miércoles, 26 de octubre de 2022

Palabras para Carmen

 


Querida Carmen,

Eras una niña en Langayo, cuando las campanas de la torre tocaban a las 12 en punto para recordar a campesinos, pastores, lavanderas  y panaderas que había que detener las tareas rutinarias para rezar el ángelus. Desde entonces, siempre mantuviste esa tradición de religiosidad popular y agrícola. Estuvieras donde estuvieras, en todos los mediodías de tu vida recordabas que había que parar un minuto para elevar a Dios y a María unas palabras de alabanza y afecto.

Ayer, a las seis de la mañana, tu vida había entrado en la recta final. Y por una de esas intuiciones misteriosas o sagradas de la existencia, en la habitación 314 del Hospital Río Hortega, tuve la dicha de encontrarme en la cabecera de tu cama rezando en voz alta el ángelus. En ese instante tu respiración se cortó y tu corazón dejó de latir. Mientras yo terminaba de rezar el ángelus, tú ya respondías, en silencio, desde esa otra orilla, que la fe nos invita a llamar “Cielo”.

En este momento de despedida, en esta iglesia de San Isidro Labrador, que fue tu parroquia durante varias décadas, yo quiero recordar tu profunda fe. Ante cualquier dificultad, repetías “El Señor me ayudará”. Siempre creíste que era la mano de Dios la que había guiado tu existencia a lo largo de tus 87 años.

Cuando siendo aún una niña te quedaste huérfana de madre, tuviste que tirar de la casa, en un hogar de gran pobreza, donde hasta hacer el cocido de cada día era una tarea ardua, pues no era fácil encontrar leña. Tenías doce años y ya eras la mujer de la casa para tu padre y para tus tres hermanos varones mayores que tú.

Cuando tu hermano José Aguado se ordenó sacerdote, te convertiste en ama de cura, te fuiste a vivir con él, y con él permaneciste hasta su muerte, ocurrida hace una par de años. Durante este largo periodo, no solamente fuiste la encargada de llevar la casa, sino también la mujer vigilante, pendiente de las necesidades de la parroquia.

Cuidar a tu hermano sacerdote, lo entendiste como la misión de tu vida, como una forma concreta de vivir tu cristianismo. Sirviendo y acompañando a un sacerdote, en las humildes tareas de la casa o del templo, prestabas un servicio a la Iglesia de Cristo. Tu casa se convirtió en casa de acogida para otros sacerdotes, feligreses, catequistas, amigos de la parroquia o misioneros. 

La parroquia de San Isidro –y las otras por donde has pasado- no la han construido solo sus párrocos, sino también tantos –especialmente mujeres- que en las tareas más humildes y menos vistosas la han hecho posible: la limpieza, el adorno con flores, el canto, la catequesis, la comunión de los enfermos, el montaje cada Navidad del Belén… y así tantas tareas aparentemente ‘invisibles’. El rostro del sacerdote preside en el altar, pero son los rostros de los feligreses colaboradores los que han sostenido y sostienen las cuatro paredes de esta casa común.

Tenías casi 60 años cuando te embarcaste para Uruguay para conocer el trabajo que tu hermano José realizaba como misionero en ese país. En tu recorrido por barriadas de chabolas y cabañas, descubriste a personas medio descalzas o con calzado que apenas podía recibir ese nombre. Mucho tiempo después, supe que cada año enviabas un generoso donativo para que los niños pobres de aquellos barrios pudieran tener calzado. Un día te pregunté por qué para zapatos y no para otra necesidad. Me respondiste que, cuando eras una niña en tu pobre casa de Langayo, te daba vergüenza salir a la calle con unos zapatos tan viejos y tan rotos. Estoy seguro de que esta obra de caridad y otras muchas que hiciste, tan discretamente que sólo tú conocías, no habrán sido olvidadas por el Dios que ve hasta lo escondido.

Quisiera agradecer en este momento a algunos grupos de personas que hicieron la vida de Carmen un poco más fácil y más hermosa: sus hermanos, sobrinos y familiares de Langayo, Quintanilla, Curiel y Valladolid. Agradecer también a los amigos que encontró en las distintas parroquias: Serrada, Velliza, Barrio Girón, San Isidro, Minas-Uruguay y barrio de Parquesol. Recordar también al grupo más íntimo de amigos de esta Parroquia con el que cada sábado o domingo compartías merienda e interminables partidas de cartas, además de confidencias y favores. Dar las gracias también al personal que, en la Comunidad de Santa Marta, la cuidó y la acompañó estos últimos 8 años, que fueron los años de su ancianidad, enfermedad y soledad, también cuando la cabeza ya se iba perdiendo por los territorios del olvido.

Querida Carmen creías en el Paraíso con la fe recia y sencilla de una campesina. En ese cielo donde no existen ni la artrosis ni menos el alzhéimer, te pedimos que sigas recordando a Dios nuestros nombres, nuestras vidas, a veces mezquinas, frágiles, escasas de compasión. Recuerda, por lo tanto, a Dios los nombres de los que te acompañamos en uno u otro momento de tu existencia. Algunos de estos nombres los puedes ver aquí en esta misa de funeral, dulcificada por la luz de la Pascua.  Gracias, tía Carmen. Gracias a vosotros por acompañarla y acompañarnos.

