un aire de humo frío con sabor a vegetación y poesía. Agustín Acosta decía “estar enfermo de una niebla lejana, oh Dios, y se me torna de humo la palabra. Yo la deseo límpida… Yo la ambiciono diáfana”. Y Charles Bukowsky, con amargura ramplona, habla de que el “amor es una niebla que se quema con el primer sol de la realidad”. Con la niebla, los ojos de los puentes se desenfocan, enfermos de vejez y cataratas, de tanto agua como han visto pasar y de tantos sueños que la corriente disipó y evaporó para siempre.

 Pero son estos días brumosos y emboriados los que ama el caminante. ¿Qué hay más allá de ese recodo, más allá de ese ramaje, más allá del árbol caído, más allá de la casa en ruinas, más allá de esas nubes bajas con miles de gotas en suspensión? ¿Es sueño, sombra, aparición, aquel bulto que anda en lejanía? ¿Son así de evanescentes y neblinosos nuestros sueños, nuestra vida, nuestra alma, nuestros recuerdos y nuestros amores? ¿Es la niebla el paisaje habitual del corazón humano? No lo sé, pero esta niebla que el caminante cruza o atraviesa,  persigue o deja a sus espaldas, le parece hermosa. ¿Qué le vamos a hacer?







sábado, 10 de febrero de 2024

Agricultores en el asfalto

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Los tractores han abandonado los campos y se han metido en el asfalto y en la ciudad. Los agricultores y los ganaderos han dejado los establos y las tierras de labor y se han colado en las calles, para manifestarse y defender un estilo de vida, una forma de pensar y, sobre todo, una forma de producir, precisamente alimentos, algo tan necesario, que cada día compramos en el supermercado y que nos encontramos en el plato a la hora de desayunar, comer y cenar. Tres veces al día necesitamos los frutos del campo. 

En estos últimos días, me he ido fijando en las diferentes pancartas que acompañaban a las tractoradas por las ciudades de España. Las había incisivas, humoristas, ácidas e ingeniosas. Una de ellas captó mi intención. Y se la regalo al Ministerio de Consumo (no sé cuál es su misión): “Junto al precio de los alimentos en los supermercados, deberían poner también el precio que han pagado al agricultor o al ganadero”. Pues sí, sería una idea estupenda: que una vez por todas aprendiésemos que los alimentos no los producen Mercadona, Día, Gadis, Alimerka, Carrefour, Aldi, Lidl y otros tantos. ¡No! Y que los alimentos no aparecen, por arte de birlibirloque, en la nevera o en el armario de la cocina. Los alimentos los producen  el campo y la ganadería, los agricultores y los ganaderos. Y en los últimos años los venden a unos precios tan ridículos e indignos que daría para un memorial de agravios. Precios tan inmorales que en el último año han cerrado tres ganadería cada día (subida de los piensos, subida de los combustibles, sequía, burocracia extenuante…). Y de cientos de tierras no se ha recolectado el fruto porque costaba más sacar las patatas que el precio que ofrecían por ellas.

Los precios de los alimentos en el último año, por dar un dato, han subido un 10,5%. Y sin embargo esta riqueza no ha repercutido a los hombres y mujeres del campo. Si pagan 10 céntimos el kilo de tomates a un agricultor y tú lo compras en el supermercado a 2,50 euros, ¿quién se está beneficiando?  Parece que quien pone la tierra, el trabajo, el sudor, quien adelanta el capital, quien da trabajo a los jornaleros, quien mira al cielo para ver si la helada o la sequía acabará con el fruto, no es el agricultor, sino los señores que, desde sus despachos y ordenadores, sin arriesgar nada, hacen el agosto, un agosto que abarca los doce meses del año. Cuando camino por los caminos parcelarios y me adentro en los campos, descubro, al menos en esta tierra de minifundismo castellano, que la gente vive honradamente de su trabajo y que ninguno de ellos se ha hecho millonario vendiendo sus uvas, sus patatas, sus cebollas o su cebada. No vengáis a buscar millonarios en quien ara con el tractor hasta que el día atardece, en quien está subido a una cosechadora hasta las doce de la noche, o cambia los tubos de riego con el sol hiriente, o se desloma recogiendo patatas y llenando sacas. Lo triste de todo esto es que, como decía también una de las pancartas, “por una bolsa de plástico el supermercado me pide 15 céntimos, más de lo que el propio supermercado ha pagado al agricultor por un kilo de naranjas”.

