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sábado, 27 de agosto de 2022

La escuela de Kinshasa-Congo



Durante los últimos seis meses, la guerra de Ucrania ha copado todos los telediarios. Y la tragedia vivida en ese país la tenemos muy presente en nuestras retinas y en nuestros corazones. En las primeras semanas, la solidaridad se disparó en toda Europa, y no sólo la ayuda de los gobiernos, sino también de los particulares que intentaron ayudar, de mil maneras diferentes, a los millones de refugiados que abandonaron el país.

En este tiempo calamitoso de guerra, PUENTES ha hecho lo que ha podido. Ha colaborado con las dos casas guanelianas que en Rumanía y Polonia han acogido a un buen número de refugiados, varios de ellos con algún tipo de discapacidad.

También desde las Ongd’s se ha constatado que, por el hecho de volcarnos con Ucrania, se ha dejado un poco de lado otros proyectos, otras causas, otros países, otros pobres y otras pobrezas.

Como todos los años, por estas mismas fechas, escribo a mis amigos, familiares, paisanos de Quintanilla de Arriba y contactos en general, para que me echen una mano en el proyecto “Escuela de Kinshasa”.  Como cada septiembre, en la ciudad de Kinshasa (R.D. del Congo) , muchos niños y niñas de la calle, preparan estos días sus mochilas, sus uniformes, sus cuadernos y sus lapiceros para empezar el curso escolar. Estos niños, sin padres y sin recursos, sin escuelas públicas y gratuitas, dependen de la generosidad de todos nosotros para que su escuela abra las puertas. En el mundo rico, decimos la escuela abre tal día. En el mundo pobre dicen: “¿conseguiremos abrir este año la escuela?” Hay una diferencia no pequeña.

El proyecto de Puentes paga la escolarización, en diferentes escuelas de la ciudad, de unos 100 niños que viven en los internados para niños de la calle. Y corre, también, con los gastos de la alfabetización y rudimentos escolares para otros muchos niños y niñas de la calle que van y vienen, entran y salen del Centro, con la idea de que, al menos, aprendan las cuatro reglas elementales.

Por ello, una vez más, me dirijo a ti, amigo, familiar, paisano. Sé que, tal y como ha sucedido en los últimos 15 años, seguirás siendo fiel y generoso con esta cita de cada septiembre.

La ignorancia y el analfabetismo son el origen de muchos males, abusos y pobrezas. Si por un momento cierras los ojos e imaginas lo que sería de tu hijo, tu hermano, tu amigo o tu vecino si no fuesen a la escuela, verías, sin duda, un futuro negro en sus vidas.

Gracias en mi nombre. Gracias en nombre de Puentes. Gracias en nombre de los niños y niñas de la calle. A mediados de septiembre, ENTRE TODOS CONSEGUIREMOS ABRIR LA ESCUELA DE KINSHASA.

Gracias de corazón.

Recuerda: Un mes de escuela: 15 euros – Un curso escolar: 150 euros.

Al efectuar tu donativo, especifica: “Escuela Congo”.

IBAN: ES46  0030 6018 1700 0105 1272 (Banco Santander)



miércoles, 6 de abril de 2022

Puentes hacia los refugiados



            Ya el mismo 24 de febrero, cuando las tropas rusas entraron en territorio ucraniano por todos los costados, muchos fueron conscientes de la avalancha de refugiados que cruzarían las fronteras para salvar sus vidas en otros países de Europa. En esa misma mañana también, en dos comunidades religiosas situadas en Skawina (Polonia) y en Iasi (Rumania) resonó claro y distinto un mandato de Luis Guanella: “No podemos cruzarnos de brazos mientras haya pobres que socorrer”.

            Así empezó esta pequeña historia de solidaridad. Una más, entre miles de hermosas historias, porque nunca como en este momento, los ciudadanos de Europa han sentido tan de cerca el grito apremiante de los refugiados que, con su exigua maleta,  los ojos arrasados en lágrimas y en recuerdos, dejaban el suelo familiar en busca de una ‘casa provisional’ y unos brazos abiertos.

            Quisiera mostraros algunas instantáneas que en el último mes me han llegado desde Polonia y desde Rumanía. PUENTES va a aportar su granito de arena. Una vez más, y ya son tantas, pido tu colaboración, pequeña o grande, para este proyecto en favor de los refugiados ucranianos.

