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lunes, 4 de julio de 2022

Manuel García Morente: una noche en París


                En el octavo piso del número 126 del Bulevard Sérusier, de París, un hombre abatido escucha música clásica en la radio. Tiene más que motivos para esa postración. Manuel García Morente (1886-1942), prestigioso catedrático de ética de la Universidad Central de Madrid, discípulo y compañero de Ortega y Gasset, apasionado de la música, había recibido una exquisita educación en España, Francia y Alemania. Nacido en Arjonilla (Jaén) era hijo de un médico liberal y de una devota católica, pero Manuel, siendo aún muy joven, decide abandonar las prácticas religiosas, porque “ya no cree”. Los éxitos académicos no tardaron en llegar: cátedra en la universidad, publicación de libros y traducciones de textos filosóficos. Contrajo matrimonio con Carmen García, mujer profundamente católica, y fruto de esa unión nacieron dos hijas. La muerte de su esposa, con la que había estado casado apenas 10 años, le sume en un desánimo grande, para el que  no cuenta ni siquiera con el consuelo de la fe.

Traductor, conferenciante, subsecretario del Ministerio de Instrucción Pública, decano de la Facultad de Filosofía y Letras, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales. En fin, un brillante cursus honorum adornó su trayectoria vital. Un filósofo solvente y un escritor reputado. Alejado, eso sí, de la religión, aunque respetuoso con las personas que en su entorno eran creyentes.

            Al inicio de la guerra civil, su rechazo  del  radicalismo político imperante fue castigado con su destitución como catedrático de la Universidad de Madrid, e incluido en las listas de depuración de la República. Un amigo le avisó de que estaba en los que iban a liquidar en las semanas siguientes y le conminó a emprender la huida. No le quedó más alternativa que emprender el camino del exilio, primero a París y luego a México.

            Pero volvamos al Boulevard Sérusier de París. Es la noche del 29 al 30 de abril de 1937. El abatimiento y la culpa corroen a Manuel. Él ha podido huir a Francia, pero en España quedan sus dos hijas y sus nietos. Su yerno, para colmo de males, ha sido vilmente asesinado, tal vez por su condición de cristiano. En la radio suena el oratorio la Infancia de Cristo, de Berlioz. Las notas y las voces inundan todo su ser, y ponen en su cabeza imágenes de  un Jesús niño al lado de José y María. Conmovido, se abandona a las lágrimas. Se arrodilla e intenta rezar el padrenuestro, pero entonces se da cuenta de que lo ha olvidado. Él, que posee unos saberes enciclopédicos, no es capaz de recordar la oración más elemental. Poco después cae rendido en el sueño. Se despierta sobresaltado. Y es precisamente entonces cuando: “Me puse de pie, todo tembloroso y abrí de par en par la ventana. Una bocanada de aire fresco me azotó el rostro. Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí. Y le percibía; percibía su presencia con la misma claridad que percibo el papel en que estoy escribiendo estas letras. Y no podía caberme la menor duda de que era Él. Su presencia me inundaba de tal y tan íntimo gozo que nada es comparable al deleite sobrehumano que yo sentía”.

Estas y otras palabras pertenecen a lo que él escribió bajo el título de “El hecho extraordinario”. Su mente lúcida, de filósofo racional, le hará preguntarse una y otra vez sobre esta experiencia: “una percepción sin sensaciones”, la llamará. Una percepción en la que nada tuvo que ver la vista, el oído, el olfato, el gusto o el tacto. Era “una noticia al alma. Una percepción espiritual. Una experiencia de Dios”. Pero Manuel, lejos de lo milagrero y de lo mágico, se pregunta una y otra vez si acaso no le ha engañado su imaginación, su psicologismo presionado en un momento de hondo sufrimiento. No puede creer que Dios haya concedido esta gracia a un hombre pecador, sin mérito alguno, sin haber realizado un largo camino de ascesis y sacrificio. Y tendrá que rendirse a la evidencia: el “hecho extraordinario” de aquella noche no fue sino la huella de un Dios providente que orienta todas las acciones y todas las experiencias hacia el cumplimiento de su voluntad. Es consciente de que, junto a lo que él ha hecho en su vida, está lo que le ha sido dado. Es decir, un instante de gracia gratuita. “Algo o alguien distinto de mí, hace mi vida y me la entrega, me la atribuye, me la adscribe a mi ser individual”

            Solo entonces, Dios deja de ser, para Manuel, el Dios de los filósofos, al que se piensa, pero al que no se reza. Y Dios se convierte en Jesús encarnado que no es indiferente a nuestro destino, sino que lo comparte y lo padece. A este Dios encarnado, Manuel sí que le puede entregar su vida y su voluntad.

Desde esa noche de París, Manuel sintió que “una inmensa paz se adueñaba de mi alma” y “me veía a mí mismo convertido en otro hombre”.  Finalmente estaba en condición de ser un hombre verdaderamente humano, porque aceptaba libremente la voluntad de Dios.

            Regresa a España. Y después de despedirse de sus hijas, se acoge al silencio de una celda en el Monasterio de Poio, el gran monasterio mercedario que domina sobre la ría pontevedresa. “La oración, la meditación y el estudio, son mis únicas ocupaciones”, escribe a su tía. Y en otra carta a su amigo Ortega y Gasset: “Pero lo principal que quiero comunicarle en estas líneas es la resolución que he tomado, y estoy ejecutando, de abrazar la vida religiosa; y por de pronto dedicarme a la preparación necesaria para hacerme digno, en el menor tiempo posible, de recibir las sagradas órdenes”.

El hombre que en la noche de París se había olvidado hasta del Padrenuestro, gusta y saborea la oración: “La oración para purgar mi pasado tan lleno de miserias y de maldades y para prepararme para la más completa dedicación apostólica; y también, ¿por qué no decirlo? para satisfacer mi más íntimo deseo; porque la oración me llena de tan profundos deleites, que muchas veces dejaría el trabajo para ir tras la oración. Y hay tardes en esta gran iglesia oscura y silenciosa que pierdo la noción del tiempo”.

