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miércoles, 3 de mayo de 2023

El fraile que peinaba el ciprés



Conocía a Dom Clemente Serna (Dom, título honorífico que se otorga a cartujos y benedictinos) por las muchas fotos publicadas en diversos periódicos, cuando, contra todo pronóstico, la música gregoriana de la Abadía de Santo Domingo de Silos empezó a sonar en todo el mundo, también en las discotecas de moda.  

La primera vez que lo vi en persona apenas lo reconocí. Era mi primera visita al monasterio, como huésped, para pasar unos días de retiro. Al cruzar el claustro vi a un monje literalmente trepando por el tronco del ciprés para peinar sus ramas, limpiar de hojarasca seca y nidos abandonados el árbol más famoso de España, desde que un poeta, Gerardo Diego, le hiciera uno de los sonetos más perfectos de la lengua castellana. Ahí estaba el Abad de Silos, embutido en un mono de trabajo, la cabeza llena de polvo y hojas, algún arañazo en la frente y en las manos, mimando y cuidando y limpiando este mítico árbol. Una tarea ciertamente humilde, más propia de un hortelano asalariado que de todo un Abad de Silos. Cuando el pasado 27 de abril, un mensaje de mi amigo J.A. de Barcelona, me comunicaba el fallecimiento de Clemente Serna, al que ambos admirábamos, esta fue la primera imagen que me vino a la cabeza.

            Tenía apenas 13 años cuando el niño Clemente entró en el Monasterio de Silos, desde su cercano pueblo burgalés de Montorio. Muy pronto destacó por su inteligencia y por su piedad. Realizó estudios de Filosofía, Teología, Patrística, Arqueología Cristiana, Paleografía y Archivística en España, Roma y Francia. Hablaba correctamente francés, alemán, inglés e italiano. Y algo verdaderamente sorprendente:  desde joven se había esforzado por dominar el latín y pensar en esta lengua oficial de la Iglesia, porque pensar en latín le exigía un plus de concentración, y el pensamiento, por fuerza, era más lento, lo que le ayudaba a ser aún más prudente y sabio en la toma de decisiones. En 1989, con apenas 42 años fue elegido Abad de Santo Domingo de Silos. Permaneció en el cargo hasta 2012. Fue en este año cuando presentó su dimisión, porque la desmemoria empezó a disolver sus recuerdos y el Alzheimer le hizo olvidar todo lo que había aprendido. ¡Así de injusta es la vida! Los últimos años de su larga enfermedad los pasó en el priorato benedictino de Madrid donde, finalmente, ha vuelto a la casa del Padre.

            Fue, sin duda, el abad más célebre y conocido de España, acaso también de Europa. Supo dar un impulso formidable a la Abadía, y no solamente, como han recordado todos los periódicos, por poner Silos en el mapa de la cultura musical debido al canto gregoriano (no hay que olvidar que el disco llegó a ser número 1 de ventas en 32 países, allá por 1994), sino por abrir Silos al mundo, por convertir al monasterio burgalés en una imagen luminosa del diálogo con los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

            El monasterio dejó de ser el lugar donde unas docenas de hombres venían a recogerse en silencio y oración, como huidos del mundo, para convertirse en un lugar donde las gentes del mundo podían ir a saciar su sed de absoluto. La hospedería, la iglesia, el claustro (beldad secular entre los más hermosos del mundo), las exposiciones de artistas contemporáneos en diálogo con las obras de arte del monasterio, la Fundación Silos sobre la historia del monacato… todos ellos fueron puntales y pilares de ese diálogo con el mundo, sin dogmas y sin aspavientos. Silos, de la mano de Clemente Serna, se ofreció al mundo como regalo gratuito, como don generoso.

            Clemente Serna no sólo era un hombre dotado de una inteligencia poco común, también era un hombre dotado de una bondad poco común. En más de una ocasión, compartiendo la mesa con otros huéspedes, saltaba a la vista la admiración de tantos por ese halo de bondad que nimbaba ya en vida al abad silense. Recuerdo perfectamente su homilía en los oficios de un viernes santo. Reflexión pausada, llena de sabiduría y psicología humana, llena de Dios. Fue dibujando, uno a uno, todos los personajes que aparecen en la Pasión. Nos los mostró con pedagogía de docente y puso a los centenares de fieles que abarrotábamos la iglesia abacial frente a un espejo, de cuya vista no era posible huir. Todos teníamos algo de Judas, Pilato, Simón de Cirene, Herodes, Juan, María, Pedro, Anás y Caifás… ¡Inolvidable!

            Unos años después, cuando ya su memoria se empezó a disolver, como terrón de azúcar en el café, lo vi, como un dócil perrillo, obedecer las indicaciones del fraile que tenía a su lado, para seguir, mal que bien, las páginas del breviario. También en ese mismo periodo, una tarde que me lo encontré en el claustro, le pregunté cómo se encontraba. Y con una dulzura increíble y una serenidad desconcertante me contestó: “Muy bien. Dios me quiere. ¿Qué más podría pedir?”

            Los elogios que en estos días he leído no me han parecido exagerados ni tampoco tenían el tono de las exaltadas alabanzas fúnebres. Creo que quienes lo conocieron, quienes tuvieron la suerte de dialogar con él, o dejarse llevar por sus consejos, percibieron en él la luz de la santidad. Algo que, cuando en el curso de tu vida, te encuentras con ella, la reconoces a primera vista, como un flechazo (“flecha de fe / saeta de esperanza”). Él vivía en el claustro, como hijo de un monacato benedictino que dura ya desde el siglo VI de nuestra época, pero no quiso ‘enclaustrar’ en el recinto de la abadía el amor de Dios, la oración, la fe de un verdadero creyente, el don humano de la amistad. En una ocasión confesó a un amigo que “el día más bonito de mi vida será el de mi muerte, porque ese día, ¡por fin!, conoceré el verdadero rostro de Dios y podré empezar a vivir entre sus brazos”

