Dicen que la narrativa
del escritor estadounidense William Faulkner (1897-1962) ha tenido una gran
influencia en otros escritores. Dicen también que es un novelista difícil. Tal
vez por esto último, siempre me ha dado pereza enfrentarme a un libro suyo. Finalmente, un artículo de Rafael Narbona sobre Faulkner, me decidió a leer algo.
He comenzado con su novela Mientras
agonizo, sin duda una de los libros más reconocidos de Faulkner, junto
con El ruido y la furia. He de admitir que me costó introducirme en los monólogos de los diversos
personajes, y en las primeras páginas tuve que volver atrás por si me había
perdido algo. Es un libro para leer detenidamente y con atención, porque el
autor va dejando por aquí y por allá, indicios y detalles, pinceladas y pistas,
que sólo más adelante comprendes. Pero reconozco que la fama de esta novela es
merecida. A medida que iba conociendo los diferentes personajes, iban encajando
las piezas de este hermoso puzzle, que es Mientras
agonizo. Una preciosa novela, a mi entender.
William Faulkner
escribió Mientras agonizo en 1930. El título (As I lay lying), según he leído,
está sacado de un verso de Macbeth de William Shakespeare. La novela está
situada en el condado ficticio de Yoknapatawpha, inspirado en la
propia tierra natal del escritor. Una tierra dura que crea seres humanos duros,
tercos, implacables, adustos, taciturnos. Una tierra tan dura que enloquece.
Faulkner recibió el Premio Nobel en 1949.
El argumento se puede resumir en unas
líneas: Addie Brunden, exmaestra de escuela, casada con Anse, madre de cinco
hijos, Cash, Darl, Jewel, Dewey Dell y Vardaman, agoniza lentamente, y hace
prometer a su marido y a sus hijos que la llevarán a enterrar con su familia a la ciudad de
Jefferson, a 60 km del lugar donde viven y trabajan. Cuando la madre muere, todos se ponen en camino en una vieja
carreta, precisamente en unos días con una climatología de perros que les
obliga a alargar el trayecto porque algunos puentes son intransitables.
La novela transcurre en apenas unos diez
días, si bien la escritura tiene sus retrocesos y sus avances. Se trata de una
novela coral, dividida en 59 monólogos interiores, y contada por 15 narradores
diferentes (el padre, la madre difunta, los cinco hijos, pero también el
médico, el pastor de la iglesia, los vecinos y algunos más), lo que nos permite
ver la historia desde muy diversos puntos de vista. Poco a poco, como en un rompecabezas, todo va
va encontrando su sitio. Los narradores cuentan lo que recuerdan, temen, esperan, aman u
odian. Cada narrador nos ofrece su voz y su sensibilidad, para que el lector,
con todos los materiales, pueda comprender la vida de estos personajes
atrapados en una tierra y en un viaje en las que la pobreza es visible y la
miseria moral también. A la madre sólo le corresponde un monólogo interior,
justo a la mitad del libro, pero es un monólogo crucial, como la piedra angular
de todo el edificio de la historia contada.
El
padre y los hijos con el féretro en la carreta recorren juntos un mismo
trayecto, pero no los guía únicamente la promesa hecha a la madre de
enterrarla, sino que cada uno de ellos quiere alcanzar la ciudad de Jefferson
por sus propios motivos, más o menos mezquinos, que vamos descubriendo poco a poco. El viaje ocupa
casi toda la novela. Un viaje febril, terco, delirante, inhumano. El lector
siente el olor del cuerpo en descomposición dentro del féretro, la impetuosidad
de las aguas al atravesar el puente, el fuego iracundo en el granero, la rabia
y el dolor en la visita de Dewel Dey a la rebotica, el sufrimiento de Cash, por
su pierna rota, el porvenir oscuro de los hijos de Addie Brunden, lo inhóspito
de la tierra y lo inhóspito de la pobreza.
Es
una novela inolvidable, porque inolvidable es Addie Brunden, que arrastra, como
una pesada culpa, un secreto inconfesable. Inolvidable es Anse, el viudo, en su
mezquindad, en su falta de sentimientos, y en su patético egoísmo. Inolvidable
es Cash, el hijo mayor, carpintero, resignado, conformista, que se afana noche y día para
ensamblar las tablas del ataúd de su madre. Y Darl, intuitivo, clarividente,
con esa clarividencia de los locos, de los que ven más allá, de los que intuyen
secretos que nadie ve. Cruza y descruza la locura y será castigado sin piedad
por el padre. Y también Jewel, el preferido de la madre, irascible, el
enamorado de su caballo, enérgico, y que actuará como un héroe cuando llegue el
momento. Y también Dewey Dell, la única chica, inocente, confusa y perdida, cuidadora
de la madre, que desea a toda costa llegar la ciudad, esperando encontrar por
10 dólares el remedio para toda su angustia. Y Vardaman, el pequeño, chiflado, no demasiado en sus cabales, que mira la vida como un sueño y que no
entiende las relaciones de parentesco.
La
novela es una alegoría de la vida. Nada es lo que parece. Los secretos, los
sueños, los deseos, los miedos son mucho más fuertes y pesan más que la dureza
cotidiana del campo y sus muchas pobrezas. Addie Brunden recueda que "la finalidad de la vida no es otra sino
la de aprestarse a estar mucho tiempo muerto." Addie agoniza, pero
también agonizan los demás miembros de su familia, o al menos sus almas
agonizan y sus corazones tan bien. Y sus sentimientos. También ellos se sienten
un poco muertos para el placer, la piedad, la alegría o la sensatez.
La
climatología adversa no es más que una metáfora de la existencia adversa de esa
familia perdida en medio de campos de algodones. Todos estamos solos y solos
nos morimos, porque “para nacer
necesitamos dos personas, pero para morir tan solo una”
Voy
a terminar esta reseña citando unas palabras de Cash, probablemente el hijo más
abnegado y devoto de su madre, acerca del sentido de la locura y la lucidez:
“A veces pienso que ninguno de nosotros está
loco del todo y que ninguno está cuerdo del todo hasta que la gente se decide a
situarnos en uno o en el otro lado. Es como si no contara lo que uno hace sino
lo que la mayoría opina de lo que hace”
¿Es
pesimista la obra de Faulkner? Se podría contestar afirmativamente. Pero,
probablemente el escritor norteamericano no hizo más que plasmar unas cuantas
vidas muy cerca de donde el vivió. Vidas atrapadas en féretros de cuatro tablas
y en un recorrido o viaje donde la desdicha se hace presente, como una segunda
piel, que nos hace agonizar durante toda la existencia.

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