domingo, 24 de agosto de 2025

Lali: celebrar la vida, ahora y siempre


Una invitación especial de 50 cumpleaños.

De un tiempo a acá, se ha puesto muy de moda la celebración de los 50 años o, como canta Tontxu, 50 vueltas al sol. Lali Maestro López envió hace unas semanas la invitación para la fiesta, y más de uno se quedó algo perplejo cuando leyó que la tarde de celebración empezaría con una misa en la iglesia de San Antonio, de Palencia.

            El asombro duró poco, porque el viernes, 22 de agosto, a la hora acordada, en seguida se creó en la iglesia un ambiente de gratitud, respeto, celebración y cercanía litúrgica (empezando por el altar que se había puesto a ras de suelo y no en lo alto del presbiterio), que, incluso los que al principio pudieron mostrarse algo reticentes a este tipo de celebración religiosa, se sintieron, no sólo cómodos, sino también envueltos en una cálida sensación de bienestar  y serenidad.

            Ya en el cartel de convocatoria de la fiesta de 50 años, la anfitriona había dejado claro el objetivo de la misma: “Celebramos la vida y el camino recorrido juntos”.

Y fueron suficientes las palabras de César al inicio de la eucaristía, para que todos nos sintiésemos transportados a esa casa común de la fe en la que cabemos todos: Todos sois alegría, luz, compañía y fuerza. Nos sentimos profundamente bendecidos por todo lo vivido, por el amor compartido, por vuestro cariño, por vuestras manos que sostienen, palabras que alientan y abrazos que sanan”.

 

Dos celebrantes en la misa.

En la mesa del altar hubo dos celebrantes: Pedro, el cura de San Antonio, que presidió la Eucaristía, creando calidez y cercanía, reconociendo y valorando el trabajo de Lali en la familia de sangre, en la familia guaneliana, en la parroquia, en la escuela, destacando sus virtudes y valores, y llevando a cabo una especia de encuesta a mano alzada entre los asistentes.

Las lecturas de la misa reforzaron el hilo conductor de la celebración.En la primera lectura: “Que compartas tu pan con el hambriento, que recibas en tu casa al pobre sin techo, que vistas al que ves desnudo y que no te desentiendas de tu hermano.

Y aún un tono más alto en el Evangelio: “Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea plena. Este es mi mandamiento: que os améis los unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando”.

Pero también pudimos ver a otro celebrante en el altar: Dani. Dani es un adolescente con síndrome de Lowe. Lo vimos, con mirada incierta y movimientos torpes, colocarse al lado del cura durante buena parte de la misa, repitiendo, a veces, los gestos litúrgicos del sacerdote. Dani es hijo de Trini y Pedro, pero también es hijo de toda la “tribu de los Crespo” y de sus respectivas familias. Todos ellos, pequeños o grandes, padres, abuelos, tíos, hermana, primos, lo cuidan, le dedican tiempo, pensamiento y afecto. Y lo educan con el lenguaje del corazón, que es el único lenguaje comprensible para todos, como escribió Luis Guanella.


 Un ofertorio que podría escribir la biografía de Lali:

            Si miramos detenidamente las cosas presentadas durante el ofertorio, podrían servir para escribir la vida de Lali hasta su 50 cumpleaños. ¿No era la esculturilla de Don Guanella y los tres huérfanos el símbolo de unos valores guanelianos vividos en cientos de reuniones, misas, cantos, en el Centro Juvenil o en los campamentos de Salcedillo? ¿No eran las pulseras de Puentes y de San Antonio la señal de un voluntariado entendido como gratitud, donación de tiempo y energías, pensamiento y afecto hacia los pobres, sean de la nación que sean? ¿No era el cestillo con las hortalizas una manifestación de la vida sencilla y cotidiana, como es el cuidado del huerto, y también de una casa abierta a la familia y a los amigos en el pueblo de Castromocho? ¿No era  el rosario una metáfora de una confianza, de un crecimiento en la fe, de una profundización en la vida del espíritu compartido con otros fieles? ¿No era el libro Cosas que soy y siempre seré (de Aida Acitores y Laura R. Lázaro) la más viva imagen de un trabajo vocacional de maestra, vivido sin mirar al reloj, y con una empatía grande por los alumnos necesitados de una atención especial? ¿No eran el cáliz y la patena una alegoría del sentido de  pertenencia a una iglesia universal que se esfuerza, no obstante las imperfecciones, por seguir a Jesús?


 Dos discursos con alma, corazón y vida

Con su juventud -a pocos meses de cumplir 18 años- y con su sencilla naturalidad, Rodri se puso delante del micrófono para ofrecernos un discurso emotivo, no exento de toques de humor irreverentes: “Eres la que se acuerda de todo, incluso de lo que yo intento olvidar, como “ayuda sin que te lo tenga que pedir”, “friega ya los platos”, “esa toalla no se dobla sola”.  Y también: “Gracias por todo. Te quiero. Y aunque a veces no haga lo que me pides… te escucho, más de lo que crees”.

Rodri se centró en el verbo “estar”. La madre es la que “está”. La madre es una presencia, y nunca una ausencia: “Estás en los momentos importantes, al salir de la habitación tras estar estudiando, en los paseos tranquilos, en las conversaciones después de comer, tras la puerta del baño para que salga ya de la ducha y apague la música... Siempre estás”. Y terminó diciendo: “Y gracias por ser tú. Gracias por transmitirme la fe y el amor por la familia, ese gran tesoro que tanto quiero”.

