miércoles, 4 de enero de 2023

Benedicto XVI: encuentro con Jesús

 


“No me encamino hacia el final, me encamino hacia el encuentro”. Fue una de sus lúcidas frases en los días en que anunció su renuncia al ministerio petrino en 2013. Estas pocas palabras podrían resumir su trayectoria vital de creyente, intelectual, teólogo, profesor, arzobispo, prefecto, papa… Pero ha sido en los últimos nueve años, cuando hemos podido ver que la vida de Joseph Ratzinger no caminaba hacia un final sin sentido, un final de debilidad y muerte, sino hacia el encuentro con una persona que había dado sentido a toda su larga existencia de 95 años: Jesús.

            Su pontificado se situó entre dos titanes: Juan Pablo II y Francisco, ambos con una personalidad desbordante, tal vez arrolladora, con un fuerte sentido de su papel como pontífices, ambos extrovertidos, amigos de frases lapidarias, creadores de eslóganes, populares, quizás en cierto modo populistas a lo divino, martillos de ideologías, el uno del comunismo, el otro del capitalismo… En este contexto, Benedicto apareció como un puentecillo frágil en medio de dos riberas de exultantes flores y frutos. Benedicto fue el leal colaborador de Juan Pablo II que puso sobre la mesa lo temas con los que tuvo que lidiar y resolver Francisco.

            Benedicto fue un Papa vilipendiado y caricaturizado, especialmente en España, país al que dedicó una atención privilegiada y al que visitó en tres ocasiones, algo que no ocurrió con ningún otro. Desde el momento en que su figura, tímida, apareció en el balcón de la fachada de San Pedro, lo quisieron presentar como un simpatizante del nazismo, únicamente por una fotografía en la que aparece como miembro de las juventudes hitlerianas, cuando era apenas un niño. Él, como tantos menores alemanes, fue una víctima, forzada a alistarse. Nos lo quisieron presentar como inquisidor, intolerante, inflexible, el “panzerKardinal” o el “rottweiler de Dios”, por haber presidido el Dicasterio de la Doctrina de la Fe, en un momento de fuertes tensiones teológicas, cuando junto a teólogos propositivos e incomprendidos, crecían otros desnortados, teólogos-estrella, y más amigos de la ruptura que de la comunión. Ratzinger nunca rehuyó el diálogo y la escucha de los disidentes, aunque mantuvo una firmeza propia del cargo que ocupaba y de la misión encomendada a ese Dicasterio: preservar y custodiar el legado de la fe. Era tal la talla de Ratzinger como teólogo, como intelectual, tal su competencia bíblica que no pocos teólogos hubieran preferido medirse con un prefecto menos competente, menos inteligente. Pero con Ratzinger no valían subterfugios, ni eslóganes facilones, sino sólo argumentos sólidos e irrefutables. Sabía que “quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo es tachado de fundamentalista”.

            Fue él quien inició, sin contemplaciones, la lucha contra los abusos sexuales en el seno de la Iglesia, verdadera peste, uno de los episodios más vergonzosos de la Iglesia Católica. Benedicto no temía la verdad. En cierta forma, él fue un profeta de la verdad, y creía que la Iglesia nada perdía mirando de frente la suciedad que desde hacía años se extendía por colegios, seminarios y parroquias. Cuando muchos clérigos se escudaban en que todo era una conjura de los medios de comunicación, él dijo que “esto está sucediendo por los pecados cometidos por la propia Iglesia, y no por los ataques de la prensa o de los enemigos”. Las manchas en la túnica de Cristo no eran culpa de las víctimas o de quienes las descubrían, sino de curas y frailes que durante años la habían ensuciado con sus pecados en medio de una total impunidad.

            Fue un Papa incomprendido, porque en un mundo de lo políticamente correcto, de relativismo moral, de mentiras en envoltorios que parecen de verdad, de genuflexiones vergonzantes y serviles a los dictados de la moda, de la mundanidad y de las corrientes en boga en cada momento, Benedicto buscaba la verdad, no lo que cada año es correcto o suena bien, o baila al son de la música de este mundo. Bastaba una frase malinterpretada o sacada de contexto para iniciar una campaña de desprestigio. Ejemplo de todo esto podría ser su célebre discurso pronunciado en la Universidad de Ratisbona en la que citó unas líneas del emperador Bizantino Manuel II Paleólogo, sobre la violencia ejercida en nombre de la fe. Un razonado y profundo discurso académico fue reducido a una frase, a una supuesta condena del islamismo. Muchos musulmanes la emprendieron violentamente contra los cristianos, al mismo tiempo que muchos católicos encontraron la excusa para tildarlo de fundamentalista.

            Escribió hermosos libros para acercar al creyente al Evangelio. No tenían nada de dogmáticos, sino que buscaban una vivencia interior de la fe, postulando un diálogo sereno entre fe y razón, entre cultura contemporánea y cristianismo, entre creyentes y no creyentes. En una sociedad donde todo mensaje de más de 140 caracteres es ya un discurso soporífero, era difícil encontrar lectores que se tomasen una media hora de tiempo para leer y subrayar sus palabras. Sucedió, por ejemplo, que cuando escribió un libro sobre la Infancia de Jesús, los medios de comunicación crearon una polémica vacía que dio la vuelta al mundo: en una página del libro, de pasada, escribió que en los evangelios no se menciona al buey ni a la mula. Ninguna novedad, porque, efectivamente, no consta la presencia de estos animales en el nacimiento de Jesús. Sin embargo, los periódicos lograron reducir grotescamente un hermoso libro sobre Jesús a un asunto intrascendente como el del buey y la mula.

