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miércoles, 25 de agosto de 2021

Sumisión, de Michel Houellebecq

El 7 de enero de 2015 era el día elegido para el lanzamiento de la última novela, por entonces, del que es considerado uno de los mejores escritores franceses del momento, Michel Houellebecq (para algunos el nuevo Sartre). Pero a primera hora de ese fatídico día de enero, unos yihadistas irrumpieron violentamente en la sede del semanario satírico Charlie Hebdo y mataron a 12 personas. Una ola de consternación sacudió Francia y Europa. Michel Houellebecq se vio obligado a cancelar la promoción de su libro, para no encender más los ánimos de muchos franceses.  

El libro en cuestión, que acabo de leer en mi retiro de Quintanilla, es Sumisión, una ficción política. Es el año 2022 y en Francia es elegido Presidente de la República un musulmán que recibe el apoyo del partido socialista, para así aislar al Frente Nacional de Le Pen. A través de la mirada de un profesor de la Universidad de La Sorbonne, François, vamos conociendo todas las vicisitudes personales y los cambios que se operan en la propia Universidad y en la sociedad francesa.

François, el protagonista, bien puede ser ese europeo al que nunca ha faltado de nada en la vida, y que puede permitirse el lujo de vivir en un buen distrito de París. Cuarenta y pico años, buen nivel económico, hijo de padres separados, soltero empedernido que no acepta ningún compromiso de pareja, y sin hijos. Un hombre completamente desapegado de sus padres, a quien su muerte deja indiferente y frío; un hombre que vive sin desgarro el exilio al que, por judía, tiene que someterse Miriam, su última amante; el hombre que dedica sus días a su trabajo literario en la universidad, a sus múltiples y variados escarceos sexuales, y al saboreo de excelentes bebidas espirituosas. Un hombre que no se siente comprometido con ninguna idea política ni solidaria, acunado únicamente por un lánguido fatalismo. François representa al individuo hedonista, indiferente, que espera poco del mañana. En fin, con François pudieran identificarse, más o menos, muchos de los europeos que transitan por las calles, las escuelas, las fábricas y los cafés de cualquier ciudad del Viejo Continente.

Considerada, por unos, como una novela no muy alejada de la realidad y como una seria advertencia a esta Europa confusa y paralizada ante el empuje del islamismo, y, por otros, como un relato catastrofista, una provocación, Sumisión causó verdadero estupor y escándalo en Francia, y el autor fue acusado de oportunista y de islamófobo.

El título de la novela hace referencia a una doble sumisión, como se nos dice en una de sus páginas: “La idea asombrosa y simple, jamás expresada hasta entonces con fuerza, de que la cumbre de la felicidad humana reside en la sumisión más absoluta. Para mí hay una relación entre la absoluta sumisión de la mujer al hombre, tal y como la entiende Historia de O, y la sumisión del hombre a Dios, tal como la entiende el islam”. La novela, implícitamente, nos habla de otra sumisión, tal vez más peligrosa y más vergonzante: la de Europa al islamismo.

Hay un momento en que en la novela se menciona al escritor Toynbee que afirmaba que las civilizaciones no mueren asesinadas, sino que se suicidan, y que esto mismo es lo que sucedió al Imperio Romano en el siglo V. Europa, alegre e inconsciente, reniega de su pasado, se siente abochornada por su Historia, desprecia y ridiculiza sus raíces cristianas, siente una dulce y abierta tolerancia por el resto de religiones, en nombre de la multiculturalidad, la globalidad, el respeto a las creencias ajenas y un largo etcétera de bondades, pero también de ‘buenismos’. Europa, al igual que el protagonista, parece aceptar, sin drama y sin escándalo, su propia decadencia, al mismo tiempo que trabaja, sin pausa, por su suicidio.

En una escena, el nuevo rector de la Universidad de la Sorbonne, Mr. Rediger, hace proselitismo con el protagonista y le explica dónde radica el éxito del islam: “El individualismo liberal podría llegar a triunfar si se contentara con disolver las estructuras intermedias que eran las patrias, las corporaciones y las castas, pero si ataca a esa estructura última que es la familia, y por lo tanto a la demografía, firmaría su fracaso final, entonces llegaría, lógicamente el tiempo del islam”

En la novela se nos dice que “El verdadero golpe genial del líder musulmán que llega a ser Jefe del Estado había sido comprender que las elecciones no se jugarían en el terreno de la economía sino en el de los valores. En lo concerniente a la restauración de la familia, de la moral tradicional e implícitamente del patriarcado, se abría ante él un amplio camino que la derecha no podía tomar, y tampoco el Frente Nacional, sin ser tildados de reaccionarios o de fascistas por los sesentayochistas, momias progresistas agonizantes, sociológicamente exangües pero refugiados en ciudadelas mediáticas desde las que aún eran capaces de lanzar imprecaciones sobre la desgracia de los tiempos y el ambiente nauseabundo que se abatía sobre el país; solo él estaba al abrigo de todo peligro. Paralizada por su antirracismo constitutivo, la izquierda había sido incapaz de combatirlo.” Y a continuación: “El verdadero enemigo de los musulmanes, lo que temen y odian más por encima de todo, no es el catolicismo: es el secularismo, el laicismo, el materialismo ateo”.

Con la fórmula “Doy fe de que no hay sino un Dios y Mahoma es su profeta”, el profesor de la Sorbona, que rastreó durante toda su carrera intelectual la aventura existencial del escritor francés convertido al catolicismo, Joris-Karl Huysmans, se convertirá, sin dolor y sin culpa, en un musulmán, un paso imprescindible para continuar como profesor de la Universidad, con derecho a la poligamia y con un alto sueldo, pagado por las petromonarquías, los nuevos patronos de la Sorbona. Sin grandes escrúpulos de conciencia, sino con lánguida indiferencia, el protagonista se rinde a una religión fuerte, “una religión de hombres”. La reducción de derechos y la merma de libertades son, quizás, poca cosa, parece indicarnos el profesor François.

Michel Houellebecq nos ofrece material suficiente para hacernos reflexionar sobre el europeo de este siglo XXI. El ciudadano europeo medio, alejado de la fe y de los ideales humanistas de sus mayores, aspira únicamente a su propio placer y rehúye, en nombre de un hedonismo elevado a la categoría de dios, a cualquier limitación: ya sea la paternidad, el matrimonio, el cuidado de los padres, los deberes cívicos o los valores humanos. Al mismo tiempo, más acá y más allá de las fronteras del Viejo Continente, el suicidio de Europa es visto como una oportunidad única, una auténtica ganga para los especuladores procedentes de otras maneras de pensar y de creer.





miércoles, 21 de julio de 2021

Lluvia fina, de Luis Landero

 


                Hace más de 30 años, cuando vivía en Salamanca, leí Juegos de la edad tardía, la novela revelación de Luis Landero. Al propio autor lo conocí por aquel entonces en una conferencia en la que reveló su gran sentido del humor, su vida un poco quijotesca y su deuda con Cervantes.