Allá lejos en Bruselas, los políticos y los funcionarios europeos, repartidos por un sinfín de edificios y de hoteles de alto standing, gobiernan para un territorio inmenso, cuyas formas de vida no tienen demasiado en común. Probablemente tiene poco que ver el ganadero asturiano de cuatro vacas y cuatro prados con las ganaderías estabuladas de Centroeuropa. Probablemente el pequeño agricultor de un pueblo de Sicilia no se parece a la forma de producir de los inmensos invernaderos de Almería. Hasta hace no muchas décadas un ganadero podía vivir con sus cuatro vacas y un agricultor con sus cuatro tierras. ¡Hoy es impensable! Europa quiere ir a la vanguardia de la agricultura ecológica y del respeto medioambiental, pero no se puede echar por la borda a miles de pequeños agricultores y ganaderos que, desde que han nacido, no han conocido más que sus cuatro hectáreas y su aprisco de ovejas. No se puede exigir cumplir una burocracia tan estricta a nuestras pisciculturas, establos de ganado, y cultivos, tantos controles en la leche y en la carne, en los invernaderos, y luego importar miles de toneladas de alimentos de países con normativas laxas y con sueldos de hambre a los trabajadores. Este verano un agricultor me decía que había tenido que contratar una gestoría para que le arreglase todos los papeles, porque le llevaba más tiempo rellenar formularios que arar las tierras. La agenda 2030 está muy bien, es muy bonita, pero habrá que aterrizarla en las realidades concretas, que no son lo mismo en Baviera que en el Algarve.

Hay cosas que son verdaderamente desquiciantes. No se entiende que llevemos naranjas españolas a Dinamarca y traigamos naranjas marroquíes a España. No se entiende que un tráfico pesado atasque todas las carreteras internacionales llevando patatas descontroladamente de país en país. No se entiende que entre el 20 y el 40% de la fruta y la verdura acabe en la basura porque su aspecto no es perfecto ni su tamaño standard. No se entiende que un alto porcentaje de la aviación comercial esté dedicada al transporte alimentos. Es decir que los aviones –que contaminan lo que no está escrito- vengan cargados de lechugas, piñas tropicales, mangos, carne, flores, y que luego se nos “catequice” para que pongamos el despertador y encendamos la lavadora a las cuatro y diez de la mañana, o para que nos compremos un coche eléctrico porque el coche de gasóleo (que previamente nos habían animado a comprar) contamina mucho o que se impida el paso al centro de la ciudad de nuestro viejo coche. No se entiende que traigamos el trigo en barcos desde los países bálticos y luego no dejemos a los agricultores de Frómista sembrar trigo. No se entiende que se den ayudas por sembrar, en tierras de secano, girasoles que se secarán antes de tiempo y que no darán ningún fruto. No se entiende que miles de toneladas de naranjas en Valencia estén destinadas, no a las mesas, sino a las fábricas de biodiesel. Resulta increíble que el mayor productor del mundo de aceite haya visto como en el último año el precio de una botella de litro se duplicaba. No se entiende que seamos tan sensibles a la conservación de lobo y tan insensibles a las ovejas que el lobo mata. Hay algo desquiciante en esta política agrícola.

