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domingo, 25 de abril de 2021

Una temporada en Olmo

 LA OPCIÓN GUANELIANA

7.- Una temporada en Olmo.

En tiempos de noches oscuras, es preciso mirar y leer el interior.

“Dios usa contigo la misma ternura que un padre que en todo momento y ocasión educa a su pequeño” (L.G.)

            


            En algún momento de nuestra vida nos toca pasar una temporada en Olmo. Olmo es el desierto, la sequedad, el abandono, la acedia, el aislamiento, la discriminación. En el mapamundi guaneliano, Olmo es un hito. Olmo es el nombre de un pueblecito de montaña en Valtellina. Un pueblo aislado y en el que sus habitantes –en el último tercio del XIX- tenían fama de huraños y hoscos. Tarde o temprano, la vida nos destierra a ‘Olmo’. Los biógrafos de Luis Guanella dan mucha importancia al breve periodo –apenas 3 meses- que  estuvo de párroco en este pueblo. El destierro a Olmo se había gestado en los años anteriores. Una incomprensión y una hostilidad por parte de las autoridades políticas que, poco a poco, se fue contagiando a las eclesiásticas, hasta decretar el destierro a este pueblo perdido.

Su alineamiento al lado del Papa, su celo sacerdotal, su compromiso con los más desfavorecidos -algo que sienta mal a los políticos porque esa debería ser competencia suya- su ardor apostólico que propició el surgimiento de vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, hasta el punto de que alguien dijo que “bastaba levantar un muro para que el pueblo pareciese un monasterio”, sus escritos nada veleidosos con el modernismo imperante, le hicieron caer en desgracia.

Abatido y cabizbajo, llegó Luis Guanella a Olmo. Vio que las gentes cerraban los postigos a su paso. Allí transcurrió tres meses de estudio y de oración, pero también con el desaliento como espada de Damocles sobre su corazón. Fue entonces cuando escribió: "Mis compañeros de sacerdocio, mis hermanos salesianos y mis alumnos hacen obras grandes para gloria de Dios y de las almas. Y yo aquí”. Él se sentía el apóstol fracasado obligado a pronunciar: "Tota nocte laborantes, nihil cepimus" (hemos trabajando toda la noche sin coger nada).

Pero Cristo no se detuvo a las puertas de Olmo, sino que entró con él, y allí le descubrió su corazón. El lugar de confinamiento, se convirtió en el Tabor de Don Guanella. Pero antes de entrever el Tabor, antes de tener esa certeza de que, pronto o tarde, la “hora de la misericordia sonaría”, este párroco, impulsivo y fogoso, conoció el derrumbe, la tristeza, el bajón, las dudas y la noche oscura.

 Olmo es importante en la historia de Luis Guanella, pero no lo es por la persecución ni el destierro (el obispo llegó a decirle: “no tengo motivos para suspenderte, pero lo haría con gusto”), sino porque, en esta temporada de castigo, don Guanella descubrió, no sólo que Dios no lo había abandonado, sino que le quería como el padre más amante. Como a la oveja perdida, Dios lo ponía sobre sus hombros y le conducía al valle.

Cada ser humano, cuando sufre rechazo o no es valorado como él quisiera o como cree merecer, puede tener dos actitudes: Una: maldecir su suerte, considerarse una víctima, despotricar contra los que han urdido su desgracia, repartir culpas a diestro y siniestro. Y dos: aceptar el presente que le ha tocado, perdonar de corazón a los que han tejido su desventura, mirar su interior, purificar sus sentimientos, disolver su sufrimiento, y permanecer en la presencia de Dios con su presente de desdicha. Por todo ello, ¡Olmo puede ser una bendición!

Esta segunda actitud lo cambia todo. La mayor fuente de conocimiento de uno mismo nos llega en los momentos de sufrimiento. Y del sufrimiento podemos salir como resentidos o como bendecidos.

Pero ‘Olmo’ nos puede enseñar algunas cosas.

Si nos tomamos en serio el cristianismo, tarde o temprano, nos sentiremos marginados. Ignacio de Loyola dijo en una ocasión que solo le preocupaba la Compañía si no se la perseguía: “Si no causamos ninguna extrañeza, es que hemos abandonado nuestra misión”.

Pero, al mismo tiempo, podemos descubrirnos como los que expulsan a otros cristianos a Olmo. Si no estamos muy atentos, tal vez pensemos que aquellos que no viven el cristianismo como nosotros creemos que debe vivirse, se ‘merecen’ una temporada en Olmo.

            Olmo nos da pie para hablar de cuantas veces nuestra forma de ser o de vivir entra en conflicto con el mundo e, incluso, con la propia Iglesia. Hace no mucho un periódico publicaba un elenco de las cosas más políticamente incorrectas. En ese listado aparecía, en primer lugar, el declararse cristiano practicante y exteriorizarlo en un lugar público, por ejemplo bendiciendo la mesa en un restaurante. Que alguien nos cuelgue el sambenito de ‘católico’ puede significar una defenestración social. En Europa, los cristianos no somos perseguidos con saña hasta la muerte, como está ocurriendo en otros lugares de Medio Oriente, pero sí que hay un tufillo de anticlericalismo por doquier. Hoy día, en el puesto de trabajo, decir que uno va a misa los domingos, que reza, o simplemente defender a la Iglesia en una conversación, no está bien visto. Si te confiesas abiertamente católico, te caen encima algunas categorías: carca, rancio, o te adjudican pertenecer a alguno de los movimientos más retrógrados de la Iglesia Católica. Cada vez las normas de un país se alejan más del Catecismo (cuestiones como la sexualidad, el aborto, el matrimonio, la eutanasia, pero también cuestiones económicas, migraciones, etc.). Por doquier abundan las burlas, los chistes gruesos, cuando no la inquina o el intentar hacerte callar la boca con algún escándalo eclesiástico (el de la pederastia del clero es infalible y pone fin a cualquier argumento y a cualquier defensa).

Pero Olmo es también “la tierra de nadie” que habitan los incomprendidos o los que se adelantan a su tiempo, los que sueñan sueños. Y la Iglesia no siente mucho afecto por estas categorías de personas. José María Rodríguez Olaizola escribe en su libro Tierra de todos que todavía persisten cristianos a los que se ve con recelo y sospecha, cristianos más o menos tolerados y más o menos incómodos. Y aunque los tiempos están cambiando, aún sigue habiendo cristianos  a los que se destierra: ¿Por qué tan pocas mujeres hoy aún en la toma de decisiones? ¿Por qué a tantas personas del colectivo LGTBI se ha negado el pan y la sal hasta hoy mismo? ¿Y los ex sacerdotes y los religiosos exclaustrados que han vivido de forma desgarradora su salida del presbiterado o de la vida religiosa? ¿Y tantos laicos a los que se trata como monaguillos? ¿Y los divorciados y vueltos a casar a los que aún no se permite la plena comunión con la Iglesia?