Un tiempo después,  este ilustre filósofo de su época, autor de obras importantes como “Lecciones preliminares de filosofía”o “Estudios literarios”,  se prepara como un seminarista más para hacerse cura, dentro de la diócesis de Madrid-Alcalá. A finales de 1940, Manuel García Morente es ordenado sacerdote. Lo fue apenas por un par de años. En la mañana del 7 de diciembre de 1942, su cuerpo sin vida fue encontrado en su lecho. Había muerto apaciblemente durante la noche mientras leía. Sus manos sostenían aún la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino.









martes, 24 de mayo de 2022

Juanjo, una vida feliz y valiosa.




            
       Hace algunas semanas, me entró un whatsapp anunciándome que Juanjo había muerto. Juanjo Nieto Pastor era un chico con síndrome de Down que vivía en Villa San José-Palencia. Hay una fotografía, tal vez tomada en 1976, en la que aparece el P. Mario Bellarini con cinco ‘chiquitos’, como él solía llamar a los primeros niños con algún tipo de discapacidad que empezó a cuidar y a querer en una finca agrícola, a las afueras de Palencia. Uno de esos cinco niños era Juanjo Nieto.

Era apenas un niño en esa fotografía. Falleció el pasado 19 de abril, a la edad de 57 años. Entre sus familiares y amigos, en Villa San José, en la cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno de Palencia a la que pertenecía, la muerte de Juanjo provocó honda consternación. De los muchos mensajes que me llegaron en esos días, destaco un vídeo en youtube que colgó un sobrino suyo, Mario Nieto García, y que tituló “Mi tío favorito”. Una entrevista en toda regla a su admirado tío Juanjo: “una de las personas más sabias que conozco”. Y allí Juanjo, en plan filósofo tranquilo va desgranando ilusiones y recuerdos, vivencias y añoranzas, nombres de personas que, al evocarlos, le emocionan hasta las lágrimas ¡dichosas!. Juanjo era un hombre fácil a la emoción y a la lágrima, y también un ‘escritor’ que, por cualquier motivo y circunstancia, escribía un billete de felicitación, agradecimiento o plegaria.

    En aquel momento de su muerte, me vino a la cabeza un reportaje que El Confidencial había publicado sobre el “apocalipsis Down” en 2019, y que recogía, entre otras, las declaraciones de Victoria Camps, catedrática, filósofa y miembro del Consejo de Estado. Una personalidad relevante de nuestro país que hablaba del síndrome de Down, de la eugenesia, y otras cosas de alta ética. Me llamó la atención una frase: “No está bien traer al mundo a un niño que no va a poder disfrutar de la vida”.

     Una breve sentencia que encierra verdades, cuando menos, discutibles. Por un lado, la autora insinúa que los padres que deciden seguir con el embarazo, después de saber que al nasciturus le ha sido detectada una copia extra del cromosoma 21 (síndrome de Down) son algo así como personas de escasa altura moral. Lo segundo que da por sentado la importante autoridad académica y política es que las personas con síndrome de Down no pueden disfrutar de la vida ni ser felices.  

            Pensaba en Juanjo y en otros chicos y chicas que conozco de Villa San José (Palencia) o de Casa Santa Teresa (Madrid), y me parecen todo, menos desdichados. Creo que, a su manera, Juanjo fue una persona feliz, en el seno de su familia que le quería, en Villa San José donde vivía, en la cofradía, en las fiestas, las excursiones, el trabajo, los amigos, la misa…

            ¿Qué es la felicidad y quiénes son más felices? No es una pregunta banal en una sociedad que enloquecidamente la persigue y sufre depresivamente cuando no se topa con ella cincuenta veces al día. No sé si alguien pueda afirmar categóricamente, y con datos en la mano, que una persona con síndrome de Down es menos feliz que una persona sin él, en circunstancias similares de país, estatus económico, familia, relaciones personales, edad, etc. Si leemos los informes actuales sobre juventud e intentos de suicidio, depresiones e insatisfacciones, difícilmente se sostiene la tesis de que los síndrome de Down tienen escasa capacidad para disfrutar de la vida.

       

    Recuerdo haber asistido, hace años, a una conversación en el jardín de casa Santa Teresa entre Sor Carmen Rodríguez y el padre de una chica con síndrome de Down. El padre (brillante ejecutivo) insistía una y otra vez en que su hija tenía un problema y que ello no le permitía alcanzar a él una cierta serenidad en la vida. La monja, después de dejarle hablar, le dijo con sonrisa amplia: “Tu hija no tiene ningún problema, pero ninguno, créeme, eres tú el que tienes un problema porque tu hija no es como tú habías soñado. El problema lo tienes tú. Y solamente cuando aceptes la situación, podrás comprender la realidad de tu hija y disfrutar de la vida. Pero no te equivoques, el problema está en ti, y sólo tú lo puedes resolver”.

            Apenas nacen ya niños con síndrome de Down en España. La prueba de amniocentesis en la embarazada detecta la anomalía en los cromosomas y, normalmente, los médicos pintan ante los padres un horizonte desolador que les lleva, casi en el cien por cien de los casos, a interrumpir el embarazo. En 40 años la población Down ha descendido en nuestro país un 88% y según las previsiones, en 2050 no nacerá ninguno. Hoy por hoy, España es el país donde menos niños con síndrome de Down vienen al mundo. En los años ‘70, se estimaba que vivían en nuestro país unos 300.000 individuos con síndrome de Down; hoy en día, apenas quedan unos 35.000. Para algunos, un triunfo de la medicina. Para otros, el resultado de una eugenesia.