            Sus amigos testimonian que tenía en altísima estima el don de la amistad. No se había retirado del mundo para alejarse de los hombres, sino que había elegido el claustro para acercarse más a los hombres, compartir su hambre y su sed de Dios, y ofrecerles una respuesta con delicadeza y amabilidad. También con su eterna sonrisa. Y el sagrado deber de la amistad lo ejerció con los campesinos de Silos y con reyes y presidentes de gobierno, con creyentes y agnósticos, con altísimas autoridades y con pecadores a la deriva. Por el claustro lo vieron pasear charlando con Felipe rey de los Belgas, con Julio Anguita, con Alicia Koplowitz, con José María Aznar, con el presidente de la Comisión Europea Jacques Delors o con una pareja gay de luxemburgueses, con un cura descarriado, con la señora de la limpieza del hotel del pueblo, con los reporteros de televisión, con gente con fama de comecuras y sindiós, con algún adúltero reincidente, con escritores de fama, con empresarios de fuste, con presidentes de multinacionales discográficas, con algún imán extranjero, con algún pastor protestante, con un chef de estrella Michelin, con el autor del inmortal soneto del ciprés, con estudiosos de arte de medio mundo, con diplomáticos de impolutos modales y con albañiles sudados. Y por supuesto, con algún ‘extasiado’ delante del relieve “Camino de Emaús” o algún poeta lloroso ante la Virgen de Marzo, con jóvenes ruidosos a los que su charla calmaba y serenaba…

Cuando en alguna ocasión, otros frailes, tal vez no tan pacientes ni tan elásticos de pensamiento, le hacían ver a que personas non sanctas acogía en su despacho y a qué hombres y mujeres de dudosa moralidad y religiosidad acompañaba en sus paseos… Cuando sus propios hermanos benedictinos le sugerían más prudencia y más cuidado en la elección de ‘amigos’, él contestaba con dulzura: “también estos son hijos de Dios”, con una naturalidad y una ternura que desarmaba a los prejuiciosos y precavidos.

            Y en esta frase se resume una forma de entender el cristianismo y la espiritualidad: no rehuir el diálogo, estar abiertos a la crítica, oír las razones de la incredulidad, no espantarse ante los pecadores, escuchar el corazón palpitante de amor o de rabia. O simplemente hacerles saber, con dulzura y mano tendida, que Dios hace salir el sol para todos, sobre los buenos y sobre los malos. Y que probablemente, mientras aún vivimos en esta tierra, intermitente en sus gozos y dolores, es un poco temerario afirmar categóricamente quiénes son los buenos y quiénes los malos.

            La vida de los justos -y el abad de Silos lo fue- es siempre una invitación a la bondad y a la acogida universales. Como los centenares de pajarillos que día y noche se refugian, para espantar el sol abrasador, la helada o la lluvia, en el ciprés (“enhiesto surtidor de sombra y sueño”), Clemente Serna, ya está ahora y por la eternidad, bajo las ramas protectoras de un Dios cuyo nombre es Padre.  









sábado, 24 de diciembre de 2022

La Adoración de los Magos, del Bosco




            Del más enigmático y extravagante de los pintores europeos, Jheronimus van Aker, el Bosco (1450-1516), el Museo del Prado custodia algunas de sus obras más importantes y famosas. Una de ellas, absolutamente genial, es el Tríptico de la Adoración de los Magos, pintada en 1494. Cuando lo miramos por encima, se tiene la sensación de que no estamos ante un Bosco, o que es el Bosco menos Bosco de sus pinturas. A primera vista no vemos las características del Bosco: animales fantásticos, escenas delirantes o grotescas, personajes salidos del mundo de las pesadillas, paisajes infernales, violencia y muerte. Al contrario, estamos ante una imagen religiosa, una Adoración de los Reyes Magos. Un paisaje que consideraríamos bucólico. Una atmósfera tranquila. Se puede pensar que toda la escena rezuma serenidad, paz, sosiego. Una Epifanía clásica que nos sumerge en un clima de adoración y de paz.

Pero cuando el ojo busca los detalles, entonces, ante nosotros, aparece otro cuadro, totalmente bosquiano. Tal vez este tríptico, en su día, fue un retablo portátil. O un retablo para un pequeño oratorio que se abría en algunas solemnidades, permaneciendo cerrado el resto del tiempo.

Cuando el tríptico se cierra podemos contemplar, en grisalla, un tema de gran devoción popular: la Misa de San Gregorio, es decir un tema eucarístico que tiene también su resonancia en el interior del tríptico. La escena del tríptico cerrado nos prepara para otro sacrificio, el de Jesús. En la parte superior de la cabaña encontramos una gavilla de trigo, alusión a la eucaristía, y en la corona del Rey Melchor está esculpido el sacrificio de Isaac. En la escena de la Epifanía, en cierto modo, ya está inscrito el Calvario. En el Niño recién nacido ya está prefigurado el Crucificado muerto.

En las dos hojas laterales aparecen los comitentes. A la izquierda el donante con su patrón, San Pedro portando las llaves. A la derecha, la donante con su protectora Santa Inés, como nos lo indica el corderillo blanco cerca de ella.

Miremos la tabla central, donde propiamente se desarrolla la escena de la Adoración de los Reyes Magos. A la intemperie, se sitúan María, el Niño y los Reyes Magos. Los Reyes Magos, en actitud de humildad y oración, se postran o se inclinan ante el Niño, escuálido, casi famélico, sentado sobre las rodillas de María, con un rostro entristecido, grave, serio, y los párpados semicerrados.

Es en el vano de la puerta de la cabaña donde encontramos una figura inquietante, estrafalaria, semidesnuda, indigna. Todos los intérpretes de esta pintura lo identifican con el Anticristo. Y probablemente así es. María y José han llegado a una cabaña abandonada donde ya estaba el Anticristo; por eso ellos prefieren quedarse fuera, a la intemperie. El Anticristo aparece medio desnudo, apenas cubiertos sus hombros con un manto regio, de color púrpura. Es más, su rostro y su cuello, muy morenos, contrastan con la palidez del resto del cuerpo. Adornado con ajorcas, pulseras, cadenas de oro y otras joyas que nos hablan de su mundanidad, de su señorío sobre este mundo y de su identificación con él: un mundo de oro y oropel. Lleva dos coronas, una sobre su cabeza y otra en su mano. La corona sobre su cabeza es una falsa corona de espinas, en un intento de buscar similitudes con Jesús. Curiosamente, los tres reyes, en actitud de humildad ante el verdadero Rey, se han quitado sus atributos regios. El Anticristo, por el contrario, mantiene la corona puesta, no se inclina ni se destoca ante Jesús. El Anticristo se sabe el rey del mundo. Y su deseo es serlo por los siglos de los siglos. Por ello lleva en la mano una corona de repuesto. Nadie va a quitarle su trono. Por encima de su cabeza, aparece un búho, símbolo de mal agüero, con un ratoncillo muerto junto a sus garras. Encima de la techumbre y en un lateral aparecen varios hombres, entre ellos un músico. No están en actitud de oración ni de reverencia ni de estupor ante el recién nacido. Son solo espectadores que asisten, entre divertidos y burlones, a esta escena de la Epifanía. Hasta la mula tiene un aire triste, una bestia prisionera en la choza del Anticristo. Un pequeño fuego en el interior de la cabaña, nos recuerda el infierno al que, en último término, irán a parar todos los que rodean al Antricristo y también el mismo Anticristo, pues al fin y al cabo el Anticristo representa todo lo contrario al mensaje de amor que Jesús trajo al nacer en Belén.