            Sería una pena y una banalidad resumir el Papado de Benedicto XVI a su renuncia, algo histórico, ciertamente. Evidentemente, Benedicto empezó a notar cómo las fuerzas físicas empezaban a mermar, pero fue su humildad y la conciencia de pequeñez para el gobierno de la Iglesia, las que le llevaron a renunciar al pontificado y a convocar un nuevo cónclave. No era un hombre aferrado al poder, sino “un humilde trabajador en la viña del Señor”, y por ello quiso que otro, con más fuerzas o con más capacidad de gobierno, pudiera hacer frente a los numerosos desafíos que la Iglesia Católica tenía en ese momento. Fue una renuncia providencial. La llegada de Francisco culminó muchas de las tareas emprendidas por Benedicto: la tolerancia cero en el caso de los abusos sexuales (Benedicto se había reunido y escuchado a las víctimas), la reforma de la anquilosada y mafiosa curia vaticana (“un inocente rodeado de cuervos”, escribió un periodista italiano en alusión a Benedicto), la necesidad de un papel de las mujeres en la Iglesia (como ha manifestado Lucetta Scaraffia), la transparencia en las procelosas cuentas vaticanas, la búsqueda de una Iglesia más cercana a los pobres (también Benedicto comió con los mendigos y sin techo), el camino hacia los que piensan distinto, teológicamente hablando, como lo atestigua su largo encuentro con Hans Kung, su preocupación  por la pobreza o la ecología, como lo asevera su encíclica Caritas in veritate, la búsqueda de un Dios a partir de la belleza del arte o de la liturgia… Su secretario personal, Georg Gänswein, afirmó en una ocasión que al “Papa emérito le había tocado vivir en un tiempo de lobos”.

            Cuando en 2011 acudí a Roma para la canonización de Luis Guanella, comprobé la respetuosa escucha de miles de feligreses en la Plaza de San Pedro. Nadie flameaba banderas o pancartas durante la Santa Misa. Sus discursos no se interrumpían con interminables aplausos en un ambiente de cristianismo triunfante, liturgias que rozaban lo chabacano y papolatría exacerbada, similar a la que suscitan los cantantes de rock. Su voz, monocorde, estaba muy alejada de la oratoria teatral y barroca, que fácilmente levanta entusiasmos y despliega aplausos, tras una frase lapidaria. Él era el sabio que, en tono íntimo y confidencial, transmite una historia a los hijos reunidos alrededor. Nada más lejos de su estilo que el eslogan hueco de nuestros tiempos. El discurso sobre la vida de Jesús, el pensamiento que aúna razón y fe, el análisis sobre Dios y mundo, precisan del argumento, de la exposición ordenada, del análisis pormenorizado, de las preguntas inteligentes que invitan a la reflexión y de las conclusiones que abren espacios para ulteriores preguntas y meditaciones.

            Creo que el pontificado de Benedicto XVI no terminó el 28 de febrero de 2013 cuando a las 8 de la tarde se cerró el portón de Palacio de Castengaldolfo y se puso en marcha el cónclave, sino que ha durado hasta las 9:15 de la mañana de la pasada Nochevieja. Con su renuncia, silencio, estudio, oración y contemplación, Benedicto siguió ejerciendo un Magisterio.  

            Con sus sombras, sus errores, sus fallos y sus pecados, como todo ser humano y más cuando se tienen altísimas responsabilidades, Benedicto fue un hombre coherente con su fe. El hombre que visitó en la celda y perdonó a su mayordomo, Paolo Gabriele, que le había traicionado, sustrayendo y filtrando a la prensa documentos sensibles… el hombre que cada jueves, cuando era prefecto del Dicasterio, desayunaba con el anciano conserje del edificio… el hombre que lloró cuando se reunió en Malta con víctimas de abusos sexuales por parte de sacerdotes católicos, el hombre que, sin cámaras y sin fotos, dialogó con teólogos situados en las antípodas de su pensamiento… el hombre que corregía con expresiones más suaves la redacción de la correspondencia, a veces seca y tajante, del Dicasterio… no era el inflexible y severo Papa que nos quisieron mostrar.

En la mañana del 31 de diciembre de 2022, mientras, caminando junto a un amigo, despedía el año por la senda de la Esgueva, la vida de Benedicto se apagaba. Dicen que sus últimas palabras fueron “Jesus, ich liebe dich” (Jesús, te amo). Se puede ser creyente, agnóstico, ateo o anticlerical, pero cuando un hombre, con el poco aliento que le queda en la garganta, se despide de este mundo con el nombre del amado en sus labios, merece un respeto por su coherencia hasta el final de sus días.

Termino con un pensamiento de Benedicto que refleja muy bien su confianza en Dios, amigo misericordioso: "Muy pronto me presentaré ante al juez definitivo de mi vida. Aunque pueda tener muchos motivos de temor y miedo cuando miro hacia atrás en mi larga vida, me siento, sin embargo, feliz porque creo firmemente que el Señor no solo es el juez justo, sino también el amigo y el hermano que ya padeció Él mismo mis deficiencias y por eso, como juez, es también mi abogado (Paráclito). En vista de la hora del juicio, la gracia de ser cristiano se hace evidente para mí. Ser cristiano me da el conocimiento y, más aún, la amistad con el juez de mi vida y me permite atravesar con confianza la oscura puerta de la muerte”.













