lunes, 27 de octubre de 2025

Los recados de la Dana

 


Hace un año España vivió una de sus peores catástrofes naturales. Las lluvias torrenciales se desataron y, en cuestión de pocas horas, el agua arrolló con violenta velocidad todo lo que encontró a su paso. Con el paso de las horas, la tragedia alcanzó cifras escalofriantes: 224 muertos, centenares de heridos, casas y negocios destrozados, coches arruinados, tierras anegadas. Las crónicas de aquellos días nos dejaron nombres de localidades que pertenecen ya a la memoria colectiva, angustiada y desesperanzada, de este país: Paiporta, Catarroja, Algemesí, Torrent, Cheste, Utiel… Sin agua, sin electricidad, sin alimentos, sin casa, sin trabajo… miles de personas sintieron el peso insoportable de la adversidad. Me temo que no hay ni maestros buenos ni lecciones buenas para quien no quiere aprender. Pero la Dana, hace doce meses, nos dejó algunos recados, nos transmitió algunos mensajes.


1.- La irrupción de lo imprevisto.

Nadie nos prepara para las desgracias. Bien cierto es. En nuestras vidas planificadas al milímetro no hay espacio para lo imprevisto. Y menos para que lo imprevisto irrumpa de forma violenta y nos lleve todas nuestras seguridades, todo nuestro confort, todas esas pequeñas e importantes cosas. Sabemos el restaurante en el que comeremos dentro de dos meses, la isla a la que nos marcharemos de vacaciones. La tienda donde compraremos la ropa de invierno, el gimnasio al que nos apuntaremos, cuánto nos quedará de jubilación. Conocemos los muebles que pondremos en la cocina reformada o tenemos en el móvil las entradas del concierto del próximo verano. Todo previsto y planificado. Todo agendado. Sabemos lo que haremos, mañana, el verano siguiente, las navidades próximas, los viajes una vez que nos jubilemos… Tenemos el seguro de la casa, el del coche, el de vacaciones y el del avión. Nada puede salir mal. Nuestra vida está programada, casi casi hasta el día que entremos en la residencia de ancianos. Tal vez pensemos que nuestras vidas son perfectas. Pero no lo son. Nuestras vidas son frágiles. Increíblemente vulnerables. Y mira por dónde una nube puso patas arriba las vidas, nuestras o de nuestros seres queridos, las casas, los coches, las tierras, hasta las fotografías amadas de nuestros abuelos y el recuerdo del viaje de novios. En nuestras vidas diseñadas, en nuestras vidas perfectamente perfectas no hay ni un solo resquicio por donde podamos ver que el ser humano siempre vivirá a la intemperie, aunque se crea a salvo en su búnker de confort y bienestar. Aprender que la fragilidad nos conforma como seres humanos, aceptar que la irrupción de lo imprevisto puede ocurrir en nuestras previsibles vidas, es también una enseñanza.


2.- Políticos a la greña y tareas no hechas

Y mientras el pueblo lloraba sus muertos y sus casas perdidas y sus futuros golpeados de repente, ¿a qué se dedicaron los políticos y los partidos? Básicamente a lo de siempre: a insultarse y a echarse la culpa unos a otros. El indecoroso juego de ganar votos o no perderlos en el río revuelto, nunca mejor dicho, de la catástrofe. Mintieron desde el primer momento los responsables autonómicos, Mazón a la cabeza, en un relato de lo que sucedió en las primeras horas y de porqué fallaron tantas cosas. Se equivocó o mintió la Agencia Estatal de Meteorología. La Confederación Hidrográfica del Júcar pecó por omisión, al no haber llevado a cabo los muchos planes de obras que en su día debieron ejecutarse para minimizar el impacto de una riada. El Gobierno de España hizo dejación de funciones, con Sánchez a la cabeza, diciendo aquella estolidez de “si necesitan algo, que lo pidan”. Una vez más comprobamos que el Gobierno utiliza varas de medir muy diferentes si se trata de autonomías de mi color o de un color distinto. ¿Cómo hubiera actuado el Presidente del Gobierno si la catástrofe hubiese ocurrido en Cataluña? Pero la culpa no sólo fue de los políticos: Los bosques estaban llenos de árboles caídos que arrastrados por la tormenta taponaron los puentes, tal vez porque hay mil impedimentos para cortar un árbol enfermo. Los barrancos estaban llenos de escombros ilegales que las constructoras habían abandonado, para ahorrarse las tasas, y que aumentaron significativamente la capacidad destructora del agua. Los ecologistas con sus continuas trabas a cualquier modificación del ecosistema impidieron varias obras. Los periodistas, no todos, se dedicaron a encender aún más los ánimos, defendiendo a capa y a espada a los amos que cada día les pagan la cuota de su fidelidad perruna. Hay una culpa política y una culpa de una sociedad entera que prefiere que los gobiernos gasten el dinero en festejos populares, bonos de renfe y bus gratis, y subvenciones inservibles. Y también eso es preciso reconocerlo. Luego, cuando llega la riada o el fuego, todos lamentamos no dedicar más recursos a cosas serias y necesarias.