El paisaje, a primera vista, puede parecer de cuento de hadas, un paisaje encantador, formado por tierras, árboles, bosques, cultivos, lagos y una ciudad de arquitecturas fantasiosas y exóticas, pero maravillosas… Y sin embargo, esta visión idílica de la naturaleza se fractura y se rompe, porque ahí vemos dos ejércitos a punto de iniciar una batalla. El sueño de Isaías “el león pacerá con el cordero”, no es más que un desideratum. El mundo impone su realidad y su realidad es la de la guerra y la violencia extremas. Estos dos ejércitos bien pueden ser una metáfora aún válida para nuestra Europa actual donde desde hace meses, dos pueblos se enfrentan y destruyen, ajenos a cualquier petición de paz y de concordia. El mundo desde que es mundo no ha dejado de estar en guerra. En el cuadro, desperdigadas o volanderas, aparecen lanzas y flechas en varios puntos del paisaje.

Pero diseminadas a lo ancho del paisaje, descubrimos aún muchas escenas inquietantes, escenas que nos hablan de la realidad de nuestra existencia tocada por mal. Un hombre desvergonzado enseña sus vergüenzas a una mujer. Otra mujer es arrastrada por la fuerza por un hombre. Una mujer huye despavorida ante la presencia amenazante de un lobo, mientras un hombre yace moribundo por el zarpazo de un oso. Un hombre arrastra del ronzal a un burro sobre el que va un mono, símbolo de la lujuria, y verdadera bestia que el hombre no puede dominar. La naturaleza idílica sucumbe ante la presencia del mal y de la muerte, de la corrupción y de la violencia.

En el lado izquierdo del tríptico nos encontramos con la imagen más encantadora de esta pintura. Un hombre anciano, sentado encima de una cesta de mimbre, bajo un cobertizo destartalado, sostiene en sus manos unos pañales para secarlos ante un fueguecillo que arde ante él. Es San José, al que no vemos en la escena central y que aparece, apartado, cumpliendo su papel de verdadero padrazo de Jesús, realizando una tarea que, en aquella época era propia de las madres y de las mujeres. San José ladea su cuerpo y desvía un momento su mirada de los pañales para ver un poco el barullo que la presencia de los sabios llegados de países lejanos ha provocado, pero él es un hombre que no prestará nunca oídos ni ojos a los ruidos y a las pompas del mundo. Él sigue a lo suyo: cuidar lo que importa a su corazón. No es ni mucho menos el San José más bonito de la Historia del Arte, pero es el más auténtico. El Bosco ha captado, como ningún otro artista, la verdadera naturaleza de San José: el silencio, la servicialidad, la no apariencia, la no centralidad, el apartamiento. A algunos les puede parecer una imagen grotesca, burlona de San José, pero, creo que estamos ante la más certera visión del hombre que simplemente quiso servir a María y al Niño lo mejor que pudo.

Esta hermosa pintura que, al principio, nos encanta por su belleza y serenidad, poco después nos perturba por su violencia y los pecados ahí representados, y finalmente nos engancha por su manera afilada, certera, escalofriante de pintar el mundo lleno de iniquidad del Anticristo y la dulzura y mansedumbre del Mundo de Dios. Pero ambas presencias casi se rozan, de tan cercanas como están. La lucha de los dos ejércitos, la fiereza de los animales contra los seres humanos, la violencia de los hombres contra las mujeres. En fin, la omnipresencia de Jesús y del Anticristo y su ejércitos en todas las realidades de la existencia humana. Dentro de cada uno habita Cristo y el Anticristo. Lo podemos experimentar cada día y a cada hora. El Mal y el Bien estarán en nuestro interior, convocándonos y solicitándonos a su campo de acción y a su lado.

El Tríptico de la Adoración de los Magos del Bosco es un reflejo de este mundo. Están los que gobiernan y que azuzan a sus mesnadas de súbditos para batallar en una guerra de la que puede que salgan vivos, o tal vez no, pero más pobres y más miserables, sin duda. Están los que de mil maneras diferentes ejercen la violencia: de los fuertes contra los débiles, de los hombres contra las mujeres. Están los que con su mirada impura manchan todo lo que tocan. Están los verdaderos sabios (los Magos) de corazón, mente y cuerpo, que son los que no tienen miedo a las luengas peregrinaciones, con tal de descubrir la verdad y la bondad. Están los que sostienen este mundo, pobre, hambriento, al igual que hace María con su Hijo. Están los que hacen bien su deber, aman en el silencio y sirven, como José. Están los meros espectadores, los que miran sin tomar partido, los que no se comprometen, los tibios, los que esperan el resultado de la batalla para alinearse con los vencedores, como lo hace el grupo de curiosos y mirones. Están los que merodean alrededor de los buenos, dificultan sus proyectos les hacen saber que no van a consentir su bondad, ni su alegría ni su trabajo en favor de la fraternidad. Se asoman para ver el mundo e incordiarlo, pero ellos se reparan y se protegen bajo la techumbre. Tienen en sus manos y en su cabeza el poder para salirse con la suya, como lo es la figura del Anticristo y sus adláteres. Y luego están los invisibles, los que nadie ve, en los que nadie repara. Son los que construyen la ciudad, cultivan los campos, amasan el pan. No los vemos, pero vemos sus frutos: la ciudad construida y los campos cultivados.

Este cuadro, enigmático, inquietante, desasosegante refleja bien esa encrucijada ante la que nos sitúa la Navidad. ¿Qué papel queremos desempeñar? ¿Al lado de quien queremos ponernos? ¿Queremos ser un lobo para el hombre cómo vemos en una de las escenas? ¿Queremos sostener en nuestro regazo la fragilidad de los frágiles como hace María? ¿Queremos realizar las tareas más sencillas con tal de facilitar la vida a los demás, como hace José? ¿Queremos llevar en nuestra cabeza y nuestras manos las insignias del poder, para ser temidos y reverenciado por los demás?

Al anticristo le adornan cadenas de oro, símbolo de esa esclavitud a la que quiere someternos. Las cadenas, sean de oro o de hierro, son cadenas y significan la esclavitud y la falta de libertad. El Niño, en cambio, está desnudo, a la intemperie. Sólo los verdaderos sabios, de alma y de corazón (no los inteligentes ni los astutos ni los sagaces ni los arteros) son capaces de verlo, postrarse y adorarlo. 