jueves, 29 de diciembre de 2022

Las lecturas del año 2022


No afirmaré que ha sido un año de una cosecha espectacular. Pero los libros han estado ahí. La mayoría totalmente prescindibles y olvidables. Libros que pasan por el lector sin dejar apenas rastro, como pasa el agua por los guijarros de las orillas de un río. Pero algunos reseñables sí ha habido. Daré cuenta de ellos. ¿Alguien ha leído alguno de estos libros? ¿Alguien lo ha marcado como un buen libro y lo ha recomendado? Los libros sobre todo nos hacen compañía y rompen, un poco, el guijarro de nuestra cabeza y corazón, para que en ellos penetre el agua del río que arrastra consigo todos los libros, todas las vidas, todos los idiomas, toda la belleza, toda injusticia, todos los hombres y mujeres, países e ínsulas extrañas, todos los pensares y los decires: el río de la vida. Somos también los libros que leemos. Por el mismo orden en el que fueron leídos, ahí va mi lista de lecturas de 2022:

La peor parte, Fernando Savater

Para el filósofo Fernando Savater la “peor parte” de su vida empezó el día en que a su mujer, Sara Torres Marrero, apodada Pelo Cohete, y la mujer de su vida, le diagnosticaron el cáncer. Después vendrían nueve meses de sufrimiento inenarrable y, finalmente, el apagón definitivo en 2015.  El filósofo de compañía, como él gusta llamarse, escribe un homenaje a la mujer que le acompañó, admiró y amó durante décadas, consciente de que si él no lo hace, nadie lo hará. Nadie hará justicia a Pelo cohete, la mujer fuerte que nunca perdió la alegría ni siquiera en los años salvajes vascos cuando tuvo que hacer frente a un nacionalismo excluyente que la quería silenciosa e invisible. No olvidemos que fue apartada como profesora de la Universidad del País Vasco, donde los etarras aprobaban con brillantes notas cualquier carrera y donde los brillantes estudiantes no nacionalistas eran castigados contra la pared. Al inicio del libro, Savater cita u libro, cita un verso de Prévert Reconocí a la alegría por el ruido que hizo al marcharse”. Es la tristeza que nos deja la desaparición de la persona amada lo que hace odiosa a la muerte.


Diarios: A ratos perdidos, Rafael Chirbes



Cuando en 2013 publicó En la orilla, Rafael Chirbes se convirtió en un grande de la literatura en español. Después de su repentina muerte, sus herederos publicaron sus Diarios, que él llevaba escribiendo desde 1984. Al leer estos Diarios, se tiene la sensación de estar ante un hombre que nunca se sintió a gusto ni con lo que hacía, ni con lo que escribía ni con quién era. Es esta desilusión de sí mismo el tono de estas páginas. La voluntad de un hombre por escribir, por traducir en escritura lo que bulle en su cabeza y su corazón. Escribió los Diarios como un ejercicio menor, como una forma de compensar su incapacidad para escribir cosas más grandes, según repite en varias páginas. Y sin embargo es esta sinceridad, esta falta de impostura, esta falta de ‘forma literaria’ lo que hace tan atractivas estas páginas, cargadas de verdad, de admiración por los hermosos libros de otros escritores, por las personas que no sabía amar como le hubiera gustado, o por el torbellino de una homosexualidad vivida con desgarro y dolor. El libro está cargado de otros “libros” admirados, subrayados y retenidos en la memoria. Como Borges, Chirbes se siente orgulloso, no de lo que escribe, sino de lo que lee.  

Palabra de Director, Pedro J. Ramírez


           Brillante estudiante, precoz periodista, el más joven director de un periódico de tirada nacional, se convirtió en uno de los hombres más reverenciados, temidos, odiados de este país. Conocía de primera mano el periodismo norteamericano de investigación, y quiso que El Mundo fuera algo parecido. Un periodismo que no se casa con nadie y que no teme sacar a la luz las miserias que esconden las alfombras de los Palacios del Poder. Hubo unos años en España en que cada mañana se desayunaba con una exclusiva de El Mundo. Ahora Pedro J. Ramírez ha escrito sus memorias a las que ha titulado Palabra de Director. Independientemente de las simpatías o antipatías que suscita este periodista, el libro se lee como una novela basada en hechos reales. Tirando de sus exclusivas, de sus archivos personales, cuenta sin tapujos y sin piedad los hechos que marcaron la más reciente historia de España: el terrorismo de Eta, el nacionalismo prepotente, las cloacas del poder, como el Gal, los atentados del 11-M, la convivencia entre poder ejecutivo y poder judicial, la corrupción de los partidos políticos, sin olvidar la trampa sexual que le tendió el propio Ministerio de Interior,  para hundirlo. Más tarde, se vería obligado a abandonar El Mundo que él mismo había fundado. Polémico, brillante, veraz, implacable, desvergonzado, paranoico... Sus memorias no dejan indiferente.

Cartapacio, José Jiménez Lozano


            La revista literaria Turia dedicó un monográfico a José Jiménez Lozano, un homenaje en el aniversario de su fallecimiento. Más de 150 páginas que recogidas bajo el nombre de “Cartapacio” rinden tributo a esa mirada diferente de ver el mundo, que fue siempre la marca del autor castellano. Siempre fue un escritor para una minoría de lectores, pero de lectores incondicionales. Tal vez lo mejor que se puede decir de Jiménez Lozano es que sentía “alegría porque las cosas son y compasión por los dolores del mundo” y que siempre comprendió que “de la conversación sobre lo que se ve y se escucha se llega al juicio y a la escritura”. Unos cuantos autores intentan, desde la admiración, adentrarse en los recovecos de su pensamiento. Escritor sin carnet, hijo espiritual de Port Royal, ‘amigo’ de Simone Weil, de Juan de la Cruz, de Bernanos, amante de las pinturas, alma de las primeras Edades del Hombre, creyente por el tortuoso camino de la fe… Probablemente, el último humanista de estos lares fue un avisador. Con su palabra ‘encarnada’ nos avisó de por dónde iba a ir o se despeñaba el mundo. Temía que “la posteridad fuese peor que la actualidad”, pero no perdió la alegría, así fuese por el canto de un cuco, la conversación con los amigos, la belleza de una tabla, la hermosura de los libros, el placer de un cigarrillo, el fuego en el hogar.