3.- El pueblo salvó al pueblo

Los vecinos de la casa de al lado. Y los vecinos de mil kilómetros más allá no fallaron. El pueblo no falló. Los voluntarios llegaron en oleadas a las estaciones de trenes y autobuses, con su esterilla, su saco de dormir, sus botas y su escoba. No pocos agricultores abandonaron sus cultivos y se presentaron con sus tractores y palas en el lugar de la tragedia. Los restaurantes guisotearon durante semanas en perolas comunales para repartir un plato caliente. De todos los rincones de España llegaron donativos. Muchos empresarios, medianos o fuertes, ayudaron desde el primer momento. Policías, bomberos, cuerpos del ejército estuvieron donde tuvieron que estar, con el pueblo de donde proceden. Con espíritu de sacrificio y oficio, se los vio por todas partes solucionando con eficacia, tantos destrozos. Médicos, psicólogos, cuidadores de ancianos, trabajadores sociales llegaron sin cobrar un duro. Universitarios y asociaciones culturales y deportivas estuvieron en los lugares del fango y del dolor. Las calles y las plazas embarradas se convirtieron en calles y plazas de la solidaridad. La gente abrió sus casas para acoger a los que se habían quedado sin ella. Acercaron mantas, ropa de abrigo o bocadillos a los polideportivos donde muchos encontraron un techo provisional, tanto damnificados como voluntarios.

Hubo también mucha desfachatez y muchas ganas de acaparar protagonismo y votos. Hubo ayuntamientos y diputaciones que solicitaron a los ciudadanos que depositaran alimentos en sus instituciones. ¿Pero en qué cabeza cabe que los ayuntamientos pidan a los ciudadanos kilos de arroz y galletas? ¿Es que una ciudad no tiene doscientos mil euros para donar a otra ciudad hermana? ¿No existen acaso la Cruz Roja, Cáritas o el Banco de Alimentos que son las instituciones expertas en estas tareas, que tienen miles de voluntarios, que saben cómo llegar a los sitios, que tienen entidades abiertas en cualquier punto de España? Hacerse el bueno con el paquete de galletas que una humilde vecina de un barrio llevó hasta el ayuntamiento me parece el colmo de la desfachatez. A veces me sorprende que los ciudadanos sigan fiándose.


4.- Los hábitos embarrados

Los vimos por todas las partes. Desde el obispo, los sacerdotes, los diáconos, las religiosas y religiosos, los catequistas y las sociedades de Iglesia. Salieron al barro de la vida, al fango de la tragedia, desde el primer momento y todavía continúan. Salieron con sus hábitos, sus sotanas, su camisa negra y su alzacuello blanco, sus tocas y sus crucifijos sobre el pecho. Estuvieron donde tenían que estar: quitando el barro de los comercios, de las aceras, de las casas, de las iglesias. Consolando a los inconsolables, repartiendo pan y esperanza, rezando cuando la noche caía en las tiendas de campaña, abrazando otros cuerpos embarrados y otros corazones llenos de desolación. Repartiendo agua y bocadillos, llevando velas para las casas sin luz, limpiando comedores, iglesias y residencias de ancianos. Los cristianos supieron y quisieron estar donde se los necesitaba y donde les urgía el amor de Cristo. Sólo tuvieron que calzarse las botas de agua, a veces ni siquiera eso, porque no había para todos. Dejaron conventos, colegios, monasterios, palacios, oficinas, parroquias, comunidades y ermitas y se arremangaron, sin miedo a que el barro y el fango manchase sus cuidados hábitos.


5.- El examen de Paiporta

Y ya para finalizar, me gustaría hablar de algo que a mí me llamó poderosamente la atención. A los pocos días de la tragedia, los Reyes se presentaron en el epicentro de la tragedia. Hasta entonces el presidente del Gobierno no había hecho acto de presencia, tal vez porque los votos de aquella tierra no le servían para su permanencia en la Moncloa. Pero también él acompañó a los Reyes. En Paiporta, como todos sabemos, la rabia y la ira, largamente contenidas en los días previos, estalló contra la comitiva. Hubo gritos e insultos. Voces y barro arrojado con rabia y puntería. Pero Felipe y Leticia permanecieron en su sitio, con su pueblo, escuchando su ira y su desconsuelo. Tal vez no habían ido a Paiporta para recibir aplausos, sino para tratar de entender y llevar el calor de toda España. Dieron la cara. Aguantaron los gritos y los barros. Lograron sosegar los ánimos y pudieron escuchar de primera mano sus quejas, su dolor y sus historias de desconsuelo. Antes de que la visita finalizase, recibieron el abrazo de muchos ciudadanos de a pie. También una excusa: “No es contra vosotros”. Por tres veces el Jefe de Seguridad de la Casa Real pidió al Rey que abandonara el escenario, pero con la valentía de un soldado, permaneció en su sitio, en el vendaval. La ira también explotó contra el presidente del Gobierno. Un individuo golpeó con una pala el coche de Pedro Sánchez, que abandonó rápidamente el escenario de barro y lodo. Es fácil hablar en las ruedas de prensa de la Moncloa, donde se prohíben las preguntas incómodas. Es fácil hablar en los polideportivos, donde los aplaudidores están garantizados. Permanecer en el fango de la vida real no es fácil. El pueblo contrastó el coraje de su rey y la cobardía del presidente del Gobierno. Las encuestas al día siguiente daban un 7 a los Reyes y un 2 a Sánchez. Al finalizar la visita, el rey quiso hablar en una improvisada rueda de prensa. Fue algo insólito. Pedro Sánchez permaneció durante la misma con cara de póker. La actitud  valiente de rey fue para él una humillación y una bofetada. Un fotógrafo hizo la foto del día durante la rueda de prensa. Las botas de Felipe VI,  manchadas de barro. Los zapatos de Pedro Sánchez, impolutos. Paiporta hizo un examen. Y cada uno obtuvo la nota que se merecía.