(Texto leído durante el funeral en la parroquia de San Isidro - Valladolid. 25 octubre 2022)















martes, 18 de octubre de 2022

Santillana de Campos y Puentes


Cuando mi buen amigo, Jorge Antolín, me dijo que sus niños de catequesis habían elegido el proyecto “Tepetzintan” para una actividad altruista, me hizo una especial ilusión.

Había conocido este proyecto en diciembre de 2010. Desde Amozoc, donde estaba situada la misión guaneliana, me acerqué con otros voluntarios a la comunidad indígena náhualt que vivía en Tepetzintan, un lugar muy apartado de la Sierra Norte del estado de Puebla, en México. El paisaje era de una hermosura sobrecogedora. Era un día húmedo y caluroso. Por el bosque, fui recorriendo los senderos que conducían a las casas desperdigadas aquí y allá. Humildes cabañas. Un catequista local nos guiaba hacia donde había personas enfermas, muy ancianas o totalmente pobres y para las que los voluntarios traían bolsas de alimentos y medicinas. Era verdaderamente conmovedor  ver la pobreza de las casas, el dolor de los enfermos, que aún sacaban fuerzas para hablar, sonreír, agradecer u ofrecer unas tortillas de maíz o una infusión. Nosotros les llevábamos algo; ellos compartían lo poco que tenían. En una casa, pedí a una familia numerosa que accediese a fotografiarse conmigo. De repente la abuela, con un rostro de arrugas como una corteza de árbol, se escabulló y se alejó. Volvió un minuto después y me entregó un huevo que acababan de poner las gallinas.

En el último censo, de enero de 2021, se dice que Santillana de Campos, pedanía palentina dependiente del ayuntamiento de Osorno la Mayor, tiene 67 empadronados. Cuenta, eso sí, con algunos matrimonios con hijos que cada fin de semana, puntualmente, llegan al pueblo.

            La actividad altruista consistió en un “Pincho solidario” organizado el pasado 16 de octubre. Cuando el coche llegó a la carreterilla que conducía al pueblo, nos encontramos con la flecha “Pincho Solidario”. Luego veríamos otras repartidas por las calles, para que nadie se perdiese. Y no estaban de más las flechas, porque otros vecinos de los pueblos limítrofes se acercaron, al igual que un numeroso grupo de amigos de Puentes y de amigos de los propios vecinos de Santillana.

            El momento del “pincho” fue precedido por una Eucaristía en la iglesia parroquial de Santa Juliana, donde un coro compuesto por niños y adolescentes animó musicalmente la celebración. Encontrar niños en una parroquia es algo insólito en la España vaciada, aunque no más que en las parroquias de las grandes ciudades. Viendo a esos niños y adolescentes pensé que no está tan cerca el fin del cristianismo por estas tierras, como muchos auguran o temen. Chicos y chicas leyeron las lecturas del domingo desde el atril, pasaron el cestillo, hicieron de monaguillos y pidieron en la oración de los fieles. El guaneliano, P. Santi, misionero por tierras de Congo, Guatemala, México, Colombia o Brasil era la persona más indicada para hablar de cristianismo y solidaridad.

            La nave agrícola que acogió el pincho no podía estar mejor equipada para hacer de bar durante unas horas. Pero es que, además, estaba muy bien adornada con carteles y con fotografías de los proyectos solidarios que atiende Puentes en países como Ghana, Nigeria, Congo, Colombia, Guatemala, México, India, Filipinas... Una mesa alargada exponía pequeños objetos de artesanía local y misionera para la venta.

            La organización de una actividad benéfica no es una novedad ni en las parroquias ni en los pueblos, lo que sí llama la atención es que, pequeños y grandes, vecinos y residentes de este pequeño pueblo palentino, se implicasen tanto en la preparación y el desarrollo del “Pincho Solidario”. En un mundo de individualidades, la unión resplandece como una joya. Desde los que cocinaron tortillas y empanadas, hasta los que, al pie de la plancha, lidiaron con chorizos, pancetas o morcillas. Desde las mujeres que hicieron manualidades hasta los que acondicionaron los espacios, desde los que adornaron la iglesia o la nave donde se sirvió comida y bebida, hasta los que hicieron de camareros en la barra, de tenderos en la mesa de artesanía o cobraban en la caja.

El tiempo benigno y un sol espléndido pusieron también de su parte para el éxito de la jornada. Y también el Ayuntamiento de Osorno la Mayor quiso aportar su ayuda, costeando la bebida (un detalle que tiene su importancia, porque los ayuntamientos, que suelen ser manirrotos con festejos y verbenas, son bastante cicateros a la hora de la solidaridad).

Es de justicia, hacer una mención especial a Jorge Antolín que animó a todos y sumó voluntades para que el pincho fuese un ‘acontecimiento’ en su patria chica. Pocas veces había visto tanta ilusión y tanta generosidad en un pequeño pueblo. Por ello, nada más llegar a  Santillana, supe que el “Pincho Solidario” ya había triunfado antes de empezar.