 

Las furias invisibles del corazón, John Boyne


         La expulsión de la iglesia de una joven soltera embarazada en una Irlanda rural gobernada desde los púlpitos es el inicio fulgurante de esta novela de uno de los grandes escritores europeos del momento, John Boyne.  Catherine, la madre soltera, sabe que no tiene nada que ofrecer al hijo que va a nacer y lo da en adopción a una pareja excéntrica. La novela es, así, el recorrido exhaustivo por la existencia de Cyril, desde antes de su nacimiento hasta su ancianidad. Las furias invisibles arrasan con el corazón de todo ser humano que sabe que no saldrá vivo de esta cosa que llamamos vida. En el ambiente opresivo e hipócrita irlandés transcurre la vida de Cyril, homosexual para más señas. La amistad, la traición, las mentiras, la vergüenza y la culpa, el amor y el desamor, el exilio y la rabia, los encuentros, el aplastamiento, la soledad y los dolorosos secretos. Y todo ello contado con una prosa admirable y ágil que describe los movimientos tumultuosos que se suceden o conviven en el alma. Pero la novela no sólo cuenta la vida de Cyril, sino la vida de los que, en un determinado momento, son diferentes y tienen que pagar por ello.

La bendición de la tierra, Knut Hansum


            Hace más de 100 años que vio la luz esta obra, aunque para varias generaciones fuera prácticamente desconocida. El posicionamiento de Knut Hamsun a favor del nazismo supuso una condena al ostracismo. Y eso que en 1920 obtuvo el Premio Nobel y su obra fue admirada por los grandes escritores de su época. Sólo últimamente el escritor está siendo rehabilitado.  Un hombre, Isak, con un saco al hombre, llega a un lugar inhóspito y deshabitado de Noruega. Nada sabemos de su pasado, porque el libro empieza en ese momento y nunca retrocede. Y allí, con el sólo afán, de ganarse la vida, cultivando la tierra y cuidando ganado, se instala. Tiene la fuerza de un titán, y el carácter indomable, y poco a poco, tronco a tronco, construye la primera cabaña, labra los primeros surcos, siega el primer forraje para los animales. El trabajo es su forma de estar en el mundo y de permanecer en él. Después llega Inger, una mujer de la aldea que, marginada por una malformación en su rostro, lleva la marca de los apestados. Se establece a su lado, compartiendo el duro trabajo y engendrando hijos, Eleusus, Sivert, Leopoldine, Rebekka. Pero la verdadera protagonista de este libro es la tierra, en toda su dureza y su dulzura. La tierra helada e impenetrable por el hielo. La tierra caldeada por el sol. La tierra en cuya bóveda se dibujan las luminarias. La tierra que da pasto a los animales, y frutos a los colonos.

Los vencejos, de Fernando Aramburu


              Su novela Patria es el mejor libro escrito sobre los años de plomo de Eta. Ahora, Los vencejos confirma la maestría de Fernando Aramburu. El libro se inicia en el momento en que un hombre corriente y vulgar, profesor de filosofía de secundaria, Toni, decide fijar la fecha para acabar con su vida: el 31 de julio de 2019, o sea, justo doce meses después de tomar la decisión. No es un hombre desesperado ni sufre trastornos mentales. Es un hombre indiferente, al que la vida le pesa, no por un motivo particular ni por una razón poderosa. Toni pone fecha a su muerte, y a partir de ahí, inicia a escribir un diario sincero y sin paños calientes. En las 365 entradas que Toni escribe nos va sirviendo la crónica de su día a día, pero también los recuerdos de una vida, parecida a tantas vidas, y por eso ‘ejemplar’. Las peripecias, chungas, degradantes, risueñas, eróticas, mezquinas, altruistas, ramplonas, humillantes, vergonzantes, desternillantes…se suceden y el desencanto turbio y confuso de vivir también. Y, así, el diario nos va presentando esas otras vidas que se han cruzado con la suya: sus padres, su mujer, su hijo único, su mejor amigo, su exnovia reencontrada, algún compañero de trabajo y su perra, probablemente el único ser vivo por el que el protagonista se siente acompañado y al que quiere.

Mouchette, George Bernanos   


            “Ya sopla con fuerza el lúgubre viento de la noche”.
  Es la primera línea de uno de los libros más conocidos de Georges Bernanos (1888-1948). Y desde esa primera línea la oscuridad y la tiniebla envuelven al lector, como envuelven a Mouchette, la niña de 14 años. Estamos a punto de conocer un fragmento de su vida y, al mismo tiempo, un fragmento de la vida de tantos desdichados. Bernanos parece decirnos que el corazón humano, pero también el corazón del mundo, o está en manos de Dios o está en manos del Mal. ¿Será siempre así? En esta espléndida novela, Dios se ha alejado de Mouchette y del pueblo. El Mal, entonces, campa a sus anchas sobre todos, y destroza cuerpos y almas, como le ha sucedido a Mouchette. Será difícil olvidar a Mouchette. Lo fue también para su propio autor que en el prólogo de esta novela llegó a escribir: “He visto vivir y morir a Mouchette en una soledad trágica. ¡Que Dios se apiade de ella!”