                Esta misma tarde he acabado otra de sus novelas, Lluvia fina (publicada en 2019). Hacía tiempo que no me encontraba con una novela tan buena de un autor español. Así que no cabe sino la celebración. ¡Son tan pocos los libros buenos que uno lee a lo largo de un año! No es de extrañar que, cuando me encuentro con uno de ellos, me siento recompensado por las muchas veces que me topo con novelas insulsas, aunque millonarias en ventas, que se adaptan al patrón que en cada momento marca el merchandising y la industria cultural que, evidentemente, es sobre todo industria.

                Ya desde la primeara página el autor (Alburquerque-Badajoz, 1948) nos dice que “los relatos no son inocentes. Quizá tampoco lo sean las conversaciones de diario, los descuidos y equívocos verbales o el hablar por hablar. Hay algo en las palabras que, ya de por sí, entraña un riesgo, una amenaza, y no es verdad que el viento se las lleva tan fácilmente como dicen”.

Y de palabras no inocentes, sino peligrosas, va este libro. Una celebración de la palabra. No una fiesta, que es distinto. Las palabras hieren, matan, golpean. Las palabras las carga el diablo, y las aletarga, pero nunca las mata, el tiempo.

Aurora recibe palabras y palabras durante toda su vida. Buena escuchante y buena receptora de palabras, a ella acuden todos para desaguar palabras, para lanzarlas como proyectiles. La novela abarca apenas seis días en la vida de una familia, los que van desde que Gabriel, el marido de Aurora, decide organizar una comida por el 80 cumpleaños de la madre, hasta que  él mismo cancela dicha comida. Un bienintencionado Gabriel intenta que todos los miembros de la familia olviden viejos reconcomios y agravios, y desea que un menú de delicatessen borre tantos recuerdos amargos. Pero los familiares, no solo no olvidan, sino que despiertan agravios, resucitan injusticias y desdenes, insuflan savia nueva a desprecios y rencores. Todos a una, todos contra todos, confiesan a Aurora, el elemento neutro de la familia, sus vidas despeñadas, sus secretos, sus rencores, sus frustraciones, sus odios. Gabriel, Sonia, Andrea, Horacio y la madre se lanzan a una guerra de llamadas telefónicas para imponer su versión de los hechos, para alimentar, con nueva energía y nueva savia, viejos recuerdos empolvados, pero más vivos que nunca. Una despiadada carrera para imponer el relato propio por encima del relato ajeno. Solo la escritura puede obrar el milagro de mostrarnos todos los relatos en paralelo, de forma que el lector sea el escribidor, en su cabeza, de la historia.

El libro nos hace caer en la cuenta de que nuestra verdad, no es la Verdad. Ni nuestra historia es la Historia. Todos merecemos a la vez la condena y la absolución, porque nunca nadie es íntegro del todo ni del todo culpable. Y todos somos de “ideas fijas momentáneas”, otro hallazgo de la novela. Solo los puros, tal vez a la manera de Aurora, o del padre de la familia, muerto y evocado, pueden extender sobre nuestras miserias una capa de misericordia.

Las palabras no se las lleva el viento. Nunca. Sino que el viento las zarandea para espetarlas una y otra vez contra todos y, por supuesto, contra nosotros. El odio, parece decirnos la novela, es un sentimiento acaso más fuerte que el amor, porque es capaz de hacernos desplegar una energía y una memoria inusitada, proteica.

Y en esta batalla verbal y memorística, Aurora, el cofre donde se deposita el acta notarial de toda la familia, se pregunta quién es en verdad el hombre al que está unida desde hace 20 años. Por eso, Aurora, la que no tiene relato, el almacén de los relatos de los demás, se pregunta también quién es ella, dónde está su futuro. Y quizás por ello se ve abocada a no tener futuro, porque renuncia de antemano a la montaña de palabras que hieren y quitan la vida.

La novela despliega con maestría, al igual que lo hace un arqueólogo que descubre aquí y allá trozos de una vasija rota, detalles inconexos, fragmentos, voces dispersas, palabras que evocan, palabras que velan otras palabras, para al final recomponer la vasija entera.

El autor de Patria, Fernando Aramburu, después de leer Lluvia Fina, dedicó a su autor el elogio más grande: “Yo, de este hombre, leería cualquier cosa, hasta la lista de la compra”. Habrá que seguir leyendo a Luis Landero.






miércoles, 23 de junio de 2021

Tu sed, mi sed, de Madre Verónica



En diciembre de 2010 la catedral de Burgos se llenó de jóvenes mujeres vestidas con túnicas vaqueras y pañoletas azules. Acababa de surgir una nueva congregación de clausura, un hecho insólito en este siglo de claustros abandonados. La nueva orden monástica tomó el nombre de Iesu Comunio. Y pronto se empezó a hablar de un pequeño milagro en el erial de la vida contemplativa de estos tiempos.

Algunos años antes, una joven de Aranda de Duero, de 17 años, María José Berzosa, por pura rebeldía, se larga a Francia con unos amigos. Buscamos un alojamiento para dormir y encontramos un motel muy barato en Burdeos. A media noche una joven con la cara ensangrentada pedía auxilio; le habían pegado. Nadie me quiere –sollozaba la mujer-, mi vida es un infierno, no tengo a nadie.  La joven de Aranda de Duero le preguntó su nombre. “Véronique”, le contestó una voz doliente y sedienta de afecto. Ese nombre se grabó en su corazón, y no lo olvidaría nunca.

Pero Véronique, a su vez, le había hecho una pregunta a María José: “¿No sabes dónde estás?” Véronique quería decir si desconocía la mala fama de ese motel donde ella ‘trabajaba’. Pero esa pregunta se grabó a fuego en la joven María José. Efectivamente ella no sabía dónde estaba, por qué regiones vagaba, por qué caminos su vida podía despeñarse. Poco después, María José, llamó a las puertas de las clarisas de Lerma para ser admitida como novicia. Cuando tuvo que elegir su nuevo nombre como religiosa clarisa, no se lo pensó dos veces: Verónica.

Lo demás es ya historia. A la clausura de Lerma siguieron llamando, con inusitada frecuencia, jóvenes de distinta procedencia, y en general muy preparadas intelectualmente. Fueron tantas y tantas que tenían que dormir en literas en las austeras celdas clarisas. Todas ellas, convencidas de que algo nuevo había surgido en ese convento de Lerma, pidieron permiso para fundar una nueva orden monástica: Iesu Communio.

