Tenía cuatro años cuando sus padres se separaron.
Fue de internado en internado y también de expulsión en expulsión por su
carácter rebelde. A los 14 años ya había dejado la escuela, y durante algún
tiempo trabajó en la carnicería de su padrastro. Pero un director de cine vio en
él uno de esos rostros de los que la cámara se enamora. Aprendió inglés y
comenzó su carrera en el séptimo arte. Fue de éxito en éxito y los grandes
directores se lo rifaron. Enfant terrible del cine francés, su presencia en la
cartelera fue sinónimo de éxito comercial. Galán de cine y galán en la vida
real, conquistó a hermosas mujeres con las que vivió, a veces, episodios
tormentosos. Llegó a confesar sin rubor que había abofeteado y había sido
abofeteado. En fin…
Ahora Alain Delon ya no quiere vivir. Difícil
lidiar con el envejecimiento, la decrepitud y las limitaciones. Y no seré yo el
que juzgue. ¡Dios me libre! Pero la noticia leída sobre Delon me empuja a
hacerme algunas preguntas: ¿Hasta cuándo la vida es vida, hasta cuándo merece
ser vivida? ¿Estamos completamente indefensos frente a la enfermedad y a la
limitación? ¿Qué imagen proyectamos de nosotros mismos ante los demás que nos
resulta insoportable mostrarnos en debilidad y dependencia? ¿Por qué algunas
personas siguen manteniendo la ilusión, la serenidad y la alegría en el potro
del dolor? ¿Qué pan tan amargo nos obliga a masticar el dolor y el sentirnos
vulnerables? ¿Es verdad que, sin Dios, no hay cabida para el ser humano
impotente en su fragilidad?
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