domingo, 28 de septiembre de 2025

Todos somos aporófobos



     El Secretario General de Naciones Unidas, Sr. Guterres, en una entrevista en L’Osservatore Romano, exponía algunos de los desafíos a los que se enfrenta la ONU: el cambio climático, el peligro nuclear, la violencia ejercida contra las mujeres, las desigualdades sociales. Decía, asimismo, que la crisis de la pandemia había venido a complicar aún mucho más las cosas: el próximo año 500 millones más de pobres en todo el mundo podrían engrosar las cifras ya alarmantes. Un incremento tan escandaloso no se había visto desde hace 30 años.

        Adela Cortina, de la Universidad de Valencia, escribió hace varios años un ensayo con un extraño título: Aporofobia. El término lo usó por primera vez la propia autora en 1995 y, poco a poco, se ha ido abriendo camino, hasta el punto de que el Ministerio del Interior utiliza el término para ciertos delitos de odio. En 2017, fue elegida como palabra del año. Aporofobia es una palabra compuesta de ‘aporós’, pobre, y ‘fobia’, temor. La aporofobia sería el odio, la repugnancia, hostilidad o miedo ante el pobre, el sin recursos, el desamparado.
        El ensayo parte de la idea de que es cierto que hay muchos xenófobos o racistas, pero aporófobos lo somos casi todos. No nos asustan ni sentimos desprecio por los millones de extranjeros que vienen a visitar nuestras playas y monumentos. No sentimos desprecio hacia los futbolistas o atletas olímpicos negros. No sentimos desprecio hacia los jeques musulmanes que atracan sus imponentes yates en Puerto Banús. Lo que sentimos es aversión hacia los extranjeros pobres, los que saltan la valla de Melilla o llegan en patera, los que venden bolsos falsos de Loewe en sus top-manta, o los que en el semáforo nos venden kleenex. Lo que sentimos es desprecio hacia los negros sin recursos. Lo que sentimos es indiferencia hacia los musulmanes migrantes de nuestros barrios más humildes. Resumiendo: Nos caen mal no porque son negros, musulmanes o extranjeros, sino porque son pobres.
        El libro de Adela Cortina intenta buscar las razones de esta lacra, de esta patología social que conviene nombrar y diagnosticar. Cree que, en el fondo, cuando damos algo, esperamos un retorno, una recompensa, una contrapartida. Do ut des, decían los romanos. Doy para que me des. Este retorno no puede producirse cuando la otra parte no tiene recursos materiales. Entonces, instintivamente, hay un rechazo, puesto que el otro nada puede proporcionarme. El sistema de favores, que es hábito común en la sociedad, se rompe ante las personas pobres.
        Parece que biológicamente nuestro cerebro está preparado para sentir una empatía hacia el fuerte, el sano, el influyente, es decir, el que puede venir en mi ayuda y proteger a los que son de mi tribu. En cambio, nuestro cerebro rechaza lo que nos molesta y perturba. Así que cuando advertimos que alguien nos puede traer problemas o complicarnos la vida porque necesita de nuestra ayuda, tratamos de apartarlo de nuestras vidas.
            Si somos sinceros, hemos de reconocer que todos somos un poco aporófobos. Todos tenemos nuestros prejuicios hacia los pobres. Pero una cosa es tener prejuicios mentales contra los migrantes y otra, muy distinta, dar una paliza al negro que duerme en el metro o insultar al pobre que vende pañuelos en un semáforo o despreciar al que pide una limosna en la puerta de un supermercado.
        A veces, muchos de los que sienten hostilidad hacia los pobres son los que los utilizan o explotan para sacar tajada. Muchos de los temporeros del campo son extranjeros, a los que se pagan salarios de miseria y a los que se aloja en una nave que, probablemente, no cumple siquiera las condiciones para meter ovejas. Muchas de las personas que cuidan a nuestros mayores también son extranjeras, y no falta quien se aprovecha de su situación de precariedad para racanearles el sueldo o no darles de alta en la seguridad social.
        Para entender este sentimiento de aporofobia que nos invade a todos, en uno u otro momento, vienen muy bien las palabras de Simone Weil, una de las pensadoras más lúcidas del pasado siglo: “La simpatía del débil por el fuerte es natural, pues el débil, proyectándose en el fuerte, adquiere una fuerza imaginaria. La simpatía del fuerte hacia el débil es contraria a la naturaleza”. Y también esto: “Aquel que trata como iguales a quienes la relación de fuerzas coloca por debajo de él, les hacer realmente el don de la condición de seres humanos”.