            Se da la paradoja de que cuando algún joven con síndrome de Down alcanza una cierta notoriedad, la gente lo jalea, como señal de una sociedad inclusiva y tolerante, una sociedad que cuida y protege a las personas con alguna discapacidad. Estoy pensando por ejemplo en los actores protagonistas de la premiada película Campeones, o en Ángela Bachiller, concejala del Ayuntamiento de Valladolid, y primera edil con síndrome de Down, o en Sujeet Desai, un excelente violinista, en Pablo Pineda, primer licenciado europeo, además de escritor y conferenciante, o Marian Ávila, modelo que desfiló en la semana de la moda de Nueva York. Como dice Agustín Matía, director de Down España: “La sociedad española, al tiempo que tiene muy buena imagen de las personas con Down, desprecia la discapacidad. Con el descenso de la natalidad, los hijos son la cosa más importante que se tiene en la sociedad, un tesoro que hay que cuidar al máximo. Las parejas quieren que su hijo sea ideal, se imaginan el mejor de los futuros, y un niño con discapacidad no entra en estos planes”.

   

    
Por su parte, el profesor Jaime Villarroig, de la Universidad CEU, que ha estudiado el tema, se atreve con un término maldito: eugenesia. "Sí, podemos hablar de eugenesia encubierta. No se quiere mencionar el concepto porque recuerda al nazismo, pero la eugenesia es una práctica mucho más amplia de lo que parece, que comenzó en el siglo XIX y que se ha llevado a cabo abiertamente en países como Estados Unidos y la zona norte de Europa. Hay medidas eugenésicas blandas, como limitar el matrimonio entre las personas con discapacidad, pero en este caso estamos hablando de eugenesia dura: la eliminación de individuos humanos antes de nacer".

            Sin entrar en cuestiones de mayor calado, no me atrevería a afirmar que una persona Down no es capaz de disfrutar de la vida. Creo que es el miedo -lógico y comprensible, por otra parte- que sienten los padres ante su propia infelicidad lo que está en la base de este problema.

   Sería un temerario si afirmase que Juanjo Nieto ha sido menos feliz en su vida que cualquier hombre o mujer de su edad. “Me siento satisfecho y contento” repetía una y otra vez en la entrevista a la que he hecho alusión más arriba. Fue y se sintió feliz, una felicidad nada abstracta, sino hecha de cosas concretas y de nombres propios: los viajes que había hecho a Italia, volver cada verano a Canarias, la ilusión por la sobrina que estaba por llegar, el cariño de sus hermanos, Luis Ángel, Begoña, Jesús María, María del Mar, los espaguetis con tomate, chorizo y jamón, asistir a clases de surfeo, aprender a bailar jotas, la seguridad que le brindaba su familia, poner la mesa, mirar las fotos de su álbum, el recuerdo de una madre que fue para él “cariño, amistad y felicidad”, la añoranza por un padre que “sentía que me quería un montón y que me metió en la Cofradía”, la gratitud hacia Villa San José en la que pasó más de 40 años y que para él era sinónimo de “alegría y amistad”, las bromas que le hacían en casa cuando le escondían el plato o los cubiertos, salir a caminar con su hermano o pasar a limpio sus escritos, y “sentirme bien tal y como soy”… ¿Podría afirmar lo mismo cualquiera de nosotros en una entrevista a corazón abierto?

            La vida de Juanjo Nieto fue valiosa porque se sintió querido por muchos y, a su vez, supo dar amor a muchos y disfrutar cada día de la vida y de sus mil momentos. Fue feliz e hizo feliz. Gracias, querido Juanjo. Tu vida fue una buena lección sobre la felicidad.

             https://www.youtube.com/watch?v=SK1Eek7J1Y4













miércoles, 16 de febrero de 2022

Franz Jalics: una presencia de silencio y luz

Hace un año, vacío de memoria, inocente como un niño y libre como un pajarillo del campo, moría Franz Jalics en su Hungría natal. Había nacido en 1927 en el castillo que su familia, de origen noble, poseía a las afueras de Budapest.

Al estallar la Segunda Guerra Mundial, tuvo que abandonar la casa y el país y huir al extranjero. Cuando la guerra terminó, regresó con toda su familia a Hungría. Su padre fue arrestado en la frontera y después envenenado. Los nueve hermanos y la madre recorrieron, a pie y andrajosos, el camino hasta su casa. El castillo había sido saqueado y vandalizado. La familia se reunió en el sótano y allí sobre unos colchones por el suelo pasaron esa primera noche. Fue entonces cuando asistió a una escena que no olvidaría nunca. La madre pidió a sus hijos que rezasen por los que habían saqueado su casa, por los que habían hecho asesinado a su padre y por los que les odiaban por el solo hecho de pertenecer a una familia noble y ser creyentes. Cada día rezaron por los que les habían arruinado la vida. De esta manera Franz Jalics pudo crecer sin odio y sin resentimiento. El odio no destruye al enemigo; destruye al que odia.  

Antes, durante la guerra, Jalics había sentido un miedo atroz durante los bombardeos de la ciudad alemana de Nuremberg. Pero allí, durante unos instantes, sintió una paz interior grande, una paz tras la que corrió toda su vida y de la que aprendió algo fundamental: es preciso liberarse del temor irracional a morir o a ser herido, a pasar hambre o a no tener cobijo, en definitiva el miedo al futuro. Fue entonces, cuando decidió hacerse sacerdote. En 1947 entró en los jesuitas.

Quizás su historia empezó mucho antes. Su madre siempre fue una personal capital en su vida. En su juventud, su propia madre había deseado ingresar en un convento. Las religiosas del Sacre Coeur la invitaron a que antes cursase estudios universitarios. Así conoció al que sería su marido. Durante un tiempo se debatió entre la vocación al matrimonio y la vocación religiosa.  Rezaba para encontrar su camino. Y una noche, ‘oyó’ una voz: “yo quiero a tu hijo”. No dudó que el susurro venía de Dios. Se casó y trajo al mundo ocho hijos. Cuando Jalics decidió hacerse sacerdote, su madre comprendió que la frase escuchada en su juventud alcanzaba todo su sentido.