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Hace un año la Dana nos dejó algunos recados, nos transmitió algunos mensajes. ¿Habremos aprendido algo? Sobre todo, ¿habrá aprendido algo la clase política con su obstinada negativa a hacer autocrítica y a reconocer los propios errores? Y también como sociedad civil, como pueblo, ¿hemos sacado alguna lección de esa catástrofe?

















domingo, 26 de octubre de 2025

A propósito del caso Charles Kirk

     


        No sé cuántos españoles sabían algo de Charles James Kirk, hasta el momento en que una bala asesina acabó con su vida el pasado 10 de septiembre, mientras daba una conferencia en el campus universitario de Utah. La muerte a tiros de Kirk, activista conservador, cercano a Trump, ha sido una de esas muertes que mejor refleja el mundo polarizado en el que vivimos, así cómo la incapacidad para diferenciar el mundo de las ideas del mundo de las personas. En este mundo de polarización la primera víctima es siempre la verdad. La segunda, el valor sagrado de la vida. Tanto los políticos, como los medios de comunicación afines, los influencers como los activistas quieren a toda costa que pensemos como ellos, dividiendo el mundo entre los míos y los contrarios, entre mis amigos y mis enemigos. Y si a eso añadimos el escaso nivel de formación y los bajos niveles de autocrítica, el resultado es verdaderamente espeluznante. 

    Con solo 18 años, Charles Kirk, evangélico de religión, había fundado la asociación estudiantil conservadora Turning Point USA, que  buscaba una mayor presencia del cristianismo en la vida pública y una vuelta a los valores tradicionales de la familia. Kirk estaba casado y era padre de dos hijos de corta edad: 3 años y 15 meses. 

    En los días siguientes a su asesinato, algunas cosas me han llamado poderosamente la atención

    1.- El perdón de su viuda hacia el asesino. En el homenaje funeral celebrado en un estadio, Erika Kirk, refiriéndose al asesino de su marido, aseguró: "Perdono porque eso es lo que hizo Cristo. La respuesta al odio es no odiar". Subrayó, asimismo, que la misión de su marido había sido "salvar a hombres jóvenes, justo como el que le quitó la vida. La respuesta que sabemos del Evangelio es amor y más amor. Amor para nuestros enemigos. Amor para aquellos que nos persiguen". Las más de setenta y tres mil personas que abarrotaban el estadio rubricaron con su cerrado aplauso su decisión cristiana y valiente de perdonar. 

    2.- El discurso del presidente Trump. El discurso del presidente de Estados Unidos calificó a Charles Kirk de 'mártir', habló de sus virtudes cívicas y prometió honrar su memoria, pero en seguida desvió su discurso a su propia agenda política. Arremetió contra los críticos, "agitadores a sueldo" y afirmó que el Departamento de Justicia estaba investigando "a las redes de maníacos de izquierda radical que financian, organizan, alimentan y perpetran la violencia política", para terminar con una frase que, pronunciada en un homenaje a un cristiano, como poco helaba la sangre: "Odio a mi oponente y no quiero lo mejor para él". Antes el sentimiento de odio era algo que se ocultaba, porque se entendía que se rozaba una línea roja que nos separaba del civismo y de la simple humanidad. Ahora el odio se exhibe, se muestra sin tapujo, proponiéndose a sí mismo como modelo de 'odiador'.

    3.- La reacción de odio en las redes. Me ha llamado mucho la atención los mensajes de odio dirigidos contra Charles Kirk. Mensajes de odio basados en sus ideas políticas conservadoras. Alguno llegó a escribir: "Te lo tenías bien merecido" ¿Se puede desear mal a un hombre joven de 31 años que acaba de ser asesinado? ¿No es valiosa la vida de los que piensan de forma diferente, de los que ven la política de otra manera, de los que creen en cosas distintas? Hoy en día, son tantos los que se sienten ofendidos y odiados por las opiniones ajenas, que va a llegar un momento en que no podamos abrir la boca. Estar en contra del aborto no es un discurso de odio. Estar en contra del matrimonio homosexual no es un discurso de odio. Estar a favor de los refugiados no es un discurso de odio. Estar en contra de cualquier genocidio no es un discurso de odio. Son opiniones, por lo menos tan respetables como las que se muestran en sentido contrario. 

    4. Despidos por comentarios ofensivos contra Kirk. En Estados Unidos se han producido los primeros despidos a trabajadores que habían mostrado en las redes mensajes ofensivos o hirientes contra Charles Kirk. Universidades públicas, alguna cadena de televisión y algún departamento ministerial han anunciado sanciones y despidos a trabajadores por sus comentarios incívicos e inhumanos contra Charles Kirk, "incompatibles con los valores constitucionales". Independientemente del mal gusto y la escasa sensibilidad de algunos comentarios, no parece nada sano para la libertad estas sanciones. Tocará a los jueces determinar si ha habido un delito o no, pero dejar en las manos de las empresas determinar qué es o no es delito de odio es el principio de nuevas aberraciones. 

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    ¿Por qué hemos llegado a esto? Básicamente por el desprecio a la verdad. La verdad no depende de la opinión de la mayoría o del poder político en cada momento. Buscar la verdad no es tarea fácil, pero el hecho de desear encontrarla y ponerse en camino nos ayuda ciertamente a cometer menos errores. Quien busca la verdad difícilmente se deja manipular por el que más vocea o por el que ocupa el sillón más importante en la mesa presidencial. 