Adela Cortina, inventora de la palabra "aporófobo'




domingo, 21 de septiembre de 2025

Arthur Rimbaud: el salvaje en su fragilidad

    


        En 1891, al puerto de Marsella llega un hombre joven, aunque acabado. La infección de su pierna avanza inexorablemente. El cáncer de hueso le roe. En el hospital marsellés, los cirujanos deciden amputarle la pierna. Estamos hablando de Arthur Rimbaud. Niño prodigio de las letras francesas. Enfant terrible de la poesía, cuyos versos dejaron sin palabras a toda la intelectualidad francesa. Bebedor incansable de absenta en los cafés parisinos. Rubio provocador de ojos azules y mirada lánguida de los salones literarios. Joven que se puso el mundo por montera liándose con el afamado poeta casado, Paul Verlaine. Y con el que huyó a Bruselas, provocando un  escándalo monumental en la mojigata sociedad francesa de la época.

    Arthur Rimbaud que no ha vuelto a escribir un solo verso desde los 19 años, está enfermo, herido de muerte. Un hombre delira por la fiebre y los dolores atroces de la amputación y aquí empieza la novela Los días frágiles el escritor francés Philippe Besson.

        El hijo pródigo de la literatura francesa vuelve a casa, ni arrepentido ni humilde, sino altivo y provocador, fiel a su genio y a su talante. Y en su tierra natal, Las Árdenas, oscura de nieblas y aguas, no le espera ningún padre con los brazos abiertos que le prepare una fiesta de bienvenida, como sucede al hijo pródigo del Evangelio. Una fría y hermética madre le abre la casa familiar, pero no le abre el corazón. El hijo que ha sumido a la familia en una ignominiosa vergüenza, ¿se merece acaso otra cosa? En su orgullo, madre e hijo son iguales. Pero Rimbaud es ahora un guiñapo, un enfermo digno de compasión

        Y aquí empieza la otra protagonista de la novela: Isabelle Rimbaud, la hermana obediente, sumisa, religiosa.  La joven también escribe un diario, tal vez para matar el tiempo, para que la vida de la rigidez conventual a la que le obliga la madre, sea más llevadera, para intentar explicarse a sí misma quién es este desconocido que ha vuelto a casa, y del que nunca se ha hablado en casa, tan ignominiosa vida ha llevado por esos mundos de Dios, bestia negra de la familia.

           Isabelle le cambia los vendajes, llenos de sangre y pus, le peina sus sudados cabellos, le limpia su carne macilenta y apagada que un día hizo exaltar a Verlaine con pasión desconocida.

        Rimbaud le cuenta pedazos de su vida, como poeta, como soldado, como traficante de armas, como aventurero por tierras ignotas de África. Rimbaud le cuenta sus sueños irrefrenable de volver a África, lleno de salud, en busca de aventuras y de libertad.

        Pasan los días. Los silencios de la madre se hacen insoportables. La cama del poeta conoce el sufrimiento en cada centímetro cuadrado. La hermana consuela, protege, reconforta, ayuda, cuida. La hermana que no ha conocido jamás una caricia, acaricia con sus cuidados al hermano brillante, al hermano degenerado, simplemente al hermano. Ella ha sido educada para obedecer y servir. Y esas tareas le son naturales.

        Pero Arthur Rimbaud no soporta la lluvia gris de cada hora, el silencio feroz de la madre, una casa donde nada sucede y en la que nadie entra. Y suplica a su hermana que le lleve a Marsella, que le lleve al puerto, que le suba a un barco que le deje en una playa africana.

        Y ella obedece. Pero Marsella es la última estación de estos 'días frágiles de Rimbaud'. Así lo ha decretado el destino. Llega a la ciudad portuaria en un estado calamitoso. Ingresa en el hospital. Unos días después, entre los brazos amorosos de Isabelle, el poeta más célebre de Francia muere. Los dolores atroces han cesado. Rimbaud entra por la puerta grande en la historia maldita de la literatura. Era el 10 de noviembre de 1891. Tenía apenas 37 años.  






Dalai Lama: compasión y alegría

       

        El Dalai Lama envejece, al mismo tiempo que envejece la causa del Tíbet. Una noche de 1937 el monje tibetano Yamphel Yeshe Gyaltse tuvo un sueño: un monasterio, una carretera, una casa con tejado azul, un perro y un pórtico con un niño sentado bajo él. Algún tiempo después, unos monjes, disfrazados de mercaderes, fueron enviados para localizar este enclave. En el poblado de Taktser encontraron todas las señales. Y el niño reconoció a los monjes disfrazados y dijo sus nombres. A continuación, los monjes le sometieron a una serie de pruebas, entre ellas el reconocimiento de objetos pertenecientes al anterior Dalai Lama: rosarios, libros, tazas de té. El candidato debe elegir las que pertenecieron al anterior Lama, porque, según sus creencias, se trata de una reencarnación (tulku) y, por lo tanto, el niño debía conservar la memoria de su anterior vida.