Creo que uno de los males de este país es la falta de sensibilidad hacia los problemas de la ganadería, la pesca y la agricultura. Me gustaría saber cuántos de los políticos que nos gobiernan a nivel nacional, autonómico o municipal han trabajado alguna vez en en el campo. La mayoría de ellos son urbanitas de zapato sin barros que nunca han pisado un establo, ni han ordeñado una vaca, ni han doblado el espinazo para recoger patatas o han faenado para pescar sardinas. Son, en su mayoría, gente que sólo conoce las oficinas, las aulas de la universidad, los despachos de abogados, y los cómodos salones de los partidos políticos y los sindicatos. Gentes que no saben manejar más que el ordenador y el móvil. Y ya se sabe, como rezaba otra pancarta: "La agricultura es muy fácil cuando se ara con un lápiz". Quien ha entrado en un corral de animales o ha vendimiado en pleno mediodía o ha recogido aceituna en el frío de enero ve las cosas distintas y los problemas diferentes. No se entiende que los grandes supermercados ofrezcan cajas de leche (producto anzuelo) por debajo de los costes de producción, y que las autoridades no intervengan o que las multas sean mínimas. Creo que la política agraria europea es la pata coja de la administración del Viejo Contiente. Las ayudas – que las hay- no solucionan el problema. El campo de un país está para ser trabajado. El campo tiene que producir. Una nación necesita ser autosuficiente en materia de alimentos. Un país necesita ser soberano, alimentariamente hablando.

En estos últimos días, los tractores han circulado por nuestras avenidas y el estiércol de los establos ha acabado a veces a las puertas de los impolutos palacios del poder. Estos días hemos entendido que podemos no necesitar nunca un campo de golf, un festival de rock, o un asesor financiero o un arquitecto de renombre. Pero lo que sí que es cierto es que la ciudad siempre necesitará el campo. Los abogados, los funcionarios, los médicos y los maestros necesitan el campo. Los hombres y las mujeres del campo son trabajadores esenciales, también después de la era Covid. No podemos decir lo mismo de otras profesiones, incluida la de los políticos europeos y españoles.

















miércoles, 24 de enero de 2024

Desayuno en La Colonial

         

         Segovia. La ciudad despierta de su somnolencia romana. Todavía no han abierto los monumentos. Pocos y silenciosos transeúntes por las calles. Empieza, tímidamente, el traqueteo metálico de las persianas de las tiendas. El vaho empaña los cristales del café La Colonial.

***

            Mesa 1. Mañana cumplirá 71 años. A las 11 tiene hora en la peluquería. Nunca se dio maña para arreglarse el pelo. Y ahora lo tiene fatal, unos pelos para cada lado, de un rubio apagado y mortecino. Ya lleva 6 años jubilada. Trabajó durante más de veinte años en el Palacio Azpiroz, en Fomento, como ordenanza. Y todavía cuando, al pasar, ve el Palacio, le entra como un remusguillo en el estómago. Siempre la trataron bien. Y a ella le costaba poco ser servicial, esa es la verdad. Desde que dejó de trabajar, se acerca  cada mañana a La Colonial. Es su costumbre diaria, haga frío o calor, nieve o caigan chuzos. En las primeras semanas de jubilada insistió machaconamente a su marido para que la acompañase. Pero él prefiere levantarse más tarde, desayunar sentado en el sofá. Y en el sofá se pasa el marido las horas muertas, viendo deporte tras deporte en un canal de pago. Los primeros meses de jubilada se sintió decepcionada. ¿Así que esto era la jubilación? ¿Llegar sola a la cafetería y pasar prácticamente sola todo el día? Pero decidió hacer su vida y tirar para adelante. Su marido es bueno, a su manera, pero a estas alturas ya no va a cambiar. ¡No hay quién le mueva! Los tres hijos se emplearon en Madrid, y allí formaron sus propias familias. Ella entra cada mañana en La Colonial y pide café con leche y cruasán. Y los viernes –costumbre adquirida en sus años de ordenanza- un chocolate con porras. Cuando termina el desayuno, se levanta y coge el periódico de la barra. Se planta las gafas y, lentamente, pasa página tras página. El desayuno le lleva poco más de una hora. Luego, según los días y los humores, le espera la gimnasia o el yoga, o la misa en la parroquia de San Martín, o el café, ya por las tardes, con dos antiguas compañeras de trabajo y sus correspondientes conversaciones de mujeres, ya sabes, recetas, ropas y maridos aburridos. De vez en cuando se deja caer por la sala de lectura de la Biblioteca. Y al atardecer, de nuevo la casa, el intercambio de breves frases con el marido, que raramente se quita el pijama, las llamadas a los hijos cada dos o tres días, los crucigramas… Y las labores de la casa, esto se sobreentiende. Y así transcurren los días, hasta que llega la hora de acostarse. Y también de rezar a la Virgen de la Fuencisla por la salud de los hijos y de los nietos, de sus seis nietos, que son la cosa más hermosa del mundo.



