Se puede resumir de muchas maneras la
Ceremonia de Apertura de los Juegos Olímpicos de París 2024. Un primer resumen
podría ser: el grandioso escenario del Sena y de los espectaculares edificios construidos
a lo largo de los siglos en París no merecían el espectáculo decadente ofrecido.
No obstante, no faltaron los momentos brillantes: la canción Hymne à l’amour, de Edith Piaf, en la
voz de Celine Dion, el traspaso de la antorcha de las manos de Zidane a Nadal, un jinete sobre un caballo mecánico surcando
las aguas del río, el encendido de la llama olímpica, la Marsellaise cantada
desde lo alto del Grand Palais. No quise perderme la ceremonia de apertura de
una ciudad a la que tanto, y por tantos motivos, amo; en la que viví, y cuyas
calles, plazas, parques y museos recorrí palmo a palmo.
La lluvia vino a deslucir la
ceremonia, es verdad. Un público, ya de por sí muy escaso, por razones de
seguridad, a lo largo de los 6 kilómetros del río, fue mermando poco a poco a
medida que la lluvia arreciaba, y las autoridades aguantaban estoicamente, con
chubasqueros de todo a cien, el chaparrón. El desfile de las delegaciones
olímpicas no se diferenciaba en mucho de los bateau mouches para turistas que recorren cada día el Sena. Y hubo
algún equipo africano (recuerdo el de Gabón) al que le tocó desfilar en embarcación
tan pequeña, que bien parecía una patera recién llegada al Sena. Una estética
rosa y queer, más propia de un desfile
gay pride o de festival de Eurovisión, fue la nota dominante. Con un cierto
sonrojo contemplamos a la mismísima Guardia Republicana en plan charanga Pakito
el chocolatero. Un autosatisfecho Macron declaraba que “Esta es la Francia”.
Creo que Francia es mucho más que esta sucesión de números musicales algo
kitsch y que resultaban fríos por la falta de un público que les contagiase
calor y emoción. Nada menos deportivo que la aparición de un Dionisio azul y cebado
en medio de alimentos altamente calóricos. Los valores de contención, dominio,
disciplina, superación, esfuerzo y coraje, sacrificio y compañerismo, típicos
del deporte y de los esforzados atletas, brillaron por su ausencia. El
hedonismo, valor supremo en esta Europa sin rumbo, quedó muy bien pintado y
reflejado. Ciertamente, no vivimos tiempos heroicos. El emblema olímpico de Citius, altius, fortius, (más veloz, más
alto, más fuerte) se trastocó en el Sena, en varios momentos, por un alarde de
feísmo. Nada de la antigua grandeur
de Francia. Francia (al igual que toda Europa) rebajada a unos ideales efímeros,
panfilistas y buenistas, muy acordes con los tiempos que corren.
El espectacular edificio de la Conciergerie
albergó uno de los números de peor gusto que se haya visto en unos juegos
olímpicos: una María Antonieta decapitada aparecía vociferando en uno de los
balcones, mientras una banda de música metal cantaba una canción de la época revolucionaria
Ça ira (entre otras lindezas, se decía: ¡colgaremos a los aristócratas!), y una
lluvia de confetti rojo simulaba el baño de sangre que acarreó la revolución
francesa y el conocido periodo del Terror. Nada más alejado del espíritu
olímpico: los griegos que fundaron los Juegos en Olimpia exigían una tregua de
paz a todas las ciudades participantes.
El plato-basura llegó cuando un grupo
de drag-queens escenificó grotescamente la Última Cena de Leonardo da Vinci
(por cierto, muerto y enterrado en Francia). A lo largo de las últimas décadas
ha habido muchos artistas que han parodiado, incluso irreverentemente, la original
disposición de los 12 apóstoles, en grupos de tres, del pintor milanés. Nada
que objetar. Pero no parece de recibo que en una Ceremonia, diseñada por un gobierno, en este caso el francés, y pagada con dinero público, se pueda ser tan
irrespetuoso con los valores de una religión que profesan millones de creyentes
en el mundo entero. En este número, la vulgaridad y la zafiedad alcanzaron
tintes épicos. El respeto deportivo falló completamente. Tampoco me hubiera gustado que ninguna otra religión fuese escarnecida. Pero,
puestos a reírse de las religiones, podían haber repartido las burlas entre todas las religiones. Alguna
de las cuales, en su versión radical, la tienen muy cerca y muy presente los franceses, con continuas
algaradas e incendios en los barrios, sabotajes, algún sangriento asesinato a
sus espaldas, por ejemplo de los trabajadores del periódico satírico
Charlie-Hebdo.
Hay una Francia onírica, irreal, buenista,
que sermoneó y catequizó a lo largo del espectáculo de Apertura con las ideologías de moda. Pero hay
una Francia real, menos colorista y menos alegre. Es la Francia de los
sabotajes a los trenes, en las horas previas a la inauguración. Una Francia
atemorizada con la insolencia de un islamismo radical (en el que no puedo incluir a los honrados y piadosos musulmanes) que desprecia los valores
democráticos y siente un odio visceral por la Francia laica y republicana. La
misma Francia que ha brindado a las sucesivas oleadas de emigrantes muchas
oportunidades en la escuela, en el hospital, en los subsidios de desempleo y en
todo tipo de ayudas. Un islamismo radical que siente el mismo desprecio por la religión de
los cristianos que son los mismos que les ofrecen ayuda incondicional en cada
parroquia y en cada salón de cáritas, lo cual honra a los cristianos, todo sea
dicho. Esa es también la Francia real. No me extraña que muchos islamistas radicales se
froten las manos ante esta ceguera de Francia y de Europa.
Y no está de más recordar, en este punto, el
cuentecillo de aquel hortelano al que los topillos tenían arrasados los surcos
del huerto. Apenas salían los brotes, los topillos hacían de las suyas. Y sin
embargo el hortelano no paraba de disparar con su carabina a los gorriones. Francia,
y también Europa, no para de disparar contra los gorriones, a pesar de que son
los topillos los que arrasan con las coles, las lechugas y los tomates.
En fin cosas de la modernidad, de la
cultura de la cancelación y de esa fascinación por la barbarie, que parecen
definir nuestro tiempo. En cada momento las ideologías ciegas, sostenidas por
sus correspondientes políticos en los Parlamentos, dicen contra qué gorriones
hay que disparar y ante qué topillos hay que ponerse de rodillas. Probablemente
nada nuevo en el mundo. Pero da un poco de pena por esta Europa desnortada, que
olvida sus raíces y tira piedras a su propio tejado. Es, sin duda, la Europa de Dionisio, de cuya borrachera nada bueno puede esperarse.
Tal vez esa bandera olímpica izada al
revés junto a la torre Eiffel de París sea sólo un símbolo, metáfora
inquietante, comparación siniestra, de una Francia y de una Europa ‘al revés’, orgullosa
de su decadencia y de su galope hacia el abismo de los bárbaros. No olvidemos
nunca que un pequeño rey bárbaro, Teodorico, en un momento en que Roma empezaba a sentirse orgullosa de su
decadencia, y era incapaz de ver lo que pasaba a su alrededor, describió
magníficamente lo que observaba: “los bárbaros listos quieren ser romanos, y los romanos tontos quieren ser bárbaros”.
Probablemente, cuando los "bárbaros" alcancen
el poder y sean mayoría en las naciones de Europa, los primeros que van a caer
son los derechos de las mujeres y los derechos LGTBI, además de otros muchos. Y
entonces, muy probablemente, no nos quedarán ganas de mofarnos de la Última
Cena ni de los valores inmortales que esa misma Cena contiene y representa.