        Tenzin Gyatso, a la edad de cuatro años, fue ordenado monje budista y entronizado como XIV Dalai Lama. A los 16 años, asumió todo el poder temporal sobre el Tíbet, una teocracia feudal con capital en Lhasa y con sede administrativa en el Palacio de Potala. Era el año 1950 y China ya estaba pensando y soñando en la anexión de este territorio.

        Las conversaciones, que buscaban algún tipo de entendimiento con Mao Tse Tung, fracasaron. En 1959 hubo una insurrección en Tíbet. Fue aplastada sin miramientos por los soldados chinos. Miles de tibetanos murieron y otros tantos miles emprendieron el camino del exilio. Entre ellos el Dalai Lama. Logró abandonar el Palacio de Potala disfrazado de mendigo. Después de una arriesgada travesía a pie por las montañas del Himalaya, llegó a Dharamsala, en el norte de la India. En la amarga ruta del destierro, le fueron siguiendo miles de sus súbditos. Las autoridades indias le permitieron establecer allí su ‘vaticano’. Y esto ocurrió ante la mirada indiferente del mundo entero, que no levantó un dedo para no molestar a los mandamases comunistas chinos. En este caso, los intelectuales occidentales agacharon la cabeza y comulgaron con ruedas de molino. El comunismo chino, por entonces, encandilaba a muchos intelectuales y medios de comunicación. Los monjes tibetanos no tenían amigos.
        La anexión china no solo supuso la muerte de miles de tibetanos sino también la destrucción de cientos de templos y de miles de obras de arte, manuscritos y libros únicos. Un enorme patrimonio cultural perdido para siempre.
        Curiosamente, el exilio del Dalai Lama supuso la internacionalización del budismo tibetano. Y su figura, marcada por la compasión, ganó la admiración de muchos, lo que le hizo valedor del Nobel de la Paz en 1989.
        El Dalai Lama acaba de cumplir 90 el pasado 6 de julio. Envejece, como envejece el sueño de un Tibet independiente. China sabe que tiene la sartén por el mango. Y sabe también que cuando muera Tenzin Gyatso será un duro golpe para el budismo tibetano. Será elegido otro dalai lama, pero ya nada será igual. El Dalai Dama ha mantenido viva la llama tibetana y ha sido el estandarte de un pueblo y de una cultura.
        El Dalai Lama ha preferido la vía pacífica a la lucha. Y la compasión ha sido su bandera, por encima incluso de las reivindicaciones tibetanas. Se ha convertido en un maestro universal, en un referente del pacifismo en todo el mundo. Pero este pacifismo del Dalai ha sido utilizado por China para imponer su fuerza de potencia universal sobre este pequeño rincón en las alturas del mundo y sobre sus 6 millones de habitantes. Que David venza al gigante Goliat es una anomalía. Lo normal es que los gigantes y los guerreros se impongan sobre los pequeños y los pacíficos.
        China ejerce con éxito sus presiones políticas y económicas sobre cualquier gobierno que apoye la causa del Tibet, aunque sea tímidamente. En la inauguración de los Juegos Olímpicos se vio claramente: todos los Jefes de Estado del mundo acudieron a la inauguración, aunque todos ellos sabían perfectamente que China es un país donde no ser respetan los derechos humanos, donde no existe la libertad política, ni la libertad de expresión, ni el resto de libertades. La pleitesía rendida por los mandatarios extranjeros indicó, a todas las luces, que el dinero siempre será obedecido. Tristemente, los buenos deseos de paz y de armonía son simples danzas poéticas, para románticos empedernidos y trasnochados soñadores.
        Nos lo recordaba hace un tiempo una canción de Mecano, Aidalai:
    "En nombre del progreso y de la revolución, / quemaron tradiciones y pisaron el honor. / El rey de las montañas tuvo que escapar / vestido de mendigo / y con el alma envuelta en el ombligo.
    A falta de petróleo no hubo amigos en el mar, / dejando las naciones tu barquito naufragar. / Novel en la guerra, / nobel de la paz…"

        El Dalai lama ha sido un elemento importante en la unión de las religiones para buscar la paz en un mundo convulsionado por la violencia. Así lo ha demostrado su participación en eventos ecuménicos, como los de Asís. No ha vuelto a poner nunca los pies en el Tibet, y a estas alturas pocas esperanzas le quedan. Ha intentado vivir el presente sin la amargura de un exiliado y sin la violencia de un insurrecto, invitando a sus files a vivir el presente, sin refugiarse en el ayer o en el mañana: “Sólo hay dos días en el año en que nada se puede hacer. Uno se llama Ayer y el otro se llama Mañana. Hoy es el día adecuado para amar, creer, y sobre todo vivir”
        La causa del Tíbet envejece y languidece. La existencia del Dalai Lama, sin embargo, permanece aún anclada en la compasión y en la alegría. Suya es una frase para no olvidar nunca: “Un buen corazón es la mejor religión”.














viernes, 19 de septiembre de 2025

Nigeria: la persecución silenciada de cristianos


En 2015, el grupo radical yihadista, Boko Haram, saltó a los titulares de prensa de medio mundo cuando secuestró a 276 niñas en una escuela de Nigeria. Desde entonces, este grupo terrorista y algunos otros traen en jaque a los cristianos de este inmenso país africano de más de 200 millones de habitantes.