 Y estos colectivos son muchos y también han pasado o aún están en Olmo. Algunos, como Don Guanella, recibieron la luz en Olmo. Pero para otros, Olmo fue el final de su pertenencia a la Iglesia o el principio de una lejanía resentida y dolorosa. Para un creyente guaneliano sentir simpatía por los que “están o han estado en Olmo” tendría que ser lo más natural del mundo. Ellos también son parte de nuestra familia y a ellos nos une un ‘vínculo de amor’.

            “Acostumbrados a dormirnos sobre la cruz como sobre una almohada” (Marguerite Yourcenar),  muchos cristianos echarán de menos los tiempos gloriosos en que hacer pública ostentación de catolicismo estaba bien visto e incluso puntuaba y daba caché. Esto no es así y probablemente no lo volverá a ser. El mundo va por otros derroteros.

            La hostilidad social nos puede ayudar a hacer autocrítica sobre una determinada manera de ser creyente: la de vernos como miembros selectos del único Club verdadero. ¿Cuál es el plan de Dios sobre las distintas religiones? Es algo que no estamos capacitados para responder. Forma parte del misterio. Despojarnos de seguridades pétreas y de certezas inamovibles nos ayudará a vivir con serenidad y alegría en medio de una sociedad multicultural y mutirreligiosa. El creyente tiene una buena noticia que proponer, pero no que imponer.

            Nos sabemos barro, pero un barro que ha recibido un soplo de bondad y de belleza. Por ello, tenemos la obligación de ofrecerlo como un presente delicado. Y de ahí nuestra alegría. Somos imperfectos y pobres. Ya no constituimos una mayoría en posesión de la verdad, sino sencillos ladrillos de un puente por donde pasa la gracia y la dicha.

            En cada Olmo en el que estamos o estaremos confinados, podemos experimentar la ternura de Dios y ofrecer esta ternura al que está a nuestro lado. No ya desde el púlpito ni desde la cátedra, sino desde la cena compartida y el lavatorio de los pies.

Don Guanella tomó conciencia de que su Dios-Amor tenía que ser comunicado, como se ‘comulga’ un pan entre los hermanos cualquier mediodía del mundo. Utilizó todos los medios a su alcance para hablar de Dios. Basta echar una mirada a los libros, artículos, opúsculos, cuadernos que escribió sobre los más variados temas. Con el lenguaje pesado que por entonces estaba de moda en las esferas eclesiásticas, habló de todo, con más pasión que acierto literario, hay que confesar. En Olmo, germinaron muchas de sus ideas, porque en medio de la noche oscura, él experimentó la iluminación.

Olmo puede ser el lugar de nuestras desdichas, pero también de nuestras oportunidades. El lugar para ver nuestra pobre carne de hombres y, al mismo también, descubrir que no estamos solos en el exilio. Olmo siempre propicia una mirada lúcida a los cuartos tenebrosos del corazón. 

 


 Próximo domingo: Cap. 8.- Descubrir Claras y Catalinas. Descubrir centuriones


domingo, 18 de abril de 2021

Sentirse y saberse "buonfiglio"

 LA OPCIÓN GUANELIANA

6.- Sentirse y saberse ‘buonfiglio’.

Discapacidad que nos capacita y defensa de la dignidad de cualquier persona.

“Cuando acoges en tu corazón las debilidades humanas con el deseo de ofrecer una respuesta, entonces eres auténticamente misericordioso” (L.G).

 


           

Vale la pena dedicar una hora a observar la explosión de felicidad y de perfección que burbujea en las redes sociales. Un extraterrestre que mirase las fotos de Facebook, Twitter, Instagram y similares, pensaría que había llegado al mejor de los mundos posibles. Las sonrisas y las poses –en suma, el postureo- dominan las redes. Las librerías nos venden libros de cómo conseguir la felicidad en una semana o en veinte pasos. La cuestión es que, cuando hablas de tú a tú, cuando escarbas un poco en esa felicidad de merengue que aparentamos, nos damos cuenta de que el otro tiene sus sonrisas, pero también sus lágrimas. Nunca como ahora, que corremos en un continuo maratón tras la felicidad, esta nos es tan esquiva. El mortal aburrimiento en el que estamos instalados nos lleva a preguntarnos una y otra vez por qué no somos más felices. Este mundo zen que nos venden en el que tenemos que sentirnos superbién las 24 horas del día, ya no se lo cree nadie. Stefan Zweig en su parábola Los ojos del hermano eterno pone patas arriba nuestra manera de pensar: es en la humildad y en la servicialidad donde encontraremos el sentido a nuestras vidas y, por ende, la plenitud. Solo quien trata de hacer más fácil la vida a los demás, evitará herirlos y golpearlos. Corremos enloquecidamente tras el bien-estar, sin darnos cuenta de que solo lo encontraremos si practicamos, en el día a día, el bien-ser.

Vivimos en un mundo que nos vende la ‘perfección’ como un producto al alcance de la mano: sea la perfección del cuerpo (después de pasar por el quirófano), la de las sonrisas (tras acudir al dentista), la de los viajes (previo pago en la agencia), la de las vidas idílicas (mediante coach personal, el mindfullness, el yoga…) y el sexo a lo grande y a lo bestia (que es lo que nos muestra el porno y el sexo virtual). Y sin embargo, la ‘opción guaneliana’ nos invita a ser creyentes que viven la imperfección propia y la ajena como una oportunidad para refrenar nuestro impulso a la soberbia, a creernos mejores y a mostrarnos intolerantes con los demás. Como bellamente ha escrito Víctor Herrero de Miguel: “Solo en los ojos del débil puede el poderoso fracasado sentirse invitado a una vida en fraternidad”. Los creyentes de este siglo XXI -habitantes de una galaxia de soledades interconectadas- solo alcanzaremos la condición de hermanos si nos sabemos y nos sentimos débiles, porque “es por las rendijas de la fragilidad por donde se cuela la luz de Dios”.         

Si tuviera que poner nombre al sistema filosófico-teológico que subyace en lo que llamamos la ‘guanelianidad’, diría que son la “teología de la fuerza de la debilidad” y “la filosofía de la imperfección”. Un poeta guaneliano, Alfonso Martínez, habla muy a menudo en sus versos de esta teología y de esta filosofía, porque sólo estos seres imperfectos Saben poner al dolor / un silencio misterioso que nos supera”:

Consciente del poder divino,

te canto mi canción desafinada,

víctima de la filosofía de lo imperfecto,

porque yo trabajo en eso,

convivo con la imperfección,

Mi filosofía de lo imperfecto

creo yo que me hace más humano,

más tolerante, humilde y misericordioso,

más cerca de lo débil y de los débiles,

más cerca del marginado,

del excluido,

del empobrecido.

Mi filosofía choca a los sabios,

a los que quieren tener todo controlado,

todo perfecto.

Deja espacio a la improvisación,

y es amiga de decir: “lo siento”.

 

            Todos tenemos alguna discapacidad. Este debe ser el punto de partida. Considerarnos ‘capaces para todo’, nos convierte en engreídos y fatuos. Nacemos indefensos y morimos indefensos. Y en ese sendero que trascurre de la cuna a la tumba, se manifiestan nuestras múltiples imperfecciones, discapacidades, incapacidades, faltas, ausencias, carencias, necesidades, pecados y retrocesos. Saber que el ser humano es un ser imperfecto y desvalido nos cura de toda prepotencia y de toda soberbia. La humildad es el único estiércol que puede abonar nuestro humus y, así, añadir un palmo a nuestra estatura humana.