    

Un refugio para los refugiados

Un joven seminarista guaneliano, cepillo en mano, da el último repaso al dormitorio improvisado, uno más de los muchos que han surgido en la casa de Iasi. Buscaron somieres, colchones, mantas y sábanas por doquier. Compraron y pidieron. Y montaron camas y literas en todos los espacios. Pocas cosas nos hablan mejor de la acogida a los refugiados que la preparación de la casa para que nuestro huésped, tenga la religión que tenga, ame a quien ame, vote a quien vote, se sienta a gusto, y no eche demasiado en falta su hogar, aunque esto será imposible. Pocas veces el genio del cristianismo, como nos enseñó Chateaubriand, resplandece tanto como cuando se da un exquisito trato a un huésped necesitado.

    

¿También tiritas para el alma?

Una vez Mafalda se hizo esta pregunta. Cuando empezaron los bombardeos y, con ellos, los centenares de heridos por doquier, en las farmacias ucranianas y también en las de los países vecinos, empezaron a escasear los productos más básicos. Fue entonces, en esos primeros días de guerra, cuando los religiosos guanelianos recogieron, en más de 20 puntos de la ciudad de Skawina-Polonia, tiritas, vendas, esparadrapo, dodotis, toallitas de aseo, agua oxigenada, alcohol, paracetamol, betadine… En el Facebook de un religioso polaco pude leer el pasado 2 de marzo esta frase: Si tuviéramos que elegir entre un lingote de oro o una bolsa llena de vendas, elegiríamos vendas sin pensarlo”. Luego vendrían las tiritas para el alma, porque también existen: un abrazo, un rato de escucha, el ofrecimiento de un café.

     

¡Salvad a los niños!

Con una mochila en la espalda y un peluche bajo el brazo. Con el gorro de lana sobre sus cabezas, de la mano de la madre o del hermano, después de un largo viaje y de interminables horas en las fronteras, un grupo de mujeres y de niños acaban de bajar del autobús. Llegan a una ciudad que no es la suya, donde hablan una lengua que no es la suya. En medio del frío de primeros de marzo, se aproximan a la Casa Guanella en la ciudad de Iasi-Rumanía. Son los primeros refugiados. En su alma llevan una mochila mucho más pesada: la despedida del padre, del hermano, del hijo, retenidos en Ucrania para defender con uñas y dientes su tierra y su dignidad. Faltan apenas unos metros para “llegar a casa”, y una voz les saluda desde la puerta “Bine ati venit, copii”. Bienvenidos, chicos. ¡Por fin: los niños estarán a salvo!

     

La semilla de un gran árbol

Han castigado las canastas de baloncesto y las porterías contra la pared. El polideportivo de Skawina en Polonia se ha convertido en pocas horas en un amplio local multiusos capaz de acoger a 150 refugiados. Las congregaciones religiosas presentes en la ciudad se han unido para gestionar este espacio. Mesas para pintar o escribir, juegos para los niños, comida para todos, una escuela improvisada, mujeres que envían mensajes a los familiares que se han quedado en Ucrania. Sobre un par de cartulinas, con los colores de la bandera ucraniana, un niño ha dibujado un árbol. Y en este preciso momento, el niño explica a una voluntaria polaca su hermoso dibujo. Es muy pequeño aún, pero sin saberlo ha puesto la semilla de un gran árbol que dará sombra al peregrino, belleza al paisaje, nidos a los pájaros del cielo y leña para el invierno. El futuro ya está ahí, en el dibujo y en la mirada inocente de un niño.


      Buenas noches, tristeza

Hace apenas unas horas que han llegado a la casa de Iasi. De todas las fotografías recibidas, esta me parece la más triste. En el estrecho pasillo donde los voluntarios ofrecen café y unos dulces, un hombre y una mujer de una cierta edad, pegados a la pared, casi invisibles en su silencio y en su abatimiento, con una taza en la mano, miran a la pared, miran a la nada. Él por su edad, ya no “vale para la guerra”, y por eso han podido salir de Ucrania. Tenían por delante una jubilación tranquila, con su casa, sus viejos muebles, las visitas de los hijos y los nietos, alguna excursión, el descanso… pero les ha caído encima una guerra. Ahí están, serios, cabizbajos y dolientes. Un voluntario está a punto de pasar delante de ellos, y él también se siente contagiado por la pena. El café les puede sacar del frío del invierno, del cansancio del viaje, pero ni un café es suficiente para sacar el frío del alma, el desangelamiento y la pesadumbre.