Ya desde el periodo colonial, el Norte de Nigeria contaba con una población básicamente musulmana. Sin embargo, muy pronto el cristianismo prosperó en esas regiones. Durante muchas décadas hubo paz y convivencia entre musulmanes y cristianos, como recuerda el obispo Habila Daboh, originario de la región: “Nosotros crecimos junto con las diferentes grupos étnicos. La vida transcurría con normalidad. Compartíamos la comida de Navidad con los musulmanes y durante sus celebraciones ellos compartían su comida con nosotros. Comíamos juntos, jugábamos al fútbol, acudíamos a los mismos mercados y nos bañábamos en los mismos ríos. Entonces, llegaron los extremistas (en los primeros años del siglo XXI) afirmando que si no eres musulmán no deberías estar vivo, y allí es donde la vida se volvió terrible para los cristianos. Los extremistas creen que no deberíamos estar en esta región, y como ven que estamos creciendo, nos consideran una amenaza para la comunidad musulmana”.

            Aunque los cristianos representan el 45% de la población nigeriana (porcentaje muy similar al de musulmanes), sim embargo el poder político y social lo ostentan cada vez más los musulmanes, empezando por el presidente de la República Federal. La mayoría de los estados del Norte de Nigeria han introducido la Sharía, es decir la aplicación del islam más restrictivo a las leyes civiles, lo que se traduce en la discriminación sin ambages de los cristianos y una amenaza continua para sus tierras, sus bienes, la práctica de su fe y sus propias existencias. Con razón se dice que Nigeria es el país más peligroso del mundo para practicar el cristianismo.

            Los atentados terroristas contra cristianos difícilmente llegan a ser noticia en Occidente. Y sin embargo rara es la semana en que no se produce un atentado en una iglesia cristiana, o un secuestro en un colegio o en un seminario. En los últimos años ha habido un continuo goteo de muertos, heridos, mujeres violadas y niños secuestrados. La persecución contra los cristianos arroja cifras escalofriantes. Según la Ong Interiocity, que opera en la zona y que se ha convertido en portavoz de esta persecución silenciada, entre enero y agosto de 2025, alrededor de 7 500 cristianos han sido masacrados por motivos religiosos en Nigeria, lo que da una media de 32 cristianos asesinados cada día. Otros tantos han sido secuestrados en el mismo periodo. Mientras, en los últimos años, las iglesias que han sufrido algún tipo de ataque arrastra una media de cien al mes. Y se habla asimismo de que 2 000 escuelas cristianas han sido destruidas. Varias ongds hablan de seis millones de desplazados por los continuos ataques a la población, a sus casas y cultivos.

            Ante estas cifras y ante esta persecución que dura ya casi dos décadas, son muchos los que denuncian un plan sistemático para expulsar a los cristianos del Norte de Nigeria. Según el padre Chimaobi Clément Emefu, se trata de un “proyecto de islamización que dura desde hace tiempo, y que es sistemático. Dicho de otra forma, los cristianos nigerianos sufren un genocidio ante la indiferencia del mundo occidental”.

            El número de asesinatos y secuestros se ha cebado en los últimos años en los líderes cristianos de la región, sacerdotes, religiosos, laicos consagrados, catequistas, maestros y seminaristas. Como recordaba el obispo Matthew Kukah en el funeral del seminarista asesinado, Michael Nnamdi: “El Norte de Nigeria es un gran cementerio, un valle de huesos secos, la parte más desagradable y brutal de Nigeria”.

            Y sin embargo, por imposible que parezca, los cristianos del Norte de Nigeria no se rinden. Muchos seminaristas han sido masacrados, pero muchos más han decidido defender con sus vidas, si fuese necesario, la voz compasiva y misericordiosa de Jesús en el Norte de Nigeria.

            Como ya sucedió en 2023, cuando Azerbayán invadió las zonas habitadas por los cristianos armenios, la mayor parte de los poderes políticos y de los medios de comunicación occidentales eluden hablar de esta persecución sistemática de cristianos en Nigeria, y, mucho menos, calificarlo de genocidio. 