    La verdad nos hace libres. La mentira nos hace esclavos. Buscar la verdad requiere humildad, conocimiento, sabiduría del corazón y escucha del otro, opine lo que opine. Quien busca la verdad necesita de los demás, porque juntos todo es más fácil. Quien proclama la mentira, sólo necesita súbditos, subordinados, analfabetos gritones, paniaguados, aplaudidores profesionales.

    Nos dicen que estamos es la época de postverdad. La postverdad no existe. Existe la mentira. El pensamiento único es una dictadura. Lo políticamente correcto es el nombre nuevo de la inquisición.  Si dejamos que sean los políticos o los medios de comunicación o los grupos de presión los que determinen qué es lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, dónde está el bien y el mal, estaremos abriendo la caja de los truenos y transformando en demagogia la democracia y en moral de esclavos la grandeza de los hombres libres. 









sábado, 25 de octubre de 2025

En Amalia Rodrigues el fado encontró su casa


        Su abuela, analfabeta, decía que Amalia Rodrigues había nacido en el tiempo de las cerezas del año 1920. Tampoco sus padres recordaban exactamente la fecha de su nacimiento. Aunque luego, en su partida de nacimiento, hicieron constar el 23 de julio. Amalia Rodrigues llevó el fado portugués a todos los rincones e hizo vibrar a todo un país con su “Casa portuguesa”. Hoy sus restos reposan en el Panteón Nacional de Lisboa, la única mujer entre hombres portugueses de pro.

    Su vida también tuvo mucho de esa tristura y melancolía del fado. Una infancia pobre en una casa de nueve hermanos. Las idas y venidas de su familia entre la aldea sin trabajo y los barrios cochambrosos de Lisboa, también sin trabajo. Amalia, para ganar cuatro cuartos, tuvo que aprender a bordar y hacer pasteles. Difíciles inicios en el mundo de la canción, siempre con la oposición de una familia que no veía con buenos ojos la vida loca de los artistas. Amalia, tímida, romántica, apasionada, religiosa, dramática, temperamental, exitosa y fracasada… En su juventud, se sentía identificada con la Dama de las Camelias. Abría las ventanas de par en par para agarrarse una tuberculosis y morir joven como la heroína de Alejandro Dumas. Se enamoró equivocadamente de un guitarrista, y el matrimonio fracasó estrepitosamente a los dos años. Entró en la desesperación y la culpa.
        Pero poco a poco, su voz inconfundible y una presencia física, siempre vestida de negro, que llenaba el escenario, le consiguieron un lugar en el mundo del fado. Actuaciones, discos, películas, giras… se sucedieron sin parar. Vendió 30 millones de discos solo entre sus compatriotas, es decir tres veces más que la población portuguesa. Le acompañó siempre el misterio. Para unos, fue demasiado amiga del régimen del dictador Salazar. Para otros, la mujer célebre que donaba dinero para los políticos encarcelados por la dictadura, como reveló José Saramago. Luego, pasado algún tiempo, Portugal entero se puso de acuerdo y se rindió a sus pies. En ese Portugal de las tres ‘F’: Fado, Fátima y Fútbol, ella fue la Reina indiscutible del Fado y la mejor embajadora musical de Portugal en el mundo. Murió en 1999.
    La canción Uma casa portuguesa daría la vuelta al mundo. Muchos portugueses la consideran un himno a la acogida y a la hospitalidad, una canción símbolo que los define como pueblo. Y los portugueses, emigrantes repartidos por el mundo o afincados en las colonias africanas, piensan en ella, nostálgicos y llorosos. Este pequeño país, con un pasado lleno de esplendor y con una cultura y un patrimonio impresionantes, golpeado por el final de la dictadura, por la descolonización dramática de África o por la crisis de 2008, siempre encuentra en esta canción, admirablemente interpretada por la gran Amalia Rodrigues, la fuerza para seguir adelante: el hogar que se ofrece al visitante, el pan y el vino, el olor de romero, el sol de primavera, el plato de sopa que se comparte, una rosa en el jardín… En fin esa riqueza de dar y de sentirse feliz, de tener cariño para dar y repartir, de saber que basta muy poco para estar contentos, porque, después del pan y del vino compartidos, hay una promesa de besos y de abrazos.
    Otro mes de julio, recorriendo los arribes del Duero, por la orilla portuguesa, me encontré con un viejecito que golpeaba rítmicamente una lata para espantar los pájaros y evitar así que comiesen las cerezas. Sentado a la sombra de una choza de piedra, en pleno campo, el buen hombre pasaba las horas muertas cuidando sus cuatro cerezos. Cuando pasamos a su lado, nos dijo: “esperad un momento”. Cogió un buen puñado de cerezas y se las dio a la niña de mi amigo que nos acompañaba. Pensé en ese tiempo de cerezas en el que había nacido Amalia. Y pensé en la canción que nos asegura que la alegría de la pobreza consiste en esa gran riqueza de dar y de sentirse feliz.
        Cada uno de nosotros quisiera que su casa y la casa de sus amigos se pareciese siempre a la casa que cantó miles de veces Amalia Rodrigues.

    










El puente sobre el Drina, de Ivo Andríc

        

Todos los hombres sueñan con puentes, porque nadie se conforma con lo que hay en su orilla, en su aldea, en su huerto o en su casa. Insatisfecho y curioso por naturaleza, el ser humano quiere saber lo que pasa  en el otro lado y más allá. Siempre me has fascinado los puentes. Cuando hice el Camino, fui anotando los puentes que atravesaba, algunos verdaderamente hermosos, como el de Puente la Reina o el de Hospital de Órbigo.