Un pequeño libro “Tu sed, mi sed” ha llegado a mis manos. Recoge diversas intervenciones de la Madre Verónica ante auditorios no poco selectos. El título refleja bien la espiritualidad de esta monja de preciosos ojos azules: la sed. Todos nos sentimos sedientos. Acertar o errar la fuente significa acertar o errar la propia existencia. Queremos beber y nos equivocamos de bebida. Bonitos envases de bebida nos seducen, pero contienen líquidos que no sacian, ni quitan la sed, sino que dejan más sed, más resaca,  más decepción y más desesperación.

Para Madre Verónica solo el Gran Sediento puede saciar nuestra sed. No olvidaría nunca el impacto que le produjo a sus 17 años “ver literalmente una alfombra humana de jóvenes tirados por tierra, víctimas del alcohol y de la droga, sin poder sostenerse en pie, derrumbados, desorientados y arrodillados por las vanas promesas de felicidad que ofrece el mundo”. Ellos también eran jóvenes sedientos, que habían acudido a una fuente equivocada. Una bebida-veneno que les iba matando poco a poco, porque “un náufrago puede morir de sed en medio del océano a pesar de estar rodeado de agua, de un agua que no es capaz de calmar su sed, sino de agravarla hasta enfermar y morir”

Con la impaciencia de su juventud, ella entró en el convento dispuesta a alcanzar la santidad y a alcanzarla ya. Confiaba en sus fuerzas y en su voluntarismo, pero no en Dios. Y cada día su rostro se llenaba de más tristeza y pesadumbre. Un día, la monja más anciana del convento, una mujer que apenas sabía leer y escribir, pero que tenía una gran familiaridad con Dios, le preguntó por qué tenía ese rostro tan turbado y ansioso y le invito a mirar a Jesús, señalando el Santísimo.

Poco después, encontró una frase de San Ireneo de Lyon: “La gloria de Dios es el hombre viviente y la vida del hombre es ver a Dios”. San Ireneo, desde entonces, es alimento y bebida para esta joven comunidad monástica que en 2016 se trasladó a un antiguo convento franciscano en La Aguilera, a las afueras de Aranda de Duero.

En 2008, yo también vi escrito en inglés esta frase ‘I’m thirsty’ en un cartelón de un humilde comedor. La sed también formaba parte de la espiritualidad de Madre Teresa de Calcuta. Recuerdo vivamente la escena: en el comedor de Kinshasa-El Congo, decenas y decenas de huérfanos esperaban impacientes a que las monjas de sari blanco con ribetes azules llenasen sus platos de comida y sus vasos de agua.

Pero como el hombre no vive solo de pan y agua, sino también de espíritu y de Dios, desde 2010, la comunidad de orantes de Iesu Communio intenta contagiar esta sed y a la vez ofrecer esta agua de Dios a quienes se acercan, de mil formas diferentes, a su oración, su trabajo, sus dulces, su comunidad, sus redes. Por eso no extrañan testimonios como el que abre el libro y que recoge el desconcierto de una joven después de una convivencia con las monjas de Iesu Communio: “Pero, qué estáis diciendo? O vivís fuera de la realidad sin pisar la tierra o, si es verdad la alegría que veo y lo que decís, no puedo ocultar mi enfermedad: mi enfermedad es que no conozco al Señor”.

Por cierto, el gritó de Cristo: “tengo sed” suena en hebreo así: “Tsajená”.








miércoles, 3 de marzo de 2021

Las horas en Gibert Jeune

 



Con el cierre, al final de este mes de marzo, de la librería Gibert Jeune, el Barrio Latino de París, en cierta forma, se apaga. Las librerías, los cafés y la Universidad eran hasta ahora el alma de un barrio que debe su nombre al hecho de que, antiguamente, los profesores de la Sorbonne daban sus clases en latín, y también al hecho de que los mismos universitarios se manejaban en esta lengua, porque era la lengua franca en la que se entendían los estudiantes universitarios internacionales que, al olor del prestigio de la Sorbona, llegaban de toda Europa. Allí estudiaron Ignacio de Loyola y Francisco Javier, entre otros muchos. También estudió gente de Zaragoza, Sevilla, Benavides del Órbigo, Zamora y Quintanilla de Arriba. Pero no creo que aún hayan puesto una placa (¡ja, ja, ja!).

Joseph Gibert y su esposa, Elise Soulalioux, abrieron en 1888 su primera librería en la Plaza Saint Michel, muy cerca de Notre Dame. Ahora las cuatro tiendas de Gibert Jeune de esta plaza mítica donde los estudiantes en mayo del 68 “arrancaron los adoquines para encontrar la arena de la playa”, bajarán definitivamente la persiana. Histórica catástrofe cultural, dicen los periódicos franceses. Annick Cojean escribe: “La librería es la misma historia de este barrio de París, antes lleno de gozo y de vida, y durante muchos siglos asociado al estudio, a las ideas, a la juventud, al conocimiento. La historia de esta librería francesa nada puede hacer frente a las nuevas modalidades de compra y el mercado inmobiliario asfixiante. Era una especie de faro de las letras francesas, frecuentado por Gide, Cioran, Malraux, Duras, Modiano, Nothomb, Orsenna o Gainsbourg”

Edificio emblemático del Barrio Latino, donde cada septiembre los universitarios llegados de los cuatro puntos cardinales de Francia e incluso del mundo, se apresuraban a comprar las últimas novedades literarias, pero también los libros de ocasión de los que la librería Gibert Jeune fue pionera. Por pocos francos podías comprar un libro de segundo mano, lo que era un alivio para los estudiantes con los bolsillos casi siempre vacíos.

Mi vida en París está asociada a esta Librería. Cuando a finales de cada mes recibía mi corta beca como lector en Francia, acudía a Gibert Jeune a comprar libros de segunda mano; cuantos más, mejor. Esos libros que después eran subrayados y leídos con placer en el cuartucho de la pensión, en la habitación número 21, pero también en el Liceo Voltaire, donde daba clases de conversación de español a los alumnos de bachillerato. Libros leídos en los parques de París; mi preferido era el Jardín de Luxemburgo. Libros leídos en los trayectos del metro, en cualquier banco de un boulevard, en la sala de lectura de una biblioteca pública... El descubrimiento de la gran literatura francesa fue, junto a los museos, la gran baza de aquel año legendario en París. De lecturas hablaba con la encargada de la biblioteca del Liceo, con los compañeros profesores, con los alumnos, pero también -y mucho- con mis inseparables amigas Vicenta, Belén, Ana y Olga. Intercambiábamos pareceres, consejos, recomendaciones de lectura. Nos preguntábamos sobre giros y expresiones francesas, sobre pronunciaciones correctas, lugares parisinos para no perderse y cafés y supermercados bon marché. Así nació, entre lecturas y visitas a monumentos, nuestra fraternidad, o mejor sería decir sororidad, porque ellas eran más numerosas, y a la que bautizamos con el nombre de ‘La connerie’.