            El sacerdote Patrick Akpabio, nigeriano, en una reciente conferencia en España decía que En Nigeria se mezclan la sangre con el vino de alegría, las balas con el pan y el dolor con la esperanza. Los seguidores de Cristo pagan un alto precio por su fe, sufriendo torturas físicas y psicológicas, aislamiento, violación, esclavitud, robos, cosechas destrozadas, discriminación en mucho aspectos legales, tráfico de órganos… todo con el fin de desanimar a la gente a vivir en sus poblados y evitar que puedan servir a Dios”.

            Pero en medio de esta persecución sistemática, los nigerianos no abandonan su fe. Si renunciasen a ella, renunciarían también a su dignidad de seres humanos, a su alma y a su libertad: “Donde las iglesias han sido quemadas, la gente se reúne bajo los árboles de mango para celebrar la misa”.

            Europa, mientras tanto, calla. ¿Un silencio culpable? ¿Un difuso odio a Cristo?



















miércoles, 17 de septiembre de 2025

Los niños gazatíes en el altar de los sacrificios

     


        Una Comisión de la ONU, creada hace unos meses, con el encargo de redactar un informe sobre las acciones de Israel en la guerra de la Franja de Gaza ha sido contundente y acusa a Israel de cometer crímenes contra civiles a los que tenía la obligación de proteger y de imponer "condiciones inhumanas que causan la muerte de palestinos, incluyendo la privación de alimentos, agua y medicinas".

        El Informe detalla las acciones reprobables llevadas a cabo por Israel, tanto dentro de la Franja de Gaza como en las diferentes cárceles de Israel, y le acusa de no respetar el derecho internacional para los casos de guerra.

    Por lo tanto nada que añadir. Sólo cabe condenar una política de guerra que no busca la legítima defensa, sino la eliminación del adversario, por motivos raciales, étnicos, religiosos, etc.

    En estas campañas de solidaridad hacia los gazatíes que hemos visto en España con motivo de la Vuelta Ciclista y que han sido clamorosas, ruidosas y, en varios casos, violentas (el ministro las calificó de pacíficas, aunque tuvo que admitir que había 22 agentes heridos), es preciso matizar porque, de lo contrario, podemos caer en el eslogan fácil y en la pancarta simplona, en el megáfono que canturrea consignas. Y en la masa que sigue al abanderado, sin saber a quien sigue.

    Lo primero que hay que decir, en honor a la verdad, es que los dos millones de habitantes de la Franja de Gaza ya eran rehenes de los terroristas de Hamás, mucho antes de que el ejército israelí lanzara su ofensiva destructora, por cierto después de atentado llevado a cabo por palestinos de Hamás contra Israel y en el que murieron casi mil cuatrocientas personas y otras 252 fueron secuestradas.

    Sí, los dos millones de gazatíes que vivían en la Franja de Gaza ya eran prisioneros de los terroristas y lo eran desde que nacían. Y los niños, en la escuela, en la calle y en el campo de fútbol eran adoctrinados en el odio y la venganza. Y esos dos millones de palestinos malvivían en una situación de economía precaria. No vivían así los dirigentes de Hamás, ni mucho menos, que utilizaban muchos dineros procedentes de donaciones, no para aliviar la vida cotidiana de los palestinos, sino en beneficio personal y en la adquisición y contrabando de armas, porque Hamás tenía y tiene conexiones con los terroristas de medio mundo.

    El territorio de Palestina está dividido entra la Franja de Gaza (las regiones bíblicas de Judea y Samaria), controlada por Hamás, y Cisjordania, esta última región está políticamente en manos de Fatah, que a su vez controla a la Autoridad Nacional de Palestina, partidaria del diálogo con Israel y la que goza de un mayor reconocimiento internacional, por su enfoque moderado y su renuncia a las violencia. En 2007 ambas facciones políticas dirimieron sus diferencias a tiros y a sangre. Israel se benefició de estas disensiones internas. En este momento Fatah y Hamás son dos formas de ver y pensar Palestina prácticamente irreconciliables.

    Hamás es terrorismo duro y puro. Y ha creado en la Franja de Gaza un sistema de vida en el que se mezcla la precariedad económica con la ignorancia y el adoctrinamiento sin pausa en el odio. Y por supuesto, la venta al exterior de un "relato de víctimas de Israel" que funciona muy bien entre ciertos partidos europeos, especialmente en España, que aún arrastran una idea romántica del terrorismo.  Defender al pueblo gazatí ante los desmanes de Israel no es óbice para condenar las prácticas nada democráticas de Hamás en la Franja de Gaza, donde los derechos individuales son burlados con frecuencia, y las libertades, como la de opinión, prensa o asociación son inexistentes. Además, las mujeres son apenas unos "vientres de reproducción", y los niños y jóvenes son considerados como "materia prima para amasar futuros terroristas". 