Sóniechka, Liudmila Ulítskaya


         En tiempos de rusofobia, esta breve novela ha sido un grato descubrimiento. La literatura habla siempre del alma humana, que es igual en todos los lugares del planeta. Soniechka se sabe fea y ama los libros y siente como ‘amigos’ a los héroes de tantas novelas leídas. Pero un día un pintor que ha viajado por el mundo pero que ha vuelto a Rusia, se fija en ella. La vida de Sóniechka cambia y empieza a “escribir” su propia novela de amor, entrega, admiración por su marido, Robert Viktorovich, por su hija, Tania, y hasta por una huérfana, Yasia, hacia la que siente compasión y que, más adelante, será causa de su desgracia y de su dolor. Esta novela se alzó con el premio francés Médicis y, de esta manera, la escritora rusa Liudmila Ulítskaya llegó a las librerías de muchos países. Sóniechka, diminutivo afectuoso de Sonia, nos cautiva por la pureza de su corazón. La novela es también un recorrido por la forma de pensar y vivir de la antigua Unión Soviética y su posterior desmoronamiento. A veces se tiene la tentación de decir “esto sólo ocurre en las novelas”, pero no es verdad. Hay almas puras y sencillas que aman y sufren, viven y caminan entre nosotros. Y un buen día, un escritor hace de esas vidas una novela.

martes, 27 de diciembre de 2022

Sor Clelia, la cocinera (y más) del Colegio

 


Sus ojos se cerraron el pasado día de Nochebuena, mientras a su alrededor sonaban villancicos, por ejemplo, Caro Gesù Bambino (ese villancico que los frailes italianos nos enseñaron en la Navidad de 1971). A los centenares de alumnos del Colegio San José de Aguilar de Campoo, para los que ella fue cocinera y mucho más, la noticia de su muerte les habrá llegado en medio de una cena abundante y familiar, mazapanes y turrones, con un fondo musical de Campana sobre Campana o Los peces en el río.

Sor Clelia Capizzano era natural de la región de Calabria, donde había nacido en 1933. El 1 de enero hubiera cumplido 90 años. En España pasó cuatro décadas, repartidas entre el Colegio San José (Aguilar de Campo) y la Casa Santa Teresa (Madrid). Se dice pronto y bien. Pero cuarenta años son cuarenta años. Toda una vida de trabajo y de entrega. Otras guanelianas llegaron, pasaron un poco de tiempo, y regresaron a su patria italiana. Pero la Clelia permaneció aquí hasta el año 2008, hasta que sus fuerzas fueron mermando poco a poco y su cuerpo empezó a encogerse y a doblarse. En Roma transcurrió la última etapa de su vida. Al final, su cabeza vagaba y erraba por los territorios de la desmemoria, pero cuando alguien le hablaba de los buenos tiempos de Aguilar o de su querido hermano Juan Vaccari o de su inseparable Antonina, o le enseñaba fotos de sus años españoles, la atención regresaba, la luz volvía a sus ojos y la emoción despertaba en su corazón.

Nos sucederá a todos. Los años de la infancia y la juventud se graban en granito en letras indelebles, mientras que a medida que nuestra jornada terrena llega a su atardecer, los hechos son simples letras escritas en el agua. En 1968, la presencia de las monjas y frailes guanelianos en la Villa de Aguilar de Campoo era aún muy reciente, cuando una joven monja de 35 años se apeó en la estación ferroviaria de Burgos; allí la esperaba el hermano Juan, para acercarla a su destino, el Colegio San José, donde se hizo cargo de la cocina. “Ahí está la cocina”, parece que le dijeron. Una cocina en un semisótano, gris y desangelada. “Y ahí está el comedor”, con un centenar de chavales que querían saciar sus insaciables estómagos de adolescentes inquietos, deportistas y un poco trastos.

Sin saber una palabra de castellano, sin un curso de cocina española en el currículum, sin una especialidad en antropología hispana, llegó la Clelia a tierras de Castilla, en aquellos pobretones años, a ganarse el pan y el cielo entre los pucheros, las ollas y las cazuelas, las sartenes, la espumadera y el cucharón.  Adiós a las fettucini y a los risottos, que Castilla es tierra de alubias, lentejas y garbanzos contundentes, de arroz dominguero y tortilla de patata. Es fácil ser una buen chef, como se dice ahora, con la despensa llena, la nevera rebosante y la cartera repleta. Pero no era este el panorama de 1968. Y sin embargo, ¿quién de los alumnos del internado ha probado alguna vez mejor pollo asado con verduras y mantequilla como el que hacía sor Clelia cada domingo? ¿Y de qué estaba hecha aquella ensaladilla rusa con escasos ingredientes y, sin embargo, sabrosísima? Sabía, como nadie, utilizar las especias, el comino, el orégano, la salvia, la albahaca, la nuez moscada, el romero, la guindilla, el clavo, el perejil… Tal vez, por eso, los platos eran diferentes y los guisos sabían más y mejor.

Los muchos alumnos que pasaron por Aguilar recordarán sin duda a sor Clelia chapurreando un español de frontera, un ‘itañol’ para andar entre verduras y legumbres. Pero cuando ella decía ‘Comete troppo’, nosotros entendíamos perfectamente que comíamos como limas, y cuando ella se quejaba de nuestro alocado parloteo con su clásico: ‘non dite bobate’, nosotros comprendíamos que debíamos parar de decir tonterías.