            Personalmente, me sentí un poco desbordado por tanta generosidad, compromiso, ilusión y simpatía (me pasa lo mismo en el pueblo vallisoletano de Quintanilla de Arriba). Pensaba en los habitantes de Tepetzintan que, en circunstancias de enfermedad o paro, sin subsidios y sin ayudas, tienen que enfrentarse a la pobreza o al abandono. El dinero recaudado ha sobrepasado los dos mil euros. Una cantidad muy abultada para un pequeño pueblo. Y ese dinero llenará muchas bolsas de alimentos y pagará muchas medicinas.

            Durante la Santa Misa se pudo escuchar la canción “¿Dónde está la juventud, si la tenemos? Pues sí, la infancia, la adolescencia y la juventud, pero también la madurez y la ancianidad de Santillana de Campos estaban ahí, detrás de la barra de un bar, sirviendo pinchos y detrás de la mesa, vendiendo artesanía y en los bancos de una iglesia. Pero estaban, sobre todo, en la ilusión por hacer algo juntos para personas lejanas, que no conocen y que nunca les pagarán lo que han hecho, ¿o sí?

¿Podremos añadirle un apellido más a Santillana? ¿Santillana de Campos y Puentes, por ejemplo?

Gracias de corazón.











jueves, 6 de octubre de 2022

Los vencejos, de Fernando Aramburu


             Uno de los propósitos en el avión de vuelta a Madrid desde Accra, hace ahora casi un cuarto de siglo, fue dejar de comprar libros. No de leerlos, claro. Desde entonces, las bibliotecas públicas me han suministrado casi todas mis lecturas. Es más, en alguna ocasión han aceptado mi sugerencia para adquirir un nuevo libro. Es verdad que todavía cometo algún pecado venial, al no resistirme a la tentación de comprar un libro. Cuando J. me ve llegar con nuevos libros, siempre me recuerda, entre bromas, mi propósito. Sin embargo él a menudo aparece con un libro envuelto de papel de regalo. En los días previos a las vacaciones, llegó con Los vencejos, de Fernando Aramburu, una lectura que yo tenía en la lista de espera. Con la novela Patria, Fernando Aramburu se convirtió en un escritor mayor en lengua española.

            Los vencejos no desmienten este último elogio. Creo que el mayor acierto de esta novela de 700 páginas (que no asusten a nadie, por favor) es retratar muy bien nuestra época de desconcierto, confusión, inseguridades, frustraciones y cansancio vital. O por resumirlo en una palabra: hastío.

            El libro se inicia en el momento en que un hombre corriente y vulgar, profesor de filosofía de secundaria, Toni, decide fijar la fecha para acabar con su vida: el 31 de julio de 2019, o sea, justo doce meses después de tomar la decisión. No es un hombre desesperado ni sufre trastornos mentales. Es un hombre indiferente, al que la vida le pesa, no por un motivo particular ni por una razón poderosa. Toni pone fecha a su muerte, y a partir de ahí, inicia a escribir un diario sincero y sin paños calientes. En las 365 entradas que Toni escribe nos va sirviendo la crónica de su día a día, pero también los recuerdos de una vida, parecida a tantas vidas, y por eso ‘ejemplar’. Las peripecias, chungas, degradantes, risueñas, eróticas, mezquinas, altruistas, ramplonas, humillantes, vergonzantes, desternillantes…se suceden y el desencanto turbio y confuso de vivir también. Y, así, el diario nos va presentando esas otras vidas que se han cruzado con la suya: sus padres, su mujer, su hijo único, su mejor amigo, su exnovia reencontrada, algún compañero de trabajo y su perra.

            Poco a poco, como en un rompecabezas, el lector va conociendo al  futuro suicida, y sus recuerdos almacenados en la cabeza, el corazón o la bragueta a lo largo de cincuenta y pico años. Y, a la vez que conocemos la trayectoria existencial de Toni, bastante banal, vamos conociendo esta sociedad nuestra que nos ha tocado vivir. Nada hay seguro ni duradero en esta época. Las personas van de acá para allá buscando un sentido a la vida, una felicidad en mil experiencias distintas. Pero la dicha esperada no llega, y, en su lugar, aparece e cansancio de vivir, el agotamiento existencial, el afán de nihilismo, la frustración provocada por esos sueños que no se cumplen, por ejemplo, el hijo sobre el que tantas ilusiones se había hecho el propio Toni, y que se van desinflando a medida que Nikita crece y no es, ni por asomo, como su progenitor había soñado. Pero también el amor, que confundimos con los efluvios eróticos de los primeros tiempos, los viajes románticos y la carne joven, pero cuando el tiempo pasa, el desamor llega puntualmente y se convierte en una pesadilla (basta ver las cifras de divorcios y cómo el ser más amado pasa a convertirse en el ser más odiado, el que más nos hace sufrir). También las difíciles relaciones con los padres y con los hermanos son una muestra de nuestras familias cada día más desestructuradas, fuente continua de conflictos. La casa convertida en “nido de víboras”, como nos había dicho François Mauriac. El sexo, al que una sociedad pansexualizada atribuye altísimas expectativas de felicidad, y que no tarda mucho en diluirse en desencanto y frialdad. Un sexo que va pasando de la pareja al burdel y de éste a la muñeca hinchable. Sexo banal, venal, exento de ternura y compromiso.