    El atentado del 7 de octubre de 2023 contra Israel fue un golpe de efecto sin duda grande. Un atentado pensado y premeditado, aún a sabiendas de que la respuesta de Israel sería demoledora y desproporcionada. ¿Qué buscaba, entonces, Hamás? Buscaba niños muertos, civiles muertos, mujeres muertas, edificios arrasados, penurias y hambruna. ¿Y eso por qué? Para mostrar al mundo la "inocencia de los palestinos y el carácter asesino de los israelíes". ¿Lo ha conseguido? En parte sí, como lo demuestra la simpatía suscitada últimamente por la causa palestina. ¿Pero se puede entender como una victoria política el sacrificio de miles de personas?

    Y podríamos hacernos más preguntas ¿Quién en su sano juicio comete un atentado que sabe que va provocar una terrible venganza por parte del Gobierno de Israel? ¿Qué padre arriesga la vida de sus hijos y de su mujer y de su madre en una guerra que de antemano sabe perdida? ¿Por qué los niños gazatíes no han sido protegidos en los casi quinientos kilómetros de túneles excavados en la Franja para uso y servicio de los terroristas de Hamás? Si de verdad a los terroristas de Hamás les importaban sus hijos, les importaban sus mujeres o les importaban sus ciudadanos, ¿les hubieran expuesto a una muerte segura al enfrentarse a un gigante militar como es Israel? ¿Por qué, para salvar a sus niños de Gaza, no entregan a Israel a los secuestrados que Hamás tiene todavía en su poder?

    Palestina no es Hamás, por supuesto, pero habrá que reconocer que el propio pueblo de Palestina tiene un enemigo muy serio en los terroristas de Hamás. Palestina no es Hamás, claro está. Y eso nos obliga a condenar lo condenable, a sentir compasión por los gazatíes que han perdido la vida, la casa, la tierra y la paz. Tampoco el pueblo de Israel es Netanyahu. Aunque muchos, en esta ola que huele a antisemitismo, quieran eliminar la presencia de israelitas en los festivales de música, las competiciones deportivas, los escenarios y los foros internacionales. Si de alguno dependiese, arrojaría de nuevo a los israelíes al campo de concentración. A veces creo que esta simpatía y admiración de algunos partidos europeos (y sobre todo, españoles) por todo lo musulmán no es ni mucho menos verdadera, sino un disfraz para disimular su odio al cristianismo y, de paso, al judaísmo.

            Los niños gazatíes no sólo son las víctimas inocentes de las fuerzas militares de Israel, son también las víctimas del terrorismo de Hamás. Unos terroristas a los que importa un bledo sacrificar una generación entera de niños y de jóvenes. Unos terroristas que han hecho del terror y de la violencia su oficio y su beneficio, su trabajo y su siniestra vocación. Un terrorismo, el de Hamás, que ha recibido a lo largo de los últimos años cuantiosas donaciones por parte de muchas organizaciones europeas. Todo hay que decirlo.

        Los niños gazatíes se han llevado y se llevarán la peor parte de esta guerra. Sin compasión, han sido tratados por las fuerzas de Israel y su afán aniquilador. Y sin compasión han sido tratados por los propios palestinos, envenenados por los delirios terroristas de Hamás. 

        El genocidio contra los niños gazatíes no sólo lo está cometiendo el Gobierno de Israel, sino también los propios dirigentes de Hamás, dispuestos a sacrificarlos, como corderos degollados, en el altar de su ideología.

        La ONU ha condenado claramente el genocidio llevado a cabo por el ejército de Israel sobre la Franja de Gaza, reducida ahora a pura ruina y pura miseria. Pero no nos olvidemos que la Franja de Gaza no era, ni mucho menos, un paraíso gobernado por los angelitos de Hamás. 

  









     


    


En recuerdo de Pedro Casaldáliga

 

        A un lugar del inmenso estado brasileño de Mato Grosso, en Brasil, llegó en 1968 Pedro Casaldáliga. Muy pronto fue nombrado obispo de la nueva diócesis de San Félix de Araguaia. Vestido con unas sandalias de campesino, con una rama de árbol por báculo, con un sombrero de paja por mitra y con el alma apasionada de un seguidor del Evangelio, muy pronto el nombre de Pedro atravesó fronteras y se convirtió en la imagen de la lucha por los indígenas, impotentes para hacer valer sus ancestrales pequeñas parcelas ante los terratenientes de la Amazonía que querían todo y más.