     

La vida es bella

Está a punto de dar su primer paseo por la ciudad. Y está contenta. “La vida es bella, a pesar de los pesares”, parece decirnos esta chica en silla de ruedas. Ella no conoce los motivos de la guerra ni ha seguido en los telediarios los sesudos debates de unos y otros. Los nombres de Putin o Zelenski la dejan indiferente. Su patria está allí donde se siente estimada y querida. Y en este pequeño rincón de la Rumanía guaneliana, ella ha encontrado una patria de afectos. Tres de sus cuidadores, cada uno de ellos de una nacionalidad diferente, le dan los buenos días y le desean un buen paseo. Conozco a uno de sus cuidadores, el P. Battista Omodei. Se ha pasado la vida de misión en misión y de continente en continente. Y ahora me lo encuentro en esta fotografía mirando embobado, desde su venerable edad, a esta joven cuya sonrisa es la más resplandeciente manera de decir “gracias, me siento bien en vuestra patria tan ancha como el mundo”. En tiempos de ferocidad, los que no pueden correr, llevan las de perder. Pero ella y varias personas más con muletas o en sillas de ruedas o con andares renqueantes han encontrado en este lugar de Europa una posada samaritana. 

    

¿Dónde estamos?

Acaban de entrar en el vestíbulo de la que será su casa, ¿por cuánto tiempo? Durante todo el viaje se habrán hecho mil preguntas sobre los porqués de una guerra de la que acaban de huir y sobre el país al que han sido destinados. ¿Dónde estamos?, parecen decirnos con sus rostros cansados. Minutos de espera, antes de saber dónde está el dormitorio, dónde el comedor, dónde el baño, cuál será el horario, si funcionará el teléfono móvil que les unirá, como cordón umbilical, a sus seres queridos. Llevan en su mochila el dolor de sus conciudadanos, las incertidumbres y las penalidades de tantos ucranianos. En primer término, un joven apoya sus manos en las muletas. Se sienten afortunados porque han salido de un campo de minas, y a la vez culpables por esta ‘huida’. Y esos sentimientos de alivio y de pesadumbre, de privilegio y de culpa les acompañarán durante mucho tiempo.

    

Jugar a la esperanza

Hace unas horas que estos cinco niños han llegado a esta casa en Rumanía. Les esperaban un plato caliente en la mesa, una ducha reparadora y ropa limpia. Y después, después, un partido de futbolín. Cuatro seminaristas guanelianos contemplan ensimismados a estos cinco niños. Junto a otros 28 niños vivían en un pequeño orfanato de Ucrania. Cuando empezó la guerra, sus cuidadores les sacaron a toda prisa del país, en medio de un caos mayúsculo, en medio del silbido de las balas, del estruendo de las bombas, del dolor amargo de todo un pueblo y de una despedida de besos y lágrimas de sus cuidadores. En la frontera con Rumanía, como acordado, los entregaron a la misión Guanella. Allí serán cuidados, amados y protegidos hasta que un día, también como acordado, puedan volver a su patria, a su lengua, las canciones infantiles, las comidas tradicionales… Mientras tanto, estos cinco niños, lejos de la bruticie de los mayores y la sinrazón de los mandamases, juegan. Una partida de futbolín es lo que estos niños necesitaban después de largas jornadas de miedo e incertidumbre. Una partida de futbolín debería ser la única batalla permitida en este mundo. En la habitación, al fondo de la misma, un crucifijo parece la mejor metáfora para hablar de la inocencia masacrada en estos tiempos de plomo. ¿Tendrán los señores de la guerra la última palabra? Cinco niños felices juegan al futbolín. De alguna manera, ellos representan el futuro de Ucrania.