Todavía en casa hay decenas de estos libros comprados en Gibert Jeune. Muchos de los cuales forman parte ya de las mejores lecturas de mi vida. ¿Podré olvidar acaso Le diable au corps, de Raymond Radiguet,  L’Inmorariste, de  André Gide, Le Mystère Frontenac, de François Mauriac, Caligula, de Albert Camus, o L’oeuvre au noir, de Yourcenar, entre tantos y tantos. Tan interesante estaba La vie devant soi, de Roman Gary, que me pasé siete estaciones de metro sin darme cuenta.  Con Journal d’un curé de campagne, de George Bernanos, me refugié en la catedral de Notre Dame hasta que pasó el aguacero. Con Climats, de André Maurois aprendí que en la vida pasamos del más amado al menos amado en poco tiempo. Le silence de la mer, de Vercors, me acercó al joven lector de alemán que me habló de la culpa que aún atenazaba a su familia pronazi, Le the au harem d'Archi Ahmed, del argelino Meddi Charef, me introdujo en los barrios y en la jerga de los pied noirs  que habitaban en la banlieu de París y donde malvivían en precarias situaciones

 A los nuevos modos de compra on line, a la distribución de Amazon, se han unido en los últimos meses otros problemas: Las violentas manifestaciones de los chalecos amarillos que obligaban a bajar la persiana a los comercios, los trabajos en la línea del metro que cerraron al público la parada de Saint Michel, el incendio de Notre Dame y la consiguiente merma de turistas francófonos o amantes de la literatura en francés, la crisis del Covid que vació el Barrio Latino... Han sido la puntilla para un Gibert Jeune ya muy frágil.

En la memoria, esos momentos placenteros, buscando títulos y más títulos de una lista interminable de libros que quería comprar. Y también la alegría cuando encontraba uno de ellos, y más  si era a un precio rebajado más de lo normal, aunque eso a veces significase que el libro estuviera algo deteriorado o que el anterior lector hubiera subrayado algunos párrafos.

Cuando después he visitado París con Jose, siempre he vuelto a Gibert Jeune. Formaba parte de la ciudad, como la catedral de Notre Dame, el Museo del Louvre, el Jardín de Luxemburgo, el descafeinado en la cafetería del Pompidou, la compra de una camiseta en Tati, el souvlaki en un restaurante griego del Barrio Latino y la Universidad de la Sorbonne. Borges decía que hasta podría imaginarse un mundo sin árboles, pero nunca podría imaginarse un mundo sin libros. Tampoco sin librerías.  La última vez que estuve en París, compré una biografía de Édith Piaf. Al contrario de lo que ella cantaba en Je ne regrette rien, yo no voy a hacer un fuego con mis recuerdos, porque aún tengo necesidad de los placeres y de los pesares del ayer.









sábado, 20 de febrero de 2021

Once sonetos del amor oscuro, de Lorca



El 17 de marzo de 1984, los once sonetos del amor oscuro de Federico García Lorca aparecieron publicados en su totalidad en las páginas de ABC. La repercusión fue mundial. Periódicos y revistas de los cinco continentes reprodujeron y comentaron la noticia literaria del poeta español más conocido del siglo XX. Fue Pablo Neruda, en su casa de Isla Negra (Chile), quien encarecidamente había suplicado a Luis María Anson, Director del ABC, que mediara ante la familia de Lorca para que estos once sonetos vieran la luz. La familia los guardaba celosamente. La familia sabía que estos poemas proclamaban, en perfectos sonetos, el amor homosexual de Federico. Y ejerció, durante cincuenta años, una autocensura implacable. Es verdad que algunos de estos sonetos, incompletos, corrían de mano en mano, plagados de errores.

Pero algunos de los amigos de Lorca sabían que existían y se los habían oído recitar. Para Pablo Neruda, los sonetos, que los había escuchado de la propia boca de Lorca, eran lo más hermoso que él había oído, algo sólo comparable a la gran lírica de San Juan de la Cruz o de Quevedo, de Garcilaso de la Vega o de Juan Ramón Jiménez.

Al final, Luis María Anson obtuvo el plácet de la familia de Lorca. Fue en ese momento, noviembre de 1983, cuando los mejores especialistas en Lorca recibieron un sobre anónimo con los once sonetos, para que emitieran su parecer e hicieran la crítica literaria. Desde ese momento, no se hablaba de otra cosa en el mundo literario hispano. Para muchos de ellos eran los mejores poemas de amor de nuestra lengua.

La fama de estos 11 sonetos no ha hecho más que crecer desde 1984. Tenían que haberse llamado “Sonetos del amor”, a secas, pero un verso de uno de los sonetos “Ay voz secreta del amor oscuro”, terminó por dar nombre a todos.

Fernando Lázaro Carreter escribía que “Reducir lo oscuro de los asombrosos sonetos lorquianos a la trivialización en que algunos caen, probablemente hubiera indignado a Federico”. A juicio de este escritor con "amor oscuro” Lorca se refería esencialmente al ímpetu indomable y a los martirios ciegos del amor, a su poder para encender cuerpos y almas, y abrasarlos como hogueras que se queman y destruyen de su propio ardimiento”.

Francisco Giner de los Ríos solicitaba a los lectores: “Dejemos a los Sonetos y a Federico quietos y erizados como enseñando en su mármol definitivo el temblor siempre nuevo que tienen” Y continúa: “Su corazón no era ciertamente alegre. Era capaz de toda la alegría del Universo; pero su sima profunda, como la de todo gran poeta, no era la de la alegría. Quienes le vieron pasar por la vida como un ave llena de colorido, no le conocieron. Su corazón era como pocos apasionado, y una capacidad de amor y de sufrimiento ennoblecía cada día más aquella noble frente. Amó mucho, cualidad que algunos superficiales le negaron. Y sufrió por amor, lo que probablemente nadie supo. Me leía sus Sonetos del amor oscuro, prodigio de pasión, de entusiasmo, de felicidad, de tormento, puro y ardiente monumento al amor, en que la primera materia es la carne, el corazón, el alma del poeta en trance de destrucción”.

Federico García Lorca (Granada 5 de junio de 1898 — 17 ó 18 de agosto de 1936) dominaba como nadie la técnica del soneto, dos cuartetos de endecasílabos y dos tercetos. Los dos primeros con planteamiento y nudo y los tercetos como reflexión y desenlace. Los poetas de la generación el 27 se dedicaron con entusiasmo a la escritura de sonetos. Herederos de Shakespeare, Petrarca, Garcilaso, Góngora o Rubén Darío, reivindicaban los sonetos como el perfecto vehículo de expresión literaria.

