Primero en las calles o en el
chumberal, y luego ya definitivamente en el café de Qúshtumar, situado en el barrio cariota de Alabasía, cuatro amigos
comparten durante décadas un café y una larga conversación. Se conocen desde la
infancia y su amistad se prolongará hasta el final de sus días. Cambia Egipto,
cambian los dirigentes y los gobiernos. Cambian los amores, las mujeres, los
trabajos y su estatus económico. Cambian sus gustos y sus preferencias
políticas, pero permanecen fieles y leales a la amistad, que es siempre otra clase
de amor, tal vez la más pura. Táher, Sádiq, Ismael y Hamada pasan de la
infancia a la adolescencia, de la juventud a la madurez y de esta a la
senectud. La vida les mima o les maltrata. Y en los amigos encuentran el
desahogo, el consuelo, las ganas de vivir, el consejo y el abrazo, cuando todo
se desploma a su alrededor. Pierden la fe en Dios y en la política, en el sexo
o en el dinero, pero nunca la fe en la amistad. Por ello, el autor Naguib
Mahfuz, el más conocido escritor egipcio, puede escribir al acabar la novela: “La verdad es que nos hemos convertido en
augustos esqueletos, y el más infeliz de nosotros será el que siga viviendo
después de que los demás hayan partido...”
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