            La discapacidad mental y la minusvalía física son bien visibles. Las reconocemos a simple vista. Y en nosotros pueden provocar rechazo, simpatía, aceptación o indiferencia. O lo mejor de todo: normalidad. Pero hay otras discapacidades y minusvalías, mucho más serias y mucho más peligrosas que ser síndrome de down, ciego, sordomudo, tetrapléjico o con parálisis cerebral… ¿No tiene una seria discapacidad quien maltrata a una mujer o quien abusa de un niño? ¿No tiene una seria discapacidad quien es incapaz de empatizar con el dolor del otro? ¿Y quién saca beneficio de la mentira o quien saquea los bienes públicos? ¿Y quién se aprovecha de su inteligencia o de su belleza o de su fuerza para hacer callar al otro, humillarle o hundirle? ¿Y quien explota a los demás, y quien se enriquece fraudulentamente y quien hace negocios sucios aprovechándose de la pobreza de los más miserables? ¿Y quién destruye y saquea la naturaleza o es cruel con los animales? ¿Y quién es incapaz de compadecer o de perdonar?

            Habría que decir mucho sobre discapacidades. Pero lo cierto es que la discapacidad de corazón es la más severa de todas, porque siempre causa sufrimiento ajeno. Y tal vez son a estos ‘discapacitados’ hacia los que el creyente de esta generación debe estar más abierto, porque si nuestro odio es la respuesta a sus odios, ya nos han ganado, ya hemos entrado en su lógica y en su laberinto. Lo propio del creyente es el cuidado, incluso –tal vez sobre todo- de aquellos que no lo merecen o resultan odiosos. Condenar el mal no nos debe llevar a condenar a los ‘malos’.

            Pero vayamos a una discapacidad que don Guanella conoció bien y que sus seguidores intentan cuidar, remediar y dignificar. Como párroco de pequeñas aldeas, Luis descubrió que algunos chicos con discapacidad mental vivían descuidados en casa, apartados y escondidos por sus propios familiares. Logró convencer a los padres para llevarlos él mismo a una casa de Benito Cottolengo. Pero, nada más acomodarlos en esa casa, empezaba a preguntarse: “¿No podría hacer yo algo así en mi tierra?” De esta manera surgió  –estamos a finales del siglo XIX– la idea de construir una ‘choza’ para estos seres de desgracia. Conseguiría abrir una y muchas casas para ellos. Pero lo que denota su extraordinaria creatividad es que pensase que estos chicos y chicas no podían estar encerrados como en un manicomio, sino que podían aprender, ser útiles, trabajar en tareas sencillas. En una palabra, otorgarles dignidad. Nueva Olonio explica muy bien la recuperación y rehabilitación mediante trabajos manuales en el campo. Un buen día, en un carro, se presentó en la zona pantanosa de Olonio. Un terreno insalubre e improductivo, lleno de mosquitos. Picos, palas, azadas, rastrillas, canales de drenaje, desmontes y allanamientos… todo para que, en poco tiempo, allí donde solo había aguas estancadas y malaria, surgiesen los primeros huertos, los primeros árboles frutales, pero también una casa grande para personas con discapacidad mental. Poco a poco, otros hombres y mujeres y niños fueron llegando a la zona y construyeron sus casas y levantaron una iglesia y una escuela. Surgió un pueblo nuevo, un vergel en una zona pantanosa e ‘imposible’.

            Una sociedad se mide por el respeto a las minorías y a los diferentes. Frente a las palabras insultantes del lenguaje ordinario para nombrarles (subnormales, anormales, idiotas, tontos…), don Guanella inventó una palabra: “buonifigli”, que podríamos traducir como ‘buenoshijos’, o utilizando el lenguaje rural castellano ‘inocentes’. Pero ‘buonifigli’ alude a los hijos mejores, queridos, amados, predilectos. Todos somos ‘buenoshijos’, porque todos somos intrínsecamente imperfectos, frágiles, discapacitados. Y todos somos “discapacitados queridos, cuando alguien nos ame con un amor de predilección”.  Escribía Luis Guanella: “Los ‘buenoshijos’ … todo lo que les falta en la mente les sobra en el corazón. Son harto sensibles a la bondad que se usa con ellos. Por lo tanto, es preciso abstenerse de tratarles con brusquedad, y, en cambio, comprender sus manías. Nadie puede culparles de nada, sino que, por el contrario, se les debe tratar con gran ternura”.

La discapacidad es también un espejo en el cual podemos mirarnos. La discapacidad nos remite a nuestra propia vulnerabilidad e imperfección. Y es esta fragilidad la que nos torna humanos. Solo si recordamos el barro del que estamos formados, seguiremos siendo humanos, además de hombres y mujeres. Como nos ha enseñado Enmanuel Lévinas, “todo rostro es un mandamiento para el que lo mira: No me matarás”. Cada rostro humano lleva una marca de sacralidad. Es la marca que el propio Dios escribió sobre Caín, el asesino de Abel.

Al mismo tiempo que avanzamos por el camino de sabernos frágiles e imperfectos, debemos promover la defensa de las personas que conviven con una discapacidad. En la sociedad observamos movimientos esquizofrénicos. Por un lado, se dan avances extraordinarios en el campo de la inserción laboral y social de estas personas. Por otro lado, las leyes permiten la eliminación, en el seno materno, de estos seres, apenas se detecte alguna anomalía en el feto. También constatamos que, en una sociedad tecnificada y compleja y en una sociedad que aspira a crear el ‘superhombre’ y la ‘supermujer’, las personas afectadas por algún tipo de discapacidad, juegan con clara desventaja. Solamente una sociedad que ve más allá de la inteligencia y del éxito profesional o de la perfección del cuerpo, puede llegar a admirar y a hacer suyos esos valores de los que ellos andan sobrados: la inocencia, el perdón, la falta de prejuicios, la no competitividad, la capacidad para disfrutar de las cosas sencillas, el agradecimiento, el ritmo lento y la alegría porque sí…

Curiosamente, y lo confirman padres y cuidadores, las personas con discapacidad mental suelen ser buenas lectoras del alma humana, porque son capaces de ver lo que hay por detrás de nuestra fachada de seguridad, honorabilidad, profesionalidad, vestimenta y posesiones. Ellos atraviesan con su sexto sentido –Simone Weill hablaba de ‘genialidad’- nuestra epidermis y ven la mucha o poca valía de nuestro corazón.

“Hay en mí –escribe Soren Kierkegaard- una simpatía por el hombre puro y simple, por ejemplo, por los enfermos y los infelices, los tardos de mente, etc. He aprendido a dar gracias a Dios por esta simpatía como por un don”. Que esta sea también nuestra acción de gracias en la plegaria de cada día.

  


Próximo domingo: Cap. 7.- Una temporada en Olmo.

 

domingo, 11 de abril de 2021

Sacos de padrenuestros

 

LA OPCIÓN GUANELIANA

5.- Sacos de padrenuestros

La oración como amistad. El sufrimiento como compromiso con el otro.