            Mesa 2. Un matrimonio de italianos con sus tres hijos, adolescentes-jóvenes entre los 16 y los 20 años. Este plan de fin de año con los padres era lo que menos les apetecía a los dos muchachos y a la chica. Hubieran preferido quedarse con sus amigos de Turín, ir a una pizzería, a una discoteca, celebrar la nochevieja con ellos. A los padres les ha costado Dios y ayuda pasar esta semana de vacaciones juntos. Han tenido que amenazarlos con no permitirles la semana de febrero en la nieve. Al final, los hijos se rindieron y aceptaran una semana en Madrid y alrededores. Ha habido que pactar mucho, aunque algunas cosas eran innegociables: visita al Prado y al Palacio Real, a los lugares teresianos de Ávila y a la catedral de Toledo. Todo ha sido pactado al milímetro. “L’ostensorio è la cosa più bella che ci sia al mondo”, dice el padre para referirse a la custodia de Toledo. La madre dice haberse emocionado en los conventos teresianos, por la sencillez y la pobreza. De hecho, lleva una estampa de Santa Teresa en la carcasa del móvil. A la hija lo que más le ha gustado ha sido el bullicio de las calles cuando encienden el alumbrado navideño. El pequeño de la familia se inclina por el Palacio Real. El mayor, solemne, suelta; “para mí, el Primark de la gran Vía es lo mejor de Madrid”. La madre le contesta: “Para de hacer el bobo”. “Bromeaba –se defiende el joven-; lo que más me ha gustado ha sido El Jardín de las Delicias, de El Bosco en el Prado”. Sus dos hermanos están a punto de explotar de risa. Creen que la primera respuesta es la que vale, porque su hermano mayor, presumido donde los haya, salió de Primark con un bolsón de ropa. La hija, que es la mediana de la los tres hermanos, no para de jugar con su pelo: una melena larga y un par de finas trenzas en cada lado del óvalo de su agraciado rostro. Disimuladamente, tiene el móvil activo sobre el muslo, y no para de mirarlo. El más pequeño de la saga devora un pincho de tortilla en menos que canta un gallo, y luego moja un churo tras otro en el café con leche, hasta vaciar el vaso. El mayor, en plan  gamberro, flequillo largo que le tapa los ojos, cuchichea en los oídos de sus hermanos una tontada, algo que el padre, perilla blanca y rostro enjuto, reprueba: “ma smittila. Non fare lo scemo”. La madre resignada: “Mamma mia, che pazienza”.



            Mesa 3. Se divorció cuando la pequeña tenía apenas unos meses. Esta semana de vacaciones le tocan los niños: un chiquillo de cuatro añitos y una chica de siete. Los tres comparten mesa con la novia que, hace poco más de medio año, se ha echado el padre de los pequeños. El hombre busca mesa, acomoda a los niños,  les ayuda a quitarse el abrigo, el gorro y la bufanda. Acerca a la barra las tazas vacías de los que ocuparon anteriormente la mesa. Limpia con servilletas de papel el tablero. Pide los desayunos, contesta las preguntas de los pequeños. Se ve que quiere ganarse a los niños, que quiere que los hijos se sientan bien y cómodos con su novia. Han venido desde Guadalajara a pasar un par de días a Segovia. Es el primer viaje que hacen los cuatro juntos. ¡Qué difíciles son los viajes! Es un continuo ejercicio de pactos, desde que el sol se levanta hasta que se acuesta. Ella parece envarada, casi a disgusto, como si este viaje no fuera con ella. Aceptó a regañadientes, después de mucha insistencia y súplica por parte del divorciado. Y ahora se arrepiente. No para de dar vueltas al café con leche, al que por cierto no ha echado ningún sobre de azúcar que desleír. La niña, más seriecita, se ensimisma en su desayuno desde el momento en que se lo sirven. Pero el pequeño, blanco de piel, pelo oscuro, mira repetidamente a la novia del padre, sin obtener ni una sola vez su mirada, una aprobación, una sonrisa o una carantoña. El silencio se instala por unos minutos entre los cuatro. El divorciado, guapo, tal vez algo decepcionado por el resultado del viaje, no tira la toalla sin embargo. Intenta animar el cotarro: el castillo al que entrarán dentro de un rato es el más bonito de España; desde él se ven montañas, ríos y torres a mucha distancia, en él vivieron reyes y príncipes, los soldados lo defendieron valientemente a cañonazos. Se aviva la atención de los pequeños. Y el niño se dirige a la novia del padre, guapa y tal vez infeliz, y sonriendo le dice una cosa al oído, al mismo tiempo que busca su mano. Y por un momento ella destensa los músculos de la cara y hace un repelús en la cabeza del pequeño. El divorciado pone cara de dar gracias al Universo por este gesto.