El segundo discurso, el más esperado, correspondió a la protagonista del día. Antes de entrar a la iglesia había asegurado que ya “venía llorada de casa y que no quería emocionarse” como una quinceañera, ni hacer pucheros. Pero el inesperado discurso de Rodri cambió el guión, rompió los diques de los ojos y entrecortó su voz, más de lo deseado. Antes de ceñirse al discurso preparado, dijo algo así; “veo vuestras caras, cada uno de vuestros rostros, y me convenzo de que soy la suma de lo que me habéis dado”.

 Y ya con el papel en la mano: Gracias a Dios, por mis padres que me cuidan y por el resto de mi familia. Gracias por los amigos… por los niños, por enseñarme y recordarme día a día lo que realmente es esencial. Gracias por la salud y el trabajo, por Puentes Ongd, por la parroquia San Antonio que me acoge y me impulsa a servir y por tantas y tantas asociaciones que luchan por la investigación, la conciencia social y la promoción de la persona. Gracias a Don Guanella por enseñarme a educar desde el corazón. Gracias a Pedro y Antonio por la cercanía y alegría.

 

Gracias por lo que soy,

por lo que tengo,

por lo vivido,

por la salud,

por las enseñanzas,

por los dones recibidos,

por lo que está por venir.

Gracias.

Y gracias a todos

por ser parte de este camino.

Y en un rato brindaremos por ello”.

 El canto final de la misa fue como un agradecimiento por parte de Lali a los 70 invitados congregados en la iglesia. “Gracias a ti, a ti, a ti / Gracias a ti, a ti, a ti”. Gracias a los niños sentados en el primer banco y a los adultos, a la familia y a las amistades, a los llegados de cerca y a los venidos de lejos, a los conocidos desde hace décadas y a los incorporados recientemente, a los compañeros de trabajo o de voluntariado, a los que se ve cada día y a aquellos que se ve cada mucho tiempo, a los que han prestado su hombro para llorar y aquellos a los que se ha servido de pañuelo de lágrimas. Desde el presbiterio, unos ojos miran y un dedo apunta a cada uno: un nombre, un rostro único, una mochila de alegrías y penas, visibles o invisibles. “Gracias a ti, a ti, a ti / Gracias a ti, a ti, a ti”.


 Alegría: una copa, un pincho y una olla solidaria

            No hay encuentro sin un café. No hay festejo sin un pincho. No hay celebración sin una copa. A veces, se dice, casi como un reproche, que todo se celebra comiendo y bebiendo. Y sin embargo es bueno que todo se celebre compartiendo comida y bebida, porque esto es también una eucaristía de fraternidad. La comida y la bebida alegran el corazón del  ser humano. Y son la máxima expresión de la hospitalidad, la acogida y la celebración. En el Bar Level para eventos, tuvo lugar la segunda parte de la celebración. Y de nuevo, todos pudimos comprobar que la comida no sólo era comida, sino comida amorosamente presentada, creativamente expuesta, primorosamente ofrecida. Nada más llegar al bar se formaron los primeros corrillos. Presentaciones de aquellos que no conocíamos. Saludos efusivos a los conocidos de toda la vida. Charletas con unos y con otros, copa o pincho en la mano. Abrazos y achuchones, palmadas en la espalda o un par de besos Conversaciones ligeras o reflexiones en voz alta. Puesta al día desde el último encuentro. Los más pequeños que corren por la sala o dan buena cuenta de las gominolas.

             Encima de la barra del bar, estaba depositada una olla de barro: La olla de la solidaridad. Desde el primer momento, Lali había pedido a todos sus invitados que no quería regalos por su 50 cumpleaños, y que colocaría una hucha solidaria para quien deseara dejar un donativo. Y como Lali tenía el ‘corazón partío’ entre varias causas solidarias, al final se decidió, salomónicamente, por estas tres: La Parroquia de San Antonio, donde desde hace años concretiza su compromiso cristiano, colaborando y animando la comunidad parroquial. La Asociación fibrosis quística, que lucha contra una enfermedad crónica que requiere muchos cuidados y rutinas diarias para evitar complicaciones. El rostro visible de esta enfermedad es Candela, una niña de su colegio. Y Puentes, la ongd guaneliana, de la que Lali es socia fundadora, y a la que ha dedicado tiempo y afanes, formando parte de la Junta Directiva, primero como vocal y, actualmente, como vicepresidenta.



 Un camino recorrido juntos en hermandad

A mitad de la velada y antes de que los más pequeños pasasen bandejas de dulces, Lali abrió su álbum personal de fotos, mostrando en un audiovisual diferentes  capítulos de su vida. En la pantalla se sucedían imágenes de la infancia y juventud, estudios, pertenencia al movimiento guaneliano, noviazgo y boda con César, vida doméstica con Rodri, voluntariado en San Antonio y en Puentes, trabajo y compañeros, viajes, celebraciones familiares y encuentros de amistad…

Entonces se escuchó fuerte la canción Hermandad del grupo Love os Lesbian.

             ¿Qué tal, sisters y hermanos?