        Cuando llegó a esa inmensa región, allí no había ni Estado, ni escuelas, ni ambulatorios. Tuvo que enterrar, sin féretro y a veces sin nombre, a campesinos que aparecían muertos por los bosques.
            Había nacido en el municipio catalán de Balsareny en 1928. A los 9 años ingresó en el seminario claretiano de Vic. Recordaría, en una ocasión, que en la casa familiar “muchas veces tuve que silenciar —ante los milicianos, ebrios de vino y de preguntas— el paradero de las monjas de la primera escuela o el escondite de los desertores, o el paso de cualquier cura o fraile con el nombre cambiado o indumentaria sospechosa”.
            Creía, como Gabriel Celaya, que la poesía es un arma cargada de futuro. Y pronto, sus poemas y sus escritos se clavaron en las carnes y en los huesos de hombres y mujeres que vivían o trabajaban en las fronteras del cristianismo
            Con sus escritos, pasados a máquina en una vieja Lexicon 80, anunció y denunció. Anunció la buena nueva para los pobres. Y denunció la opresión que esos mismos pobres sufrían. Denunció, por ejemplo, que en Brasil existía el trabajo de esclavos, que cualquier conato de insubordinación era castigado con la muerte, y que los caciques terratenientes exigían a sus sicarios las orejas de los campesinos como prueba de que los habían hecho desaparecer.
            Sobrevivió a emboscadas y tiroteos. Se convirtió en el hombre más peligroso de Araguaia. Peligroso, claro, para los que se creían dueños y señores de vidas y haciendas. Para los indefensos y desprotegidos, Pedro (como le gustaba que le llamasen: ni obispo, ni monseñor, ni padre) fue fortaleza y castillo donde podían encontrar refugio. Él fue escudo y baluarte para los pobres, como reza el salmo.
            En los años 80 estuvo en el punto de mira del Vaticano, muy estricto con cualquier lectura marxixta del evangelio. Por aquellas tierras, hablaban de teología de la liberación. Pedro, el obispo rojo, fue llamado a capítulo para que se explicase. Y sin embargo, unos años antes, en 1972, un Papa lo había defendido con una frase lapidaria: “Quien toque a Pedro, toca a Pablo”. Un aviso a terratenientes y sicarios a sueldo: quien se atreviese a tocar un pelo de Pedro de Araguaia, tendría que vérselas con Pablo VI de Roma.
            Su ‘palacio episcopal’ era una casa, idéntica al resto de casas de la aldea. Y la capilla estaba abierta a los árboles, a las flores, al trajín de la vida y a los afanes de los hombres, también a los perros sin dueño y a los altivos gallos. Pero esa misma capilla estaba sostenida por la memoria martirial de América. Dos reliquias especiales: un poco de sangre de monseñor Romero y un pedacito de cráneo de Ellacuría, ambos asesinados.
            A los 75 años dejó de ser obispo pero se quedó como sacerdote de a pie, dando testimonio de entrega hasta el final: “Nunca se abandona”. Muchos jóvenes y muchos profesionales fueron llegando a Araguaia para ofrecerse como trabajadores en ese pequeño reino cristiano.
            Luego, llegaría la vejez, la merma de facultades y el párkinson. Devotos y fieles de muchas partes de Brasil acudían a él para implorar su bendición o darle las gracias por sus palabras y sus obras.
            A pesar de la incomprensión de la propia Iglesia, o al menos de parte de ella, él permaneció 'fiel en la rebeldía y rebelde en la fidelidad" a la Iglesia. De palabra y de obra. Su amor a la Iglesia nunca fue cuestionado.
            Pedro Casaldáliga murió el 8 de agosto de 2020. Su cuerpo fue velado por los pobres. Fue enterrado descalzo y con el evangelio sobre sus pies. Fue un incansable obispo-poeta, y un luchador en primera línea por la dignidad y los derechos de los indígenas y de los más pobres.
                Cuando se recuerda a Pedro, uno se acuerda siempre de este breve poema-oración:
                       "Al final del camino mi dirán:
                        -¿Has vivido? ¿Has amado?
                        Y yo, sin decir nada,
                        Abriré el corazón lleno de nombres".
                Este poema resume una vida, una forma de concebir el evangelio y la manera en que cualquier creyente se presentará ante Dios. Al final del camino, nos preguntarán si hemos vivido, si hemos amado, y el cristiano tendrá que abrir su corazón y mostrar los ‘nombres’. Los nombres nos juzgarán, nos condenarán o nos salvarán.
                Una mañana de domingo, en Nnebukwu, mi amigo misionero, Andrés García, presidía una misa llena de color africano, de cantos y de bailes. Era la forma nigeriana de expresar la alegría y la esperanza de ser creyentes. Cuando llegó la homilía, fue al fondo de la iglesia y tomó de la mano a una viejecita, la hizo subir hasta el altar y, ante todos los fieles, le dijo lo siguiente: “Mírame a los ojos, apréndete bien mi rostro y mi nombre, porque cuando llegue el final de mi vida, tú hablarás a Dios de mí”. Me impresionó. Y desde entonces así concibo la manera en que nos habremos de presentar ante Dios.
                Y así será sin duda. Al final del camino, los ‘nombres’ que hemos amado, servido, protegido, cuidado y alentado… aquellos seres humanos a los que dimos un trozo de pan o un minuto de alegría darán testimonio en nuestro favor. Pero incluso el arbolillo que regamos en el estío y el perrillo al que pusimos un cuenco de agua ‘hablarán’ también de nosotros. Nada se pierde del amor dado. Y todo cuenta. El corazón está hecho de nombres.
