            Mesa 4. Felices las felices. Dos mujeres todavía jóvenes que aún no han alcanzado los cuarenta. Y una niña, cuatro añitos; una preciosa niña rubia, de sonrisa encantadora con hoyito en la barbilla. Se levanta de su silla y se sienta alternativamente sobre las piernas de la una y de la otra. No deja de sonreír. No para de hablar, y cuando lo hace es para mordisquear con gracia y aplicación su madalena. Sus madres la miran embobadas y no es para menos. Su ‘cielo’, su ‘tesoro’, su ‘amor’ les ha salido bien. Es una niña sana, alegre, simpática, sin ser empalagosa, y lista, sin ser resabiada. Una madre, pelo moreno a lo garçon, unos ojos grandes y negros que el rímel resalta, y el mismo hoyito que ha heredado la pequeña. La otra madre, más alta, lleva una cola de caballo y parece ligeramente más joven. Tuvieron que vencer dificultades y contrariedades. Los padres de la chica con el pelo corto no admitían, ni por asomo, que su hija fuese como fuese y amase a quien amase. ¿Qué iban a pensar los de la parroquia del Salvador de Cuenca cuando se supiese por toda la ciudad este romance? Les suplicaron que no hicieran pública su relación, que disimulasen, que se fuesen a vivir a Madrid, donde pasarían desapercibidas. Pero se quedaron en su ciudad, regentando una floristería que marcha viento en popa, en pleno centro de la ciudad. El soponcio llegó cuando anunciaron que la del pelo corto se encontraba embarazada. Y no de ningún maromo conquense, sino de unos mililitros de semen anónimo, tal vez un descreído o un extranjero. Ahora es la otra, la de la cola de caballo, la que está embarazada de otro ‘anónimo”. Con el primer ‘anónimo’ parece que hubo suerte. Esperemos que con el segundo también. Se las ve felices con lo que han vivido y con lo que aún les queda por vivir. A la pequeña le han prometido que van a ver muchos nacimientos, algo que la embelesa. La pequeña es la alegría de los abuelos. Y ahora ya ni imaginan el mundo sin la niña de sus ojos. No hubo ningún escándalo en la parroquia cuando la noticia se supo, porque la gente está ya de vuelta. Las aguas han vuelto a su cauce y la paz familiar ha regresado. La niña llegó a un hogar donde las dos madres tienen alegría y felicidad para dar y repartir. Siempre es así: felices las felices.