            Y con esta fotografía, cargada de esperanza, concluyo este álbum para hablar de las benditas casas que acogen a niños y a grandes. Una metáfora para explicar que, en tiempos de metralla y de balacera, siempre hay hombres y mujeres que gritan con sus obras: ¡Los cuidados serán más fuertes que las heridas!

miércoles, 1 de septiembre de 2021

Abre la escuela en Kinshasa




Así empezaba hace un año el curso escolar en Kinshasa (R. D. del Congo). Un grupo de niños y niñas acaban de dejar la casa-internado donde viven para dirigirse a la escuela. Como todos los colegiales del país africano, llevan su pantalón o su falda, de color azul, y su camisa blanca. Algunos de ellos han tenido la suerte de estrenar calzado o mochila, cuadernos, libros o pinturas.

Una escena similar volverá a repetirse próximamente. En España y países de su entorno, las administraciones públicas ofrecen educación gratuita hasta los 18 años, incluso más. Esto no es así en muchos países africanos. La escuela, aunque sea pública, es una escuela pagada. La R. D. del Congo lleva años entre los cinco países más pobres del mundo. Y eso a pesar de ser uno de los más ricos del planeta en recursos minerales (coltán, diamantes, etc). Oficialmente la enseñanza primaria es gratuita en este país, pero eso es papel mojado. Congo es uno de esos estados fallidos que no cuenta ni con recursos monetarios ni con estructuras para asegurar la educación. Casi la mitad de la población es analfabeta. Y un 43% de los niños matriculados abandona las aulas por diversas causas:

-       Las familias no pueden hacer frente a las cuotas de escolarización.

-       Muchos hermanos mayores, especialmente niñas, tienen que cuidar de sus hermanos más pequeños.

-       Existe un buen número de niños que trabajan largas jornadas, o que están en zona de guerra (Este del país), o que han sido reclutados forzosamente como soldados, o que viven en la calle, completamente solos, buscándose la vida.

-       Muchas escuelas cierran a lo largo del año, porque los profesores, después de meses sin recibir su salario, deciden abandonar.

Cuando en 2008 visité R. D. del Congo, pude conocer de primera mano la magnitud de este problema. La falta de educación perpetúa la pobreza y perpetúa las injusticias. Nada nos da una idea tan aproximada a la indignidad humana como el hecho de no haber podido frecuentar la escuela de pequeño.

Desde hace unos años, por estas fechas, invito a mis amigos a colaborar con esta escuela de Kinshasa. Una vez más, os pido que me echéis una mano para sacar adelante este hermoso proyecto de escolarización y alfabetización de los niños y niñas de la calle. Si para todos los congoleños es difícil asegurarse una educación continuada en la escuela, para los niños y niñas de la calle, sin familia y sin recursos, es casi un imposible. Puentes Ongd, desde hace más de dos décadas, apuesta por los niños y niñas de la calle y por su educación.

La vida de cualquier niño cambia por completo si sabe leer y escribir y si adquiere los rudimentos básicos de la cultura. Si esto vale para todos, es aún más válido para niños y niñas que, por diversos motivos, un día llegaron a vivir en la calle y ahora dependen, en su día a día, de las casas guanelianas con las que Puentes colabora desde hace más de dos décadas.

En Puentes lo repetimos a menudo, y más cuando se trata de educación: “No podemos cambiar el mundo, pero sí el mundo de un niño o de una niña”. Nuestra mirada y nuestros objetivos se centran en un grupo de personas con sus nombres, sus rostros y sus historias.

¿Quieres colaborar con el pago de un mes de escuela? 15 euros

¿Quieres colaborar con el coste de un curso escolar? 150 euros

“Abre la escuela  en Kinshasa” es el título de esta entrada. Es una afirmación: “Abre la escuela”, pero al mismo tiempo es una invitación personal que te hago: “Abre la escuela de Kinshasa”.

A la hora de hacer el ingreso, especifica en concepto: “Escuela Congo”.

IBAN:  ES46  0030 6018 1700 0105 1272 (Banco Santander)





viernes, 29 de septiembre de 2017

Todos somos aporófobos


 

El ensayo de Adela Cortina que acabo de leer lleva un título bien extraño: Aporofobia. El término lo utilizó por primera vez la propia autora en 1995 y poco a poco se ha ido abriendo camino, hasta el punto de que el Ministerio del Interior utiliza el término para ciertos delitos de odio. Aporofobia en una palabra compuesta de ‘aporos’, pobre, y ‘fobia’, temor. La aporofobia sería el odio, la repugnancia u hostilidad ante el pobre, el sin recursos, el desamparado.