“En cualquier duda, incluso grave, ora a Dios y, después, deja que actúe la Providencia del Señor” (L.G).

 

 


El 27 de septiembre de 1915, mientras Luis Guanella comía, su cabeza y su cuerpo se inclinaron bruscamente. ¡La parálisis! Sobrevivió un mes en medio de grandes sufrimientos, braceando entre estados de semiinconsciencia y momentos de lucidez. Uno de ellos se produjo el 11 de octubre. Recobró las fuerzas y pudo decir algunas palabras: “La Providencia ha tenido a bien enviarme esta enfermedad para que sobre mis obras lluevan gracias abundantes. Mi enfermedad me llevará al cielo. Dios no os dejará de su mano. En esta tierra nadie es imprescindible. La Providencia no os faltará. No olvidéis este programa: Rezar y sufrir”.     

Rezar y sufrir. Hay una argamasa que une estas dos palabras y que las torna inseparables. Una invitación a rezar y una invitación a aceptar el sufrimiento. Al sufrimiento ni se lo invoca ni se le da la bienvenida. El creyente no busca el sufrimiento pero, mediante la oración y la meditación, se prepara para aceptarlo cuando llegue. La mayoría de nuestros sufrimientos proceden de nuestra resistencia a aceptarlos. Hay contrariedades de la vida que nos afectan dolorosamente. La falta de salud o de prosperidad, la pérdida de trabajo, la angustia ante el porvenir. Y hay un sufrimiento que procede directamente de nuestro amor o de nuestras elecciones personales. Me explico. Si nos decidimos a querer a alguien, cualquier cosa que a él o a ella le atañe nos llenará de dicha, pero también de dolor. Si nuestro hijo sufre por su enfermedad, su fracaso o su ruina, ese dolor pasa directamente a nosotros, porque esa persona nos importa, nos duele. Nos apena su pena. Y nos duele su dolor. Y hay otro sufrimiento que procede directamente de nuestras decisiones. Si uno opta por la conciencia recta, por la ética sin fisuras, por el seguimiento de Jesús, o por la verdad, sabe que, tarde o temprano, tendrá que pagar un precio. Lo comprobamos a diario en las noticias. Un defensor de los derechos de los campesinos es asesinado en el Amazonas, un grupo de cristianos pierde la vida en un atentado en una iglesia de Nigeria, un criminal arrepentido es eliminado por su antigua banda. Es a este sufrimiento del amor y a este sufrimiento de las decisiones personales al que apunta Luis Guanella.

Si te decides a ser padre, madre o hermano de tu prójimo, estás optando por no dejar de sufrir ni uno solo de tus días. Hacer el bien es encaminarse –así nos lo enseña cada día la vida- por un camino donde el sufrimiento está siempre presente. Sufrir no es el objetivo del cristiano. Eso sería masoquismo. Pero aceptar el sufrimiento como una oportunidad para crecer interiormente, sí. Aceptar el sufrimiento (y aquí cabe hablar de renuncia, sacrificio, privación) cuando éste ayuda a alguien, también. Cuántas veces hemos oído decir: “El cáncer me ha hecho mejor persona”, “los meses que cuidé a mi madre fueron los más importantes de mi vida”. “No cambiaría por nada haber permanecido durante toda la enfermedad al lado de mi mujer”. ¡Cuántas veces hemos experimentado que el deber y el cariño hacia los que sufren nos alejaban, momentáneamente, de nuestra zona de confort y de nuestra ‘dolce vita’. Aunque, poco después, probábamos una especie de plenitud interior, gracias a nuestra decisión correcta y hecha en conciencia.

Muchos hombres y mujeres, por su defensa de la dignidad del ser humano o de su fe, huelen su muerte. ¿La desean? No. Pero no la rehúyen. Saben que puede ocurrir. Pero su compromiso no admite componendas. Si, finalmente, tienen que pagar con su vida, lo pagarán y ya está.

Hubo un tiempo, allá por el siglo XVI en que la inconsútil túnica de Cristo se desgarraba por toda Europa. Católicos, protestantes, anglicanos se lanzaban a guerras sin cuartel y el mundo se tornaba más y más intolerante. En una celda de un convento abulense, Teresa de Cepeda, mujer, una pobre monja, lejos de las enconadas batallas teológicas, descubría la belleza de la oración, la belleza de la descalcez. Fue ella la que dijo que oración es “tratar de amistad a solas y muchas veces con quien sabemos que nos ama”. A finales del siglo XIX, un cura inadaptado, controvertido, perseguido, leía estas palabras, las saboreaba como la mejor de las polentas. Y las hacía suyas.

Es difícil hablar en nombre de Jesús, si no cultivamos su amistad a través de la oración. La oración estuvo mal vista durante décadas, porque se tenía la sensación de que era una especie de pérdida de tiempo. El activismo europeo valoraba más a los creyentes que dedicaban las 24 horas del día a solucionar problemas, crear iniciativas sociales, hacer más y más cosas. Muchos se cuestionaron la razón de ser de las mismas órdenes contemplativas, muchas veces sin haber pisado un monasterio y sin haber gustado estas islas de paz y de libertad interiores.

Los católicos dejaron la oración personal, la oración comunitaria, para al final alejarse de todo lo que les sonara a Cristo. Pero era tanta la sed que los hombres sentían de trascendencia y de quietud interior que por doquier surgieron grupos de zen, meditación, mindfulness que vinieron a suplir, descafeinadamente, lo que era la oración católica: “tratar de amistad a solas y muchas veces con quien sabemos que nos ama”. La nostalgia de Absoluto no ha dejado de crecer en estas últimas décadas y cada uno busca, en el gran supermercado de productos espirituales, lo que cree que le conviene para su mente y su ánimo. ¿Está respondiendo la Iglesia Católica a esta inmensa sed de los hombres y mujeres de hoy? Y sin embargo es esta búsqueda afanosa de la interioridad donde están surgiendo cosas verdaderamente interesantes en el mundo católico. Basta pensar en Pablo d’Ors y su red de Amigos del Desierto. El silencio y la quietud como lenguaje y como método para mirarnos por dentro, conocernos en profundidad, redescubrir a Jesús de Nazaret y llegar al corazón del hermano: Escribe el autor de Biografía del silencio: “El gran desafío para el hombre del presente y del futuro es la dimensión espiritual. ¿Qué supone esto? Articular caminos para el cultivo de la interioridad, dar a la esperanza un fundamento para que no se quede en un bonito deseo o en un mero temperamento optimista”.

Don Guanella, cuando sus monjas le preguntaban qué tenían que hacer para ser unas buenas religiosas, cariñosamente les decía: “Vosotras sed sacos de padrenuestros”.