            Mesa 5. Los dos son de Segovia. Y sin embargo –y mira que es difícil- no se conocieron en la ciudad del Acueducto. Fue en la Universidad de Salamanca donde se descubrieron y se gustaron. Y ya llevan casi dos años saliendo juntos. Son jóvenes y son guapos. Yo diría que demasiado guapos los dos, y altos y bien proporcionados. Y los dos practican deporte y vida saludable. Melena larga ella, cutis fino, ojos grandes, piel tostada. Moreno él, barba descuidada-cuidada, corte de pelo de universitario oxoniano. Y ambos muy bien vestidos, con ropa cara. Pero también son aplicados y responsables. Están en tercero de matemáticas. Y el noviazgo no les ha hecho perder ni un minuto de tiempo. Ambos son prácticos. Son acicate y empujón el uno para el otro. Estudian muchas horas juntos. También ahora en navidades. Se levantan pronto. Desayunan en la Colonial y después marchan para la Biblioteca. Sobre una silla han dejado las carpetas de los apuntes, más algún voluminoso libro. Acercan sus rostros alguna vez: besos leves, besos finos como papel de fumar. Y hablan de nonadas y de planes para la Nochevieja. Y todavía se escuchan. El mundo aún está por estrenar para ellos. Dividen el cruasán y el ocho y lo comparten como dos enamorados románticos y bien educados. Ella cree que su chico gusta a todas las chicas, y que sería  un peligro dejarle solo en medio de una jauría de estudiantes universitarias que se le comería en un santiamén. Le ata corto. Él cree que su novia levanta pasiones, pero sabe enfriar con una mirada de hielo la mínima confianza de otro hombre. Los padres de ambos están encantados con esta perfección de hijos, y ya les imaginan cruzar la nave central de la catedral con vestido de Caprile y chaqué serio, con olor a incienso y lirios, y cuarteto de música con su Ave María de Schubert. E imaginan un futuro prometedor en cualquier empresa solvente de la capital del Reino, y nietos hermosos como sus padres, y un piso grande en la ciudad y un chalé en la sierra. Y viajes y, de vez en cuando, ambas familias se reunirán para una comida de postín en el Parador, en Casa Duque o en el Mesón Cándido. Por soñar que no quede.



            Mesa 6. Llega como quien llega a su casa. Tal vez este sea su hogar, o el hogar que a él le gustaría tener. Pide un café con leche y un pincho de tortilla, que casi deja entero. Después pide una copa de aguardiente. Lleva en sus mejillas algunos puntitos rojos que son como los sedimentos o las marcas inequívocas de quien homenajea su cuerpo con alcohol, puede que más de lo aconsejable por el médico de cabecera. Lleva poco tiempo jubilado. Trabajó toda la vida de contable en una empresa de la ciudad. Aprendía rápido las novedades y se fue adaptando, sin gran esfuerzo, a los nuevos programas de contabilidad. Pero nunca fue capaz de trabajar en equipo, porque tiende a la hurañía y a la sequedad en el trato. Y la querencia del alcohol y de la soledad siempre caminaron a la par en su existencia.  Sin embargo, no recuerda haber hecho el canelo por culpa una copa de más. Bebe. Lo reconoce. Fuma, lo reconoce, si bien mucho menos que antes. Y ya no va de putas desde hace medio año. Y no porque no haga su función de hombre, sino porque tiene el alma como acorchada de un tiempo para acá. Y le da pereza llegarse hasta el club, elegir prostituta, dar conversación, desvestirse, y acabar la faena con tristeza y sin cariño. En eso ha cambiado; ya no es el de antes. Antes un polvo semanal no se lo quitaba nadie, siempre en miércoles, para evitar el mogollón del fin de semana.  Y, además, piensa, esta es una maldita ciudad de provincias, maldita ciudad levítica, donde cada vecino lleva la ficha en la cabeza de todos los habitantes y sus pecados. Se tenía que haber largado a Madrid o al fin del mundo, pero ya es tarde. Para todo es tarde. Su único amigo murió hace seis meses, de cáncer. Era su compañero en la empresa, y su compañía en desayunos de oficina, y algunas cenas sin cadencia fija que terminaban con un gintonic y algunas confidencias en el bar de copas La Guagua. Su amigo era también un consejero al que respetaba. Y cuando él amigo decía “esta es tu última copa”, él le obedecía sin rechistar, como si se lo ordenase su madre. Desde que le llegó la jubilación pasa muchas horas en las cafeterías, siempre en una mesa. Piensa que el día en que se quede horas acodado en la barra, ese día ya será alcohólico sin remedio. De momento sólo es un opositor a alcohólico. Y pasa muchas horas haciendo cábalas para las quinielas. Anota en una libreta combinaciones, números, series. Las quinielas y la lotería son otros de sus vicios. Si un día gana la lotería, se marchará de la ciudad y no volverá ni siquiera para visitar el uno de noviembre a los muertos del cementerio. Y eso que en el camposanto segoviano es donde crían malvas las tres personas por las que sintió algún afecto: sus padres y su compañero de oficina. Chasca los dedos. Se acerca la camarera. “Otra copa de aguardiente y otro café solo, por favor”. Y así pasan los días.