Al acabar la novela se tiene la sensación de que todos los temas de nuestro tiempo están ahí. Las trifulcas políticas y la confrontación. A abuelos comunistas les suceden nietos que se tatúan la esvástica. A padres santurrones les nacen hijos que no pisan la iglesia y que se niegan a bautizar a sus hijos. Los padres, laboralmente exitosos, son incapaces de educar a sus hijos. A veces se tiene la sensación de que Aramburu, buen oyente, buen lector, ha escuchado las noticias o ha leído los periódicos y todo ello le ha servido de humus de donde ha surgido una contundente novela sobre nuestra historia más reciente. La vida va por ahí repartiendo maltratos, mobbing escolar, ideologías, fracasos amorosos, okupas, familias rotas, borracheras y desequilibrios mentales varios. El “futuro suicida” describe sin tapujos y sin piedad a sus congéneres, empezando por su padre, su mujer, su hijo, su exnovia o su mejor amigo (al que durante toda la novela le nombra con un apodo insultante) y sobre todo a sí mismo. Pero también es capaz de quitar hierro a las situaciones calamitosas y, como cualquier indiferente, ver el lado jocoso y cómico de la existencia. Por ello, a lo largo de la novela, el lector se identifica, bien con Amalia, bien con Toni, con Nikita, con Raulito, con Águeda, o con el amigo.

La novela, sobre todo, nos habla de un hombre vacío, cansado, hastiado, frustrado. Un hombre al que la vida le ha decepcionado totalmente: desde sus padres, sus compañeros de trabajo en un instituto, hasta su papel como padre o como marido, sus relaciones sexuales, o la filosofía que enseña. La compañía de sus congéneres saca de quicio a Toni, aunque, al mismo tiempo, no puede pasar un día sin buscar un vino compartido con su amigo o acostumbrarse a la dulce verborrea de su bondadosa ex novia.

La perra Pepa es la única referencia a la ternura y a la compañía que todo ser humano reclama y exige como una súplica desesperada. Y también este punto refleja, con toda su fuerza poética o su sociología demoledora, nuestro mundo, donde tantos y tantos ciudadanos cuidan más y mejor a sus mascotas que a sus padres. Donde tantos y tantos solitarios encuentran en la compañía de un chucho un poco de humanidad y de compañía, que no pueden o no saben hallar en el trato con su propia familia, con sus amigos o compañeros. Ese ‘amor’ a los animales en un tiempo de ‘desamor’ a los propios humanos no es uno de los temas menores de este libro.

No contaré nada más, pero así son las primeras líneas correspondientes al 1 de agosto de 2018: “Llega un día en que uno, por muy torpe que sea, empieza a comprender ciertas cosas. A mí me ocurrió mediada la adolescencia, quizá un poco más tarde, pues fui un muchacho de desarrollo lento…”

Los vencejos no paran de volar. Comen, copulan e incluso duermen durante el vuelo. Y solo se posan cuando entran o salen del nido donde incuban y alimentan a sus crías. Pasan los inviernos en África y los veranos en Europa. Pueden parecer aves corrientes, vulgares, pero tienen una característica única: no paran de volar. Los vencejos son para el escritor una imagen poética para acompañar al ser humano en tiempos de hastío, desazón, aburrimiento  y sinsentido.





martes, 4 de octubre de 2022

Ser en la vida caramelo

 


Hay 365 días al año, pero debe haber, por lo menos, siete mil  ‘Días’ dedicados a las causas más peregrinas. Unas muy nobles: Día del Refugiado, del Cáncer, del Amor Fraterno, de la Paz, del Árbol. Pero también existen ‘días’ para todos los gustos, románticos, pintorescos, comerciales o delirantes: Día de los enamorados, de la Manzana Saboyana, de la Harley Davidson, de la Cerveza, del Jazz, etc.

Para un puñado de amigos, cada 9 de octubre es el “Día de los Caramelos”.  Y no porque estos amigos tengan sus negocios en el mundo de la dulcería o quieran exaltar algún tipo de caramelo con denominación de origen. La cosa es más sencilla: cada 9  de octubre se recuerda el aniversario de la muerte de Juan Vaccari, religioso guaneliano que murió hace cinco décadas en accidente de carretera y que dejó tras sí un halo de santidad que aún  permanece en los que le conocimos y en los que, más tarde, han leído sus escritos o han conocido su biografía.

