Las últimas páginas de Il deserto dei tartari son
verdaderamente conmovedoras.
El libro empieza así: “Nominato ufficiale, Giovanni Drogo
partì una mattina di settembre dalla città per raggiungere la Fortezza
Bastiani, sua prima destinazione”. Recién nombrado oficial, Giovanni Drogo
partió una mañana de septiembre de la ciudad para alcanzar la Fortaleza
Bastiani, su primer destino.
Él creía que sería un destino provisional, un destino de
trámite. La Fortezza estaba en los confines de la nación, en una zona árida y
desértica, con montañas y roquedos. El
final del mundo. Allí un batallón de soldados vivía y vigilaba la frontera del
norte, para tener a raya a los soldados del país extranjero, los tártaros. La
Fortezza esperaba en cualquier momento la invasión y el asalto de los tártaros.
Giovanni Drogo aceptó la petición de su superior para
permanecer un poco más de tiempo en la Fortezza, ya que todavía era joven y
tenía toda una vida por delante. Pero la Fortezza le fue engatusando, le fue
haciendo suyo. Los años iban pasando, y, cuando visitaba la ciudad, Giovanni
Drogo se daba cuenta de que ese ya no era su mundo, ni la casa familiar era su
hogar, ni el amor intuido en su juventud por una joven era ya su amor.
Los días fueron pasando, y con ellos los meses y los años.
La vida se iba pasando en inquietante espera, entre guardias, formaciones
militares, partidas de cartas, conversaciones intrascendentes con otros
soldados, siempre divisando el horizonte, siempre esperando que los tártaros
apareciesen y que el momento de gloria llegase para los defensores del bastión
y que, de esta forma, el trabajo gris y monótono, se justificase. Es más, que
la propia existencia de los soldados se justificase y alcanzase un sentido, una
plenitud. De vez en cuando un incidente rompe la rutina, la muerte injusta y
sin sentido de un compañero a mano de otro compañero, por no saber la
contraseña, lo que da una idea de ese espíritu militar tan atado a la norma. O
el avistamiento de soldados construyendo una carretera, que será bruscamente
interrumpida.
Diez, veinte, treinta años. Y nada pasa. Los tártaros no
llegan. Y la vida se pierde así a lo tonto esperando el gran día, esperando el
gran momento, esperando la gran batalla, algo que nunca llega.
La Fortezza es una imagen de la soledad de la vida, del
aislamiento: “Gli uomini, per quanto possano volersi bene, rimangano sempre
lontani; che se uno soffre, il dolore è completamente suo, nessun altro può
prenderne su di sè una minima parte; che se uno soffre, gli altri per questo
non sentono male, anche se l’amore è grande, e questo provoca la solitudine
della vita”.

Pero Drogo empieza a sentir una gran debilidad que no es si
no los primeros pinchazos de la enfermedad mortal. Ahora pasa gran parte del
día descansando en su celda, y es en este momento cuando la Fortezza toda se
anima y se agita porque finalmente los soldados de la nación extranjera avanzan
hacia el bastión. Pero el coronel quiere para él toda la gloria y hurta a
Giovanni Drogo, segundo jefe de la Fortezza en este momento, la gloria que le
hubiera correspondido. Con la disculpa de la enfermedad, el coronel le dice que
un carruaje le espera para llevarle a la ciudad. Drogo, herido en lo más
profundo, intenta hacer entrar en razón al Jefe Simeoni: “Trenta’anni sono qualcosa, tutto per
aspettare questi nemici. Non puoi pretendere adesso… Ho un certo diritto di
rimanere…”
Pero la suerte de Giovanni Drogo está echada y él se resigna
a esta estocada traicionera. “Lassù era passata la sua esistenza segregata dal
mondo, per aspettare il nemico si era tormentato più di trant’anni e adesso che
gli stranieri arrivavano, adesso lo cacciavano via”
El carruaje que lo lleva se encuentra con los soldados de
refuerzo que avanzan a la Fortezza, y él siente el desprecio de estos jóvenes
por el ‘viejo’ que cómodamente se retira de la fortaleza.
El carruaje se detiene para hacer noche en una posada. Y
Drogo se da cuenta de que ahora, solo, enfermo y viejo, tiene que hacer frente
a otra batalla, a otro enemigo: la muerte. En esa posada le tocará hacer
amargas reflexiones sobre la existencia humana, pero al final experimenta una
cierta dicha: la de poder enfrentarse al enemigo con la dignidad de un
verdadero soldado. La muerte ha perdido
su rostro trágico y se ha transformado en algo sencillo y conforme a la
naturaleza. Y él la espera tranquilamente, porque sabe que su destino será
abandonar el mundo en una posada, viejo y sin ninguna belleza, sin dejar a
nadie en el mundo que lamente su muerte.
Por todo ello, en la oscuridad de la habitación, aunque
nadie lo ve, Giovanni Drogo, sonríe. Así acaba El desierto de los tártaros.