            Mesa 7. Entran en la cafetería cediéndose el paso el uno al otro. Con su mochila en la espalda y su bufanda al cuello, mismos cuadros, diferentes tonos. Han llegado hace unos minutos a la estación del Ave. Han tomado el autobús 11 que hace el trayecto entre la estación y el Acueducto. Los dos alrededor de los 45 años. Uno de ellos, más alto, pelo ligeramente fosco y mejillas rasuradas. El otro, más bajo, pelo al uno con las primeras canas y barbita de una semana, lleva una antología de Antonio Machado, en edición bilingüe,  que en seguida introduce en la mochila. Se miran embobados, con ese arrobo de los inicios, y no les falta tema de conversación. Están pasando la última semana del año en Madrid. Ayer hicieron una excursión al Escorial. Y hoy, toca Segovia. Ambos llegaron al Lycée Édouard Gand, de Amiens, como profesores de español en septiembre pasado. Ya en el primer claustro de profesores, no pararon de mirarse, si bien furtivamente. Fue un flechazo a primera vista. Uno ya había encontrado casa en Amiens y buscaba compañero de piso. Él otro se alojaba temporalmente en un hotel y buscaba habitación. Todo fue fácil. Al tercer día ya compartían almohada, y convirtieron la habitación sobrante en trastero. El más alto había estado casado durante diez años y tiene un hijo pequeño. El más bajo había estado unido a otro hombre durante otros diez años. La ruptura para el primero fue amarga y devastadora. La ruptura para el segundo fue serena y civilizada. Y todavía se llaman o quedan para una cerveza. Han rehecho sus vidas, como se dice. ¿Pero es verdad que la vida puede rehacerse? Han decidido hacer su primer viaje juntos al extranjero. Y han elegido Madrid, porque es la capital mundial gay y una ciudad abierta. Todo es bonito para ellos. Y todo lo admiran: la ciudad, la cafetería, las flores de plástico en la mesa, la simpatía de la camarera, el vendedor de lotería del Niño que circula por las mesas anunciando premios para el día de Reyes, el chocolate y los churros, que toman como si fuese una delicatessen. Todo es bonito pare ellos: también la catedral que verán, el alcázar que verán, la casa de Antonio Machado que verán, por algo son profesores de español, el acueducto que ya han visto. El enamoramiento sólo tiene ojos para la belleza del mundo. 



***

Unos clientes abandonan La Colonial. Otros los remplazan. Las calles se llenan de turistas en una mañana invernal pero apacible. Mientras esperan en la cola a que la catedral abra sus puertas, el matrimonio italiano intenta explicar a sus tres vástagos la historia de la seo segoviana. Cruzan el foso del Alcázar el hombre divorciado -y vuelto a ennoviarse- con sus dos niños y su novia. La pareja de profesores de Amiens sube las escaleras de la pensión en la que vivió Antonio Machado. La niña rubia y sus dos madres muestran su asombro y felicidad ante el nacimiento hecho con figuras de trapo y papelón, de tamaño natural, en la iglesia de San Andrés. Los novios guapos y estudiantes de matemáticas extienden sus apuntes, el uno al lado del otro, en la Biblioteca Pública de la capital. La antigua ordenanza llega con algunos minutos de retraso a la clase de gimnasia en el centro Cívico de San Lorenzo. El hombre solitario anota en un viejo cuaderno números para esa quiniela que un día, tal vez, le haga millonario. La camarera de La Colonial se dirige a su mesa con un chupito de aguardiente en la mano. Es viernes, 29 de diciembre del Año del Señor 2023.









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