Pero ni siquiera la evocación de su noble figura, cuya estatura moral sobrepasaba en mucho a su apostura física, sería suficiente para justificar el ‘Día de los Caramelos’. Fue su Testamento -concretamente una cláusula- lo que dio origen a la tradición de repartir o compartir caramelos cada 9 de octubre. El hermano Juan en su Testamento,  junto a altísimas consideraciones espirituales y piadosos deseos de salvación para sí y para sus hermanos, escribió una línea que sorprendió a todos:  ‘Si a la hora de mi muerte, se encontrase algo de dinero en mis bolsillos, ruego se compren caramelos para los chicos con discapacidad”. Él emplea, para ser exactos, el término “buonifigli”, que es el vocablo cariñoso que Casa Guanella siempre ha usado para nombrar a las personas con alguna discapacidad.

Un caramelo es mucho para un niño pobre, para un ‘buonfiglio’, para un anciano solo. Un caramelo era mucho incluso en mi infancia que coincidió con la muerte del hermano Juan. ¿Puede hoy día considerarse regalo un caramelo? Sin duda, precisamente porque es de escaso precio pero de abundante valor. Un caramelo devuelve a todos a la infancia, a esa etapa en que preferíamos la golosina de un caramelo a cualquier otro alimento. Un caramelo remite a lo festivo y a lo celebrativo. Nadie es tan pobre que no pueda regalar un caramelo ni nadie es tan rico que no sonría cuando alguien le ofrece uno.

Por otro lado, no estaría mal que todos nos sintiéramos un poco incompletos, un poco “buonifigli’, porque en el fondo todos tenemos algún tipo de discapacidad. Pensamos que los discapacitados son los que tienen algún tipo de minusvalía física o incapacidad mental. Y sin embargo, ¿qué es el que tiene un carácter endiablado, el que carece de empatía hacia los demás? ¿Qué es el que tiene escasa capacidad para amar, el que es prepotente, el que se cree superior o se crece cuando crea tensión y malestar alrededor? En el fondo, también este tipo de personas tiene alguna ‘discapacidad’, y por lo tanto también ellos necesitan un caramelo, un abrazo y una palabra amable. Ya lo decía Natalia Ginzburg que “cuando miramos a alguien de cerca, siempre nos da un poco de pena”.

Inmensamente discapacitados e infinitamente capaces, todo ser humano es frágil y a la vez fuerte, limitado y a la vez hábil, dichoso y al mismo tiempo desgraciado. Por eso mismo, ese Testamento del hermano Juan se dirige a cada uno de los que le conocimos y, por extensión, a cada uno de los que, por nosotros, le han conocido y le conocerán en el futuro. Todos somos herederos afortunados de una magnífica herencia vital que un simple caramelo simboliza con gran fuerza poética.

Muchos episodios de la vida del Hermano Juan (Sanguinetto, 1913 – Palencia, 1971) podrían resumir su existencia de perfecta humildad, obediencia, servicio y oración. Pero es, a mi modo de ver, este Testamento (de los Caramelos) el que mejor define toda su andadura humana: la vida ordinaria, cuando se vive desde Dios y desde el prójimo, es la más extraordinaria, dichosa y dulce de las vidas.

El Día de los Caramelos nos recuerda que, en la sencillez de un pequeño y humilde gesto, se encierra a veces una gran lección, más importante aún para el que ofrece el caramelo que para el que lo recibe. A nadie le amarga un dulce, decimos popularmente. La vida santa del hermano Juan fue como un caramelo que endulzó los días de los que se cruzaron con él y aún puede endulzar las almas, a veces amargas, de cuantos se acerquen  a su espiritualidad y a sus enseñanzas.

El Testamento del hermano Juan no es solamente una escritura poética, sino también una llamada a la responsabilidad, una convocatoria a endulzar la vida de los que giran a nuestro alrededor, desde el vecino del bloque, al compañero de trabajo, la pareja y los hijos, los familiares, los amigos de tertulias y cafés. Y es también una llamada a la solidaridad, una invitación a manifestar nuestra cercanía concreta, nuestro ‘caramelo’ concreto para los “buonifigli”.

Al igual que el pasado año, invito a ex alumnos de Aguilar o Palencia, a los guanelianos en general, y a mis lectores, a celebrar el Día de los Caramelos, aportando un ‘caramelo’ de generosidad para un proyecto relacionado con la discapacidad.

En este año, marcado por la guerra en Europa, nuestro gesto de solidaridad será destinado a las personas con discapacidad procedentes de Ucrania que están siendo atendidas en las casas guanelianas de Rumanía y de Polonia.

Al ingresar tu donativo, escribe en concepto: “Caramelos”.

IBAN: ES46  0030 6018 1700 0105 1272 (Banco Santander)

Gracias de corazón. Feliz Día de los Caramelos.







 

jueves, 8 de septiembre de 2022

La bendición de la tierra, de Knut Hamsun


“¿Quién trazó el largo, larguísimo sendero que recorre las ciénagas y los bosques? El hombre, el ser humano, el primero que llegó a estas tierras. Antes de él no existían caminos”. Así empieza la novela del escritor noruego Knut Hamsun (1859-1952),

            Hace más de 100 años que vio la luz esta obra, aunque para varias generaciones fuera prácticamente desconocida. El posicionamiento de Hamsun a favor del nazismo supuso una condena al ostracismo. Y eso que en 1920 obtuvo el Premio Nobel y su obra fue admirada por los grandes escritores de su época y contó con el favor del público. Sólo últimamente el escritor está siendo rehabilitado y dado a conocer.