Es tiempo de agradecer

Que en tiempos tan solitarios

En lealtades aún podamos creer

 Fue la canción más tarareada y coreografiada de la noche. La palabra ‘hermandad’ muy bien podría resumir el espíritu de la celebración de los 50 años y el espíritu de Lali: la vida se compone de los diferentes grupos o personas que nos forman y conforman: la familia de Lali y la familia de César, los amigos procedentes del ámbito guaneliano, los socios y amigos de Puentes, los compañeros de trabajo en los colegios de Villalón (Valladolid) y Padre Claret (Palencia), los alumnos y alumnas con sus familias, los fieles de la Parroquia de San Antonio, los amigos de encuentros y viajes compartidos con  Los de Antaño, las amistades hechas en el camino de la vida… 

Y casi todo está por hacer
Y un rayo cabrón de honestidad
Me lleva a la verdad
Que os queda a mi lado muchos años
Viva la hermandad

A esas horas, animados por una alegría sincera, por una copa alzada en brindis, por una confidencia echa al oído, por unos recuerdos desempolvados, por unos pies bailones,  ya se podía brindar de prisa y beber despacio por la hermandad.

            A las siete y media de la tarde, en la iglesia, se nos recordó que se trataba de la vida misma, de agradecerla y celebrarla. Pasada la media noche, era el momento de escenificarlo con los brazos alzados apuntando al cielo, las manos en el hombro del más cercano, las voces algo roncas y la música que giraba y giraba…

                         Que os queda a mi lado muchos años

Viva la hermandad
Después de grabarlo en nuestra piel
No nos cuesta de entender
Brindemos deprisa, bebamos despacio
Por nuestra hermandad
Por nuestra hermandad
Por nuestra hermandad





























viernes, 22 de agosto de 2025

Philippe Besson recuerda a Thomas Andrieu

     


 Marguerite Yourcenar decía que se llega virgen a todas las experiencias importantes de la vida. Y así es. La primera vez es la primera vez: el hierro candente que marca la piel. Philippe Besson escribe un libro autobiográfico para narrar la historia del primer hombre al que amó, Thomas Andrieu. Eran los dos estudiantes en el Instituto de Barbezieux en Charente (Franci)

    En ese tiempo, en un ambiente como el liceo, en una zona rural de Francia, ese enamoramiento y esas relaciones sexuales se deben vivir en secreto. No se pueden tener deslices, si uno no quiere convertirse en el hazmerreír de todos y en el blanco de crueldades. Es más, ambos en el aula o en la cancha de deporte deben ignorarse, no hablar, ni siquiera mirarse: deben parecer dos compañeros de instituto que se caen mal o que son invisibles el uno para el otro. Acaba el Instituto, Thomas abandona el pueblo, y abruptamente la relación acaba. No se volverán a ver.

    Veinte tres años después de aquella relación escondida, Philippe Besson es un escritor conocido en Francia, que vive abiertamente su homosexualidad, tiene pareja y frecuenta con mucha asiduidad el Palacio del Elíseo, donde reside el presidente la República Francesa. Se dice que ha redactado más de un discurso de carácter cultural para Enmanuel Macron.  Y un buen día, mientras está concediendo una entrevista en la cafetería de un hotel de París, ante él aparece un joven de facciones idénticas a las de su antiguo compañero: Thomas Andrieu. Lo aborda. No se ha equivocado. Es el hijo de su primer amor. Conversan durante horas, al principio de forma genérica; más tarde, llegando a lo profundo. 

    Philippe Besson, gracias a este encuentro, va reconstruyendo los diferentes capítulos de la vida de su amor de adolescencia: una vida trágica, marcada por la falta de valentía para leer el propio corazón y aceptarse como es, con sus virtudes, taras e inclinaciones. La novela, como va de suyo, está dedicada a la memoria de Thomas Andrieu. 


Portada del libro con el retrato de Thomas Andrieu


Philippe Besson





jueves, 21 de agosto de 2025

La buena letra, de Rafael Chirbes

         


    Una pequeña obra maestra cabe en apenas un centenar de páginas. La muerte se llevó muy temprano a su autor, Rafael Chirbes (1949-2015), del que aún esperábamos grandes cosas. Hay autores que ya habían dicho todo cuando Caronte les condujo en su barca por la laguna Estigia. Y hay autores que se llevaron a su tumba grandes libros aún no escritos. Chirbes fue uno de ellos.

    Sobre un fondo de guerra civil y de los llamados años del hambre, se inicia esta novela La buena letra. Con el sonido de los fusilamientos aún cercanos y la miseria en la mesa a todas las horas, Ana es la mujer que escribe o cuenta su vida y la de la familia a un hijo que ya considera perdido para su corazón.

    La frustración de la vida. La decepción que causan las personas a las que entregamos parte de nuestra existencia. Lo poco que fructifica el sacrificio y el esfuerzo sembrados. Las vidas galantes, románticas, heroicas que suceden en la pantalla del cine y que nos hacen soñar durante un par de horas. Los deseos inconfesados a los que no sabemos poner nombre y que ponen en tumulto el corazón durante unos segundos. La culpa por pecados aún no cometidos. La sensación de la inutilidad de la vida. La tristura que se va colando por todas las rendijas de nuestro ser. La irrupción de una mujer en una familia que pone patas arriba la convivencia pacífica. La muerte y el deseo de morir presentes desde el inicio al final de la novela. El dolor de tantas ausencias, de tantas vidas con las que nos encariñamos. 