Y sin embargo, mi primer recuerdo de ella, apenas llegado yo al Colegio, es el de una Clelia llorando a lágrima viva y a moco tendido, cuando la noticia de la muerte del hermano Juan golpeó a todos y muy especialmente a las dos monjas-cocineras que tanto sabían de la santidad del buen fraile, que le habían visto rezar por cada rincón del colegio y llegar exhausto después de incómodos viajes por los pueblos en busca de alumnos. Y sor Clelia contaba muchas veces, para resaltar su propia imperfección y alabar la bondad del hermano Juan, que una vez, en la festividad de San José, ella se había esmerado mucho en hacer una tarta porque tenía invitados, pero cuando abrió el horno, la tarta se había quemado. Y se enfadó mucho, y no se le ocurrió otra cosa que dar la vuelta al cuadro con la imagen de San José que estaba en la cocina, castigando al santo contra la pared porque la tarta le había salido mal. Pero lo vio el hermano Juan y le afeó el gesto, y le dijo que eso no se hacía, y le suplicó que no lo volviese hacer, casi llorando.

Era refunfuñona cuando, sin venir a cuento, entrábamos en la cocina, casi siempre voceando, a pedir una pastilla de chocolate o una tirita para el rasguño, pero terminaba por acceder a lo que pedíamos, después, eso sí, de la tradicional regañina bilingüe.

Antes de que Dios amaneciese ya estaban ellas, quiero decir Clelia y su inseparable sor Antonina, su compañera de fatigas (había quien no las distinguía, y las llamaba en plural “las antoninas” o “las clelias”), en la capilla, a sus laudes, porque la jornada era larga y dura. Había que hacer la comida para más de un centenar de chicos, lo cual no era moco de pavo. Había que pelear con los proveedores. Y en esto sor Clelia era un lince; no se dejaba engatusar por los tenderos, y siempre les sacaba unas manzanas o unas cebollas de propina. Y había que ir a la huerta, a recoger las berzas, el romero o el perejil.

Por las noches, después de más de uno y dos rosarios, aún tenían tiempo las dos monjitas para pasarse por el ropero. Y, mientras la Antonina leía el Observatore Romano en italiano, la Clelia hacía y deshacía un centro de ganchillo como una Penélope guaneliana.

            Cuando había sesión de cine en el salón, Sor Clelia no se perdía la proyección, por nada del mundo. Películas del oeste sucedían a las de Cantinflas o Charlot, comedias de enredo españolas alternaban con filmes piadosos y edificantes de santos, sin que faltasen las de romanos. Pero las preferidas de sor Clelia eran los dramones de niños huérfanos, familias pobres, niños enfermos y padres abnegados… y entonces la Clelia se pasaba la película llorando como una magdalena, pero contenta por haber dado vía libre a su sensibilidad.

Los domingos por la tarde, lo recuerdo aún, sor Clelia y sor Antonina se quitaban el mandilón blanco, y se iban las dos a rezar vísperas y a tomar un café italiano bien cargado y algún dulce con la otra comunidad guaneliana asentada también en Aguilar.

            En fin, querida Clelia, es el momento de darte las gracias por hacernos la vida un poco más fácil en aquel internado de Aguilar, y por haber puesto un poco de feminidad y maternidad en aquel colegio de hombres recios en ciernes y muchachos rurales y, tal vez, un poco rudos. Porque, además de cocinera, fuiste un poco madre y hermana mayor, un poco ‘cosetodo’, un poco enfermera, un poco catequista. Infinitas veces te quejabas de no saber esto o aquello, de que no te salía bien este guiso o aquella receta. Pero siempre he pensado que sabías más de lo que decías, y que te subestimabas más de lo conveniente.

Hace mucho que dejaste aquella cocina aguilarense, aunque las muchas horas allí pasadas te ‘habrán desgravado’, sin duda, cuando te hayas presentado ante San Pedro esta Navidad. Pero yo te pido que, por un instante, vuelvas la mirada atrás, a ese comedor de mesas verdes, rojas y amarillas, a las perolas cuarteleras con sus bollones, al estruendo de fin de mundo que hacían los cien alumnos escaleras abajo camino del plato humeante de lentejas. Echa la vista atrás: el vía crucis por la loma de Peña Aguilón, el festival navideño con el villancico ‘Caro Gesù Bambino’, los concursos culturales de vestuarios fastuosos, la tarde de domingo con película lacrimógena, el patio lleno de niños jugando a fútbol, la canción “no has nacido, Clelia, para estar triste, aunque llueva en tu corazón”, que un día te cantaron por tu cumpleaños, la tarta ‘crostata’, insuperable, que preparabas para las grandes solemnidades, el huertecillo, los rosales alrededor de la estatua San José, la capilla adornada para la fiesta de Luis Guanella …

Estoy seguro de que el recuerdo y la oración de una avemaría, tal vez medio olvidada, de tantos seminaristas del Colegio San José te ha acompañado en el paso a esa “tierra nueva” en la que acabas de entrar. Te pido que recuerdes a Dios, en tu sabroso “itañol”, nuestros nombres y nuestros rostros de niños (aunque ya no lo seamos, ni mucho menos). Si el paraíso es, como escribió Isaías, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos”, yo quiero que tú, querida Clelia, seas también, allá arriba, la cocinera.

 










 








sábado, 24 de diciembre de 2022

La Adoración de los Magos, del Bosco




            Del más enigmático y extravagante de los pintores europeos, Jheronimus van Aker, el Bosco (1450-1516), el Museo del Prado custodia algunas de sus obras más importantes y famosas. Una de ellas, absolutamente genial, es el Tríptico de la Adoración de los Magos, pintada en 1494. Cuando lo miramos por encima, se tiene la sensación de que no estamos ante un Bosco, o que es el Bosco menos Bosco de sus pinturas. A primera vista no vemos las características del Bosco: animales fantásticos, escenas delirantes o grotescas, personajes salidos del mundo de las pesadillas, paisajes infernales, violencia y muerte. Al contrario, estamos ante una imagen religiosa, una Adoración de los Reyes Magos. Un paisaje que consideraríamos bucólico. Una atmósfera tranquila. Se puede pensar que toda la escena rezuma serenidad, paz, sosiego. Una Epifanía clásica que nos sumerge en un clima de adoración y de paz.