Después de completar sus estudios en Bélgica, Jalics es destinado a América, primero a Chile y luego a Argentina, como profesor de teología. En 1974 decidió compartir su vida con los más necesitados, en una comunidad jesuita de las llamadas “villas miseria”, barrios pobres de las periferias. Son años convulsos en Argentina. La dictadura del general Videla no admite ninguna oposición ni ninguna crítica a su escasa labor social. Y, además, ve enemigos por doquier y guerrilleros en todas partes. En mayo de 1976, Franz Jalics y Orlando Orio fueron secuestrados por los militares, como sospechosos de colaborar con la guerrilla. Durante cinco meses fueron torturados y, encapuchados y esposados, vivieron con la incertidumbre de ser asesinados en cualquier momento.

Como Franz Jalics ha confesado muchas veces, la oración le salvó de la locura. Y lo que es más importante: durante el secuestro aprendió a orar, se abandonó a Dios, algo que enseñaría después a muchos discípulos.

Durante ese secuestro se produjo también un malentendido que le provocaría un sufrimiento enorme, a él, a su compañero de secuestro y a su superior jesuita, el P. Jorge Bergoglio. Franz Jalics y Orlando Orio pensaron que la persona que había delatado a los militares su presencia en la villa miseria había sido el P. Jorge Bergoglio. Franz Jalics solo quiso hablar una vez de esto: “Yo mismo creí ser víctima de las denuncias, pero al final de los 90, después de muchas conversaciones, me di cuenta de que las sospechas fueron infundadas; por lo tanto es falso afirmar que mi captura y la de mi compañero tuvieron lugar por iniciativa del padre Bergoglio (Papa Francisco en la actualidad)”. En el año 2000, Franz Jalics y su antiguo superior pudieron celebrar juntos la misa, abrazarse y reconciliarse.

Tras ser liberado por los militares, Jalics abandona Argentina e inicia una búsqueda espiritual en las escuelas orientales del conocimiento. Bajo la guía de Ramana Maharshi, se adentra en la espiritualidad oriental. Este hecho suscita la incomprensión y la crítica de muchos de sus compañeros jesuitas. Finalmente, Jalics deja la Compañía de Jesús y funda una casa de oración en Gries, Baviera. Su madre se instala junto a él. Tendrán que pasar muchos años antes de que Jalics acepte la invitación de incorporarse de nuevo a la Compañía.

Poco a poco Franz Jalics se fue convirtiendo en maestro de oración. En 1994 publica un libro fundamental, “Ejercicios de contemplación”. Un libro denso y profundo, pero que contiene un método preciso y pautado para meditar. Este libro ha obtenido su máxima difusión gracias al empeño de Pablo d’Ors, fundador de los Amigos del Desierto.

Un día de diciembre de 2012, un desconocido entró en el despacho del hospital madrileño Ramón y Cajal, donde Pablo d’Ors ejercía de capellán. Le felicitó por su obra Biografía del silencio y le regaló, sonriendo, un libro: “Ejercicios de contemplación”, de Franz Jalics. Pablo d’Ors nunca había oído hablar de su autor. Empezó a leerlo, a subrayarlo, a anotar lo que ese libro le sugería. Supo muy pronto que este libro le cambiaría la vida. Poco después, viajó a Alemania para conocer a Franz Jalics. Durante doce días conversó a diario con él. Le preguntaba, le pedía opinión, le abría su corazón. Pablo d’Ors comprendió que “me encontraba ante un gran maestro espiritual, posiblemente un santo. Aquel hombre irradiaba una gran fuerza y bondad: nunca nadie me ha producido una conmoción tan profunda. Jalics no aportaba soluciones a los problemas que le presentaba, pero me bastaba que los pusiera ante él para que se disolvieran”.

Como ha sucedido a tantos discípulos de Jalics, cuando Pablo d’Ors regresó a Madrid era otro. En 2014 fundó Amigos del Desierto sobre dos pilares bien significativos: Charles de Foucauld y Franz Jalics.   

Javier Melloni escribió una vez a propósito de Jalics: “El problema de muchos maestros o místicos cristianos es que explican los efectos de la oración, pero pocos se detienen en esclarecer cómo orar”. Y Esteban Azumendi, por su parte, comentó: “Muchas personas “saben” que Dios existe, que “Dios está acá”, que “Dios los ama”. Sin embargo, este conocimiento se encuentra alejado de la experiencia: “Dios está, pero no lo percibo”; Jalics ha ayudado a muchos a descubrirlo”.

En 2017, Franz Jalics regresa a su Hungría natal donde finalmente fallece el 13 de febrero de 2021. Los que pudieron verlo en sus últimos años dicen que su rostro irradiaba una luz única, de felicidad y de santidad. Su legado sigue inspirando a muchos en todo el mundo. El mejor epitafio a la vida de este místico, probablemente lo escribió el propio Pablo d’Ors: Los maestros nunca se marchan; nos dejan lo más hermoso y necesario: un camino”.








miércoles, 2 de febrero de 2022

Las Memorias de Nicolás Castellanos




El 10 de octubre de 2021, en la ermita de Santa Cecilia de Aguilar de Campoo, conducía un encuentro sobre el hermano Juan Vaccari, con motivo del 50 aniversario de su muerte. A mitad de la reunión, y sin previo aviso, aparecieron por la puerta el actual obispo de Palencia, Mons. Manuel Herrero, y el obispo emérito de esta diócesis, Mons. Nicolás Castellanos. De este último voy a hablar en esta primera entrada de mi blog en 2022.

Durante los actos de homenaje al hermano Juan Vaccari tuve ocasión de intercambiar unas palabras con Nicolás, al que conocía desde hacía mucho tiempo. Me pidió que le enviase algunas fotos de aquella jornada, en la que compartió misa y mesa con guanelianos y aguilarenses.  Pocos días después, recibía en mi casa de Valladolid el libro de sus Memorias.