Tras su viaje a Nueva York, García Lorca volvió liberado de muchos fantasmas y complejos. Y además ya era un autor de éxito, como dramaturgo y poeta. A partir de entonces se vuelve más explícita su homosexualidad. Ya la ha asumido y no le asusta.

Desde la publicación de los 11 sonetos, e incluso antes, todos han querido conocer quién o quienes inspiraron estos sonetos inmensos. Y las hipótesis se disparan. Y las imaginaciones y fantasías crecen. Todos los estudiosos coinciden que algunos de ellos fueron inspirados por un estudiante de Minas, Rafael R. Rapún, secretario de la compañía teatral La Barraca. Un joven de 23 años. Pero Rapún -3R- como le llamaba Lorca es heterosexual y muchas veces le es infiel con mujeres. La tormentosa relación con Rapún encaja bien con el tono de los sonetos. Otros amores ‘oscuros’ que inspiraron a Lorca pudieron ser Juan Ramírez de Lucas, menor de edad en 1936 y, más tarde, un reputado especialista de arte. La familia, de momento, no ha permitido el acceso al archivo de Juan Ramírez. Y un tercero en disputa es Eduardo Rodríguez Valdivieso. Para algunos un amor literario, pero otros aseguran haber visto las cartas líricas y explícitas que se intercambiaron.

Pero intentar penetrar en la intimidad de un ser humano probablemente no conduce a mucho. El espíritu del poeta está hecho de recuerdos, sueños, ansias, deseos, lecturas, voliciones, circunstancias, estados de ánimo. Todo ello, en un instante de creación, cuaja y se produce el milagro de la perfecta belleza. Por muchos nombres que saquemos a luz, nunca estaremos en la verdad, porque un poema brota, no sólo por las vivencias personales de su autor, sino también gracias a la herencia lírica recibida de siglos. El producto final nunca es la suma matemática de las partes.

Un satisfecho Luis María Anson pudo escribir en aquel lejano 1984: “Los versos de amor que hoy manan de las páginas de ABC como de un hontanar renovado restablecen la verdad sobre imaginaciones desbordadas y ediciones piratas. Nos devuelven, además, la gran lección que brinda la poesía eterna, por encima de las ideologías políticas, a todos los que quieren, como Lorca, la España de la concordia y la conciliación”.











domingo, 24 de enero de 2021

Eichmann en Jerusalén: la banalidad del mal.


 


Adolf Eichmann fue un alto funcionario del Tercer Reich, directamente encargado de la deportación de miles de judíos camino de los campos de concentración, de memoria y nombres infames. Cuando los ejércitos aliados llegaron a Alemania, pudo escapar del país, con nombre y pasaporte falsos. Se instaló en Argentina. En 1960, los servicios secretos de Israel lo raptaron en Buenos Aires y lo condujeron a Jerusalén para juzgarlo por genocidio.

Hannah Arendt  era una filósofa y escritora alemana, de origen judío, que tuvo que exiliarse de su patria. Marchó a Estados Unidos. Y trabajaba para el periódico The New Yorker. Fue este diario quien la envió como corresponsal al juicio que se celebraría en Jerusalén.

Pero Hannah no se limitó a enviar las crónicas a su periódico sino que se entregó, con su penetrante inteligencia, a intentar comprender lo que estaba pasando en el juicio y lo que había pasado en toda Europa desde que la bandera del antisemitismo había empezado a ondear en tantas naciones, y especialmente desde que, con las Leyes de Nuremberg del gobierno de Hitler, comenzó la discriminación y la hostilidad a los judíos, terminando muchos de ellos en las cámaras de gas.

Hannah fue la juez imparcial, en un ambiente, Jerusalén, donde casi nadie lo era. De su búsqueda y de su intento por comprender la globalidad del ‘asunto judío’ surgió un libro Eichman en Jerusalén. Casi sesenta años después de su publicación, ha caído en mis manos.

Hannah Arendt acuñó el término ‘banalidad del mal’, que después se ha convertido en una expresión capital del pensamiento moderno para indicar esa falta absoluta de conciencia a la hora de obrar el mal. Los actos más abyectos fueron ejecutados por “personas normales” que nunca sintieron que estaban haciendo algo malo. Ellos se limitaron a cumplir órdenes: estampar un sello, pulsar un botón, conducir un tren, elaborar unas listas… todas acciones aisladas. Pero nunca se preguntaron dónde terminaban esas acciones banales y cuáles eran sus resultados. Muchos de los criminales nazis (en el mundo comunista se dieron otros tantos) eran padres ejemplares y cariñosos, esposos atentos, personas cultas e instruidas que se emocionaban con Bach o Wagner, cuidaban a sus mascotas, eran encantadores con sus amigos en las excursiones por las montañas …

Eichmann fue uno de esos practicantes de la banalidad del mal. Cuando lo detuvieron, orgulloso, dijo a sus raptores: “Soy efectivamente Adolf Eichman”. En todo momento se declaró inocente. Él siempre había sido un funcionario obediente, ejemplar. Y no se arrepentía en absoluto de haber sido un cumplidor a rajatabla de la promesa realizada al entrar en el mundo nazi: “Yo sólo me dedicaba a organizar el transporte de judíos”.

Las dos ideologías odiosas del siglo XX (nazismo y comunismo) produjeron, como un fruto amargo, esta banalidad del mal. Hacer el mal es un acto banal, como tomarse una copa de vino, lustrarse los zapatos o pasear al perro. ¿Cómo fue posible llegar a hacer el mal con tanta ligereza, con tanta banalidad? A esta banalidad del mal se llega cuando una ideología política se convierte en un asunto de fe ciega. Cuando se idolatra tanto a un líder y a una idea, individuos y masas son capaces de jurar obediencia sin peros y sin fisuras. Para convertir el mal en pura banalidad fue suficiente con extirpar la conciencia personal, anular cualquier sentido de empatía o compasión hacia el otro y con no preguntarse jamás a dónde conducen mis actos, por muy pequeños que sean. Y muchos asintieron sin más, y sin hacerse preguntas.

El extenso informe de Hannah Arendt buceó también en las aguas turbias de la historia y del corazón humano. Y por ello fue vapuleada y criticada. Cuando Alemania fue derrotada, muchísimos alemanes confesaron que, ocultamente, sentían compasión por las víctimas del Holocausto, que ellos nunca aprobaron las políticas y las ideas de Hitler… Hannah demostró que no era cierto: Hitler se sintió arropado por la mayoría de su pueblo. Y todo el mundo miró para otra parte para no ver lo que era obvio a todas las luces. Hannah también arrojó luz sobre las muchas sombras del sionismo en Alemania que, al principio, no ocultó su simpatía por el discurso reivindicativo y patriótico de Hitler. Asimismo, desenmascaró a los Consejos Judíos nombrados por el régimen nazi para hacerse cargo de los asuntos cotidianos que afectaban a todos los judíos. Hay una frase terrible: “En su largo viaje a los campos de concentración, los judíos se encontraban con pocos alemanes”. Eran judíos los que elaboraban listas, conducían a los prisioneros, hacían funcionar las cámaras de gas y distinguían entre judíos alemanes o judíos polacos, judíos combatientes y judíos apátridas. Un capítulo negro dentro de la historia negra de la Shoah.