Si Jesús nos hubiese dejado únicamente la oración del Padrenuestro ya hubiera sido una auténtica buena noticia, una preciosa herencia. El padrenuestro ya constituye, él sólo, un evangelio.  La oración del  padrenuestro es más importante que todo el magisterio y que todo el catecismo de la Iglesia. Don Guanella escribió un breve ensayo sobre la oración dominical: ‘Vayamos al Padre’. Si escardamos un poco el lenguaje ampuloso y barroco, propio de la escritura eclesiástica de finales del XIX, nos encontramos con auténticas perlas, profundas reflexiones en torno a una oración que, por sí sola, constituye y funda a un cristiano. Al final, muchos cristianos, descubren que, después de tantos discursos y tantos libros, nos quedan el silencio y el Padrenuestro. Esta oración ha sostenido a miles de cristianos perseguidos o encarcelados a los que no se permitía siquiera leer el evangelio. Rezar un padrenuestro en el silencio de su cárcel o su destierro, les mantenía en pie y mantenía su corazón y su mente en la cordura. Un padrenuestro impedía que enloqueciesen o que abjurasen.

Escribió Luis Guanella: “Al rezar el Padre nuestro, haz que tu corazón rebose de afecto por el Señor, y trata con entrañas de misericordia a tus hermanos, por muy pecadores e imperfectos que sean. En toda familia hay hermanos mayores y hermanos pequeños, hermanos sanos y hermanos enfermos. ¿Qué sería de una familia -¡Y qué pensaría un padre!- si el hijo mayor, sano y fuerte, no sostuviera y no ayudase a sus hermanos más pequeños y enfermos?”

“Necesitas pan para tu cuerpo pero también pan para tu alma. Dios dispone para ti una mesa de manjares suculentos para el alma y un banquete de alimentos exquisitos para el cuerpo”.

 Hace poco, el Papa Francisco decía que “el que reza es como un enamorado" porque "lleva siempre en el corazón a la persona amada, vaya donde vaya". Por eso, ha recordado que se puede rezar "en cualquier momento, en los acontecimientos de cada día: en la calle, en la oficina, en el tren; con palabras o en el silencio de nuestro corazón". “La oración nos va transformando: calma la ira, mantiene el amor, multiplica la alegría, infunde la fuerza de perdonar".

El escritor francés, Enmanuel Carrère, después de unos años de converso católico, dejó la religión. El día que decidió salir de la Iglesia anotó en su dietario una de las más  hermosas y conmovedoras oraciones de un no-creyente: “Te abandono, Dios mío, pero tú, Señor, no me abandones”.

 


 

Próximo domingo: Cap. 6.- Sentirse y saberse ‘buonfiglio’.

sábado, 3 de abril de 2021

Educar con el corazón

LA OPCIÓN GUANELIANA

4.- Educar con el corazón

 Por los caminos del corazón se llega al otro y se le hace parte de nuestra familia

 

“Os exhorto a ejercer una caridad de persona a persona: buenas palabras, consejos sabios, buenos modales, paciencia, sacrificio, dedicación y alegría… Solo entonces formaremos una única y verdadera familia” (L.G).

 


        Hay una página de Luis Guanella que refleja mejor que ninguna otra su añoranza por su familia y por su hogar, por la dulzura de su madre María, y por el estilo estricto pero justo de su padre Lorenzo. En sus memorias recuerda el primer día de internado cuando era apenas un niño: “Por la tarde se entra en la jaula del colegio. El pajarillo del bosque ha sido encerrado en la jaula. ¡Qué espanto el acostarse y el levantarse por vez primera en el colegio! ¡Qué pesada para un pequeño montañés la disciplina de la campana, los gritos, demasiadas veces amenazadores, de superiores y de educadores! Por cada pequeña transgresión, un castigo: en silencio en un rincón, sin vino en las comidas. Y  ese miedo constante a que un día el prefecto de disciplina o el educador comuniquen a los superiores una negligencia insignificante. Ya no sentía la dulce voz de la madre, ya no estaban ahí los hermanos con sus consuelos. En esa época, en los colegios, el sistema educativo era muy severo, y tendía a formar los corazones más en el temor que en el amor. Las mismas prácticas religiosas se llevaban con un rigor excesivo”

Cuando puso los cimientos de su primera fundación, quiso que allí se viviese como en familia. No quería una institución, quería un hogar. Y se resistió a dar a su comunidad constituciones y estatutos, porque él solo deseaba que todos estuviesen unidos por lo que él llamaba “un vínculo del amor” y un estilo de familia. La reproducción humilde pero amorosa del hogar de Fraciscio. ¿Cómo se puede vivir juntos, si no es viviendo en familia? No quería que nadie se sintiese como en una jaula, ni que nadie estuviera atenazado por el miedo y el castigo. En unas navidades escribe a la superiora de una casa: “No se olvide, hermana, de poner el árbol, de que haya regalos, de que no falte la diversión”. Y también: “En las casas de la Divina Providencia, los sacerdotes, las monjas, los asistidos… forman todos una familia que cree unida, ama unida y actúa unida”

En la familia, se puede vivir en libertad. No hay espacio para el castigo, y si  alguna vez fuese necesario, debe ser moral y no vengativo”. Solo en la familia se pueden dar la espontaneidad y la naturalidad, sin las cuales un ser humano se amustia y se agosta. Escribe también: “La benevolencia familiar es un sistema educativo. El corazón necesita de la benevolencia como el estómago del alimento. La benevolencia es un verdadero sistema de prevención”.

Educar desde el corazón significa educar con el cariño. Si nuestros padres son muy inteligentes o están cargados de prestigio, si tienen muchos medios económicos, si nos han proporcionado una educación cosmopolita, no es tan importante.

Creía firmemente que el amor previene todas las desdichas y cura todas las enfermedades. Prevenir antes que curar. El ‘método preventivo’ que puso en marcha en sus casas consistía en “Poned es práctica el método del amor que es el que conviene a todos, y gracias al cual los educadores tratan con afecto paterno a los que les han sido confiados y los hermanos envuelven con su cariño a sus propios hermanos, para que en los quehaceres de cada día el mal no atrape a nadie y en el camino de la vida todos alcancen la deseada meta. Esta es la forma de vida que más se aproxima a la vida ejemplar de la Sagrada Familia”.

No deja de ser significativo el auge que en el siglo XIX alcanza la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Fueron muchos los hombres y mujeres que experimentaron –y escribieron sobre ello- la cercanía y la dulzura de un encuentro con Jesús. Dejaron de poner el acento sobre la Omnipotencia de Dios y el Cristo Juez del Universo, para hablar de la misericordia y el amor entrañable de un Corazón que se mueve y conmueve ante el sufrimiento humano. Escribe don Guanella: El Señor te muestra los tesoros de misericordia. Te mostró Belén, el Getsemaní y el Calvario. Y al final, su mismo corazón. El corazón es la sede del amor. El corazón es el centro de la vida. Jesús te pone delante su propio corazón palpitante para que, al verlo, te sientas conmovido. Jesús te abre su costado, para que tú puedas entrar en él, vivas de su vida, y puedas salvarte tú y salvar a los demás. Es el amor el que salva vidas”.