El ave exótica sobre el cofre esférico de la mirra que porta Baltasar, es un ave fénix, símbolo del resurgir de todas las personas que han caído en las garras del Anticristo, como el ratoncillo en las del búho. Todo puede volver a la vida, recobrar la energía desaparecida y liberarse de las cadenas de la esclavitud. El sueño de un mundo nuevo y mejor no se extinguirá nunca de las cabezas y de los corazones del ser humano. Nada ni nadie está perdido del todo.

En la portezuela de la derecha, el cordero inocente e inmaculado nos habla de este mundo nuevo y puro que muchísimos han construido a lo largo de la Historia. Y con ellos, y a su lado, Jesús, Salvador del mundo. Nacido en Belén, a la intemperie. Nacido para instaurar una redención universal.

https://youtu.be/UYqAg2Q0JtY

https://www.youtube.com/watch?v=wCk80pP5znw


















viernes, 19 de agosto de 2022

El rostro humano, hierofanía y mandato

La gente llana, la gente de monte y valle, lo ha expresado de forma muy hermosa: "La cara es el espejo del alma". El rostro humano concentra los sentires y los pesares, las ansias y las soledades de su portador. El rostro humano ríe y llora, manifiesta la rabia o la paz, la serenidad o el atolondramiento. El rostro exige piedad, suplica compasión, amenaza o condena. El niño se parece a sus padres; el adulto se ha esculpido su propio rostro: la suave sonrisa del pacífico o la inquietante mueca del codicioso, la anavajada mirada del violento, la babosa del lujurioso, la fraterna del compasivo, la temblorosa del inseguro, la inflamada del vengativo. Todas las miradas. Todos los rostros. Todas las facciones.

Pero el rostro es también una hierofanía, por su unicidad. Incomparable ADN de músculos, tendones, carnaciones y arrugas. En esa unicidad está, para el creyente, la mano de Dios. La expresión absoluta de una soberanía creadora. El rostro que es capaz de perdonar, acariciar, llorar o temblar es el “mediador de todo encuentro”, en bellísima expresión de Lévinas.

El rostro sigue siendo hierofanía, a pesar de su envejecimiento o de su enfermedad devastadora, a pesar de su falta de belleza y encanto. Ese rostro aún puede ser amado y redimido por la mirada salvadora de quien lo estima y lo aprecia, de quien lo ama y lo mira con ternura.  

Mientras que la mayoría de los filósofos del siglo XX se dedicaron a estudiar el ‘ente’, Enmanuel Lévinas puso en el corazón de su pensamiento  al sujeto. En lugar de la filosofía, la ética, en lugar del yo, el otro. El otro se impone con su alteridad. Una presencia que me mira. El rostro que me mira no es la suma de unas características físicas (ojos, labios, mejillas, boca), es una interpelación, una pregunta y un mandato: “No me matarás”. El rostro es la condensación del otro. El otro se convierte en hermano gracias a un rostro que, joven o viejo, sano o enfermo, hombre o mujer, es siempre una llamada a la responsabilidad.

Enmanuel Levinas (Lituania, 1906  - París, 1995) conoció a lo largo de su vida todos los desastres europeos. Después de la traumática experiencia de la Shoah, se acercó a la Biblia. Y es en esta vecindad bíblica donde se asienta su ética. Podríamos decir que todo el pensamiento de Lévinas responde a una visión del ser humano como ‘guardián de su hermano’. Dios asiste impotente al asesinato de Abel. Y, entristecido, pregunta a Caín: “¿Dónde está tú hermano?” Y Caín, responde a Dios con desaire y desabrimiento, y, disculpándose, se autoinculpa: “¿Soy acaso el guardián de mi hermano?” Una pregunta para responder a una pregunta. Pero Caín no se engaña y es consciente que, efectivamente, tenía que haber cuidado a su hermano. ¡Y no lo ha hecho!

Sabemos ya a estas alturas que, cuando se concibe al ser humano sin el ‘otro’, la sociedad cae en el precipicio. Sabemos ya dónde nos lleva una humanidad que no desea ser ‘guardián del hermano’. Por ello, cualquier civilización, con un sentido ético mínimo, se asienta en el imperativo “no matarás”. Por ello, la ética es la primera filosofía. La Biblia, en la primera página del Génesis, nos lo enseña. Caín, después de matar y ver el rostro sin vida de su hermano Abel, en cierta forma se condena para siempre a una vida errante. En ningún lugar hallará paz.

El hombre, al contrario de lo que decía con ligereza Jean Paul Sartre y con él todo el existencialismo ateo, no es un ser para la muerte, sino en contra de la muerte y a favor de la vida. Las consecuencias de un existencialismo ramplón aún las sufrimos. Nunca como ahora la cultura de la muerte está tan extendida. En el fondo, nos instalamos en “la in-cultura” cuando pensamos a alguien como nadie y a algo como nada.

Yo soy alguien cuando reconozco al otro como alguien y no como algo. La búsqueda ansiosa y algo paranoica de la perfección del yo, toda  esa espiritualidad zen que busca el bienestar personal, el quietismo, la serenidad atontada, la conciencia adormilada, el crecimiento del yo, el estar bien, sentirse bien, etcétera, no es sino el intento de engordar el yo. El cristianismo nos invita a recorrer otros senderos: procura que el otro esté bien, que se sienta bien, intenta facilitarle la vida, hacerle más llevadera la existencia… y entonces tú alcanzarás la bienaventuranza. ¿Estamos aquí para ser felices o estamos aquí para hacer felices, y de paso, alcanzar nosotros mismos la dicha?

La compasión -importantísima, claro- puede no ser suficiente. Tal vez haya que subir otro peldaño: no sólo sentir pena, sino también poner remedio. El yo tiende a ocupar todo el espacio. Lo propio del yo es colonizar, al igual que las malas hierbas el barbecho. Lo propio del nosotros es el compartir, acoger, sumar, complementar, recibir y donar.

Lévinas piensa que somos una síntesis de la herencia griega que busca la verdad y la herencia judía que ordena amar al prójimo. Los principios, las ideas, las ideologías y las certezas no pueden borrar los contornos del rostro del otro. No mirar el rostro del semejante, negarse a aprender su rostro o, peor aún, impedir al otro que muestre su rostro, es siempre una manera de aniquilar al otro, y hacerlo sin culpa y sin remordimiento.