  Ana está sola en la vieja casa llena de goteras, y todos los personajes borrosos que aparecían en la única fotografía de su boda ya no están. La muerte ha hecho su cosecha implacable. Y ella, convertida en filósofa de la vida, reflexiona sobre los hechos acontecidos y saca amargas conclusiones. Recuerda la pobreza de la posguerra, el trabajar como mulos de noria para comer un trozo de pan negro o un puñado de algarrobas. Recuerda los trenes llenos de mujeres que vendían una garrafa de aceite. Recuerda las sábanas bordadas de su noche de bodas con Tomás. Recuerda la cárcel miserable donde su cuñado Antonio penaba y al que había que llevar algo de comida que ella misma se quitaba de la boca. Recuerda la demencia del abuelo Pedro, convertido en un niño que sentía envidia de los juguetes de la propia nieta. Recuerda las horas ante la pantalla de cine acompañada de su hija. El café de achicoria. El retrato que de ella hizo su cuñado Antonio y que un día descubrió con culpa entre las páginas de un cuaderno. Recuerda a Isabel, la manipuladora y ambiciosa mujer de Antonio que envenenó tantas cosas en la familia. Recuerda el carácter iracundo y borrachín de su cuñada Gloria. Recuerda a su marido, Tomás, un ser silencioso y sacrificado que sentía un inmenso cariño por su hermano, Antonio, al que la "cárcel le había hecho polvo", y cómo la tristeza y el amargor se apoderaron de su alma hasta destruirla.

    Una mujer sola, al final de su vida, llora por ella y llora por todos. La novela empieza con una imagen potente que nos da la clave de toda la novela: 

    "El año pasado le regalé a tu mujer un juego de sábanas bordadas con los nombres de tu padre y mío. Le gustaban mucho y, cada vez que venía por casa, me insistía para que se las diese. Hace un mes me dijo de pasada que se las dejó en un baúl del trastero del chalet, que se le han enmohecido y echado a perder. Te parecerá una tontería, pero me pasé la tarde llorando. Miraba las fotos de tu padre y mías, y lloraba. Así toda la tarde, ante el cajón del aparador en el que guardo las fotografías".

    Y Ana cree que lo mismo pasa con las vidas de los hombres y mujeres: las abandonamos en el trastero, se enmohecen y se echan a perder.

    Dicen que Rafael Chirbes podó y desbrozó los borradores de La buena letra, hasta dejarla en su sustancia y en sus huesos descarnados. Y tal vez es así. Pero Chirbes nos ofrece las palabras justas, los gestos justos, para que el lector entienda las vidas inútilmente desgastadas de unos cuantos seres humanos en el Levante español. 

    Tres párrafos de La buena letra sirven para ilustrar esa sencillez luminosa de la escritura de Rafael Chirbes.

    Sobre Antonio, el cuñado de la narradora: 

    "... Antonio me gustó mucho, aunque, no sé, luego, con el tiempo, al recordar cómo han ocurrido las cosas, a veces pienso que algo anunciaba en él lo que iba acabar siendo. Y lo anunciaba, no en los defectos, sino en sus virtudes. Del mismo modo que un huevo lleva encerrado un pollo ya desde el principio, las actitudes de la gente llevan dentro lo que van a acabar siendo, e incluso en sus rasgos más generosos pueden adivinarse el embrión de sus defectos peores".

    Sobre la delicadeza de la abuela María a la hora de tratar a su esposo, con demencia:

    "Tu abuela sufría. Se acostumbró a dejarle algunos ratos los juguetes de la niña. Una mañana, me encerró con ella en la habitación y bajó el tono de voz para decirme que le había comprado un chupete y un biberón al abuelo, para que dejase en paz los de la niña. "No se lo digas a nadie", me pidió, "no quisiera que alguien pudiera hacer burla con esas cosas, ni que le perdiera el respeto al abuelo".

    Sobre el sentimiento al que Ana no sabe ni siquiera poner nombre: 

    "Una vez entró (Antonio) de improviso en su habitación mientras yo hacía la limpieza, y me sorprendió con el cuaderno de dibujo en las manos. Entonces sacó otro que guardaba escondido en el doble fondo del baúl y me enseñó diez, veinte retratos míos. Me eché a llorar, de angustia, o de miedo, justo en el momento en que tu padre, de vuelta de trabajo, abría la puerta de la calle. Fue sólo una reacción nerviosa, pero, a partir de ese momento, creo que los dos supimos que ya no podríamos quedarnos a solas en casa. Teníamos que evitarnos".

    ¿Es pesimista y derrotista La buena letra? Tal vez sí. Pero la vida tiene también sus largas noches oscuras. Y en esas noches oscuras no queda ni siquiera el consuelo de una luna llena.

    Tal vez cuando conozcamos la vida de Ana, que ella misma nos relata, podemos entender mejor ese pesimismo amargo de la protagonista.

    Le dice a su hijo:

    "La idea de ese sufrimiento inútil se me metió dentro en el momento en que tu mujer y tú cerrasteis la puerta de la calle y oí el motor del automóvil arrancar... Porque yo he resistido, me he cansado en la lucha, y he llegado a saber que tanto esfuerzo no ha servido para nada. Ahora, espero".