            Desde hacía un tiempo esta obra estaba en la lista de lectura. En uno de los diarios de José Jiménez Lozano leí por primera vez una referencia a este autor. Siempre estaré en deuda con el “morabito de Alcazarén” que me abrió los ojos a la verdadera literatura.  

            Hace una semana, frente a los campos del pueblo, empecé a leerla. Un hombre, Isak, con un saco al hombre, llega a un lugar inhóspito y deshabitado noruego, muy cerca de la frontera con Suecia. Nada sabemos de su pasado, porque el libro empieza en ese momento y nunca retrocede. Y allí, con el sólo afán, de ganarse la vida, cultivando la tierra y cuidando ganado, se instala. Tiene la fuerza de un titán, y el carácter indomable, y poco a poco, tronco a tronco, construye la primera cabaña, labra los primeros surcos, siega el primer forraje para los animales. El trabajo es su forma de estar en el mundo y de permanecer en él. Después llega Inger, una mujer de la aldea que, marginada por una malformación en su rostro, lleva la marca de los apestados. Se establece a su lado, compartiendo el duro trabajo y engendrando hijos, Eleusus, Sivert, Leopoldine, Rebekka.

            Un dramático acontecimiento viene a romper la monotonía cotidiana y el paso de las estaciones. Inger tiene que dejar el campo y la casa. Y cumplir condena. Llega Oline, metementodo, chismosa, para cuidar a los niños. Poco a poco, otros colonos van llegando y ocupando otras tierras. Y con ellos llegan otras formas de vivir y de pensar: Brando, Geissler, Vrede, Aronsen, Os-Anders. Brede. También la noticia de que la zona es rica en minerales, hace que aparezcan otros hombres, con su codicia a cuestas.

Pero la verdadera protagonista de este libro es la tierra, en toda su dureza y su dulzura. La tierra helada e impenetrable por el hielo. La tierra caldeada por el sol. La tierra en cuya bóveda se dibujan las luminarias. La tierra que da pasto a los animales, frutos a los colonos, troncos para las cabañas y piedras para los cimientos.  No es un canto almibarado de una Arcadia idílica en un rincón de Noruega, no es esa salmodia boba de los urbanitas hacia la vida rural de la que no conocen absolutamente nada: únicamente un paseo por un sendero bien trazado y una barbacoa.

            Los hombres y mujeres que allí viven y que sudan para arrancar a la tierra sus frutos llevan en ellos el tesón, la lujuria, la frivolidad, el engaño, la codicia, la inocencia o el crimen, la austeridad o los sueños marchitos. La Bendición de la tierra es un canto a la naturaleza, a la vida sencilla de los trabajos primigenios, a los afectos elementales.

            Así vivían los colonos noruegos hace un siglo y así se vivía en casi toda Europa.  Esta novela, hermosísima por la evocación de plantas, minerales, animales y paso de las estaciones, evoca bien la dureza de la vida campesina hasta hace no muchas décadas. La vida de los hombres y mujeres de hace no mucho era también trabajo, más trabajo, esfuerzo y sacrificio. Su vida consistía en arañar un fruto a la tierra o al ganado, acostarse rendidos y levantarse a la mañana siguiente dando gracias a Dios porque tenían salud y fuerzas para trabajar un día más.

            Eran hombres y mujeres hechos de otra pasta, modelados a cincel por la vida. No conocían la queja y el lamento, y apenas las lágrimas, aunque sus huesos se consumiesen por la fatiga, los fríos o el calor abrasador. Eran robles a los que solo el hachazo de la muerte derribaba. El deseado progreso llegó después, y con él entró también ese “malestar del ocio”: ese aburrimiento que es como la segunda piel de los hombres y mujeres de nuestra época, avocados a llenar los días de muchos ‘algos’, ya sean viajes, libros, experiencias, compras o cosas, porque un inmenso tedio corroe sus entrañas y los devora en un fuego de frustraciones y expectativas no cumplidas.

            La bendición de la tierra es, como mínimo, una invitación a contemplar con pasmo la tierra, a mancharse las manos buscando un pequeño fruto, así sea un tomate o unas moras, a sentirse pequeño frente a la inmensidad del cielo, a aprender a nombrar las hierbas, los árboles, los frutos y los pájaros.

            Pues la tierra solo bendice a los que la han regado con su sudor y la han acariciado con sus manos. Y a los que han sabido oponer su esfuerzo y determinación a la dureza impenetrable de un surco tras una noche de hielo.

            Por ello la tierra de Sellanrá que ha conocido las manos agrietadas de sus hombres, las espaldas combadas por la carga, los ojos cansados de la mujer tejiendo en la noche, las manos que ofrecen un vaso de leche agria, el saludo “a la paz de Dios”… es una tierra bendecida que bendice.

