Al día siguiente de la victoria
de Donald Trump un analista político escribía algo así como que la razón de la
contundente victoria de Trump se debía a que los políticos demócratas habían
hablado a los votantes de cosas que interesaban sólo a minorías o sobre temas
que les tocaban tangencialmente (cambio climático, agenda 2030, derechos LGTBI,
cultura woke). Durante la campaña electoral, se habría dado una disociación
entre los discursos políticos y las necesidades elementales de los votantes
(trabajo, sanidad pública para todos, derechos laborales, vivienda, etc.).
Trump era un conocido candidato
para todos, precisamente porque había gobernado en Estados Unidos durante
cuatro años, y porque su vida política o privada había acabado en muchas
ocasiones en los tribunales. En su campaña no había engañado a nadie sobre sus
intenciones y sobre sus formas, ni diplomáticas ni corteses. ¿Qué soñaba el
ciudadano medio americano para votar a Trump? Probablemente había millones de pequeños
Trump entre los votantes norteamericanos: desprecio hacia el adversario, rudeza
en las formas y un insatisfecho deseo de
prosperidad personal, importándoles un rábano lo que sucede más allá de las
fronteras del país de Tío Sam (tal vez por esa razón, muchos de los migrantes
residentes en territorio estadounidense le votaron, sin preocuparse de la
suerte de los que deseaban cruzar la frontera). Quien deseaba de nuevo una América Great, en el fondo deseaba
engrandecerse él mismo, prosperar él mismo, y el resto del mundo le daba igual.
Han bastado escasas semanas
desde la toma de posesión de Donald Trump para que nos diésemos cuenta de que
las baladronadas del inquilino de la Casa Blanca iban en serio, aranceles a
otros países, políticas migratorias restrictivas y, sobre todo, tal vez por lo
que nos afecta, guerra de Ucrania.
Y la guerra de Ucrania nos
afecta por el destino y la suerte de millones de ucranianos, pero de una manera
especial porque la traición de EEUU a Europa ha dado pie a un discurso armamentista
en todos los líderes europeos, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula vor
der Leyen, a la cabeza. En pocos días ha ido calando en la población europea,
de norte a sur y de este a oeste, la necesidad de contar con un ejército
fuerte, lo que significa aumentar el gasto militar a cifras estratosféricas. Las empresas de armas -y los gobiernos que están tras ellas- se frotan las manos. Nunca sabremos si la guerra necesita armas o si son las armas las que necesitan las guerras. Y
aumentar el gasto militar significará, aunque no se dice, disminuir el gasto
social en sanidad y educación, las políticas igualitarias, las ayudas a los más vulnerables que ya
dábamos por hecho. Si las cosas van a mayores, probablemente las tropas
europeas volverán a los frentes y a los campos de batalla, y los frentes nos
devolverán los muertos y los mutilados. En fin, el retroceso del Viejo
Continente a los años ’40 del pasado siglo.
No es la primera vez que ocurre
en suelo europeo que dos potencias se ponen de acuerdo y se anexionan
territorios, sin que la opinión de la población anexionada cuente para nada.
Esta entente Rusia-Estados Unidos,
viejos y nuevos imperialistas, da mala espina y es de mal agüero. ¿Por cuánto
tiempo Europa podrá o querrá sostener a Zelensky? ¿No se convertirán los
territorios ucranianos, sus recursos naturales, las ‘tierras raras’, en objeto
de codicia o en el pago del préstamo de guerra, que habíamos pensado que era
puro altruismo, generosidad y solidaridad internacionales hacia Zelensky y sus sufridos
conciudadanos?
Vivimos tiempos ásperos. Rudos
tiempos. Ya ni siquiera se envuelve en un envoltorio de cortesía y de civilidad
la cruda realidad del imperio de los fuertes sobre los débiles. Siempre se dijo
que, “cuando no se podían salvar los
principios, había que salvar al menos las formas”. Todo esto parece una antigualla.
Volvemos o nos acercamos peligrosamente a la selva: ¿Acaso pide permiso el león
para pegar un par de bocados a la gacela? ¿Fue la entrevista Trump-Zelensky el
modelo presente y vigente de una diplomacia descarnada y humillante?
Esperemos que ante este panorama
general de hienas (Rusia, Estados Unidos, China y algún otro), Europa
reaccione, sacando de sí misma, de su historia milenaria y de sus valores humanos,
la grandeza y la magnanimidad de los grandes hombres y mujeres que la construyeron
a lo largo de los siglos: la verdad racional que nos dejó en herencia el
mundo helénico, el respeto al derecho civil y al principio de ciudadanía, que
es el legado de Roma, y la dignidad humana y el sentido de compasión, que es la
aportación específica del mundo judeocristiano. Si Europa quiere seguir siendo
Europa –y todo lo que esta palabra significa- ha de volver sus ojos a Grecia, a
Roma y a Jerusalén.
Por ahí va la cosa y volvemos a las mismas andadas.Y la razón queda prendida en un palo.!!!!
ResponderEliminarCuánta razón tienes!
ResponderEliminar