Todos somos educables. La educación no se limita a la infancia y la juventud. Nos educan, a lo largo de toda nuestra existencia, la familia, los compañeros de trabajo, los amigos, la sociedad. Y también nos deseducan, claro. Y por supuesto, cada uno de nosotros educa o deseduca, con su actitud. El Proyecto Educativo Guaneliano resumió muy bien esta política del corazón. “Los caminos para entrar en contacto con los demás son incontables, pero el camino de corazón es el que más nos implica personalmente, el más respetuoso y el más eficaz, sobre todo cuando la educación parece una empresa imposible e inútil, y no se ven razones suficientes para esperar resultados. Creemos que, ante casos desesperados, el verdadero amor siempre encuentra el sendero para llegar a lo más profundo del otro, animarle y llevarle un mensaje de bondad. Precisamente por esto, apostamos, más que por la organización, la eficiencia técnica y la metodología, por una relación educativa que tiene  en el amor su raíz y su razón de ser. Amar debe preceder a curar”

La política del corazón tiene dos enemigos muy potentes en nuestro mundo de hoy: la indiferencia y el sentimentalismo.

La indiferencia. Un exceso de información sobre la pobreza en el mundo provoca el cansancio de la solidaridad. Las crisis económicas llevan a un repliegue y a un sálvese quien pueda. El fin de las utopías, especialmente la abrupta caída del comunismo, en el que tantos millones de personas habían creído como una oportunidad de crear un paraíso aquí. Una sociedad tecnificada, con poco espacio para el encuentro personal. El whatsapp sustituye al abrazo, el skype al beso, el chat en Facebook al café compartido en el bar de la plaza. En un mundo así, el afecto es más virtual que real. Nos jactamos de tener amigos virtuales en las antípodas del mundo, y, sin embargo, no tenemos un amigo con quien dar un paseo y tomar un café.  Pero la indiferencia procede, asimismo, de esa intuición que nos susurra al oído que, si nos interesamos por la existencia de los demás, especialmente por la de aquellos que lo están pasando mal, nos complicaremos la vida.

El sentimentalismo es esa implicación intensa, pero superficial y efímera, en los dramas aireados por la televisión y las redes sociales, y que los vivimos con lágrimas y desazón. Pensemos en el secuestro y asesinato de un niño o en un atentado terrorista. Una avalancha de solidaridad en redes sociales, unas conversaciones monotemáticas en cafés y tiendas. Lo vivimos como algo personal. Este sentimentalismo nos permite sentirnos mejores, sensibles al dolor ajeno. Pero es un engaño. No nos cuesta nada poner la foto de un niño en nuestro perfil, o la bandera de un país, o la viñeta que resume la tragedia, no nos cuesta nada mensajear nuestra rabia e indignación en Instagram o Facebook. La compasión a un golpe de clic. El sentimentalismo es efímero. Dura lo que dura una noticia. Al día siguiente, nuestra emoción es requerida para otro asunto urgente.

            La política del corazón es implicación, compromiso, empatía, tiempo y recursos de ‘persona a persona’, como acertadamente escribió don Guanella. Un corazón llameante es lo que encontramos en el escudo de la Congregación, justo donde se cruzan los maderos, el vertical que asciende al cielo y el horizontal que se abaja a la tierra. En este sentido escribía: “Es preciso que se animen unos a otros y también, si es necesario, que se amonesten mutuamente, y que con ternura y firmeza se empujen unos a otros para obrar el bien, a mejorarse  día a día  y a facilitar la vida a los otros

            


 

Próximo domingo: 5.- Sacos de padrenuestros


 


domingo, 28 de marzo de 2021

La ley del samaritano

 LA OPCIÓN GUANELIANA

3.- La ley del samaritano.

Con pan y Señor junto a los heridos del camino.

“Un corazón cristiano que cree y que siente no puede pasar de largo ante las necesidades del pobre sin socorrerlo. Al verdadero seguidor de Jesucristo se le conoce en esto: tiene caridad con los pobres y los que sufren, pues en ellos la imagen del Salvador es más viva y real” (L.G.)


 



Salvo breves periodos de iconoclastia, el cristianismo siempre ha aceptado las imágenes sagradas, como una mediación entre el Absoluto y ese poco barro enamorado que es el ser humano. Menos mal que esto fue así, porque, si no, las iglesias y los museos estarían prácticamente vacíos de belleza.

Grandes artistas se han atrevido con el `buen samaritano’, el episodio evangélico que nos narra el evangelista Lucas. Una vez me encontré con El Buen Samaritano de Vincent Van Gogh en una exposición temporal en Ansterdam. Cautivó mi atención por completo. Fue pintado en 1890 y se conserva en Otterlo-Holanda. Por aquellos años, el pintor holandés se sentía apagado y en dique seco. Acudió a la obra de grandes artistas, en un intento desesperado de sacar inspiración. Para esta pintura del Buen samaritano, el artista holandés se inspiró en un cuadro del pintor francés Eugène Delacroix. El samaritano, con un esfuerzo sobrehumano, intenta poner al hombre ultrajado encima de su cabalgadura. Por el suelo, vemos la maleta vacía, que hace alusión al robo sufrido. Alejándose del herido, distinguimos a dos hombres que tratan de escabullirse de la cuneta donde encontraron al hombre herido. No son los ladrones; son los que, al ver al hombre herido, han dado un rodeo y han proseguido su camino. Ambos eran hombres muy religiosos. El lienzo entero es una llamarada de colores, que expresa bien la hoguera de dolor y de pasión que se desarrolla ante nuestros ojos, en medio de un paisaje agreste y pintado como en torbellino.

El camino que Luis Guanella recorrió entre 1842 y 1915 estuvo inspirado en el episodio evangélico del Buen samaritano. En tiempos de Jesús, los samaritanos eran los idólatras, los impuros, los heterodoxos, los herejes, pues con mucha facilidad adoraban a dioses paganos. Los judíos, en cambio, era nación sancta, raza elegida, etc., etc. Es curioso que, cuando Jesús quiere explicar quién es nuestro prójimo, elige como protagonista a un samaritano, en lugar de a un sacerdote o un levita judíos, considerados los elegidos y los íntegros, los hombres doctos que sabían interpretar hasta la última coma de la ley y los profetas.

Lo que mide nuestro cristianismo no es nuestra pertenencia a un credo, ni nuestro rezo, ni el cumplir a rajatabla los mandamientos de Dios y de su Iglesia. Lo que determina nuestro seguimiento de Cristo es la capacidad de ‘hacernos samaritanos’ en los caminos de la vida.

Lo primero que se requiere para ser un buen samaritano es la virtud de la atención. Para Simone Weil esta era la virtud por excelencia. Solo quien presta atención a cuanto sucede por el camino, puede ‘ver’ al hombre herido y atenderlo. El sacerdote y el levita pensaban en llegar puntuales al templo, cumplir sus ritos y hacer sus oraciones. Al ver al herido, se hicieron a un lado, porque el pobre es siempre un estorbo, un obstáculo para nuestras metas, incluso para nuestras ‘metas religiosas’.

El programa de Luis Guanella para con los heridos del camino fue: “Pan y Señor”. Ofrecer el pan y, con él, todas las cosas materiales: un techo para cobijarse, una ropa para vestirse, un libro para aprender, un oficio para ganarse la vida. Y en ese ‘Señor’ están incluidas todas las cosas que nosotros asociamos al espíritu: la dignidad, el reconocimiento del otro, la belleza, la poesía, la alegría, la bondad, el sentido de la trascendencia, la oración, la contemplación, la libertad de espíritu.