Leemos en el libro: “El aire que respira el colono es una raudal de salud. No echa de menos los diamantes y sólo conoce el vino por las bodas de Canaán. El colono no sufre por las maravillas que no puede tener: el arte, los periódicos, los lujos, la política, valen exactamente lo que la gente está dispuesta a pagar por ellos, nada más. Pero las cosechas de la tierra son la base de todas las cosas, la única fuente”. Y por eso se sienten bendecidos, porque “contemplan todos los días las mismas montañas azules. El cielo y la tierra les acompañan en sus  quehaceres. No necesitan nada más. El hombre y la naturaleza se acompañan. Las montañas, el bosque, las ciénagas, los prados, el cielo y las estrellas no son mezquinos ni comedidos, sino inmensos y pródigos”.

Tierra de Sellanrá. Ahí está Isak, “un campesino en cuerpo y alma, un agricultor sin piedad. Un resucitado del pasado que señala el futuro, un hombre de épocas primigenias, un colono; tiene novecientos años de edad y vive en el presente”. Ahí está Inger: “ha navegado por el gran mar y ha vivido en la ciudad, pero ahora está de vuelta en el hogar”. Apenas fueron nadie entre la gente. Solo un hombre más. Solo una mujer más. Por eso la noche puede caer sobre ellos.










jueves, 1 de septiembre de 2022

El grito de Montesinos

 


            La mañana del 21 de diciembre de 1511 estaba destinada a pasar a la Historia. La iglesia de los dominicos en la Isla de La Española (hoy República Dominicana y Haití) estaba a rebosar. Era la hora de la Misa Mayor del cuarto domingo de adviento. Y nadie quería perderse el sermón de los padres predicadores, conocidos por sus brillantes y vibrantes homilías. Frailes, encomenderos, hacendados, soldados, justicias y hasta el propio Diego de Colón, hijo del descubridor y virrey, llenaban las naves. Pero también indios taínos bautizados o aún sin bautizar.   

            Se hizo silencio. Fray Antonio de Montesinos subió al púlpito. Y habló. Gritó. Y entonces, en los oídos de todos los presentes, resonó el vozarrón de Cristo a través de la garganta del fraile dominico. Todos se quedaron petrificados: los españoles, porque desde el púlpito, un español les echaba en cara su falta de humanidad. Los indios, porque desde ese mismo púlpito, un español los defendía y los consolaba.

            En los días anteriores, los primeros dominicos españoles que habían llegado al Nuevo Mundo prepararon minuciosamente este sermón. Y estamparon su firma en él. Llevaban no mucho tiempo en América, pero lo suficiente para comprobar los desmanes y la crueldad que no pocos encomenderos españoles ejercían sobre los indios taínos. No podían comprender que personas que se llamaban cristianas tratasen mal a los indios, con los que, entre otras cosas, compartían el mismo Bautismo.

            En el lentísimo proceso de la afirmación de los derechos humanos, por encima de los poderes de los estados, esa mañana de 1511 es una piedra fundacional. Mucho después, vendrían los derechos de los ciudadanos y la carta de Derechos Humanos, pero en ese sermón de Fray Antonio, ya estaba todo esto. Había estudiado en el Convento de San Esteban de Salamanca, de los dominicos. La llamada Escuela de Salamanca empezaba a gestarse en ese momento y pondría las bases para lo que hoy denominamos derecho internacional. Domingo de Soto, Francisco Vitoria, Luis Molina o Francisco Suárez no se entienden sin este sermón en una iglesia a miles de kilómetros de España.

            Pero volvamos al sermón. Montesinos, partiendo del evangelio de ese domingo, se considera una voz que clama en el desierto. Y, con auténtica osadía, dice al Virrey, a los encomenderos, justicias y soldados que están en pecado mortal. Pregunta a los presentes, autoridades constituidas, con qué derecho y con qué título se atreven a oprimir y esclavizar a los indios. Hace recuento de las atrocidades cometidas (memoria passionis). Les dice que están obligados a amar a los indios. Y por último, les asegura -como ministro de Cristo- que, por su mal comportamiento, están destinados a la condenación eterna.  

El sermón nos ha llegado a través de la crónica de Bartolomé de las Casas, que estaba presente en aquella misa y que a la sazón, tenía a su cargo una encomienda. Él sería uno de los más furibundos tras escuchar el sermón, porque se sentía directamente concernido. Pasados los años, Bartolomé de las Casas, se convertiría, ingresaría en los dominicos, y sería el más férreo defensor de los indios, mediante su obra “Brevísima relación de la destrucción de las Indias”.

Las palabras de fray Antonio no tienen desperdicio:

"Voz del que clama en el desierto. Todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas dellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine y conozcan a su Dios y creador, sean baptizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos? ¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis, esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad, de sueño tan letárgico, dormidos? Tened por cierto, que en el estado que estáis, no os podéis más salvar, que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe en Jesucristo".