En el último libro que he leído, el protagonista es un puente.

Ni conocía la novela ni conocía al autor. Me faltaba apenas una semana para empezar la jubilación cuando me cité con un compañero de trabajo en una cafetería de la Plaza San Miguel. Antes de que nos sirviesen el café, me entregó un libro que, para él, era una de las mejores novelas que había leído: El puente sobre el Drina, una novela del escritor serbio, Ivo Andríc. 

            Ivo Andric nació en Bosnia en 1892, cuando entonces era un territorio de Austria-Hungría, y murió en 1975 en Belgrado, en la antigua Yugoslavia, aunque él siempre se consideró un escritor serbio. De hecho, en su juventud participó en los movimientos pro Serbia y fue encarcelado poco después del atentado de los archiduques imperiales en Sarajevo en 1914. Ivo Andríc escribió esta novela en 1945, en lengua serbocroata y con el alfabeto cirílico (Дрини ћуприја), apenas terminada la II Guerra Mundial, y en ella el protagonista es el puente que cruza el río Drina a su paso por Visegrado, en Bosnia.

Esta gran novela abarca cuatro siglos, justamente desde que un niño cristiano de apenas 10 años, arrancado de los brazos de su madre, fue llevado, como tantos otros, ante el sultán otomano para formar parte, desde pequeños, del ejército de jenízaros. Era el adzami oglam, o tributo de sangre. Era el peaje que tenían que pagar las familias cristianas en el imperio otomano. Durante horas, tal vez días, los niños empapados hasta los huesos esperaron hasta que un barquero los fue pasando sobre las aguas crecidas y turbulentas del Drina. En las orillas se juntaban todas las pobrezas y las desdichas del mundo. Esa mañana de 1516, ese niño de 10 años vio todo esto mientras los gritos de las madres le desgarraban el alma y un dolor agudo le golpeaba el pecho. Ese dolor se quedaría ahí por muchos años. El niño creció y llegó a ocupar un puesto muy importante en el imperio otomano. Sería mundialmente conocido como el Gran Visir Mehmed Bajá. Entonces se acordó de aquel penoso viaje. Se acordó de que todos los hombres sueñan con una “buena vía, una compañía segura y una posada caliente” y decidió construir un puente que asombrase al mundo: el puente sobre el Drina, para unir Bosnia con Oriente.

         Durante años, a las órdenes del implacable Abid Agá, un ejército de hombres, muchas veces forzados, construyeron el puente, ante las miradas incrédulas de pequeños y mayores que se acercaban a las orillas para ver día a día los progresos de la milagrosa construcción que arrancaba desde el agua y se elevaba poco a poco. Cuando estuvo acabado, el puente sobre el Drina no solo era útil y seguro, sino también increíblemente hermoso. En el centro del puente, el maestro de obras había construido una terraza con unos bancos de piedra, la kapija. Desde el día de su apertura, este espacio sería el lugar por antonomasia para charlar, fumar, tomar té, discutir, intercambiar ideas, pero también para ahorcar a rebeldes como un escarmiento para toda la población de Visegrado y todos los que cruzaban de una a otra orilla.

Ivo Andric nos cuenta la historia del puente a lo largo de cuatrocientos años, desde su construcción en 1571 hasta la I Guerra Mundial. Pero el autor, que fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1951, cuenta asimismo los avatares pacíficos o turbulentos de este pequeño rincón de Centroeuropa. Musulmanes, cristianos y judíos fueron capaces de convivir, mal que bien, durante largos periodos, y compartir los puestos del Bazar. Leyendo el libro se entiende mejor la turbulenta historia de estos territorios: primero bajo el imperio otomano, después bajo el imperio austrohúngaro, luego como parte del Reino de Serbios, Croatas y Eslovenos, más tarde conformarían la Yugoslavia de Tito, para acabar como pequeñas repúblicas independientes, llenas de odios de credo, raza y nacionalidad, tras pasar por una guerra que conmocionó a Europa en los años noventa del pasado siglo. No sabemos que hubiera escrito Ivo Andric si hubiera conocido estos dramáticos años, tras la caída del comunismo.

El puente de Drina fue, desde su apertura, un camino de occidente a oriente, una vía de religiones, lenguas, costumbres y productos agrícolas. Un símbolo hermoso de esperanza y convivencia, no obstante las dificultades de cada momento.

            Los hombres y las mujeres de Visegrado cruzan y descruzan el puente lo mismo que hacen con sus vidas. Ivo Andric no sólo nos cuenta la alta política y las diferentes etapas de dominación sobre el puente, sino también las vidas de personas que habitaron la ciudad y para quienes el puente lo era todo.

Conocemos la violencia atronadora de Abid Agá sobre todos los trabajadores en la construcción del puentes y la tortura y empalamiento de Ridasav que había intentado sabotear los trabajos de construcción “por orden del diablo”, pero asimismo el horror de los visegradenses ante esta ejecución brutal. Y también la respuesta piadosa de los temerosos de Dios que lo enterraron como a un ser humano impidiendo que el cuerpo de Radisav lo devorasen los perros, como había ordenado Abid Agá.

Conocemos los grandes festejos para celebrar el fin de las obras y el tránsito de  personas, animales y mercancías por el puente: Era el año 1571 del calendario cristiano y el 979 de la Héjira. Por fin el pueblo se hartó de comer, de admirar, de andar de arriba abajo y de escuchar los versos de la inscripción: “He aquí a Mehmed Bajá, el mayor entre los sabios y grandes de su tiempo. Cumplió el voto que había hecho en su corazón y con su afán y esfuerzo erigió el puente sobre el río Drina. Que Dios bendiga esta obra, este hermoso y prodigioso puente”.