 

Rafael Chirbes


Reciente adaptación cinematográfica de la novela







     

    

Roberto López: la sensatez de un ganadero

 

En 2022, un ganadero gallego, Roberto López, en una entrevista en una cadena de televisión lamentaba la situación de abandono en que está el campo, criticaba las políticas medioambientales de despacho, y daba su punto de vista sobre las causas de tantos incendios. Creo que es una opinión sensata, aunque podamos estar  o no de acuerdo. Esto decía:

“¿Por qué hay incendios? ¿A que en las ciudades no hay? No, porque hay gente. ¿Por qué arden los pueblos? Porque no hay gente. Hay un abandono. Es muy bonito llegar aquí y decir, qué bonito está todo, hay muchos árboles… Reserva de la Biosfera. Parque Natural de no sé qué… Aquí no podéis hacer nada. Los que llevabais 2.000 años cuidando esto lo hicisteis fatal. Ahora nos vamos a encargar nosotros que somos mucho más listos. No podéis cortar un árbol, no podéis cortar una zarza. No podéis sembrar aquí. No podéis tal… ¿Qué hacemos? Todo abandonado. Ahora viene un rayo, un pirómano, que también los hay, prende fuego, y cuatro mil hectáreas quemadas. Vienen medios de extinción, helicópteros, hidroaviones, la UME, no sé qué, no sé qué más. Vamos a ver, ¿Tan mal lo estábamos haciendo? Lo conseguimos gestionar durante dos mil años. Ahora vienen estos iluminados a echarnos de los pueblos, porque no queda gente en los pueblos. A mí que me expliquen por qué antes, con gente en el campo, manteníamos el monte limpio y no le cobrábamos a nadie, no se nos pagaba por hacer ese trabajo. Y ahora pagamos a brigadas, le pagamos a todo este mundo, a toda esta gente, y sale de nuestros impuestos. Y se está quemando el monte y nadie puede imaginar el coste de apagar un incendio. Eso lo pagamos entre todos. Y antes que lo hacíamos gratis, nos echaron. Y esta gente que se cree tan inteligente dice que lo hace por nuestro bien. No te equivoques: lo hacen por su bien, por mantener un puesto de trabajo por el que ganan lo que no está escrito. Simplemente para hacer prohibiciones. Ahora aquí en este país todo está prohibido. Tú quieres hace cualquier cosa, tienes que pedir un permiso, y tardarán dos años en darte el permiso. No hombre no, yo me voy. Gano mil euros en cualquier cosa. No quiero ningún tipo de responsabilidad. Cuando salgo, apago mi teléfono. No, hombre, esto no funciona así. Lo que está pasando lo vemos cualquiera. Estáis hablando de la sequía, estáis hablando de los incendios.. Todo esto, todo esto antes no pasaba”.




Una tierra en llamas

Una imagen desoladora de esta nación nuestra, con cielos humeantes y campos ardiendo en medio de temperaturas achicharrantes. No es nada nuevo. Aunque la magnitud y la coincidencia de tantos fuegos, ciertamente nos ofrece una imagen apocalíptica. Fuegos aquí y allá. El sonido estridente de las sirenas de los bomberos. El paso veloz de la maquinaria de la UME. Los tractores y arados desperdigados por todos los caminos parcelarios. Rostros de desolación de los agentes forestales. Infatigables soldados del Ejército. Miles de voluntarios con sus azadas. Agricultores arando precipitadamente las tierras en un intento de que sirva de cortafuegos. Gentes desesperadas que pierden sus cultivos, sus ganados e incluso sus casas. Habitantes de pequeños pueblos desalojados de sus hogares…  

En este país nuestro, muy dado a los gritos y poco dado a los argumentos… sería útil hacer un ejercicio de reflexión y un intento de buscar  las razones de este desastre humano y medioambiental. Y también las maneras más razonables de gestionarlo.

Uno. Incapacidad general para trabajar juntos. Incapacidad para reconocer las ideas buenas o las acciones meritorias del otro, simplemente porque no es de los míos. Incapacidad para hacer autocrítica y soberbia para enrocarnos en nuestro punto de vista. Probablemente tenemos ya la mirada llena de cataratas que nos impide ver con claridad el punto de vista del otro o, al menos, las bondades de su obrar. Cómo sería de agradecer que en momentos de grandes males, todos a una, codo con codo, nos pusiésemos a trabajar por el bien común, por las víctimas y por los que en un momento han sido azotados por la tragedia. La mediocridad y la soberbia se han instalado en la casta política. Por un lado, un cainismo ibérico del peor género saca cuchillos y navajas para atacar al contrario. Por otro lado, un servilismo denigrante aplaude una y otra vez a la tribu de mi color, cometa los errores que cometa. Los políticos han conseguido sacar lo peor del alma hispana: convertirnos en insultadores profesionales del que tenemos enfrente. Y en palmeros mecánicos del color de mi grupo.

Dos. Exigir a los políticos lo que nos exigimos a nosotros. Un país de expertos y de sabelotodo, siempre con soluciones fáciles a mano. En las mismísimas fechas en las que media España lloraba por los fuegos, o tenía que huir apresuradamente de ellos, o perdía tierras y ganados, la otra media celebraba con gran jolgorio y alboroto, ruido y estruendo las fiestas patronales. Las charangas coincidían con las sirenas de los bomberos. Y los encierros coincidían con los animales acorralados del bosque. No lo olvidemos. Era una situación kafkiana. Si sólo un mes antes se hubiera consultado a los ciudadanos qué querían: festejos o medios para atajar los incendios, ¿qué pensáis que hubiera sido el resultado? ¿Ha habido algún ayuntamiento que ha recortado en festejos para dedicar esos dineros a prevención de catástrofes, incendios o tormentas?