Pero cuando el ojo busca los detalles, entonces, ante nosotros, aparece otro cuadro, totalmente bosquiano. Tal vez este tríptico, en su día, fue un retablo portátil. O un retablo para un pequeño oratorio que se abría en algunas solemnidades, permaneciendo cerrado el resto del tiempo.

Cuando el tríptico se cierra podemos contemplar, en grisalla, un tema de gran devoción popular: la Misa de San Gregorio, es decir un tema eucarístico que tiene también su resonancia en el interior del tríptico. La escena del tríptico cerrado nos prepara para otro sacrificio, el de Jesús. En la parte superior de la cabaña encontramos una gavilla de trigo, alusión a la eucaristía, y en la corona del Rey Melchor está esculpido el sacrificio de Isaac. En la escena de la Epifanía, en cierto modo, ya está inscrito el Calvario. En el Niño recién nacido ya está prefigurado el Crucificado muerto.

En las dos hojas laterales aparecen los comitentes. A la izquierda el donante con su patrón, San Pedro portando las llaves. A la derecha, la donante con su protectora Santa Inés, como nos lo indica el corderillo blanco cerca de ella.

Miremos la tabla central, donde propiamente se desarrolla la escena de la Adoración de los Reyes Magos. A la intemperie, se sitúan María, el Niño y los Reyes Magos. Los Reyes Magos, en actitud de humildad y oración, se postran o se inclinan ante el Niño, escuálido, casi famélico, sentado sobre las rodillas de María, con un rostro entristecido, grave, serio, y los párpados semicerrados.

Es en el vano de la puerta de la cabaña donde encontramos una figura inquietante, estrafalaria, semidesnuda, indigna. Todos los intérpretes de esta pintura lo identifican con el Anticristo. Y probablemente así es. María y José han llegado a una cabaña abandonada donde ya estaba el Anticristo; por eso ellos prefieren quedarse fuera, a la intemperie. El Anticristo aparece medio desnudo, apenas cubiertos sus hombros con un manto regio, de color púrpura. Es más, su rostro y su cuello, muy morenos, contrastan con la palidez del resto del cuerpo. Adornado con ajorcas, pulseras, cadenas de oro y otras joyas que nos hablan de su mundanidad, de su señorío sobre este mundo y de su identificación con él: un mundo de oro y oropel. Lleva dos coronas, una sobre su cabeza y otra en su mano. La corona sobre su cabeza es una falsa corona de espinas, en un intento de buscar similitudes con Jesús. Curiosamente, los tres reyes, en actitud de humildad ante el verdadero Rey, se han quitado sus atributos regios. El Anticristo, por el contrario, mantiene la corona puesta, no se inclina ni se destoca ante Jesús. El Anticristo se sabe el rey del mundo. Y su deseo es serlo por los siglos de los siglos. Por ello lleva en la mano una corona de repuesto. Nadie va a quitarle su trono. Por encima de su cabeza, aparece un búho, símbolo de mal agüero, con un ratoncillo muerto junto a sus garras. Encima de la techumbre y en un lateral aparecen varios hombres, entre ellos un músico. No están en actitud de oración ni de reverencia ni de estupor ante el recién nacido. Son solo espectadores que asisten, entre divertidos y burlones, a esta escena de la Epifanía. Hasta la mula tiene un aire triste, una bestia prisionera en la choza del Anticristo. Un pequeño fuego en el interior de la cabaña, nos recuerda el infierno al que, en último término, irán a parar todos los que rodean al Antricristo y también el mismo Anticristo, pues al fin y al cabo el Anticristo representa todo lo contrario al mensaje de amor que Jesús trajo al nacer en Belén.

El paisaje, a primera vista, puede parecer de cuento de hadas, un paisaje encantador, formado por tierras, árboles, bosques, cultivos, lagos y una ciudad de arquitecturas fantasiosas y exóticas, pero maravillosas… Y sin embargo, esta visión idílica de la naturaleza se fractura y se rompe, porque ahí vemos dos ejércitos a punto de iniciar una batalla. El sueño de Isaías “el león pacerá con el cordero”, no es más que un desideratum. El mundo impone su realidad y su realidad es la de la guerra y la violencia extremas. Estos dos ejércitos bien pueden ser una metáfora aún válida para nuestra Europa actual donde desde hace meses, dos pueblos se enfrentan y destruyen, ajenos a cualquier petición de paz y de concordia. El mundo desde que es mundo no ha dejado de estar en guerra. En el cuadro, desperdigadas o volanderas, aparecen lanzas y flechas en varios puntos del paisaje.

Pero diseminadas a lo ancho del paisaje, descubrimos aún muchas escenas inquietantes, escenas que nos hablan de la realidad de nuestra existencia tocada por mal. Un hombre desvergonzado enseña sus vergüenzas a una mujer. Otra mujer es arrastrada por la fuerza por un hombre. Una mujer huye despavorida ante la presencia amenazante de un lobo, mientras un hombre yace moribundo por el zarpazo de un oso. Un hombre arrastra del ronzal a un burro sobre el que va un mono, símbolo de la lujuria, y verdadera bestia que el hombre no puede dominar. La naturaleza idílica sucumbe ante la presencia del mal y de la muerte, de la corrupción y de la violencia.