viernes, 12 de septiembre de 2025

Simone Weil: en el umbral de la Iglesia


        Estuvo desde muy joven al lado de los crucificados. Pero solo más tarde supo que su amor por los aplastados de este mundo le venía directamente del Gran Crucificado. Simone Weil (París, 1909-Ashford, 1943) es una de las figuras femeninas más interesantes del siglo XX. Y también una de las más grandes místicas cristianas. Y sin embargo, durante toda su vida rehusó recibir el bautismo, como solidaridad con todos aquellos que no tenían cabida en la Iglesia. Fue una cristiana de verdad y de corazón. Una cristiana sin iglesia.

        Simone Weil procedía de una familia judía que “no respetaba el sabath”. Profesora de filosofía en un liceo. Afiliada al partido comunista francés. Miembro de las brigadas internacionales que participaron en la Guerra Civil Española. Trabajadora, por decisión propia, en la embrutecedora cadena de montaje de Renault en París. Participante en la resistencia francesa durante la ocupación nazi. Escritora lúcida, pensadora profunda. …                 Tuvo el valor de descender al mundo de la esclavitud y de la pobreza, donde la fuerza aplasta la debilidad, sin contemplaciones y sin miramientos. Para el gran escritor y premio Nobel, Albert Camus, Simone Weil fue “el único gran espíritu de nuestro tiempo”.

    Descubrió a Cristo en tres momentos. Y desde entonces, supo y escribió que el cristianismo es una religión de esclavos y que los aplastados no podían dejar de identificarse con el Gran Crucificado.

        Momento 1. Simone había dejado la fábrica y sentía sobre sí la marca de la esclavitud (idéntica al hierro con que son marcadas las reses y los esclavos). Se dirigió a la aldea portuguesa de Póvoa de Varzim. “Entré en esta pequeña aldea portuguesa en un estado físico miserable. De noche, sola, bajo la luna, en el día de la fiesta patronal. Las mujeres de los pescadores giraban en torno a los barcos en procesión, llevando cirios y entonando cánticos muy antiguos y de una tristeza punzante… De pronto, tuve la certeza de que el cristianismo es, por excelencia, la religión de los esclavos, que los esclavos no pueden no adherirse a ella, y yo entre ellos”.

        Momento 2. En 1937 viaja por Italia. Le encanta la belleza del país. Pero “cuando vi Asís, todo el resto de Italia se me borró”: “Estando sola en la capilla románica del siglo XII de Santa María de los Ángeles, incomparable maravilla donde San Francisco rezó muchas veces, algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a ponerme de rodillas”.

    Momento 3. Abadía benedictina de Solesmes-Francia. Simone sufre migrañas insoportables que, en ese espacio, se unen a la belleza del canto gregoriano. Es Semana Santa y la pasión de Cristo se rememora una vez más: “Es evidente que en el curso de estos oficios, el pensamiento de la pasión de Cristo entró en mi de una vez para siempre”. En esta Semana Santa lee el poema Love, de George Herbert. La poesía habla del banquete que prepara Amor y al que invita al pecador a compartir su mesa. Este se niega alegando indignidad. El Amor le responde que él ha asumido sus faltas y sus culpas para poder servirle ese banquete. El invitado se sienta; el Amor le sirve y él come: “Con frecuencia, recitaba con atención este poema y me adhería con toda mi alma a la ternura que encierra. Creía recitarlo solo como un bello poema, pero tenía la virtud de una plegaria. En uno de los recitados, Cristo en persona bajó y me tomó”.

        Murió sola en el sanatorio de Ashford (Inglaterra) donde había ingresado consumida y débil, en parte por su negativa a comer más de lo que establecían las cartillas de racionamiento para los obreros en tiempo de guerra. Era el 24 de agosto de 1943. Siete personas asistieron a su entierro. El sacerdote que tenía que rezar el responso perdió el tren y no llegó a tiempo. Su amigo Schumann, de rodillas, rezó la oración de los muertos. Unos días antes de morir, pidió a su amiga y enfermera que la bautizase. Esta tomó agua del grifo y la derramó sobre la cabeza de Simone Weil.










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