Eichmann, impertérrito a lo largo de todo el proceso, incapaz de comprender porque se le estaba juzgando, fue condenado a pena de muerte en un juicio con muchas sombras desde el punto de vista de la legalidad internacional. Sirvió, eso sí, para hacer memoria del mayor pogromo sufrido por el pueblo judío. Los numerosos testigos, llegados de media Europa, fueron desgranando su calvario de privaciones, humillaciones, heridas y sufrimientos. Eran los escasos supervivientes de un sistema perverso que se puso como objetivo una “Europa sin judíos”.

La conclusión de Arendt es que Eichmann era “un hombre normal, terriblemente normal”, un hombre sin sentido ninguno de la trascendencia, que se había entregado totalmente a una ideología en la que la exterminación judía era parte del programa. Y a este programa, sin pensárselo y sin sentir ningún odio especial por los judíos (algo que el acusado repitió machaconamente), se entregó metódica y totalmente. Una entrega ciega a una ideología que había trocado el “No matarás” por el “debes matar”

Eichmann se dirigió con gran dignidad al patíbulo, después de haber solicitado una botella de vino. Declaró con énfasis que él era un Gottfläubiger (término nazi para indicar que no era cristiano y que no creía en la vida sobrenatural). Luego prosiguió: “Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos”. Y la autora concluye: “Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes”.







martes, 5 de enero de 2021

De lecturas y relecturas en 2020






1.       1. Diez lecturas para resumir el año.

      George Steiner murió en 2020, después de una vida académica al servicio de las humanidades. Uno de los últimos intelectuales en defender los saberes clásicos, ahora en grave retroceso por la revolución tecnológica e informática. Pero sin las humanidades, asegura Steiner, será  fácil perder las raíces, saber de dónde venimos, y  luchar contra la barbarie y las ideologías totalitarias  y los populismos.Un largo sábado es un libro-entrevista muy interesante para quien quiera conocer las inquietudes y los desvelos de este humanista. El libro es también mérito de la periodista francesa Laura  Adler que, mediante inteligentes preguntas, sabe sacar lo mejor del escritor. El título -que contiene la palabra sábado- es altamente significativo. Steiner no renunció nunca a su origen judío, si bien se mantuvo alejado del sionismo y más alejado aún de la manera de conducirse del estado de Israel. Pero Steiner defiende la aportación impresionante del mundo judío a la Historia con mayúsculas. Interesante un apunte: El judío ante un libro, una obra de arte, siempre piensa: “puedo mejorarlo”. Y no por arrogancia, sino por esa tensión de superaración, de esfuerzo y de búsqueda de la excelencia. Steiner es un ateo que sabe que la oposición del modernismo y de la progresía a la tradición bíblica es simplemente un suicido para Occidente. Una larga y enriquecedora entrevista para ocuparnos del ser humano que trabaja, lucha, pero que también tiene el sábado para descansar, para releer su historia, para sosegar su corazón y para tratar de entender los sentires y los pensares de otros hombres. Su reflexión sobre el ser humano que es un invitado a la vida y que, al acabarla, debe dejar esta casa un poco mejor de como la encontró, me parece fascinante.


 

En uno de los momentos más convulsos de la historia de la Compañía de Jesús, Pedro Arrupe fue llamado a dirigirla como su Prepósito General (1965-1983). Este vasco universal  fue testigo ocular, un 6 de agosto de 1945, de la explosión de la primera bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima, una tragedia que le marcaría para siempre. El hecho de que, además de sacerdote, fuese médico, le permitió curar a los muchísimos heridos que, de todas partes, acudían a la casa de los jesuitas. Hay que remontarse varios siglos atrás para encontrar un general jesuita tan carismático. Pedro Miguel Lamet traza una biografía apasionante de un hombre verdaderamente fascinante. Arrupe fue uno de los mejores lectores del mundo y de la Iglesia en los tiempos inmediatos al Concilio Vaticano II. El primero en avistar el problema de los refugiados, para los cuales crea el Servicio Jesuita a Refugiados. Su paso por Japón le acercó a la espiritualidad oriental y a sus maneras de meditación y de oración. Su mentalidad abierta, le acarrearía algunos sonoros encontronazos con el Vaticano, aunque, como buen hijo de San Ignacio, su obediencia al Papa estuvo fuera de toda duda.  En 1981, sufrió un severo ictus, por lo que tuvo que empezar de cero, como un niño pequeño, a leer, andar o escribir. Así pasó la última década de su existencia: conviviendo con el sufrimiento y la enfermedad, lo que dejó admirados a todos los que le conocían. Sus últimas palabras: “Para el presente, amén; para el futuro, aleluya”. En uno de sus viajes –cuenta él mismo- recibió su regalo más hermoso. Al acabar una celebración, un campesino indígena le pidió que le acompañara. Le llevó hasta un rincón y le dijo: “Padre, mire, le he traído hasta aquí para que vea este atardecer”.

 

El Orden del día, la breve novela del joven escritor Éric Vuillard con la que obtuvo el Goncourt , nos lleva a un momento clave de la historia de Alemania que tantas desastrosas consecuencias traería para el resto del mundo:  el 20 de febrero de 1933. Ese día los principales industriales alemanes fueron a mostrar a Herr Hitler su apoyo sin fisuras y sin peros, y también sus millones de marcos al proyecto nazi. A cambio le pedían seguridad para sus negocios y unas leyes más acordes con sus intereses. Perfectamente vestidos, allí estaban todos: Los Krupp, Bayer, Afga, Opel, IG Farben, Siemens, Allianz, Telefunken, porque “las empresas no mueren como los hombres. Son cuerpos místicos que no perecen jamás”.

Los sueños locos de un loco personaje no prosperan sin muchas adhesiones y muchos aplausos. Y no sólo los apoyos del capital sino también los apoyos de muchos ciudadanos en las calles, las fábricas, los hogares y las cancillerías. Es una lección para la Historia, útil en estos tiempos de desmemoria, amnesia y tics populistas que siempre acaban siendo políticas autoritarias. Y también para no olvidar nunca que el poder económico manda ahora como nunca lo ha hecho antes, capaz de adaptarse para no perder influencia y peso. Una buena novela francesa, con una prosa limpia y con un mensaje necesario.