Conocemos las grandes crecidas e inundaciones que un siglo después asolaron la zona. El rio creció tanto que el puente entero desapareció bajo sus aguas impetuosas. La histórica crecida se llevó por delante casas, graneros, tiendas, ganados  y todo lo que pudo en su inmisericorde avalancha..

A principios del siglo XIX las revueltas en Serbia tuvieron una gran repercusión en el puente sobre el Drina. Se exigía cada vez más a los turcos de Bosnia para que aportaran hombres y recursos para sofocar la rebelión. El puente empezó a ser controlado. En medio del puente se erigió una caseta de madera que sirviera de puesto de vigilancia y controlara el tránsito de personas. Todos podían ser sospechosos de traición. A Mile, un jovenzuelo, mientras desbrozaba un bosque, le oyeron cantar una canción tradicional serbia. Fue suficiente delito para que fuera ahorcado y su cuerpo muerto sirviera de advertencia e infundiera temor. Jelisije, un vagabundo de monasterio en monasterio, un viejecillo, tuvo la desgracia de ser el primero en cruzar el puente después de instalar la caseta de vigilancia. “Así el mozo Mile y el viejo Jelisije, decapitados a la vez en el mismo lugar, fueron los primeros que adornaron con sus cabezas la torre militar, que después, mientras duraron las revueltas, nunca careció de adorno semejante”.

          Los días pasan y el puente vive “una paz aparente, bajo la que no se ocultan temores, voces agitadas y murmullos”. En 1878 el ejército del emperador de Austria entra en Bosnia y muy pronto se extiende el rumor de que el sultán ha entregado Bosnia sin resistencia. Los turcos se plantean oponer resistencia violenta a los austriacos, pero Ali Hoya está en contra porque las repercusiones serían aún más catastróficas para los habitantes de origen turco. Para los radicales turcos, Ali Hoya es un traidor y un infiel, por enfriar los ánimos de los de su propia etnia y religión. Terminará maniatado y humillado con una oreja clavada a un poste en lo alto del puente. Un bando del emperador afirmaba que no venía como adversario sino como amigo para pacificar estas tierras. Pero quien más o quien menos teme las consecuencias, especialmente los turcos que se sentían bajo la bota de los infieles.

Por la novela –y por el puente- transitan un buen número de personajes inolvidables. El rico Milan, esclavo de una pasión: el juego. Azuzado por un forastero que le invita a jugar una y otra vez, va perdiendo dinero, ganado, bosques, tierras y casi casi la propia vida en su última apuesta. O la historia del militar Gregor Fedum, de apenas 23 años, encargado de vigilar el tránsito del puente para detener a los bandidos. Pero Gregor cae en las redes y en las insinuaciones de una bella joven. Y enredado en sueños de amor o de lujuria, deja escapar al más peligroso de los bandidos. Lo pagaría caro. A este joven de honor sólo le quedaba saltar por el puente y ahogarse en el Drina.

El autor nos habla de un hotel junto al puente. Es aquí donde empieza la historia de Lotika, viuda joven, servicial, amable, “Ella les ofrecía todo, prometía mucho y les daba poco, o mejor dicho nada, porque los deseos masculinos eran de tal naturaleza que no podían satisfacerse con nada”. Lotika, mujer fuerte que regentaba el hotel y que ahorraba hasta la última moneda para ayudar a su larga parentela dispersa por Austria y Hungría. O la vida desdichada del Tuerto en la taberna de Zarije. Le invitan a una copa de ron, se ríen de él, le recuerdan a una antigua novia, y así se convierte en entretenimiento y en risa para los parroquianos.

Los austriacos traen novedades. Pasan los años. La vida es mucho más ligera, más alegre, como un vals, como un canto. Pero son muchos los que no adoptan ninguna de las nuevas costumbres ni ligerezas, ni en el vestido, ni en las ideas, ni en la forma de comerciar o de hablar. Cuando el ferrocarril llega, el puente pierde parte de su importancia. En pocas horas se llega a Sarajevo y Ali Hoya reflexiona “lo importante no era cuánto tiempo ganaba el hombre, sino lo que hacía con ese tiempo que había ahorrado; si lo usaba mal, entonces era mejor que no dispusiera de él”.  El camino por el Puente ya no llevaba al mundo y no era lo que otrora había sido: un punto de unión entre Oriente y Occidente.

            A veces los hombres con mucho olfato huelen la pólvora de la guerra, antes de que el primer cañón la haya disparado. Cuando los austriacos abrieron una abertura en el puente y luego colocaron un tapa de hierro encima, algunos imaginaron que vendrían malos tiempos para el puente y para Visegrado. En el puente se habían colocado explosivos por si fuesen necesarios.

            El siglo XX ya está ahí. En Visegrado por todas partes se oyen marchas turcas, canciones patrióticas serbias o arias vienesas, depende de los lugares y los parroquianos. Los jóvenes de Visegrado frecuentan la Universidad de Sarajevo y vuelven con ideas patrióticas y revolucionarias y con un deseo fanático de acción y sacrificio personal. Las palabras grandes y nuevas (libertad, gloria, patria, revolución) cruzan el puente de Drina. Por primera vez, los jóvenes hablan de “política”.