El rostro del otro es una responsabilidad para mí. El rostro que me mira me obliga. El rostro que me mira es una llamada a ser humanos. El rostro es la forma en la que el otro se presenta ante mí. Es una forma única e inequívoca. El rostro del otro, provoca siempre preguntas: “¿Quién es y qué puedo hacer por él?

Cuando los talibanes afganos –y otros muchos otros grupos islamistas- obligan a llevar el rostro cubierto a sus mujeres, no están sino empleando un método veloz para convertirlas en cosas, bultos andantes, sacos que se mueven. Cuando alguien nos pide limosna, y rehusamos dársela, apartamos la mirada de su rostro, para que sus rasgos no se nos aparezcan en un momento de culpa. En las ejecuciones sumarias se venda los ojos a los reos, para que los ejecutores no sientan clavadas sus miradas y no titubeen o disparen al aire. Si una mujer conociese el rostro del “nasciturus” que va a eliminar, probablemente se lo pensaría dos veces.

En un mundo de indiferencias crecientes, en una sociedad que, frustrada e insatisfecha, busca remedios para sentirse bien y alcanzar una felicidad de almíbar, el pensamiento de Enmanuel Lévinas pone el dedo en la llaga: el otro no puede existir sin nuestro reconocimiento. Y su rostro, único, es siempre una llamada a la responsabilidad, a no hacer daño, una petición de afecto, una súplica de respeto. Solo cuando en nuestro interior crece la conciencia de ser “guardián del otro”, crece también nuestra felicidad.











 



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miércoles, 10 de agosto de 2022

¡Tanto que celebrar!

Si lo pensamos bien y reparamos en ello por un momento, la vida no es un valle de lágrimas, lo cual no quiere decir que no existan las lágrimas, las noches oscuras, los bajones anímicos, pero en general, a la existencia del ser humano no le faltan algunos grandes momentos de plenitud y, sobre todo, muchos instantes cotidianos que rompen la monotonía y la colorean con su alegría y su dicha. Y sin embargo, apenas reparamos en estos múltiples fogonazos de felicidad y en los muchos motivos que tenemos para sentirnos privilegiados e invitados a vivir y no sólo a sobrevivir. Porque, si prestamos atención a nuestra vividura cotidiana, coincidiréis conmigo que, solamente cuando sufrimos un contratiempo, somos objeto de una incomprensión o pasamos una mala racha de salud, es cuando caemos en la cuenta de que éramos felices antes de la enfermedad, de la crítica injusta o del percance económico. Éramos felices, pero no lo sabíamos. No habíamos sido conscientes de la salud rebosante de nuestro cuerpo, del afecto de nuestra familia, de que teníamos un trabajo y un sueldo, de que nos reuníamos con una copa en la mano y un plato de paella. Nos había faltado la atención y, al faltarnos, nos habíamos perdido la degustación y el saboreo de los pequeños placeres de cada día.

En estos días de vacaciones, a la orilla del padre Duero, bajo el acogedor refugio de la vieja casa o bajo la sombra del olivo y del pino en el patio, he pensado muy a menudo en estas pequeñas pero esenciales dichas de la vida.

Simone Weill consideraba que la atención es una virtud y, al mismo tiempo, una expresión de amor. Prestar atención a la vida, observarla con misericordia, vivirla con aceptación, nos predispone a celebrarla. Únicamente solemos decir que estamos de celebración cuando asistimos a una boda, un cumpleaños, un acontecimiento importante, una graduación, y sin embargo, pocas veces, decimos que estamos de celebración cada vez que paseamos por medio de un bosque, preparamos un café, nos sentamos con un libro en la mano o nos reencontramos con un amigo.

Mirar con atención el mundo, la naturaleza, la conversación con los demás, el afecto que nos tienen, los sentidos de nuestro cuerpo que nos acercan una música, nos hacen saborear nuestro plato preferido, reciben un abrazo fuerte de un amigo, se maravillan ante un campo de girasoles, o huelen el espliego del pinar... Todo es gracia, nos decía George Bernanos. Y recibir cada día y a cada persona como ‘gracia’ nos ayuda a alcanzar la plenitud del cuerpo y del alma.

¿No es motivo para celebrar el levantarse a pasear y contemplar el amanecer entre los pinos? ¿O vislumbrar en la lejanía  el ramoneo de los corzos y sus brincos cuando oyen nuestros pasos? ¿Y recibir en casa a un amigo que nos pone al día de su vida y nos despide con un abrazo o comparte con nosotros unas viandas? ¿Y tomar un café y un dulce en la chopera de San Bernardo, teniendo a tus espaldas el monasterio cisterciense? ¿Y juntarse con la familia y recordar a los que no están, sus decires y sus expresiones, o tomar un poco el pelo a los más jóvenes, fingiendo escándalo por sus formas de vestir, de pensar o de divertirse? ¿Y sentarse al atardecer con un libro en la mano, por ejemplo el Cartapacio en torno a José Jiménez Lozano, los escritos de Rafael Narbona, o Las furias invisibles del corazón, de John Boyne? ¿Y  preparar un plato de pasta alla matriciana  para la familia o los amigos y hacerlo con amor que es el perejil imprescindible de todos los guisos? ¿Y escuchar a primera hora de la mañana o a última de la tarde el piar de los pajarillos en el ciprés o su revoloteo juguetón de rama en rama? ¿O pasar al lado de los niños que chapotean en el agua o hacen cubos de arena en la playa del río, y de los mayores que, sentados a la mesa, comen y charlan? ¿O escuchar cada domingo el sonido de las campanas que desde la torre llaman a los creyentes a reunirse en torno al altar? ¿Y saludar a los veraneantes y viejos amigos en el bar del pueblo que vuelven por verano y repetirse los unos a los otros: “mientras sigamos viéndonos por verano es que todo va bien”? ¿Y la esfera del firmamento y sus estrellas, y la luna y el girar continuo de las estaciones que desnuda los árboles y los vuelve a vestir con telas bellísimas? ¿Y el crucero de las eras del pueblo, uno de los miles plantados en caminos y calles y montañas de toda Europa, como para recordarnos eternamente de dónde venimos?

Y ya lo sé que el mundo está ahí, con su guerra de Ucrania, con su crisis energética, con los insultos de unos y otros políticos, con el paro y la guadaña de la muerte haciendo su cosecha diaria en carreteras y hospitales. Y tampoco esto se puede olvidar ni cancelar.