 


El periodista Ramón Lobo llega a Kabul, como corresponsal de El País, en 2009, para cubrir las primeras elecciones de Afganistán. Aparte de las crónicas enviadas a España para intentar comprender la trágica y esperanzada situación de Kabul, capital de Afganistán, después de la inusitada violencia sufrida durante décadas, primero con la invasión del Ejército Rojo y después con la Revolución de los talibanes, el autor aprovecha su estancia en la capital afgana para escribir un libro. En Cuadernos de Kabul, Ramón Lobo posa su mirada en las personas anónimas que, a pesar de la guerra y sus ‘daños colaterales’, intentan y se esfuerzan por llevar una vida ‘normal’. La desigual batalla de ciudadanos sencillos es descrita por el autor con inmensa ternura y con esperanza. Un barbero, un cambista, las ruinas de lo que fue un cine, un equipo femenino de fútbol, el niño que vende vasos de agua en el zoológico, los adolescentes que vuelan cometas, el panadero que acude a su cita diaria con la harina y el horno. El desafío de la reconstrucción de Kabul y el trabajo de los ‘sencillos hombres, mujeres y niños para llevarla a cabo’. Mientras muchos periodistas se limitaban a transmitir literalmente los partes oficiales y los teletipos de las grandes agencias, Ramón Lobo bajó a las casas y a las calles, tal vez ruidosas y sucias, pero sin duda las únicas donde era posible captar el respirar cotidiano de los afganos.


 Fratelli tutti. Esta expresión pronunciada por frate Francesco hace 800 años en Asís ha sido retomada por el Papa para escribir una encíclica sobre la fraternidad y la amistad social. En cierto modo, se trata del proyecto del Papa para ‘sanar el mundo’ después de la Guerra del Coronavirus. En un momento sin liderazgos mundiales, donde los dirigentes políticos, sindicales o intelectuales están a la altura del betún, el único referente mundial, la única voz que suena distinta y clara es la del Papa Francisco. Fratelli tutti hace un análisis certero de los males que acosan el corazón humano y el corazón del mundo, y propone una globalidad de los afectos, una fraternidad universal basada en los derechos humanos, la justicia y la distribución equitativa de los bienes de la tierra. Y pide a las religiones que sean promotoras de la única globalización que merece la pena: la del bien y la de la paz entre creyentes y no creyentes. Cada página de esta encíclica está cargada de mensajes inspiradores, de frases a subrayar, de ideas que invitan a la reflexión y al cambio. En el encuentro celebrado en Abu Dabi con el Gran Imán de Ahmad Al-Tayyeb, ambos pudieron proclamar: “Asumimos la cultura del diálogo como camino, la colaboración común como conducta; el conocimiento recíproco como método y criterio”.

 

Javier Reverte, el escritor viajero con más lectores de este país, nos dejó el pasado otoño. Un buen libro de viajes, si es bueno, tiene que suscitar en el lector las ganas de hacer la mochila y coger el tren o el avión para presentarse en las calles y paisajes que el escritor nos ha descrito. A mí me sucedió con este libro. Pero este viaje italiano de Reverte tiene mucho de literatura y de amor a los escritores de una determinada geografía. Cuando Reverte viaja a Venecia, va en pos de Thomas Mann y su gran novela Muerte en Venecia. Cuando visita Trieste busca las huellas del delicado poeta Rilke y sus elegías de Duino. Y cuando se planta en Sicilia, no puede por menos que recorrer, como un creyente perseguidor  de reliquias, los lugares que Giuseppe Tomasi, Príncipe de Lampedusa y autor del Gatopardo, pisó, amó y detestó de su amada y odiada Sicilia. Y son las páginas dedicadas a este libro y a este autor las que a mí me han gustado más, quizás porque la novela de El Gatopardo me parece algo grande dentro de la narrativa italiana, y porque la bellísima película de Visconti aún danza en mi cabeza, como lo hicieron durante 40 minutos Burt Lancaster y Claudia Cardinale.


 Primero conocí al autor en una tanda de conferencias en la ciudad de Valladolid. Un comunicador nato y un hombre que transmitía una pasión ilimitada por el Libro de los Libros. Luego, lo conocí como lector. Este cuaderno titulado La casa sin paredes de la vida es un poético y profundo análisis del Cantico delle Creature o Cántico del Hermano Sol, de Francisco de Asís, y del que Borges diría que ‘contenía en sí todo el universo’. Leer este pequeño ensayo al lado del río Duero, o desde el altozano donde se contempla el atardecer, o junto a los campos de los girasoles, o de los trinos de los pájaros y las hierbas humildes del campo, ayuda bastante. No es que Francisco fuera un ecologista, ni un ‘verde’ de hace ocho centurias. Es mucho más. Francisco “escribe poco a poco este poema y el poema le va escribiendo a él”. El poverello es un hombre que se ha desnudado de todo para vestirse de Dios. Y de ahí procede su mirada inocente y virgen sobre el Criador y las criaturas: el sol, la luna, el agua, el fuego, la hierba, los frutos, la muerte y, sobre todo, los hombres que, perdonando por amor al Creador, consiguen no deformar la imagen de Dios en este mundo que sigue siendo hermoso. Francisco con su Cántico y Víctor con este cuaderno nos invitan a entender que “todo lo verdadero es frágil y de todo lo frágil emerge lo bello. Y de esta triple cuerda (verdad, fragilidad y belleza), la vida anuda el misterio de amor que nos alienta”.

 

José Jiménez Lozano fue un escritor total. Ensayos, novelas, cuentos, poesía y  diarios. Para mí, los Dietarios fueron lo mejor de su obra. Fueron los que más me enseñaron. Me dieron a conocer pensadores y escritores de los que yo no había oído hablar jamás, pero sobre todo me enseñaron a leer la realidad desde una perspectiva genuinamente humana y, al mismo tiempo, lejana de las modas, de los ‘ismos’,  y de las gafas de lo políticamente correcto. Jiménez Lozano fue el último de los ‘avisadores’, en el sentido de que nos avisó de por dónde se iba a despeñar el mundo si continuábamos practicando, acríticos, el credo de la modernidad (la ingeniería biológica y social, la cristofobia, el horror a los libros, el desprecio por la historia, etc., etc) y la insulsa felicidad que se nos ofrece ‘para nuestro bien”, como nos dicen los telediarios  y los portavoces de las ideologías imperantes cada día y cada noche.

Evocaciones y Presencias es el diario póstumo del escritor abulense que llevó siempre una vida retirada en Alcazarén.  Este dietario corresponde al periodo 2018-2019. El título –Evocaciones y Presencias- dice mucho. Jiménez Lozano evoca figuras, páginas, noticias, voces que son auténticas presencias en el día a día de los humanos. Pondré un ejemplo. El autor evoca una página de Enmanuel Levinas en la que recuerda su paso por el campo nazi, reducido a una rata, a un no-ser por sus guardianes y por unas ideas. Pero en el campo había un perro vagabundo que se había unido al pelotón y que les acompañaba al trabajo, y con ellos volvía ladrando y moviendo la cola. Y Levinas escribe. “Por él fuimos hombres”.