En 1914, los habitantes de Visegrado se han acostumbrado a ver a Zorka y a Glasicanin como dos jóvenes enamorados. Las sombras se ciernen sobre ellos como sobre toda la región. Deciden escaparse de la ciudad y buscar otra patria que garantice su amor y su futuro: América. No lo conseguirán.

El día de San Vito, 28 de junio, las asociaciones serbias organizaron su verbena en la pradera para bailar una danza en cadena, el kolo. La verbena acababa de empezar, cuando dos gendarmes pararon en seco el baile. El archiduque Fernando y su esposa habían sido asesinados en Sarajevo por exaltados serbios. En pocas horas todo cambio. “Empezó la caza a los serbios. Los hombres se dividieron en perseguidores y perseguidos. Una sociedad entera se transformaba en tan sólo un día”.

El puente adquiere una connotación de frontera. El bombardeo incesante llega por todas partes. Ahora sólo los refugiados que intentan alejarse cruzan el puente. “La guerra tuerce las reglas del juego. La gente que ha prosperado horadamente en virtud de su arduo trabajo pierde, mientras que los holgazanes y violentos progresan”. Todos buscan afanosamente su propia vida y la muerte ajena.

Un buen día, los explosivos que yacían sepultados en el corazón del puente estallaron. El puente dejó de ser puente, para ser sólo una ruina, un recuerdo ruinoso de lo que había sido y la razón de su construcción.

La novela acaba ahí, justo cuando el puente minado salta por los aires y se interrumpe el tránsito de personas y de productos. Y todos se convierten en extranjeros y enemigos, los mismos que hasta ayer mismo habían danzado juntos, o se habían amado, o habían charlado en el bazar, y cruzado y descruzado el puente sobre el Drina.

El puente, un símbolo potente de esperanza y fe en la humanidad es también frágil. En pocos momentos todo puede cambiar. Esta advertencia del gran escritor serbio Ivo Andric es una gran enseñanza para el lector. Construir un puente lleva muchos años. Pero destruirlo se puede hacer en unos minutos. Igual que la confianza, la convivencia y el amor.

Pero el autor no da todo por perdido, y así podemos leer en su última página: “Dios ha abandonado a esta infeliz ciudad en el Drina. Todo es posible. Sin embargo hay algo que no lo es: no es posible que desaparezcan para siempre y por completo los grandes hombres, los hombres de buen corazón que por el amor de Dios levantan construcciones duraderas, para que la tierra sea más bella y la vida de los hombres más cómoda y mejor. Si ellos desaparecieran, significaría que también el amor de Dios se apagará y se desvanecerá del mundo. Y eso no es posible”.











domingo, 28 de septiembre de 2025

Todos somos aporófobos



     El Secretario General de Naciones Unidas, Sr. Guterres, en una entrevista en L’Osservatore Romano, exponía algunos de los desafíos a los que se enfrenta la ONU: el cambio climático, el peligro nuclear, la violencia ejercida contra las mujeres, las desigualdades sociales. Decía, asimismo, que la crisis de la pandemia había venido a complicar aún mucho más las cosas: el próximo año 500 millones más de pobres en todo el mundo podrían engrosar las cifras ya alarmantes. Un incremento tan escandaloso no se había visto desde hace 30 años.

        Adela Cortina, de la Universidad de Valencia, escribió hace varios años un ensayo con un extraño título: Aporofobia. El término lo usó por primera vez la propia autora en 1995 y, poco a poco, se ha ido abriendo camino, hasta el punto de que el Ministerio del Interior utiliza el término para ciertos delitos de odio. En 2017, fue elegida como palabra del año. Aporofobia es una palabra compuesta de ‘aporós’, pobre, y ‘fobia’, temor. La aporofobia sería el odio, la repugnancia, hostilidad o miedo ante el pobre, el sin recursos, el desamparado.
        El ensayo parte de la idea de que es cierto que hay muchos xenófobos o racistas, pero aporófobos lo somos casi todos. No nos asustan ni sentimos desprecio por los millones de extranjeros que vienen a visitar nuestras playas y monumentos. No sentimos desprecio hacia los futbolistas o atletas olímpicos negros. No sentimos desprecio hacia los jeques musulmanes que atracan sus imponentes yates en Puerto Banús. Lo que sentimos es aversión hacia los extranjeros pobres, los que saltan la valla de Melilla o llegan en patera, los que venden bolsos falsos de Loewe en sus top-manta, o los que en el semáforo nos venden kleenex. Lo que sentimos es desprecio hacia los negros sin recursos. Lo que sentimos es indiferencia hacia los musulmanes migrantes de nuestros barrios más humildes. Resumiendo: Nos caen mal no porque son negros, musulmanes o extranjeros, sino porque son pobres.
        El libro de Adela Cortina intenta buscar las razones de esta lacra, de esta patología social que conviene nombrar y diagnosticar. Cree que, en el fondo, cuando damos algo, esperamos un retorno, una recompensa, una contrapartida. Do ut des, decían los romanos. Doy para que me des. Este retorno no puede producirse cuando la otra parte no tiene recursos materiales. Entonces, instintivamente, hay un rechazo, puesto que el otro nada puede proporcionarme. El sistema de favores, que es hábito común en la sociedad, se rompe ante las personas pobres.
        Parece que biológicamente nuestro cerebro está preparado para sentir una empatía hacia el fuerte, el sano, el influyente, es decir, el que puede venir en mi ayuda y proteger a los que son de mi tribu. En cambio, nuestro cerebro rechaza lo que nos molesta y perturba. Así que cuando advertimos que alguien nos puede traer problemas o complicarnos la vida porque necesita de nuestra ayuda, tratamos de apartarlo de nuestras vidas.
            Si somos sinceros, hemos de reconocer que todos somos un poco aporófobos. Todos tenemos nuestros prejuicios hacia los pobres. Pero una cosa es tener prejuicios mentales contra los migrantes y otra, muy distinta, dar una paliza al negro que duerme en el metro o insultar al pobre que vende pañuelos en un semáforo o despreciar al que pide una limosna en la puerta de un supermercado.
        A veces, muchos de los que sienten hostilidad hacia los pobres son los que los utilizan o explotan para sacar tajada. Muchos de los temporeros del campo son extranjeros, a los que se pagan salarios de miseria y a los que se aloja en una nave que, probablemente, no cumple siquiera las condiciones para meter ovejas. Muchas de las personas que cuidan a nuestros mayores también son extranjeras, y no falta quien se aprovecha de su situación de precariedad para racanearles el sueldo o no darles de alta en la seguridad social.
        Para entender este sentimiento de aporofobia que nos invade a todos, en uno u otro momento, vienen muy bien las palabras de Simone Weil, una de las pensadoras más lúcidas del pasado siglo: “La simpatía del débil por el fuerte es natural, pues el débil, proyectándose en el fuerte, adquiere una fuerza imaginaria. La simpatía del fuerte hacia el débil es contraria a la naturaleza”. Y también esto: “Aquel que trata como iguales a quienes la relación de fuerzas coloca por debajo de él, les hacer realmente el don de la condición de seres humanos”.