Nos indignamos mucho ante las catástrofes, ponemos el grito en el cielo, pero quizás debemos preguntarnos en qué queremos que se gasten nuestros impuestos, cómo queremos repartir la riqueza nacional, que nunca es infinita. Estamos en un tiempo de populismos en auge. Una de las características del populismo es repartir gratuitamente bienes no necesarios para dar palmaditas a los ciudadanos, congratularse con ellos y, de paso, ganar un puñado de votos. ¿Qué son sino tanto bono joven, tantos bonos de transporte gratuito, tantas subvenciones, subsidios y ayudas por no hacer nada? ¿Es necesario ir del pueblo a la capital en bus gratis a tomarse un café o comprar una camiseta? ¿Es necesario ir a Madrid o a Barcelona a pasar la tarde o hacer compras por un precio irrisorio en el tren? ¿Es necesario organizar conciertos gratuitos de cantantes con cachés millonarios en cada Plaza Mayor de nuestras ciudades? Y así tantas cosas. Nos quejamos cuando las listas de espera para el médico son muy largas o cuando los libros escolares son muy caros. Y con razón. Pero, como sociedad, tenemos que hacer un serio discernimiento: distinguir cuáles son las cosas necesarias y cuáles son los caprichos. Qué es lo importante y qué es lo superfluo. En el fondo, los políticos ofrecen al pueblo -o al populacho- lo que quiere y desea: pan y circo.

Tercero. El pueblo salva al pueblo. Las gentes sencillas, en su generosidad y en su sentido de la compasión, son las que verdaderamente apagan estos incendios y toda clase de incendios. Las gentes son las que han llevado colchones y toallas hacia los polideportivos, para que los soldados y los bomberos, trabajando en condiciones infrahumanas, pudieran descansar unas horas. Las gentes son las que han ofrecido botellas de agua, alimentos, las duchas de sus casas, un abrazo y unas lágrimas de gratitud. Las gentes del campo, con sus tractores y sus arados, han llegado por carreteras y caminos parcelarios, para intentar abrir cortafuegos (esos mismos agricultores a los que hace no mucho tiempo, distintos sectores calificaron de delincuentes porque ocupaban las vías públicas en sus manifestaciones). Las gentes del ejército o de las fuerzas de seguridad, con su disciplina y su espíritu de sacrificio, han acudido a muchos lugares de España, con escasez de recursos y medios, a echar una mano allí donde era necesario. Los vecinos han luchado codo con codo para salvar lo salvable de estos pavorosos incendios.

Y debemos acabar con una pregunta: ¿Aprenderemos algo? Cada vez que se repite una catástrofe, las promesas de inversiones millonarias, las palabras grandilocuentes, son el pan nuestro de cada día. Pero el viento se lleva los discursos, y la memoria corta de los ciudadanos hace el resto. Sí se tiene la sensación de que la prevención de catástrofes funciona bastante mal, ya sea la limpieza de los bosques en el caso de los incendios, o la limpieza de los barrancos, en el caso de las tormentas. La coordinación entre Gobierno central y Comunidades es bastante caótico. ¿Se trata a todas las Comunidades por igual o hay regiones de primera y de segunda? Una vez más, nos damos cuenta de que, ante catástrofes de una cierta magnitud, la colaboración institucional debe funcionar desde el minuto cero, dejando el debate y la polémica para el momento en que los muertos estén enterrados, los fuegos apagados, los bosques regenerados y las indemnizaciones distribuidas.

Si no aprendemos nada de estos fuegos y de esta manera de actuar tan rastrera, seguiremos teniendo más fuego, más ceniza, más pérdidas humanas, animales o vegetales. Todo será inútil. En una catástrofe, las lenguas tienen que callar. Sólo pueden funcionar las cabezas y los corazones.   





















miércoles, 20 de agosto de 2025

Unas flores en Nogarejas

 

        En medio de un paisaje calcinado por el fuego, dos coronas de flores aún frescas. Alguien ha atravesado la nube de humo y ha caminado sobre un mantillo de cenizas para rendir homenaje a dos jóvenes a los que las llamas acorralaron impíamente cuando intentaban defender lo suyo, defender lo de todos: la tierra, el monte, el ganado y las vidas humanas.

        Tenían 35 y 37 años. Eran primos. Y respondían a los nombres de Abel y Jaime. Ha habido otros muertos. Ha habido otros heridos. Ha habido aún miles y miles de hectáreas arrasadas. En medio de una naturaleza en blanco y negro, las flores de colores son un contraste demasiado llamativo y demasiado delirante. Alguien seguirá llorando, detrás de los postigos, sus vidas perdidas. Esas dos coronas silenciosas en el silencioso y moribundo paisaje son un grito mudo, un alarido insonoro, un llanto sin lágrimas.

        Los pastos quemados volverán a brotar de nuevo. Castaños, encinas y pinos serán plantados y, con los años, el verdor volverá otra vez al monte y al llano. Pero ya nadie puede recoger el agua derramada de un cántaro roto. Así la vida de un hombre: ¡Abel y Jaime! Sus nombres y sus rostros habitarán aún en los seres que los amaron. Pero su vida derramada será vida derramada para siempre.