Es un programa que hoy nos parece sumamente equilibrado, porque tiende a satisfacer las necesidades espirituales y las materiales. Dar solo pan a un hombre es insuficiente, porque eso es lo que se da también al ganado. Darle solo espíritu puede ser una  hipocresía y un cinismo. Somos alma y cuerpo. Somos carne y somos espíritu. Tenemos sed de agua, pero también de cariño.

En el escudo de los guanelianos aparece el mote “In ómnibus charitas”, sacado de un pensamiento de San Agustín. La frase completa es “In necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas” (unidad en las cosas necesarias, libertad en las dudosas, y caridad en todo). Parece apropiada para alguien que bautizó a sus seguidores como Siervos de la Caridad y a sus seguidoras como Hijas de la Providencia. Caridad en su más genuino significado de amor; Providencia en su más auténtico sentido de cuidado integral.

            La caridad no es la limosna al indigente de tiempos pretéritos ni la solidaridad bobalicona a la que estamos hoy en día acostumbrados, por los eslóganes y lo políticamente correcto. Existe una solidaridad de Facebook, de Instagram o de Twitter, una solidaridad que no cuesta nada. Una solidaridad a un clic de ‘me gusta’. Nos mostramos solidarios con los indios apalaches, o con la causa de las mujeres birmanas, o con los monos de la selva o con los que tienen el síndrome de Asperger.

Cuando yo era un estudiante en el internado de los padres guanelianos de Aguilar de Campoo, nuestro educador, Leo Bigelli, nos tradujo la rimbombante frase latina ‘In ómnibus caritas”  de la siguiente manera: “en todo pon amor”. Y esto significaba, por ejemplo, ayudar al compañero al que se le daban mal las matemáticas, cuidar los libros y cuadernos, jugar sin trampas en el fútbol, respetar el silencio, aceptar lo que te encontrabas cada mediodía en el plato, no tirar nunca una sola miga de pan. Poner un poco de amor en todo es aliñar cada uno de nuestros actos y de nuestras palabras e incluso de nuestros pensamientos con un poco de educción, simpatía y ternura. También con un poco de afabilidad y de alegría. Para poder hacer todo esto hay que seguir un método práctico y sencillo: ponerse en lugar del otro, tener empatía y no juzgar nunca antes de caminar un trecho con los zapatos que al otro le han tocado en suerte o en desgracia.

            Todo herido del camino espera que ‘alguien’ pase y se apiade. Conviene recordar el drama del paralítico del evangelio que, inútilmente, esperaba a sumergirse en la piscina para alcanzar la curación. Él no tenía a nadie que lo cuidase. Cuidar es redimir. Cuidar es salvar. Jesús se apiadó de ese enfermo, no por su enfermedad, sino porque no tenía a nadie. Tener a alguien es tenerlo todo. No tener a nadie es la mayor desgracia que puede ocurrirte. Recordaba Luis Guanella: “Solo quien ama puede mirar al porvenir con mente serena y corazón tranquilo”.

Pon amor en todo” nos remite a la cotidianidad, a la “santidad de la puerta de al lado”, a la bondad doméstica. Nos podemos quejar todo lo que queramos del mundo, de la sociedad, del trabajo y de la familia… Pero si todo este tinglado no se desmorona es porque la mayoría de la gente hace las cosas con honradez y con amor. Veinte jóvenes voluntarios en una residencia de ancianos no hacen ningún ruido, pero su tarea callada hace la vida más vivible a un grupo de mayores. Un joven que rompe farolas o quema un contenedor hace mucho ruido, y sin embargo su acción a nadie beneficia.

El cristianismo, en el fondo, es una fe con pocas normas: Trata a tu semejante como te gustaría ser tratado en una situación similar. Estamos hechos de una piel que precisa la caricia tanto como la garganta necesita el agua.

Salvo que podamos hacer algo por ellos, los lejanos no constituyen nuestro prójimo. Por los lejanos podemos sentir pena, pero no auténtica compasión, porque la compasión, si no va seguida de la acción y de la cáritas, es pura sensiblería. Y las sensiblerías están bien para películas de lágrima fácil. Sentir compasión por los niños del orfanato de Kinshasa y no sentir compasión por los niños del emigrante pobre que vive en nuestro bloque, es cinismo. Sentir pena por los ancianos de un asilo de Afganistán y no visitar a nuestros padres en la residencia, es un sarcasmo. Y así sucesivamente. Solo si a alguien lejano, lo hacemos próximo, se convierte en nuestro prójimo.

Ante los pobres, desviar la mirada y dar un rodeo es lo más natural del mundo. Pero es que lo natural del mundo choca de frente con lo antinatural del mensaje de Jesús: tener compasión y acercarse. Si fuésemos honrados, deberíamos mostrar gratitud hacia todos los samaritanos que se han detenido y nos han atendido en un momento en que estábamos con heridas en las cunetas de los caminos.

El creyente puede, por los caminos, ser providencia para los demás. O dicho de otra manera, la Providencia de Dios la escriben las manos de los hombres justos. Escribía Luis Guanella: “El mayor consuelo que podemos tener en esta tierra es el de hacer un poco de bien”.

Etty Hillesum comprendió lo que muy pocos comprendieron en los campos de concentración alemanes: que Dios era impotente ante tanto sufrimiento y que, por lo tanto, necesitaba ayuda. Etty Hillesum, una mujer no especialmente religiosa, fue sonrisa, cuidado, aliento para hombres y mujeres que ya habían dejado de serlo a los ojos de sus guardianes. Escribió lo siguiente: “Voy a ayudarte, Dios mío, a no apagarte en mí, pero no puedo garantizarte nada por adelantado. Sin embargo, hay una cosa que se me presenta cada vez con mayor claridad: no eres tú quien puede ayudarnos, sino nosotros quienes podemos ayudarte a ti, y, al hacerlo, ayudarnos a nosotros mismos”.

 

 


 

Próximo domingo: 4.- Educar con el corazón.

domingo, 21 de marzo de 2021

El pobre, ese otro Cristo

 

LA OPCIÓN GUANELIANA

2.- El pobre, ese otro Cristo.

Cada vida humana es sagrada por su dignidad, su historia y su rostro.

 

“Al más abandonado de todos, acogedlo y sentadlo a vuestra mesa; que sea uno más entre vosotros, porque es Jesucristo” (L.G.) 

 


En 2017, la palabra aporofobia fue elegida como neologismo del año en España (aporós, pobre; fobia, miedo). La palabra fue un hallazgo de la profesora de ética, Adela Cortina, para hablar de nuestro miedo o de nuestro desprecio por los pobres. Puede que no seamos xenófobos, homófobos y otras fobias, pero todos somos aporófobos. Nada tenemos en contra de un gran futbolista negro, o en contra de un jeque árabe musulmán. Los que nos molestan son los negros pobres, los musulmanes pobres que deambulan por nuestras calles o plazas.