En el lado izquierdo del tríptico nos encontramos con la imagen más encantadora de esta pintura. Un hombre anciano, sentado encima de una cesta de mimbre, bajo un cobertizo destartalado, sostiene en sus manos unos pañales para secarlos ante un fueguecillo que arde ante él. Es San José, al que no vemos en la escena central y que aparece, apartado, cumpliendo su papel de verdadero padrazo de Jesús, realizando una tarea que, en aquella época era propia de las madres y de las mujeres. San José ladea su cuerpo y desvía un momento su mirada de los pañales para ver un poco el barullo que la presencia de los sabios llegados de países lejanos ha provocado, pero él es un hombre que no prestará nunca oídos ni ojos a los ruidos y a las pompas del mundo. Él sigue a lo suyo: cuidar lo que importa a su corazón. No es ni mucho menos el San José más bonito de la Historia del Arte, pero es el más auténtico. El Bosco ha captado, como ningún otro artista, la verdadera naturaleza de San José: el silencio, la servicialidad, la no apariencia, la no centralidad, el apartamiento. A algunos les puede parecer una imagen grotesca, burlona de San José, pero, creo que estamos ante la más certera visión del hombre que simplemente quiso servir a María y al Niño lo mejor que pudo.

Esta hermosa pintura que, al principio, nos encanta por su belleza y serenidad, poco después nos perturba por su violencia y los pecados ahí representados, y finalmente nos engancha por su manera afilada, certera, escalofriante de pintar el mundo lleno de iniquidad del Anticristo y la dulzura y mansedumbre del Mundo de Dios. Pero ambas presencias casi se rozan, de tan cercanas como están. La lucha de los dos ejércitos, la fiereza de los animales contra los seres humanos, la violencia de los hombres contra las mujeres. En fin, la omnipresencia de Jesús y del Anticristo y su ejércitos en todas las realidades de la existencia humana. Dentro de cada uno habita Cristo y el Anticristo. Lo podemos experimentar cada día y a cada hora. El Mal y el Bien estarán en nuestro interior, convocándonos y solicitándonos a su campo de acción y a su lado.

El Tríptico de la Adoración de los Magos del Bosco es un reflejo de este mundo. Están los que gobiernan y que azuzan a sus mesnadas de súbditos para batallar en una guerra de la que puede que salgan vivos, o tal vez no, pero más pobres y más miserables, sin duda. Están los que de mil maneras diferentes ejercen la violencia: de los fuertes contra los débiles, de los hombres contra las mujeres. Están los que con su mirada impura manchan todo lo que tocan. Están los verdaderos sabios (los Magos) de corazón, mente y cuerpo, que son los que no tienen miedo a las luengas peregrinaciones, con tal de descubrir la verdad y la bondad. Están los que sostienen este mundo, pobre, hambriento, al igual que hace María con su Hijo. Están los que hacen bien su deber, aman en el silencio y sirven, como José. Están los meros espectadores, los que miran sin tomar partido, los que no se comprometen, los tibios, los que esperan el resultado de la batalla para alinearse con los vencedores, como lo hace el grupo de curiosos y mirones. Están los que merodean alrededor de los buenos, dificultan sus proyectos les hacen saber que no van a consentir su bondad, ni su alegría ni su trabajo en favor de la fraternidad. Se asoman para ver el mundo e incordiarlo, pero ellos se reparan y se protegen bajo la techumbre. Tienen en sus manos y en su cabeza el poder para salirse con la suya, como lo es la figura del Anticristo y sus adláteres. Y luego están los invisibles, los que nadie ve, en los que nadie repara. Son los que construyen la ciudad, cultivan los campos, amasan el pan. No los vemos, pero vemos sus frutos: la ciudad construida y los campos cultivados.

Este cuadro, enigmático, inquietante, desasosegante refleja bien esa encrucijada ante la que nos sitúa la Navidad. ¿Qué papel queremos desempeñar? ¿Al lado de quien queremos ponernos? ¿Queremos ser un lobo para el hombre cómo vemos en una de las escenas? ¿Queremos sostener en nuestro regazo la fragilidad de los frágiles como hace María? ¿Queremos realizar las tareas más sencillas con tal de facilitar la vida a los demás, como hace José? ¿Queremos llevar en nuestra cabeza y nuestras manos las insignias del poder, para ser temidos y reverenciado por los demás?

Al anticristo le adornan cadenas de oro, símbolo de esa esclavitud a la que quiere someternos. Las cadenas, sean de oro o de hierro, son cadenas y significan la esclavitud y la falta de libertad. El Niño, en cambio, está desnudo, a la intemperie. Sólo los verdaderos sabios, de alma y de corazón (no los inteligentes ni los astutos ni los sagaces ni los arteros) son capaces de verlo, postrarse y adorarlo. 

El ave exótica sobre el cofre esférico de la mirra que porta Baltasar, es un ave fénix, símbolo del resurgir de todas las personas que han caído en las garras del Anticristo, como el ratoncillo en las del búho. Todo puede volver a la vida, recobrar la energía desaparecida y liberarse de las cadenas de la esclavitud. El sueño de un mundo nuevo y mejor no se extinguirá nunca de las cabezas y de los corazones del ser humano. Nada ni nadie está perdido del todo.

En la portezuela de la derecha, el cordero inocente e inmaculado nos habla de este mundo nuevo y puro que muchísimos han construido a lo largo de la Historia. Y con ellos, y a su lado, Jesús, Salvador del mundo. Nacido en Belén, a la intemperie. Nacido para instaurar una redención universal.

https://youtu.be/UYqAg2Q0JtY

https://www.youtube.com/watch?v=wCk80pP5znw


















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