 

Empecé a leer este libro por curiosidad y también porque la autora es una Tordable (cuarto apellido en su caso), una lejana pariente de un apellido minoritario en España. El libro de Paz Velasco de la Fuente se ha convertido en poco tiempo en un manual imprescindible en las facultades y en los departamentos de policías y jueces donde se estudia la criminología como ciencia. Me rindo ante la capacidad sintetizadora de la autora, la falta de prejuicios a la hora de hablar de ciertos temas (por ejemplo de los crímenes cometidos por mujeres, que no son pocos), y sobre todo por ahondar en algunas ideas que considero de máximo interés: el problema del mal, las causas de los comportamientos criminales, las vidas rotas y las infancias truncadas detrás de muchos asesinos, la fascinación por el dominio sobre el otro, el deseo imperioso de hacer entender a la víctima que su vida depende de él, la apariencia de normalidad –incluso de ejemplaridad- que es connatural a muchos de los mayores criminales y asesino en serie,  la fascinación que muchos criminales y canallas de la peor calaña ejercen sobre algunas mujeres hasta el punto de convertirse en sus amantes o colaborar estrechamente en sus crímenes. Y sobre todo: dónde está la delgada línea que separa a un hombre corriente y normal de un asesino. ¿Estamos libres de cruzarla? Es algo verdaderamente inquietante. El libro suscita muchas preguntas, pero también da muchas respuestas.

  


Cuando concedieron el Premio Nobel de Literatura a Svetlana Alexievich fueron muchos los que dudaron de que el galardón fuera merecido. En el fondo, la escritora bielorrusa se había dedicado toda su vida a registrar en su grabadora las historias que otros le habían contado y a a transcribirlas. Y en cambio, ¿por qué gustan tanto sus libros? Tal vez porque, en cada uno de ellos, recoge todos los puntos de vista posibles y todas las voces que tuvieron que ver con algún acontecimiento. No son libros con un protagonista, sino con multitud. Son libros corales. Desde que leí su libro sobre la tragedia de Chernobyl, Svetlana ha sido una habitual en las lecturas de los últimos años. En esta ocasión, la autora recoge los testimonios de los que durante la Segunda Guerra Mundial, en una Unión Soviética alcanzada por el poder nazi, eran unos niños. Su infancia estuvo marcada por la violencia, el hambre, la escasez y los enormes sacrificios. Representan a la generación sin infancia, que pasó de la cuna a trabajar los campos o a cuidar a los heridos.  Toda la vida de estos niños ha consistido en tratar de entender lo que pasó, perdonarse  a sí mismos algunos de sus comportamientos, absolver a sus verdugos e intentar seguir adelante, a pesar de la violencia ejercida sobre sus pequeños cuerpos o almas.  


2.       2. Dos relecturas


Cuando el 1 de enero empecé la relectura de El Quijote, nada hacía presagiar que estábamos a las puertas de una de las bromas más pesadas de nuestras vidas: la pandemia. Cuarenta años después de la primera lectura y de varias relecturas, el Quijote me sigue haciendo reír y pensar. Y también me sigue asombrando y haciéndome feliz (una cualidad de algunos libros insuperables). Para Unamuno, El Quijote era el Evangelio que Dios había dado a los españoles. Y Camilo José Cela decía que España, el día del Juicio Final, podrá presentar el Quijote y La destrucción de las indias (Bartolomé de las Casas) para no ir de cabeza al infierno. Los novelistas, ya se saben, sólo deben rendir cuentas ante Cervantes. En mi biblioteca hay dos ejemplares del Quijote que salvaría de cualquier incendio y de cualquier diluvio: uno de ellos estaba en la Biblioteca del Colegio de Aguilar de Campoo y me fue regalado cuando se clausuró allá por 1991. El otro me fue regalado por un ‘anónimo’, tras atenderle, en mi oficina, “como merecía él y merecía su caso”, según él, después de llamar a mil teléfonos y mil ventanillas, me confesó.

 Siempre me he preguntado cómo habrá gente que, sabiendo que se va a morir,  no lee estos dos libros: la Biblia y El Quijote.

 

Decía George Steiner que, por muy ateo y agnóstico que uno sea, cuesta mucho afirmar que haya sido un ser humano el que haya escrito ciertos libros, entre ellos el Libro de Job. Releí el Libro de Job en pleno confinamiento duro del mes de abril, en la bellísima traducción que hizo Luis Alonso Schökel de este hermoso poema. Lo que sucede con los libros eternos es que saben leer nuestro presente. No es verdad que leemos libros. Son los libros –algunos pocos- los que nos leen a nosotros. En Job está el misterio del mal, las preguntas que nos suscitan la enfermedad y la desgracia. Job es el más impaciente de los pacientes y por ello se atreve a pedir cuentas a Dios de su dolor y de su miseria. Job no se conforma. Job quiere conocer cómo se mueve el corazón de Dios cuando los hombres injustamente sufren, se desesperan, lloran y mueren. En Job hay pocas respuestas, pero todas las preguntas del hombre moderno ya están en los bellísimos -amargos o dulces- versos de Job. El alma humana se retrató definitivamente en este libro de Job, escrito hacia el año 500 antes de Cristo.


3.     3.  Y un libro muy especial.


Me reconozco parcial y subjetivo al hacer la crítica de este brevísimo cuento escrito por chicos y chicas con discapacidad intelectual de Villa San José. Les conozco de cara y nombre y he frecuentado la casa donde viven y trabajan. Pero esto no quita mérito a este pequeño libro: la historia de Azahar, de su llanto por la pérdida de un ser querido, de su enamoramiento singular por un joven, de sus problemas de convivencia con sus compañeras, de su aprendizaje de cómo funciona su corazón y el corazón de los demás… Es un cuento que refleja la vida de tantos chicos y chicas con discapacidad, pero que también refleja nuestra vida, porque ninguna diferencia hay entre ‘ellos’ y ‘nosotros’. Todos somos capaces de muchas cosas y todos, a la vez, somos discapacitados para otras tantas. Las bonitas ilustraciones que acompañan al cuento hacen aún más valioso este paseo por el jardín de mis emociones.


***

Y dicho todo esto, ¿Te atreves a sugerirme algún libro que te haya gustado en 2020?

























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Una temporada en el infierno

            En una estación de París, desciende un joven de 16 años, cuerpo atlético, pelo alborotado y ojos azules. Se llama Arthur Rimbaud...

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