Pero la belleza de este mundo también está aquí, espolvoreada por cada rincón y cada esquina. Está la belleza de tantos rostros que nos aman y a los que amamos. Están las palabras y las conversaciones y los mensajes que nos animan y levantan. Están las acciones de tantos que nos hacen un poquito más fácil la vida y más llevadero el día. Están los abrazos de los que van y vienen, y sobre todo, de los que se quedan a nuestro lado. Por lo tanto, no nos faltan motivos para la celebración, motivos para la alegría y razones para la felicidad. Basta con abrir los ojos de par en par al mundo, al rostro del otro, a la naturaleza y a la bondad de los demás.

En un breve pero hermoso poema, José Jiménez Lozano escribía:

“Matinales neblinas, tardes rojas,

doradas; noches fulgurantes,

y la llama, la nieve;

canto del cuco, aullar de perros,

silente luna, grillos, construcciones de escarcha;

amapolas, acianos, y desnudos

árboles de invierno entre la niebla;

los ojos y las manos de los hombres, el amor y la dulzura

de los muslos, de un cabello de plata, o color caoba;

historias y relatos, pinturas y una talla.

Todo esto hay que pagarlo con la muerte.

Quizás no sea tan caro”.

 

La muerte llegará para todos, de eso no cabe duda. Pero ojalá que no pasemos por esta vida con tantas cataratas en los ojos y tantas piedras en el corazón que nos impidan ver y disfrutar y celebrar toda la verdad, la bondad y la hermosura de este mundo. Porque de lo contrario, cuando la muerte llegue, nos encontrará ya muertos y bien muertos.









lunes, 4 de julio de 2022

Manuel García Morente: una noche en París


                En el octavo piso del número 126 del Bulevard Sérusier, de París, un hombre abatido escucha música clásica en la radio. Tiene más que motivos para esa postración. Manuel García Morente (1886-1942), prestigioso catedrático de ética de la Universidad Central de Madrid, discípulo y compañero de Ortega y Gasset, apasionado de la música, había recibido una exquisita educación en España, Francia y Alemania. Nacido en Arjonilla (Jaén) era hijo de un médico liberal y de una devota católica, pero Manuel, siendo aún muy joven, decide abandonar las prácticas religiosas, porque “ya no cree”. Los éxitos académicos no tardaron en llegar: cátedra en la universidad, publicación de libros y traducciones de textos filosóficos. Contrajo matrimonio con Carmen García, mujer profundamente católica, y fruto de esa unión nacieron dos hijas. La muerte de su esposa, con la que había estado casado apenas 10 años, le sume en un desánimo grande, para el que  no cuenta ni siquiera con el consuelo de la fe.

Traductor, conferenciante, subsecretario del Ministerio de Instrucción Pública, decano de la Facultad de Filosofía y Letras, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales. En fin, un brillante cursus honorum adornó su trayectoria vital. Un filósofo solvente y un escritor reputado. Alejado, eso sí, de la religión, aunque respetuoso con las personas que en su entorno eran creyentes.

            Al inicio de la guerra civil, su rechazo  del  radicalismo político imperante fue castigado con su destitución como catedrático de la Universidad de Madrid, e incluido en las listas de depuración de la República. Un amigo le avisó de que estaba en los que iban a liquidar en las semanas siguientes y le conminó a emprender la huida. No le quedó más alternativa que emprender el camino del exilio, primero a París y luego a México.

            Pero volvamos al Boulevard Sérusier de París. Es la noche del 29 al 30 de abril de 1937. El abatimiento y la culpa corroen a Manuel. Él ha podido huir a Francia, pero en España quedan sus dos hijas y sus nietos. Su yerno, para colmo de males, ha sido vilmente asesinado, tal vez por su condición de cristiano. En la radio suena el oratorio la Infancia de Cristo, de Berlioz. Las notas y las voces inundan todo su ser, y ponen en su cabeza imágenes de  un Jesús niño al lado de José y María. Conmovido, se abandona a las lágrimas. Se arrodilla e intenta rezar el padrenuestro, pero entonces se da cuenta de que lo ha olvidado. Él, que posee unos saberes enciclopédicos, no es capaz de recordar la oración más elemental. Poco después cae rendido en el sueño. Se despierta sobresaltado. Y es precisamente entonces cuando: “Me puse de pie, todo tembloroso y abrí de par en par la ventana. Una bocanada de aire fresco me azotó el rostro. Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí. Y le percibía; percibía su presencia con la misma claridad que percibo el papel en que estoy escribiendo estas letras. Y no podía caberme la menor duda de que era Él. Su presencia me inundaba de tal y tan íntimo gozo que nada es comparable al deleite sobrehumano que yo sentía”.

Estas y otras palabras pertenecen a lo que él escribió bajo el título de “El hecho extraordinario”. Su mente lúcida, de filósofo racional, le hará preguntarse una y otra vez sobre esta experiencia: “una percepción sin sensaciones”, la llamará. Una percepción en la que nada tuvo que ver la vista, el oído, el olfato, el gusto o el tacto. Era “una noticia al alma. Una percepción espiritual. Una experiencia de Dios”. Pero Manuel, lejos de lo milagrero y de lo mágico, se pregunta una y otra vez si acaso no le ha engañado su imaginación, su psicologismo presionado en un momento de hondo sufrimiento. No puede creer que Dios haya concedido esta gracia a un hombre pecador, sin mérito alguno, sin haber realizado un largo camino de ascesis y sacrificio. Y tendrá que rendirse a la evidencia: el “hecho extraordinario” de aquella noche no fue sino la huella de un Dios providente que orienta todas las acciones y todas las experiencias hacia el cumplimiento de su voluntad. Es consciente de que, junto a lo que él ha hecho en su vida, está lo que le ha sido dado. Es decir, un instante de gracia gratuita. “Algo o alguien distinto de mí, hace mi vida y me la entrega, me la atribuye, me la adscribe a mi ser individual”

            Solo entonces, Dios deja de ser, para Manuel, el Dios de los filósofos, al que se piensa, pero al que no se reza. Y Dios se convierte en Jesús encarnado que no es indiferente a nuestro destino, sino que lo comparte y lo padece. A este Dios encarnado, Manuel sí que le puede entregar su vida y su voluntad.

Desde esa noche de París, Manuel sintió que “una inmensa paz se adueñaba de mi alma” y “me veía a mí mismo convertido en otro hombre”.  Finalmente estaba en condición de ser un hombre verdaderamente humano, porque aceptaba libremente la voluntad de Dios.