Las protestas entre los presentes no se hicieron esperar. ¡Por defender a los indios, un español se alzaba contra otros españoles! Un hombre protestaba ante Dios por tamaña injusticia. En medio de la violencia se alzaba el grito de la conciencia. En un momento en que un blanco no se cuestionaba su superioridad respecto al resto de seres humanos, alguien venía a poner patas arriba esta pretendida superioridad. Presionaron al dominico para que se desdijese al domingo siguiente, pero lo que hizo fue aumentar el tono y las amenazas. Montesinos y otros dominicos viajaron a España para hacerse oír. Fernando el Católico, ya anciano, pudo escuchar su testimonio. Se abrió un debate en toda la Corona de Castilla. Un año después, en 1512, las Leyes de Burgos, aunque imperfectas, vinieron a sancionar que el indio tenía la naturaleza de un hombre libre, propietario de derechos. En las leyes de Burgos está ya en germen la declaración de los derechos humanos y del derecho internacional.

En esa centuria, y en las siguientes, en otras latitudes y en otras naciones ni siquiera se planteaba que los indios pudieran tener alma, o que pudieran ser sujetos de derechos o que se pudiera pactar con ellos, establecer matrimonio, enviar a sus hijos a la universidad, entrar en un monasterio, etc. ¡El mestizaje, esta bellísima palabra, daba sus primeros vagidos! Un andaluz o un extremeño, un azteca o un maya empezaban, tímidamente, a incorporar a su ADN cultural y espiritual la categoría de "mestizo". Este primer grito no arregló todo, claro está, pero fue algo y algo removió. Y esto también hay que decirlo. Las batallas no se ganan de una vez por todas. El grito de Montesinos no había sido inútil: se imponía un trato de humanidad a los indios.

            Toda conquista es un encuentro y un encontronazo, esto ya se sabe. El conquistador siempre piensa que la razón y el derecho lo asisten y están de su parte. Quien tiene el poder y las armas para defenderlo, difícilmente se abstiene de ejercer ese poder y de utilizar esas armas. Por ello, este grito de Montesinos, y todos los demás gritos que se han dado en el Universo, son jalones que marcan un progreso en humanidad para la Humanidad.

            Que apenas iniciado el siglo XVI, un español cuestionase la conquista y arremetiese contra los abusos, dice mucho de esa grandeza de ánimo y de corazón de algunos hombres que formaron parte de la llamada "Era de los Descubrimientos". ¡Quijotes entre los indios! Si en el día del Juicio Final, también las naciones son juzgadas, el Grito de Montesinos servirá de descargo a España.

            El sermón de aquel domingo de adviento fue el primero de otros muchos dados en nombre de Dios y en nombre de la Humanidad. La llamada ‘teología de la liberación’ ya estaba en aquel sermón. La liberación de los pueblos es y será siempre una causa del Evangelio. ¿Quiénes son hoy los nuevos esclavos, los maltratados de los pueblos? ¿Quiénes son los que de forma asperísima y cruel son tratados en tantas partes del mundo ahora mismo? ¿Dónde están los Montesinos de nuestro tiempo?

            La vida de Antonio Montesinos se extendió desde 1475 hasta el 27 de junio de 1540. Nació en algún lugar de España y murió en algún lugar de Venezuela. No se sabe dónde está enterrado. Poco, en realidad, importa dónde nacemos, dónde morimos y dónde queda ese polvo y ceniza de nuestro cuerpo. Pero todos, en algún momento de nuestras vidas, tenemos ante nosotros un domingo de adviento en el que se nos presenta una encrucijada: o sentarnos plácidamente en nuestro banco de la iglesia, adormilados sobre la cruz como quien se adormila sobre una almohada de plumas… O encaramarnos al púlpito y clamar a voz en grito: “¿No son estos hombres?”. Estas cuatro palabras de Montesinos, puestas entre signos de interrogación, son el resumen y la esencia de un evangelio encarnado. Probablemente, al que grita esto le espera el martirio. Entre los frailes dominicos se mantiene la memoria de que fray Antonio de Montesinos murió mártir (“obiit martyr in Indii”).

            Para dejar constancia de este sermón histórico, en 1982, una escultura de piedra y bronce, de más de 15 metros de altura, se levantó en el malecón de la ciudad de Santo Domingo, en la República Dominicana, frente al mar Caribe, cuyas aguas enmudecieron ante aquel grito de 1511. La escultura es obra de Antonio Castellanos Basich, un artista mejicano. Refleja muy bien la fuerza, el arrojo, la valentía y la conciencia cívica y cristiana de aquel fraile dominico español.

Al contrario que el famoso Grito del pintor Munch, que es un grito sordo que no llegamos a oír, este grito de Montesinos es bien audible. Un grito estentóreo, pronunciado en la lengua que aún hoy hablamos. Un grito cuyo eco aún resuena en el mundo y en la propia cristiandad. Un grito que hizo temblar a unos y aportó un poco de dulzura a otros. Un grito que, de mar en mar  y de amanecer en amanecer, sigue recorriendo el mundo. Todos los advientos del mundo esperan gritos tan sonoros y tan potentes como el de fray Antonio de Montesinos, porque todos los advientos del mundo precisan de alguien que les recuerde cuatro palabras y dos signos de interrogación “¿No son estos hombres?”









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