viernes, 17 de enero de 2025

Complicidad en la oración

   

     Durante el último año G estuvo en mi oración cada mañana, en ese camino desde mi casa, en el barrio de San Isidro, hasta la oficina, en el Palacio Butrón. Ayer supe que G había muerto. El cáncer lo había vencido en singular batalla. Tenía cuarenta y nueve años, mujer e hijos, y padres aún vivos. Nunca llegué a conocer personalmente a G. Pero la oración crea complicidades singulares, y una afinidad afectiva difícil de explicar. 

        Hace unos años L (amiga desde hace décadas) empezó a trabajar en la casa de G. Desde el primer momento se sintió tratada como si fuese un miembro más de de la familia. Y siempre que coincidía con L me hablaba de esa familia, de su trato afectuoso, de la bondad de G y de su mujer M. 

        Hace poco más de un año el cáncer fue diagnosticado. Y el diagnóstico no puso ser peor. Continuos ingresos en Valladolid y Madrid. Continuas altas. Ni en el hospital ni en casa G se permitió nunca una queja, aceptando con estoicismo y buena cara la merma progresiva de sus capacidades físicas.

        Fue una penosa enfermedad. En las últimas semanas los dolores se multiplicaron y la capacidad para respirar disminuyó. Quiso despedirse de todos sus seres queridos antes del final, dándoles las gracias por todo lo que le habían querido, animándoles a continuar con valentía su vida y reconociendo que su existencia había sido breve, pero se sentía un afortunado por los padres y la mujer que la vida había puesto en su camino. Deshecha en lágrimas, L me cuenta estas cosas y me dice que la grandeza de G en su enfermedad y en su despedida ha sido un consuelo para todos lo que le habían amado. Añado: también para los que habían rezado por él. 

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