Nicolás Castellanos adquirió una cierta popularidad cuando en 1991 renunció al obispado de Palencia para irse de misionero. Por entonces, algunas de sus declaraciones, entrevistas y posicionamientos ya habían causado cierto revuelo en la Conferencia Episcopal Española e incluso en el Vaticano. Era un obispo incómodo y, al mismo tiempo, creo, él se sentía incómodo entre los obispos.

En 1997 fue galardonado, junto al banquero de los pobres, Muhamad Yunus, el incansable trabajador por la india, Vicente Ferrer, y el médico Joaquín Sanz, con el premio Príncipe de Asturias por, en palabras del propio jurado, "su trabajo abnegado y tenaz y su contribución ejemplar, en áreas geográficas y en actividades distintas, al progreso y a la mejora de las condiciones de vida de los pueblos, ayudando de esta forma al mejor entendimiento de los hombres".

En el otoño de 2021, cuando presentaba públicamente sus Memorias, con prólogo del político José Bono, y con el significativo subtítulo de “Vida, pensamiento e historia de un obispo del Concilio Vaticano II”, la Academia Sueca de los Premios Nobel admitía su candidatura para el prestigioso galardón.

A sus 86 años conserva la energía, el ímpetu y la simpatía de un joven.  Nacido en 1935 en el pueblo leonés de Mansilla del Páramo, seminarista agustino en el Monasterio de la Vid (Burgos), prior del seminario agustino en Palencia, provincial de la Orden de San Agustín, Presidente de Confer, obispo de la diócesis palentina entre 1978 y 1991, discípulo de José María Castillo, ferviente admirador del Papa Francisco, autor de un buen número de libros... pero sobre todo misionero en el Plan 3000, de Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia.

Ha sido en este país americano, junto a una comunidad de religiosos y laicos, donde ha ido dando vida al Proyecto Hombres Nuevos. La Fundación por él creada gestiona 15 colegios y ha conseguido la escolarización y nutrición adecuada de más de 15.000 niños y niñas. Cuenta también con una escuela universitaria de turismo, teatro e informática. Su programa de becas alcanza cada año a 500 universitarios, un sueño casi imposible para jóvenes procedentes de familias pobres. La Fundación también se encarga de la gestión del único hospital del Plan 3000, de los cinco comedores infantiles, del programa de salud en los colegios, de un hogar para invidentes y un vivero de microempresas, así como una escuela de líderes sociales. Entre las obras llevadas a cabo por Hombres Nuevos están la ciudad de la alegría, una zona con áreas recreativas con piscina y escuela deportiva, la perforación de pozos de agua, y la construcción de viviendas sociales e iglesias. También cuenta con un centro cultural y un amplio programa de animación sociocultural. A su coro y a su orquesta le cupo el honor de actuar en el Vaticano, delante del Papa Francisco.

Miles de niños y de adolescentes han podido salir de la desnutrición y de la ignorancia, y aspirar así a una ‘nueva humanidad’, gracias a este misionero apasionado de su trabajo, de los hombres y mujeres que ha encontrado en su camino y de su Dios.

Derrocha simpatía a manos llenas, pero tampoco tiene pelos en la lengua, como cuando afirma que “en el norte os sobran medios para vivir, pero os faltan razones para existir. En el sur carecemos de casi todos los medios, pero nos sobran razones para vivir”.

Leer sus Memorias ha sido un placer. Nicolás Castellanos hace memoria de su vida, de su visión de la Iglesia y del proyecto que ha dado sentido a su existencia: Hombres Nuevos.  Se le nota a gusto con la iglesia de Francisco. Yo diría que incluso reconciliado con ella, después de algunos desencuentros con una cierta visión eclesial en épocas pasadas. Él era de la cuerda de Francisco antes que Francisco saliera a la palestra de San Pedro. Siendo obispo de Palencia recorrió los cuarenta kilómetros para sacar fondos en la marcha que anualmente organizaba la asociación de discapacitados. Acudió a todas las romerías de los pueblos y compartió plato de paella y sangría con los paisanos. Conoció de cerca el trabajo duro de los mineros palentinos (su descenso a la mina de Guardo se hizo ‘viral’, diríamos hoy) y prestó su entusiasta apoyo a las Edades del Hombre, en sus inicios. “Está en todos los sitios”, decían de él. Y algunos lo decían con un tono negativo, pero sin pretenderlo le estaban alabando, porque un pastor debe estar en todos los sitios: en los campamentos de los jóvenes guanelianos de Salcedillo, en las habitaciones del ‘manicomio’ de San Juan de Dios, en los pasillos de un hospital, en la procesión de la patrona, en la mesa festiva de una romería, ante los micrófonos de los periodistas y en los funerales por la madre de un sacerdote. Cultura del encuentro, cultura de la fiesta, cultura de la promoción humana, cultura del Evangelio.

De su mano, a través de sus Memorias, conocemos la España rural de los años cuarenta y cincuenta, pobretona, católica, sacrificada y trabajadora. Conocemos la impronta agustina en su formación, en su arquitectura mental y en su entusiasmo por la formación de los jóvenes. Como Agustín de Hipona, sabe que para “conocer a una persona no hay que preguntarle por lo que piensa, sino por lo que ama”

De su mano conocemos la Iglesia española entre los años ochenta y noventa. Una Iglesia que después de la explosión entusiasta del Concilio, conoce un repliegue, una retirada a los campamentos de invierno, una fe miedosa e insegura ante el ‘gaudium’ y la ‘spes” del mundo y del corazón humano.

De su mano conocemos la sociedad boliviana, con sus desigualdades clamorosas, con sus corruptelas, sometida a los intereses de unos y de otros. La pobreza inmensa, la esclavitud de los menores, la ignorancia insalvable, la desnutrición vergonzante. Es en este humus de pobreza, pero en la aspiración de los pobres por su dignidad, donde Nicolás Castellanos encuentra su lugar en el mundo. El Plan 3000 dentro de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra es una parcela destinada a ser Reino de Dios. No es de extrañar que, muchos años después de su llegada a Bolivia, se sintiera honrado cuando le fue concedida la nacionalidad boliviana.