        Estas flores junto al tractor y el arado en la localidad de Nogarejas (León) son una imagen desoladora: la voluntad del ser humano de aferrarse a la memoria de unos ojos y de unos nombres que el fuego se llevó para siempre.

domingo, 10 de agosto de 2025

La magdalena de Proust y una amistad llamada “connerie”

 

El pasado mes de marzó visité en el Museo Thyssen de Madrid, la exposición sobre Proust y las artes. Una curiosa exposición, bastante insólita. Normalmente los museos exponen a los grandes pintores o a los grandes movimientos pictóricos. En esta ocasión, han tirado del escritor francés Proust, para hablarnos de los temas recurrentes de su obra y de su relación permanente con la pintura.

                Considerado una estrella mayor del firmamento literario del país vecino, Marcel Proust (1871-1922) retrató la alta burguesía y la aristocracia parisinas, con ironía, admiración, crítica, según los días y los personajes, y lo hizo en su novela “A la recherche du temps perdu”/ “En busca del tiempo perdido”, compuesta por siete libros.

                En el primero de ellos, Du coté de chez Swann /Por el camino de Swann es donde describe el célebre episodio de la magdalena. Al protagonista le sirven un té y una magdalena, y justo en el momento en que moja un trozo del dulce en la infusión, la memoria lo transporta a un momento de gozo y de placer: el instante en que en Combray, donde el autor pasaba las vacaciones, su tía Léonie le ofreció también un té y una magdalena. Palabras, frases y páginas para describir parsimoniosamente cómo un gesto trivial, como es el hecho de mojar un trozo de magdalena en una taza de té, nos puede llevar a otro acontecimiento de nuestra vida, nos puede evocar y hacer revivir algo que creíamos muerto y bien muerto. La memoria involuntaria nos juega a menudo estas pasadas, felices o dramáticas. Un olor, un sabor, unas notas musicales, un paisaje nos transportan a momentos olvidados o empolvados y nos hacer re-vivir,  re-gozar o re-sufrir situaciones, cosas y personas del pasado.

                Ya en la primera sala de la exposición del Thyssen sufrí el mismo efecto que Proust con la magdalena. Las pinturas expuestas me trasportaron a París, concretamente al curso de 1988-1989: Los libros de segunda mano comprados por unos pocos francos en Gibert Jeune, la vigilia pascual en la catedral de Notre Dame, las numerosas visitas al Museo del Louvre, las clases de conversación en el Lycée Voltaire, las aulas de la Sorbonne, la habitación número 21 de una pensión triste, los paseos por el barrio del Marais. Y ese final de curso en la Sorbonne en el que leí unos versos de Baudelaire y en el que me fue regalado Du coté de chez Swam, un libro ahora perdido en alguna balda de la estantería.

                Pero la exposición del Museo Thyssen me trasportó sobre todo a una amistad, fundamental en mi vida, con las cuatro jóvenes que conocí en los últimos días del mes de septiembre de 1988, en el curso preparatorio que nos fue impartido en la ciudad de Clermont-Ferrand, antes de nuestro salto sin red a la ciudad de París. Y esta amistad no ha sido un ‘amor de verano’, como suele decirse, sino una amistad sólida que aún se mantiene en pie, casi cuarenta años después, “como un árbol plantado al borde de la acequia que da frutos, flores, cobijo y sombra”, tal y como está escrito en el salmo 1 de la Biblia.

                Diré sus nombres: Vicen, Belén, Ana y Olga. En junio de 1989, cuando nos despedimos con una cena griega en el Barrio Latino, con mil abrazos, teléfonos y direcciones, tuve la intuición de que a esa amistad le quedaba aún mucho recorrido.

                Yo vivía en una pensión de mala muerte en el Boulevard Voltaire, y ellas cuatro en una residencia de monjas, el Foyer Jorbalan (en bromas, les decía que les vendría bien una ‘reparación’ conventual, después de su vida mundana). Todos teníamos muchas ganas de perfeccionar la lengua de Molière, escasísimos francos en nuestros bolsillos, curiosidad infinita por conocer París calle a calle y monumento a monumento. Y éramos disciplinados ‘asistentes de lengua española’ para bachilleres parisinos en distintos Liceos, y también disciplinados alumnos en el Curso de Civilización Francesa, de la Sorbonne.

                ¿Qué cosas nos unieron? Una sensación de desamparo al aterrizar en una ciudad tan hermosa como hostil. Una necesidad de compartir información para enterarnos de tantas gestiones, pasos, procesos, papeleos, ofertas y gangas. En fin, una necesidad de sobrevivir. Una forma de ver la vida, los estudios y los gastos bastante parecida. Una pasión grande por la cultura francesa, desde su lengua a su historia, desde los libros a los museos. Y unos caracteres dados a la simpatía y a la ayuda mutua.