Adela Cortina, inventora de la palabra "aporófobo'




domingo, 21 de septiembre de 2025

Arthur Rimbaud: el salvaje en su fragilidad

    


        En 1891, al puerto de Marsella llega un hombre joven, aunque acabado. La infección de su pierna avanza inexorablemente. El cáncer de hueso le roe. En el hospital marsellés, los cirujanos deciden amputarle la pierna. Estamos hablando de Arthur Rimbaud. Niño prodigio de las letras francesas. Enfant terrible de la poesía, cuyos versos dejaron sin palabras a toda la intelectualidad francesa. Bebedor incansable de absenta en los cafés parisinos. Rubio provocador de ojos azules y mirada lánguida de los salones literarios. Joven que se puso el mundo por montera liándose con el afamado poeta casado, Paul Verlaine. Y con el que huyó a Bruselas, provocando un  escándalo monumental en la mojigata sociedad francesa de la época.

    Arthur Rimbaud que no ha vuelto a escribir un solo verso desde los 19 años, está enfermo, herido de muerte. Un hombre delira por la fiebre y los dolores atroces de la amputación y aquí empieza la novela Los días frágiles el escritor francés Philippe Besson.

        El hijo pródigo de la literatura francesa vuelve a casa, ni arrepentido ni humilde, sino altivo y provocador, fiel a su genio y a su talante. Y en su tierra natal, Las Árdenas, oscura de nieblas y aguas, no le espera ningún padre con los brazos abiertos que le prepare una fiesta de bienvenida, como sucede al hijo pródigo del Evangelio. Una fría y hermética madre le abre la casa familiar, pero no le abre el corazón. El hijo que ha sumido a la familia en una ignominiosa vergüenza, ¿se merece acaso otra cosa? En su orgullo, madre e hijo son iguales. Pero Rimbaud es ahora un guiñapo, un enfermo digno de compasión

        Y aquí empieza la otra protagonista de la novela: Isabelle Rimbaud, la hermana obediente, sumisa, religiosa.  La joven también escribe un diario, tal vez para matar el tiempo, para que la vida de la rigidez conventual a la que le obliga la madre, sea más llevadera, para intentar explicarse a sí misma quién es este desconocido que ha vuelto a casa, y del que nunca se ha hablado en casa, tan ignominiosa vida ha llevado por esos mundos de Dios, bestia negra de la familia.

           Isabelle le cambia los vendajes, llenos de sangre y pus, le peina sus sudados cabellos, le limpia su carne macilenta y apagada que un día hizo exaltar a Verlaine con pasión desconocida.

        Rimbaud le cuenta pedazos de su vida, como poeta, como soldado, como traficante de armas, como aventurero por tierras ignotas de África. Rimbaud le cuenta sus sueños irrefrenable de volver a África, lleno de salud, en busca de aventuras y de libertad.

        Pasan los días. Los silencios de la madre se hacen insoportables. La cama del poeta conoce el sufrimiento en cada centímetro cuadrado. La hermana consuela, protege, reconforta, ayuda, cuida. La hermana que no ha conocido jamás una caricia, acaricia con sus cuidados al hermano brillante, al hermano degenerado, simplemente al hermano. Ella ha sido educada para obedecer y servir. Y esas tareas le son naturales.

        Pero Arthur Rimbaud no soporta la lluvia gris de cada hora, el silencio feroz de la madre, una casa donde nada sucede y en la que nadie entra. Y suplica a su hermana que le lleve a Marsella, que le lleve al puerto, que le suba a un barco que le deje en una playa africana.

        Y ella obedece. Pero Marsella es la última estación de estos 'días frágiles de Rimbaud'. Así lo ha decretado el destino. Llega a la ciudad portuaria en un estado calamitoso. Ingresa en el hospital. Unos días después, entre los brazos amorosos de Isabelle, el poeta más célebre de Francia muere. Los dolores atroces han cesado. Rimbaud entra por la puerta grande en la historia maldita de la literatura. Era el 10 de noviembre de 1891. Tenía apenas 37 años.  






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