La aporofobia parece que está inscrita en nuestro ADN, como una forma de autodefensa. Si me junto a un pobre, mi riqueza disminuye. Si mi alío a un rico, probablemente aumente. Sentir simpatía y empatía por los pobres es un don. Un don que sólo puede otorgarnos la gracia. Por naturaleza estamos inclinados a identificarnos y a acercarnos al rico. Y cuando digo rico, digo fuerte, sano, influyente, inteligente, y otro sinfín de cualidades. ¿Qué puede aportarnos un enfermo, un donnadie, un viejo, un discapacitado?

Nadie lo ha dicho mejor que Simone Weil: “La simpatía del débil por el fuerte es natural, pues el débil, proyectándose en el fuerte, adquiere una fuerza imaginaria. La simpatía del fuerte hacia el débil es contraria a la naturaleza”. Y también: “Aquel que trata como iguales  a quienes la relación de fuerzas coloca por debajo de él, les hacer realmente el don de la condición de seres humanos”.

Hay una frase enigmática en el Evangelio. “Siempre habrá pobres entre vosotros”. La pronunció Jesús de Nazaret, sin duda el mejor lector del corazón humano. En este sentido, Jesús aceptaba, de antemano, el fracaso del cristianismo como solución a los problemas terrenales. Mientras haya hombres sobre la faz de la tierra, habrá pobrezas. Ahora sabemos bien a qué nos han llevado las utopías nazista y comunista en el siglo XX que prometían la plenitud de la Historia y el advenimiento de un paraíso de mil años. Todos los recelos son pocos ante quien nos promete paraísos.

La pobreza es una desgracia y es un sufrimiento. Pero es una revelación. El corazón humano se revela en la pobreza. El pobre refleja nuestra esencia de hombre. El pobre es el hombre sin aditamentos o añadidos que el poder, el dinero, los cuidados externos, las influencias o el prestigio pueden darle, y de hecho le dan. El pobre (material, física, espiritual, mental, afectivamente) está desnudo y está a la intemperie. Los pobres, en sí, no son “amables’. Solo la gracia puede obrar el milagro de amar a los pobres.

El libro de Job es la más hermosa escritura sobre la revelación que la pobreza causa en un hombre. Job maldice el día que nació y el día que fue engendrado. Pero al final reconoce que la pobreza le ha permitido ver a Dios cara a cara y no sólo de oídas.

Los pobres no pueden ser solo objeto de beneficencia. El pobre necesita nuestro reconocimiento como persona con toda su dignidad. “Los pobres nos evangelizan y nos educan; su presencia desencadena amor y es determinante para transformar nuestra realidad humana en la civilización del amor” (Proyecto Educativo Guaneliano).

La palabra justicia estuvo bastante apartada del lenguaje de la Iglesia, tal vez por miedo a ser tachada de marxista. Y sin embargo la lucha por la justicia ha sido una continua tarea en el mundo de los cristianos.

Se ha hablado mucho de la caridad de Don Guanella. Y bastante menos de su sentido de la justicia. Pero si uno hace menos caso a sus palabras y lee correctamente sus obras, descubrirá que el anhelo de justicia estaba en lo más profundo de su corazón.

Hambre y sed de justicia sintió don Guanella desde pequeño. No había justicia en su valle, donde algunas familias tenían que emigrar a Suiza o a América, a comer el amargo pan del exiliado. No había justicia en quien enfermaba y no podía costearse medicinas caras y alimentos nutritivos y, por ello, era destinado a la muerte, como le ocurrió a su compañero de seminario, atacado por una enfermedad contagiosa y al que él mismo, en contra de opiniones prudentes, cuidó hasta el final. No había justicia en Traona donde muchos adultos aún eran analfabetos y, por esa razón, en un viejo convento abandonado, improvisó una escuela nocturna y dominical, para que estos campesinos, uncidos como animales de carga a la ignorancia secular, pudieran aprender a leer y a escribir. No había justicia en la semiesclavitud a la que eran sometidas las hilanderas de la seda que trabajaban jornadas maratonianas y que perdían la vista en talleres oscuros de la ciudad de Como. No había justicia en el atraso secular en que vivían los hombres del campo que cultivaban un escaso huerto de supervivencia y que, en los años de sequía, se quedaban sin su maíz, el ingrediente de su polenta diaria, y, por ello, ideó y realizó una canalización de agua para asegurar el riego de esos campos. No había justicia en la forma en que eran abandonados tantos chicos y chicas con discapacidad, y eso le llevó a construir aquí y allá casas que los atendiesen y los cuidasen como los ‘buenos hijos’ que eran. No había justicia cuando las ayudas estatales no llegaban a los damnificados por el terrible terremoto de Avezzano, ese sur irredento dejado de la mano de Dios y de la mano de Roma. Y por ello, él y sus religiosos se presentaron en la ciudad destruida para socorrer y consolar, al mismo tiempo que ordenaba que se abriesen sus casas para acoger heridos, huérfanos y viudas.

La opción por la justicia no son sólo bellos discursos, brillante oratoria que invita a la lucha, especialmente si hay micrófonos y cámaras. La justicia se defiende, con pies y manos, con corazón y con entrañas, allí donde la injusticia crece, desde siempre, como las malas hierbas. Ocurre con demasiada frecuencia que los que sostienen las pancartas de las manifestaciones no sostienen los pucheros en las chabolas.

El sentido de justicia estuvo siempre en la actitud y en el hacer de don Guanella. Nunca quiso que a los chicos con discapacidad se les diese solo de comer y se les mantuviese aparcados como muebles en un pabellón. Quería que trabajasen, que viesen los frutos de su trabajo. Les enseñó a cultivar los campos, a cuidar el ganado, cada uno según sus posibilidades. Levantó talleres de carpintería o imprenta para aquellos muchachos que ya sobraban en el campo pero a los que la ciudad industrial tampoco acogía. Quiso que las mujeres empleadas en las hilanderías aprendiesen a leer y a escribir. No había justicia en esa ignorancia católica en la que se mantenía al pueblo fiel. Y por ello don Guanella escribió pequeños libros que ofrecían instrucción religiosa a los feligreses y parroquianos. Caridad y justicia, compañeras inseparables.

Hace unos años con motivo de la fiesta del Corpus Christi, se divulgó una viñeta en la que aparecía una custodia procesional. Si uno ampliaba la foto, se daba cuenta de que esa pieza de orfebrería no estaba hecha con oro, plata y piedras preciosas, sino con los cuerpos y las manos mendicantes de los pobres, componiendo una escena abigarrada y suplicante. Existe una transubstanciación en la eucaristía. Y existe una transubstanciación en los pobres. Y es esta transubstanciación la que torna sagrada cada vida humana, especialmente las descartadas o destinadas, según la mentalidad de cada época, a la marginación. Se puede comulgar en misa y se puede comulgar en las casas y en las calles de nuestras ciudades. Comulgar en la atención al enfermo en la Uci, en el lavado de un niño con lepra, en la lucha por la dignidad de una mujer objeto de trata. Como bien ensañaba Luis Guanella: “Es preciso educar a todos en un verdadero sentimiento de compasión hacia los que sufren, porque un corazón compasivo es un corazón bueno que Dios bendice”.

 

 


 

Próximo domingo: Cap. 2.- La ley del samaritano.

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