            Regresa a España. Y después de despedirse de sus hijas, se acoge al silencio de una celda en el Monasterio de Poio, el gran monasterio mercedario que domina sobre la ría pontevedresa. “La oración, la meditación y el estudio, son mis únicas ocupaciones”, escribe a su tía. Y en otra carta a su amigo Ortega y Gasset: “Pero lo principal que quiero comunicarle en estas líneas es la resolución que he tomado, y estoy ejecutando, de abrazar la vida religiosa; y por de pronto dedicarme a la preparación necesaria para hacerme digno, en el menor tiempo posible, de recibir las sagradas órdenes”.

El hombre que en la noche de París se había olvidado hasta del Padrenuestro, gusta y saborea la oración: “La oración para purgar mi pasado tan lleno de miserias y de maldades y para prepararme para la más completa dedicación apostólica; y también, ¿por qué no decirlo? para satisfacer mi más íntimo deseo; porque la oración me llena de tan profundos deleites, que muchas veces dejaría el trabajo para ir tras la oración. Y hay tardes en esta gran iglesia oscura y silenciosa que pierdo la noción del tiempo”.

Un tiempo después,  este ilustre filósofo de su época, autor de obras importantes como “Lecciones preliminares de filosofía”o “Estudios literarios”,  se prepara como un seminarista más para hacerse cura, dentro de la diócesis de Madrid-Alcalá. A finales de 1940, Manuel García Morente es ordenado sacerdote. Lo fue apenas por un par de años. En la mañana del 7 de diciembre de 1942, su cuerpo sin vida fue encontrado en su lecho. Había muerto apaciblemente durante la noche mientras leía. Sus manos sostenían aún la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino.









miércoles, 25 de mayo de 2022

Saberse amado



    "Saberse amado da más fuerza que saberse fuerte", alguien ha escrito, y con toda razón. Saberse amado, estimado, valorado, reconocido, apreciado hace a cualquier ser humano prácticamente invulnerable. La percepción por parte de un sujeto de que no es amado, sino odiado, de que no es estimado, sino temido, de que no es valorado, sino obedecido, sólo puede crear una apariencia de fría entereza, de frío valor. Pero, en el fondo, se siente desarmado, se sienta desnudo, se siente, sobre todo, vulnerable. Hará de todo para suplir con energía e ira la falta de eco afectuoso en sus interlocutores. Pero hay también quien no sintiéndose amado, tampoco es capaz de hacer que se le obedezca o se le tema. Y estos seres son los más débiles y los más frágiles, los más dignos de compasión. Son seres sin la seguridad de los afectos, sin el equilibrio de los amados, sin la armonía de los estimados. Son seres dependientes e inseguros, que mendigan una aprobación, un afecto, una caricia, lo mismo que hace el perro cien veces apaleado y que vuelve a su dueño, incluso para recibir otro palo, por que lo peor que puede recibir un ser humano es la señal del desprecio, de la indiferencia, de la invisibilidad. En los que no se saben amados, la marca de la invisibilidad es su destino. Una batalla perdida de antemano.

domingo, 26 de diciembre de 2021

El misterio de la alegría


En vísperas de Navidad llegan decenas y decenas de felicitaciones, en forma de textos, fotos o vídeos. Felicitaciones simpáticas, pensantes, hermosas, repetitivas, empalagosas, profundas, graciosas, anodinas. E incluso de mal gusto. Algunas nos tocan la fibra sensible, porque el remitente es alguien al que queremos, o lo contrario: alguien del que nos habíamos distanciado, y nos parece que su felicitación lleva la rúbrica del acercamiento..

                Algunos de mis amigos me han felicitado la “Navidad”, haciendo hincapié en el mensaje de Jesús, cuyo nacimiento dio origen a la Navidad y dividió la historia en un antes y en un después. Otros amigos míos me han felicitado las “Fiestas”, que es una moda que va ganando adeptos entre los occidentales, ya que la Navidad les suena a hecho religioso, y en cambio las ‘Fiestas’ les parece algo más laico.

                Como de todos es sabido, en Europa no hay problemas. O los pequeños contratiempos son apenas insignificantes: pandemia, colapso sanitario, migraciones, paro, subida desorbitada de los precios, especialmente de los carburantes, brexit, un populismo creciente, una revisionismo histórico, una falta de confianza en el futuro, una desmoralización, un envejecimiento de la población, una caída abrupta de la natalidad, una pérdida de derechos laborales, un invierno salarial, un desprecio creciente por la historia y las raíces, un independentismo decimonónico y un patrioterismo exaltado… En fin, lo que decía, que como no existen apenas problemas serios en el Viejo Continente, la Comisión Europea, una élite con sueldos estelares y privilegios dorados, encargó sesudos estudios y preparó abultados documentos para que se cancelase del lenguaje de los países miembros expresiones como “Feliz Navidad, Nacimiento de Jesús, Natividad del Salvador”… y otras expresiones afines que se refieren a lo narrado por los evangelistas, a lo ilustrado por los artistas, a lo cantado por los poetas, a lo más estimado por generaciones de europeos: la Navidad. Parece ser que una sociedad laica y progresista exige, para no ofender a nadie, que se haga tabla rasa de la historia, de las creencias religiosas y de la cultura cristiana. La Comisión Europea, compuesta por 27 comisarios, todos ellos, por lo visto, importantes e inteligentes, y en la que trabajan más de treinta y dos mil funcionarios, todos ellos la crème de la crème  funcionaril, habían pensado, durante debates y más debates, que ya era hora de suprimir la Navidad y dar a luz a las Fiestas. Parece ser que, al final, entre los 27 comisarios o entre los 32.000 funcionarios, hubo algún sensato que se atrevió a parar (por ahora) este disparate, todo este tinglado que pensaban concretar con un  reglamento, directiva, decisión, dictamen o recomendación.

                ¿Por qué asusta tanto la palabra Navidad, para que desde hace años, políticos, grupos bien organizados, medios de comunicación estén dando batalla para eliminar del lenguaje cualquier referencia a los inicios del cristianismo? No lo sé muy bien. Como no soy experto, ni funcionario de élite en la Comisión Europea, probablemente no acierte y me pase el artículo dando palos de ciego.

                En una de las felicitaciones que recibí venía escrita una frase del teólogo de la liberación Leonardo Boff: “Los niños quieren ser hombres. Los hombres quieren ser reyes. Los reyes quieren ser dioses. En cambio, Dios quiere ser Niño”. Y probablemente esta filosofía sea la que temen y por la que entran en pánico.

                El misterio nos invita a aceptar lo incomprensible para comprenderlo todo. Y para esto hace falta una dosis grande de humildad. Y también una buena dosis de sentirse poco importantes.