                ¿Y cuántos recuerdos atesoramos durante ese año? ¡Cientos, miles! Aquel primer encuentro en el kilómetro cero de París, frente a la catedral, para conocer en qué instituto había caído cada uno y donde había encontrado un cobijo para pasar la noche. El déca (descafeinado) en el Centre Pompidou. Siempre pedíamos lo mismo porque era la modalidad de café más barata. Una tarde soleada en los jardines y fuentes del Palacio de Versalles para celebrar el Bicentenaire de la Revolución. Una tortilla española y un poco de chorizo, apretujados en la pensión angosta, y a la que ‘oficialmente no se podía subir a chicas”. Un viaje a Amsterdam, compartiendo habitación junto a los canales. Deslumbrados por el Museo Van Gogh, la casa de Ana Frank, la cafetería con olor a porro y el piquant del Barrio Rojo. Una tarde para compartir dulces y otras delicias españolas que cada uno había traído de las vacaciones navideñas. El sabor inconfundible del foie gras sobre un trozo de pan. Era de la marca Olide y era el más barato de toda Francia. El paseo al caer la tarde por el Bois de Boulogne, donde fulanas y chaperos esperaban paseando a que un coche se acercara y les invitase a subir. Una noche de ópera en el Palais Garnier para ver Los maestros cantores de Nuremberg, con un intermedio en el que nosotros mordisqueábamos galletitas baratas, mientras parte del público bebía champagne y canapés haute cuisine en el comedor de gala. Algunas compras en Tati, el considerado supermercado más barato de Francia, codo con codo con todos los magrebíes del mundo. Una excursión a Saint Michel en un autobús lleno de españoles emigrantes, en el que no paramos de comer, reír y cantar canciones cañí durante todo el recorrido. Y también teatro, conciertos, ballets, viajes a Brujas, Londres, Rouan, Estrasburgo, exposiciones, un café, un souvlaki, un milllefeuille, charletas en cualquier plaza, y paseos sabatinos por cada uno de los barrios de París.

         ¿Y que es la ‘connerie’? Cuando nos veíamos algunos sábados, solíamos intercambiar títulos de libros y vocabulario francés recién aprendido. También nos poníamos al día de palabras malsonantes o expresiones picantes, tan necesarias para que nadie se ría de ti. Yo había aprendido una nueva palabra “con / conne” (gilipollas) (creo que en la novela La vie devant soi, de Romain Gary), y se lo comenté al grupo, pero cuando me pidieron qué significaba, les dije que “majetón”. Al día siguiente una de las chicas descubrió el verdadero significado. Pero la palabra ya había hecho fortuna, y empezamos a llamarnos los unos a los otros “mon cher con / ma chère conne”. Durante las vacaciones de Semana de 1989, Ana había viajado a Sevilla para recibir un premio y a Olga le había venido a ver su novio. En París sólo nos quedamos Belén, Vicen y yo. Y decidimos hacer una excursión a Reims y a los castillos del Loira. Y a esa excursión o reunión de amigos ‘cons’, la bautizamos con el nombre de “La Connerie”. Y así ha permanecido hasta el día de hoy.

     ¿Y después de París, qué? Desde 1989 hasta este mismo año de 2025 hemos continuado encontrándonos y viéndonos en las “Conneries”. En muchas ocasiones, al completo, y en otras se ha tratado de “conneries” sectoriales. A veces se han incorporado amigos y parejas. A Jose y a Luis, ya los consideramos “cons consortes”.  Hemos celebrado “conneries” en Valladolid, Benavides de Órbigo, Zamora, Salamanca, Madrid, Mallorca, Sevilla, Castellón, Murcia y Quintanilla de Arriba. Puede que me olvide de alguna ciudad. Hemos conocido paisajes, monumentos, museos o pueblos pintorescos, hemos celebrado comidas y cenas con productos o dulces típicos de nuestras respectivas regiones, hemos depositado en las estanterías de nuestras casas regalos, detalles y recuerdos. Nos hemos reído a montones recordando anécdotas de nuestro periplo parisino, hemos filosofado y arreglado el mundo en conversaciones interminables de cafés, chupitos y ‘teresitas’ u otros dulces. Y hemos hablado con el corazón en la mano y compartido también tristezas y penas, propias o ajenas. Hemos colaborado con proyectos solidarios de algún rincón de África, a través de la Ongd Puentes. Y hemos posado para centenares de fotos, manteniendo la misma sonrisa de otras instantáneas en el castillo de Vincennes, en la escalinata de la Sorbonne, en un bistrot del Quartier Latin, en el Jardín de Luxemburgo, la Place de Vosges, el Museo Rodin y muchos otros lugares que habíamos visitado juntos en aquel curso prodigioso de París. Una sonrisa imperturbable, no obstante las arrugas y el paso del tiempo en nuestra piel, o tal vez en nuestro ánimo.

             ¿Y Siempre nos quedará París?  La película Casablanca (1942) es una obra maestra del cine en blanco y negro, firmada por Michael Curtiz. Y tiene una última escena memorable: es de noche y una espesa niebla cubre el aeródromo. Es entonces cuando Humphrey Bogart le dice a Ingrid Bergman: “Siempre nos quedará París”, porque ambos protagonistas habían conocido la felicidad en la ciudad de la luz, antes de que la separación los alcanzase. La frase se ha convertido en un símbolo de recuerdos compartidos y momentos hermosos. Las circunstancias cambian, los recuerdos permanecen. Los encuentros significativos de un tiempo y un lugar determinados, siguen siendo valiosos y conservan siempre algo de su dicha o su paz, su  belleza o su alegría. Y casi con toda seguridad, los cinco “cons de París” podríamos afirmar lo mismo con idéntica fuerza: Siempre nos quedará París. Y como le sucedió a Proust al comer su magdalena, también a Vicen, Belén, Ana, Olga y Juan, una novela de Flaubert o Balzac en francés, un cuadro impresionista de Monet o Degas, una noticia en el telediario sobre Notre Dame o el Sena, una canción de Edith Piaf o de George Brassens, e incluso un foie-gras barato, nos transportará a París.

Siempre nos quedará París. Y siempre nos quedará la amistad, que es otra clase de amor”, como decía un grafitti a orillas del Sena.





Diferentes obras en la exposicón 'Proust y las artes'


Hunphrey Bogart e Ingrid Bergman en 'Casablanca'










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