Cuando una palabra, como fascismo, se usa y se abusa de ella,
únicamente como un insulto grueso de moda y expresión de lo ‘políticamente
correcto’ y como un intento de tapar la boca por la tremenda al otro, es que ya
ha perdido todo su significado.
Si tenemos
en cuenta que Fernando Savater fue tachado de fascista por defender a las
víctimas de ETA, o que Joan Manuel Serrat fue acusado de lo mismo por no apoyar
el independentismo… O que, algunos tachan de fascista a Miguel de Unamuno por
buscar la verdad y denunciar los desmanes de unos y otros… entonces cabe pensar
que la palabra fascista se lanza contra el otro como una piedra cuando no
comparte mis ideas, ya sean políticas, económicas, sociales o culturales. Cuando
un adjetivo se devalúa tanto únicamente insulta al insultador.
Ya Oriana
Fallaci en su día dijo que había fascismos negros, rojos, verdes y blancos.
Porque el fascismo es la actitud de la intolerancia ante todas las opiniones,
excepto la mía. Y esta actitud, por desgracia, está muy de moda en todo el arco
político y abunda y sobreabunda en redes sociales, e incluso en medios de
comunicación. Oriana Fallaci, nada sospechosa de fascismo, fue tachada al final
de su vida de fascista por quienes no compartían sus mensajes llenos de bastante
sentido común y bastante cordura. Por ejemplo, su manifiesto La rabia y el orgullo.
Algo que me
ha enseñado la vida es que en todas las realidades humanas cabe el matiz. Las
verdades absolutas no existen. Y además, son peligrosas. Matizar debería ser un
verbo para conjugar todos los días.
Cuando a la
conculcación de las libertades individuales, a la merma de derechos humanos o
al saltarse a la torera las normas vigentes de un país se llama progresismo…
podemos afirmar lo que ya se viene afirmando desde el final de la Segunda
Guerra Mundial: la perversión del lenguaje es simplemente el síntoma de la
perversión de las conciencias.
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