Son muchas las imágenes de pobreza y de redención que comparte Nicolás con el lector. Me quedó con una. En la tarde del 7 de diciembre de 2012 visita el pabellón broncopulmonar de la cárcel de Palmasola para los presos de sida, tuberculosis o con algún trastorno mental. Una población joven y encarcelada, sin posibilidades de reinserción: “Habitan aquella pocilga 56 personas de aspecto astroso, de facha repulsiva, con todos los estigmas de la enfermedad y la miseria, en un ambiente abandonado, inhóspito, indigno de personas humanas. Un joven de 20 años acaba de fallecer porque su familia no tiene los 9 euros para trasladarlo al hospital”. Los presos le dan las gracias por haberse atrevido a poner los pies en “ese pozo de miseria”.  Nicolás se implica a fondo en la reforma total de este pabellón siniestro: tejado, duchas, aseos, pavimiento, electricidad, agua caliente, un huerto, y una cancha para jugar. Una vez más, se confirmaba lo que había escrito Pablo VI: “Allí donde llega el Evangelio, llega la caridad”. Y viceversa, añado yo.

A lo largo de las 360 páginas de sus Memorias, Nicolás vuelve una y otra vez sobre una de las tentaciones más grandes de la Iglesia: convertir el evangelio en una religión más. Cristo, nos recuerda este misionero, siempre estuvo a favor del ser humano, de la liberación de cualquier cadena y en contra de la religión como cumplimiento de una serie de ritos o de un sentimiento identitario. Muy por encima del sábado, está la persona. El Jesús que se hace humano invita a cada cristiano a humanizar todo: cada rincón, cada esfera de la vida política, social, laboral, cultural. Humanizar la existencia es el horizonte del Evangelio.

Convencido, como tantos hombres y mujeres que apuestan por la utopía y por la justicia, Nicolás Castellanos sabe perfectamente que un “casi nada” hecho por amor a otro ser humano, sumado a otro y a otro “casi nada”, pueden hacer un “casi todo”. Pues como él escribe, casi al final de su libro, como una confesión: “solo se puede construir el Reino de Dios por el camino de los pobres”.











miércoles, 9 de junio de 2021

Luisa, en olor de versos


¿Alguien habrá puesto sobre sus manos muertas este poema que un día le dedicó su cuidador y amigo? ¿Alguien le habrá recitado antes de partir para el cementerio estos hermosos versos que para ella escribió el P. Alfonso Martínez? No lo sé.

Cuando hace casi un año el autor puso en mis manos su amplia producción poética,  esta poesía fue una de las que más me gustó y una de las que copié aparte para no olvidarme de ella. Varios poemas de mi amigo y poeta estaban dedicados a la discapacidad, pero el titulado “Me gusta pasear con ella”, me cautivó por su sencillez ferial.

La musa que inspiró estos versos falleció el pasado 29 de mayo. Se llamaba Luisa, y era una de las mujeres que vivían en la casa para personas con discapacidad intelectual que los guanelianos tienen en Palencia.

No puedo decir que conociese mucho a Luisa, aunque sé quién era por haber coincidido en varias ocasiones. De ella recuerdo dos cosas, aparentemente antagónicas, su extrema fragilidad física y su suave y potente sonrisa. En estos días, me ha llegado su foto que retrata bien su rostro y su vida.  

Luisa vivió los últimos 14 años de su vida en este centro especial. Aquí encontró su lugar en el mundo, una familia y una casa. También ahora he conocido otro bello poema que le dedicó, nada más fallecer, su cuidadora, Tere Díaz, una de las personas que más estrechamente la había tratado. No me extraña, por tanto, que ahora la extrañe tanto.  Ya enferma e ingresada, a Luisa le permitieron dejar un par de días el hospital para pasarlos en “su casa”. Fue entonces cuando suplicó y pidió enérgicamente a sus cuidadores que no la llevasen al hospital y que la dejasen en la “Resi”, la casa tutelada. Y así se hizo. Tere Díaz recuerda que Luisa, a cada nueva propuesta o sugerencia, contestaba ‘no’, para cinco minutos más tarde decir ‘sí’, “aunque por pesadas”. O como decía ella: “porque os ponéis tan cabezotas”. Hasta el final, Luisa ha sido amada humanamente, que es lo mismo que sentía el emperador Adriano a lo largo de su declive y enfermedad final. Ser amados hasta el final es lo que nos saca de la selva y nos introduce en un reino de humanidad y cuidados. El homínido deja atrás las leyes de la selva el día que se decide a cuidar a un semejante más frágil o el día en que se siente cuidado en su vulnerabilidad.

Luisa, por su inestabilidad física, tenía que caminar siempre del brazo de otra persona, y, para que no se hiciera daño en la cabeza, iba tocada con un casco que a ella, curiosamente, no la afeaba, sino que le daba una cierta elegancia ceremonial.

El padre Alfonso, en los tiempos en que fue su cuidador, salía de paseo con ella muchas veces, como si fuese su novia. Y ella caminaba de su brazo y le correspondía con una sonrisa que no era de este mundo. Esa sonrisa que fue el único tesoro que Eva sacó del Paraíso, como nos dice el poema.

En esta sociedad de tanta seriedad y gravedad, de tanta arrogancia y agresividad, andamos tan escasos de sonrisas que, cuando alguien las prodiga, nos creemos que estamos ante un pequeño milagro, un derroche de bondad.

Luisa bien puede ser un ejemplo de esa ‘grandeza’ que poseen las personas con discapacidad intelectual. Ellas no son las personas ‘inútiles’ que nos quieren hacer creer, más por ignorancia que por maldad. Ellas aportan a la sociedad muchos valores de los que la propia sociedad anda escasa y carente: la primacía del corazón sobre la eficiencia y el pragmatismo inhumanos, la capacidad de perdón, una manera especial de mirar al otro sin prejuicios, una admiración del otro, pero no por su inteligencia, su status económico, sino únicamente por su bondad y empatía.