El ensayo de esta prestigiosa docente de la Universidad de Valencia parte de la idea de que es cierto que hay muchos xenófobos, pero aporófobos lo somos casi todos. No nos asustan ni sentimos desprecio por los extranjeros que vienen a visitar nuestras playas y monumentos, no sentimos desprecio hacia los jugadores negros del Barça o del Madrid. No sentimos desprecio hacia los jeques musulmanes árabes que atracan sus imponentes yates en Puerto Banús. Lo que sentimos es desprecio y aversión hacia los extranjeros pobres, los que saltan la valla de Melilla o llegan en patera. Lo que sentimos es aversión hacia los negros sin recursos. Lo que sentimos es aversión a los musulmanes migrantes de nuestros barrios más humildes.

El libro intenta buscar las razones de esta lacra, de esta patología social que conviene nombrar y diagnosticar.

Cortina cree que en el fondo cuando damos algo, esperamos un retorno, una recompensa, una contrapartida. Este retorno no puede producirse cuando la otra parte no tiene recursos materiales. Entonces, instintivamente, hay un rechazo puesto que el otro nada puede proporcionarnos. El sistema de favores, que es hábito común en la sociedad, se rompe ante las personas pobres. Parece que biológicamente nuestro cerebro está preparado para sentir una empatía hacia el fuerte, el sano, el que puede venir en nuestra ayuda, para protegernos a nosotros o a los que son de nuestra propia tribu, pero al mismo tiempo, parece que nuestro cerebro rechaza lo que nos molesta y perturba, así que cuando advertimos que alguien nos puede traer problemas porque necesita de nuestra ayuda, tratamos de apartarlo de nuestras vidas. Sabemos, así, que nuestro cerebro es, sobre todo, aporófobo, aunque también esté diseñado para la compasión y para la cooperación.

El final del libro plantea interrogantes muy serios y preguntas inquietantes: ¿Podemos pensar en una ‘biomejora’, es decir, en mejorar nuestro cerebro, con distintas intervenciones o sustancias, para disminuir nuestra aversión a los pobres?

 

 

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Cambio coronas de flores por vasos de leche.





    He visto demasiadas coronas, demasiadas flores alrededor de los ataúdes. Flores bienintencionadas, no lo dudo. Flores que son también la expresión de un cariño, de una gratitud, de un reconocimiento póstumo. También una tradición arraigada. Y las tradiciones, ya se sabe, son difíciles de erradicar. Y lo que es peor, las tradiciones tienen algo de compromiso ineludible, de cumplido social que hace que, junto a las coronas de flores se seres queridos, aparezcan también coro...nas de empresas o de compañeros de empresa que cumplen con ‘una obligación social’ de enviar flores cuando muere un trabajador o un allegado. Las coronas siempre, además, sirven para el cotilleo típico de los velatorios, las comparaciones típicas de las coronas y sus cintas dedicadas. El número de coronas no sólo indica el grado de afecto de que gozaba el finado, sino también la posición social y el estatus mundanal del difunto y de sus deudos. En fin, la mitad de las flores que acompañan al muerto son expresión de cariño y la otra mitad expresión de un ‘estatus’.
    Pero a lo que yo voy es a otra cosa. ¿Los difuntos, mientras estaban vivos o enfermos, recibieron ramos de flores? No he puesto nunca dinero para una corona de flores desde que hace más de tres décadas mi padre me pidiera que no me gastara ni una peseta en flores cuando él muriera y que, a cambio, diese una limosna a la iglesia o a los pobres.
    Yo creo que esta costumbre de las coronas mortuorias no es en absoluto cristiana, o no debería serlo. Las flores no deberían acompañar a los cristianos fallecidos. A los cristianos les deberían acompañar las oraciones, los sufragios y las limosnas. Todo lo demás es una concesión a un paganismo sin esperanza en el más allá. Pero, al mismo tiempo, a mí me parece que a las personas solidarias, tampoco les sientan bien las flores sobre sus ataúdes, ni les sientan bien comprar flores para otros muertos. Demasiada hambre en el mundo, demasiada pobreza. Demasiados niños sin pan y leche. Cambio coronas de flores por vasos de leche para niños hambrientos.

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