                La Navidad asusta y se la teme porque va directamente al corazón del ser humano en sus múltiples situaciones de vulnerabilidad. La Navidad pone patas arriba nuestro mundo y lo pone literalmente: “Derriba del trono a los poderosos / enaltece a los humildes / a los hambrientos los colma de bienes / a los ricos los despide vacíos”.

Lo que sobresaltó a Herodes, cuando los Magos le consultaron dónde iba a nacer el Mesías, es que otro ‘rey’ le usurpase su trono y le ‘okupase’ su palacio. Tembló Herodes y ahora tiemblan los nuevos herodes, de Bruxelas o de la Moncloa, de la Plaza Roja, de la Casa Blanca o de Tiannamen, me da igual. Lo que desbarata este mundo y desquicia su milenaria historia es que la vida, la luz, la sabiduría y el mañana nacen “ex Maria virgine”, de una doncella esclava. El semen y el falo, que han creado todos los imperios de mundo, con toda su bruticie, su sangre y sus asesinatos, no cuentan nada, absolutamente nada, en la Natividad del Señor.

Los cristianos no deberían doblegarse ante ningún “señor de este mundo”, sólo ante un Niño recostado en un pesebre. Los cristianos saben que en el ‘portal de Belén’ sólo caben los pastores, pobres, ignorantes, crédulos. Capaces de compartir un poco de requesón, de miel, de vellón de lana o de tambor, como cantan bellamente los villancicos. Los pastores, en la sencillez de su corazón, en la pobreza de su hogar, en su existencia a la intemperie, poseen un alma capaz de esperar una “buena noticia” y de aceptar el misterio.  Y cuando se encuentran con la buena noticia, no tienen empacho en reconocerla y adorarla.

                Por eso, los pastores creen la buena noticia de los ángeles, porque la esperan. ¿Qué buena noticia pueden esperar los poderosos, los influyentes, los soberbios y los ricos? ¿Acaso que suba la cotización en bolsa? ¿Acaso que tienen mesa reservada en un restaurante de estrella Michelin? ¿Acaso que el yate de bastantes metros de eslora se podrá botar el próximo verano? ¿Acaso que han añadido 5 hoyos más a su campo de golf? ¿Y qué buena noticia puede esperar a quien le corroe la envidia, acaso el chalet del vecino?  ¿Y a quien le puede la lujuria, acaso una amante más de piel exótica? ¿Y a quién le domina el poder, acaso un ministerio en el próximo gobierno? ¿Y a quien le esclaviza la ira, acaso un par de muertos más?

¿Sólo los que se saben pobres y humildes pueden esperar buena noticias?  No, también los sabios (que es el verdadero nombre de los Magos). Los sabios son los buscadores de la verdad, la bondad y la belleza. No hacen caso ni a ideologías, ni a filosofías, ni a teologías, ni a sistemas, ni a credos políticos. Ellos son los hombres y mujeres que sienten sed de absoluto. Y por ello, cuando barruntan la verdad verdadera, la belleza bella y la bondad bondadosa no dudan en ponerse en camino, abandonar sus seguridades, desinstalarse de su confort y ofrecer todo lo que tienen y poseen (he ahí el significado de los cofres de oro, incienso y mirra).  Y por ello, rodilla en tierra, no se avergüenzan de adorar al Niño.

La Comisión Europea y con ella tantos y tantos europeos no odian la palabra Navidad, ni la palabra Jesús, ni siquiera luchan por un mundo más laico y por un respeto más amplio a la diversidad. Ellos simplemente odian el mensaje de la Navidad: Dios se ha hecho pobre carne humana, para que “adoremos” esa carne humana cuando es pobre, frágil, insignificante, llena de heridas, con las marcas de la lepra, con las marcas del paro o de la migración, de la enfermedad o de la discapacidad.

Ese es el mensaje que tanto terror causa en esta Europa sin norte y sin rumbo, en tantos ciudadanos autosatisfechos con su religión de chalet pareado, una semana de vacaciones, un plato gourmet, una cana al aire al trimestre, una entrada en el Camp Nou y el acceso a Netflix, HBO y Amazon. Se llaman a sí mismos agnósticos y ateos, ¿pero no son ellos -y todos nosotros- pequeños esclavos de cien religiones baratas y con fecha de caducidad?

Y vuelvo al principio donde empecé: las felicitaciones navideñas. Una de ellas me ha llegado más que repetida. Como muchos de mis amigos conocen mi cercanía a lo africano, me ha llovido esta felicitación, hasta diecisiete veces.  En una aldea africana, se escucha el villancico “Feliz Navidad”. Y de repente empieza la locura. Los niños de todo el poblado se ponen a cantar y a bailar, con esa gracia y ese salero que sólo los niños africanos, de piel de ébano y sonrisa de impoluto esmalte, saben.  Dos palos sirven de baquetas para una batería hecha de cubos. Un palo de bambú unido una botella de plástico sirve de micrófono. Una tabla de madera hace de teclado. Una botella atada a una cuerda es una guitarra eléctrica de última generación.

Niños descalzos o en chanclas, con sus camisetas y pantalones de todas las “segundas manos del mundo” están ahí: felices de ser felices. Bailan con sus manos, sus piernas, sus pies, sus brazos, sus cabezas, sus dentaduras y sus ojos. Su alegría no parece caber en este mundo. Y esa alegría infantil es difícil de encontrar en una escuela europea, en un parque temático, en un gran centro comercial, ante montones de cajas que guardan montones de juguetes, en una mesa cargada de delicatessen

¿Son pobres realmente estos niños? No me atrevería a afirmarlo. Sé que sonríen, bailan cantan, están alegres, se divierten y que, al menos en este momento, se muestran felices.

Siempre que veo una imagen de “niños pobres” enlazada a una imagen de alegría, surgen en mí varias preguntas: ¿Qué es la pobreza? ¿Qué es la riqueza? ¿Por qué se puede ser feliz con poco? ¿Por qué se puede ser desgraciado con mucho? ¿Por qué la tristeza? ¿Por qué la alegría? Lo dejo ahí, por si alguien quiere seguir reflexionando.

Lo cierto es que estos niños están más cerca de Belén que casi todos nosotros con nuestras ciudades bellamente iluminadas, con nuestros reyes magos desfilando por las calles, con nuestros juguetes y nuestro perfume de París, con nuestros mazapanes, nuestro lechazo, nuestro champán o nuestras misas del gallo.

Fuere como fuere, me gustaría desear a los que leen este blog y a todos mis amigos que la Navidad os conceda el don más importante en estas fechas y siempre: el don de la alegría. Porque solo entonces sabremos –vosotros y yo- lo que significa la ‘Navidad’.







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