Por la calle Mayor de Palencia, aún “veremos” por un tiempo a Luisa del brazo de su educador Alfonso. Los versos tienen esa capacidad de alargar el tiempo, de perpetuar existencias, de eternizar instantes. Las palabras no son indiferentes ni insignificantes. Las palabras prolongan en el tiempo nuestras pequeñas vidas. Mínimas vidas que fueron capaces de sonreír, que fueron capaces de provocar versos. Como la de Luisa.

 

ME GUSTA PASEAR CON ELLA

Voy del brazo con ella.

Soy la sombra de sus desmayos.

Y, aunque no es ciclista,

todos miran el casco que lleva,

y yo me alardeo ufano,

llevando a mi lado tan buena compañera.

 

Cuando sonríe se ilumina su cara,

parece como si se reflejara en ella el paraíso,

como si hubiera heredado

el único tesoro que Eva sacó del edén

después de comer la fruta prohibida.

Ella y su sonrisa sí son un tesoro

que yo saco a pasear todos los días.

 

Cuando estoy en casa,

es mi compañía y la música

que estira las arrugas en mi plancha.

Le hice una foto con el móvil

y desde entonces la llevo de fondo de pantalla.

 

Es presumida y coqueta,

a veces, hasta caprichosa,

pero me encanta pasear con ella.

Tiene un año menos que yo

pero cien más en dulzura y paciencia.

 

Sabe poner al dolor

un silencio misterioso que me supera,

y cuando no sabe qué decir,

la sonrisa le abre de par en par

las puertas del alma,

y entonces veo en ella

la belleza de lo sencillo,

la grandeza de lo humano,

el delirio de lo divino.

 

Y es que me gusta pasear con ella,

con sus zapatos de oro, “made in Italy”,

como si fuera una cenicienta…

Me gusta que la miren.

No es mi novia.

Pero como si lo fuera.

 

            (Alfonso Martínez)

miércoles, 12 de mayo de 2021

La campana que dobló por ella.


 




Al último momento decidió ir al entierro. Se había pasado la mañana dudando. No sabía qué hacer, pero cuando su compañero le dijo que había un sitio en el coche para acercarse al funeral del padre de una compañera común, aceptó. Total, no tenía ningún plan, ni nada previsto para esa tarde. “Eso sí -dejó claro- yo daré el pésame, pero por la iglesia no me veis, porque no voy nunca”. Su compañero añadió: “De acuerdo, mientras nosotros estamos en misa, tú puedes darte un paseo alrededor del pueblo. Es un valle muy bonito”.

El coche se puso en marcha. Era un acto social más, uno de estos ritos viejunos que aún se cumplen en este país de sacristías, pensó ella. Llegaron al pueblo. Dio un abrazo a la compañera y luego, por señas, indicó a los compañeros que ella se largaba a andar. El valle le pareció precioso. A las afueras del pueblo, tomó un sendero. Tenía ante sí un par de horas, como le habían dicho los compañeros. Caminó un buen trecho,  subió una pequeña colina desde donde se divisaba todo el pueblo. Y entonces ocurrió lo que ocurrió. De repente, oyó la campana. El tañido triste de una campana. En la lejanía, por un camino de tierra rojiza, lentamente, avanzaba el cortejo fúnebre en dirección al cementerio. La campana seguía doblando con su triste son. Y entonces, recordó otra campana de hacía más de tres décadas, y otro funeral, el de su madre. Y se desmoronó. La campana de hacía treinta años doblaba por su madre. Pero la de hoy doblaba por ella. Y se echó a llorar.

Desde entonces, han pasado dos meses. Ahora estoy frente a ella, escuchando su soliloquio. Me dice que no para de hacer balance de su vida, y sale malparada. Hace evaluación y se siente suspendida. Hace recuento y obtiene resultados catastróficos. Se creía libre, y no lo era. Se creía independiente, y no lo era. Se creía moderna, y no lo era. ¿Qué ha pasado?

Ella era una chica más de un pueblo de Castilla, la menor de cuatro hermanas, y la única que había llegado a cursar estudios superiores. Todo cambió cuando fue a la Universidad. Conoció mundo, y el pueblo le pareció una cárcel. Por primera vez supo lo que significaba respirar y ser libre. Se sentía avergonzada de sus padres, unos humildes campesinos, de la educación conservadora que había recibido, de la parroquia represora que había frecuentado desde niña, de sus amigas con miras tan cortas: un marido, unos hijos, una casa y el cuidado de los padres mayores.. En un saco, digno de tirarse a la basura, metía a la familia, los amigos, la Iglesia, el pueblo, la escuela… todo lo que le recordaba los primeros 18 años de su vida.

Brillante universitaria, “aunque no empollona ni rata de biblioteca”, pronto se metió en reivindicaciones libertarias, y en ataques furibundos a la familia tradicional, el matrimonio, el machismo, el reparto del poder, la Iglesia, la educación… Recordaba aquellos años universitarios en que, a las apasionadas discusiones de los cine-forum, seguían las tertulias en bares apestados de Ducados, la preparación de pancartas y la contestación sistemática a los profesores más carcas. Así que cuando, raramente, volvía a casa, armaba gresca por cualquier cosa. Le enfadaba que su madre fuera a misa, que su padre fuera al bar mientras su madre hacía la cena, que sus hermanas se pasasen horas cosiendo o bordando o pariendo y aguantando a maridos. Se ponía del hígado cuando a la hora de la comida, en casa, solo se hablase de trigo, cebada, la salud de la señora no sé cuántos o la boda de la hija de no sé quién. ¿Pero esto era vida?, se preguntaba cuando se acostaba enfadada y rabiosa en aquella cama anticuada con un crucifijo en la cabecera. Ella que leía a Sartre y a Louis Althauser, a Simone de Beauvoir y a  Albert Camus, que tenía en su habitación el poster de Mao y del Che Guevara, que sabía decir en inglés “Make love, not war”, que estaba a la última en música rock inglesa, que había fumado porros en antros de mala muerte y que se había acostado, libre y sin prejuicios, con otros universitarios, libres y disfrutones como ella…

Pero desde que oyó aquella campana, hacía un par de meses, los que ella creía pilares sólidos de su vida, ideas irrenunciables y avanzadas, se estaban desmoronando. Recordaba con tristeza dos episodios en su casa. Una de las veces que llegó para Navidad, le echó en cara a su madre “que fuera tan sumisa, tan obediente, que estuviera todo el día pendiente de preparar la cena a su padre, mientras que él se iba todas las tardes a tomar un vino al bar”. Cuando dejó de lanzar improperios, su madre, tranquilamente le espetó: “Espero que todos los hombres que conozcas te traten tan bien como lo hace tu padre conmigo. Y espero que el único defecto que tenga tu marido o tu amante, porque no piensas casarte, sea el de ir a tomar un vino al bar, y que la única humillación que recibas sea la de prepararle la cena”.

El otro episodio que la avergonzaba fue cuando volvió al pueblo para el funeral de su madre. Nada más llegar, hizo saber a su familia que, ni atada, pensaba ir a la iglesia, porque no creía en esas chorradas de los curas. Entonces su padre, que era de pocas palabras y al que nunca había visto imponerse, autoritario, le dijo: “Si no vas al entierro de tu madre, si reniegas de ese Dios en el que ella creía y que la ha sostenido a ella -y también a mí- en su penosa enfermedad, hazte a la idea de que tú no eres hija de tu madre, porque ni siquiera eres capaz de respetarla estando aún su cadáver caliente”. No hubo más palabras. Solo un silencio mortal en las horas siguientes, apenas interrumpido por los pésames pueblerinos y el bisbiseo de algún avemaría de una vecina beata. Cuando el féretro abandonaba la casa familiar, ella cogió el coche y se largó. Pero antes de alejarse, aún pudo escuchar la campana que clamaba a muerto. Y en su interior, como una maldición, dijo: “¡Por fin me libro de vosotros, panda de retrógrados. Que os den!”.

Pero la vida fue pasando. Fue de éxito en éxito laboral, y solicitada por buenos bufetes de abogados. Conoció mucho mundo, viajó a un sinfín de países, leyó todos los libros, acudió a todos los conciertos, conoció muchos cuerpos de hombres y sacó de ellos placer y sinsabor a partes iguales. Por puro orgullo, siguió enfrascada en más trabajo, más experiencias, más viajes, más galanteos. Cada éxito traía su fracaso; cada aventura amorosa, su insatisfacción; cada noche de excesos, su resaca; cada viaje exótico, su frustración. De repente, se descubrió con 60 años, comportándose como una universitaria alocada, pero con bolso de Loewe, tarjeta visa solvente, coche potente, apartamento en la mejor zona de la ciudad, y arte de vanguardia en lugar de posters de revolucionarios. Había usado a los hombres, pero los hombres también la habían usado a ella. Los ideales políticos formaban parte del baúl de los recuerdos. El afán de experiencias nuevas y novedades de última generación, sólo le aportaban hastíos viejos y ya conocidos.

Sólo ahora, después de oír aquella campana, se dio cuenta de su inestabilidad sentimental, de su insensata ambición laboral, de su patético negarse a ser madre, de su soledad insoportable, de su rebeldía estéril y de escaparate y de su ‘eterna juventud’ trasnochada y caduca. Las arrugas en torno a los ojos no eran nada frente a las arrugas de su alma. La resaca de alguna mañana (ahora de excelentes vinos reservas y de cocina gourmet) no era nada comparada con la resaca y la sequedad de su corazón. Pero nunca dio su brazo a torcer y nunca se paró a pensar hacia qué abismos conducía su existencia.

Y sin embargo, hace dos meses, oyó esa campana. Si antes, sus padres le habían parecido unos pobres infelices, incultos, sin ambiciones, resignados a un pueblo de muerte, a una única pareja, a unos horizontes que no iban más allá de su casa y su aldea, ahora repasaba sus rostros, se esforzaba por volver a pasar por sus ojos y su corazón la dulzura de su madre, su alegría al volver del campo junto a su padre, el cariño con que le preparaba la ropa limpia los domingos o las patatas fritas que tanto le gustaban a su marido. Recordaba la serenidad de su padre, ese silencio que leía el corazón de las cuatro hermanas, el trabajo durísimo de cada día sin quejarse jamás, la dicha cuando le contaba a su madre que el trigo prometía, que la cosecha había sido buena, o cuando le traía del campo, contento como un niño, un manojo de espárragos trigueros o una alforja de setas, por no mencionar las noches enteras que había pasado, sin desvestirse siquiera, a la cabecera de la mujer de su vida que se le iba muriendo día a día.

Todo este terremoto le había ocasionado aquella campana que escuchó la tarde de aquel funeral. Esa campana había esperado muchos años por ella. Esa campana había sido una bomba que había explotado en sus entrañas. Y ahora andaba recogiendo los pedazos de esa carne desparramada, en un intento doloroso de recomponer su corazón.

No supe decirle nada. Dejé que hablaran sus labios, que lloraran sus ojos, que sangrase su corazón. Poco podía añadir yo; menos aún aconsejar. Sólo me atreví a susurrarle: “Has tenido mucha suerte en tu vida, porque una campana ha doblado por ti, y la has reconocido”. Se sorbía las lágrimas todavía cuando nos despedimos con un largo abrazo, pero ambos sabíamos que, efectivamente, esa campana era lo mejor que le había sucedido en la vida. Tal vez por eso, me pareció que su llanto no era ya el de la rabia, sino el de la reconciliación consigo misma y su historia.





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