miércoles, 14 de abril de 2021

El príncipe del gatopardo




Por los pasillos y las estancias de los palacios de Palermo y Santa Margherita de Belice, Giuseppe Tomasi (1896-1957), príncipe de Lampedusa y duque de Palma di Montechiaro, “fue aprendiendo, desde muy joven, el camino de la soledad y la compañía de los libros”.

            Es lo que hizo durante toda su vida: “buscar la soledad y amar los libros”. Amaría también, y detestaría, la isla de Sicilia. El hombre más culto de Sicilia, el que mejor conocía su paisaje y el alma de sus paisanos, se decidió en 1954 a escribir un libro, El gatopardo. Un libro que él nunca vio publicado. Las dos principales editoriales de Italia rechazarían el manuscrito, porque les parecía una novela rancia, decimonónica. Los responsables de Einaudi y Mondadori no se lo perdonarían nunca. ¿Cómo les pudo fallar su ojo clínico? La mejor novela italiana del siglo XX pasó ante sus ojos y ellos no la reconocieron. Ambos eran esclavos de sus prejuicios de clase y de una ideología política –en este caso de izquierdas- incapaz de admitir que una novela que versase sobre gentes con título nobiliario pudiera ser buena literatura.

Pero resulta que el libro se convirtió en un fenómeno editorial. Fue el escritor Giorgio Bassani el que removió Roma con Santiago hasta lograr su publicación. El libro contó con el favor del público y la novela entró por derecho propio en la Historia de la Literatura italiana.

El Gatopardo tuvo, además, la suerte de ser llevada al cine, impecablemente, por el gran Luchino Visconti. La novela está ambientada en la época de la Unificación italiana. El gatopardismo ha pasado a definir la astucia y el cinismo con los que los partidarios del Antiguo Régimen se adaptaron al triunfo de la revolución, para beneficio propio, como exactamente refleja una frase lapidaria de la novela: “Es preciso que todo cambie, para que todo siga igual”. Basta con echar una rápida mirada al mundo para darse cuenta de que los poderosos se amoldan a los tiempos para seguir gobernando este mundo.

Pero la novela es también el acta notarial de una época, de un estilo de vida, de una aristocracia rancia que asiste, impertérrita o nerviosa, a su propia decadencia y a sus ansias por sobrevivir y seguir mandando en una situación política que, en principio, les es adversa. Todo cambia, pero Sicilia no cambia. No cambia el paisaje seco, ni la altivez de la aristocracia, ni la reciedumbre de los palacios, ni el oropel de los bailes. Tal vez, en el fondo, el Gatopardo es una meditación barroca sobre la muerte y la resistencia a morir de los individuos y de las clases sociales. Una historia de ocasos.

Giuseppe Tomasi había nacido en Palermo en 1896. Una madre absorbente que ejerció una gran influencia en su vida y un padre desapegado fueron su compañía en los vetustos palacios sicilianos. Durante la Primera Guerra Mundial partió para el frente. Fue hecho prisionero por los austriacos y recluido en un campo húngaro de donde escapó y consiguió llegar a pie a Italia.

            “Era un hombre muy tímido, no le gustaban las multitudes, tenía un elevado sentido de su clase social, se relacionaba con unos pocos amigos, hablaba varios idiomas y sus conocimientos eran tan amplios, que sus conocidos le llamaban ‘el monstruo”, comentaba su biógrafo, David Gilmour.

            Se casó con la aristócrata, de origen letón, Alexandra Wolff Stomersee. La pareja se instaló en Palermo. Pero las relaciones imposibles entre suegra y nuera hacían inviable habitar el mismo palacio. Alexandra abandonó Sicilia, y solamente volvería a Palacio tras la muerte de la madre de Giuseppe Tommasi.

            Hijo único (su hermana había muerto de pequeña de difteria) y sin herederos, adoptó a un primo lejano y discípulo suyo en las tertulias literarias, Giacomo di Lanza, que finalmente heredó el título de príncipe de Lampedusa, y que ha mantenido viva la memoria del escritor.

            El escritor viajero Javier Reverte buscó en Palermo el rastro del autor de El gatopardo: “Caminando por Palermo, me parecía que el hombre que más amó y mejor comprendió Sicilia fue, al mismo tiempo, quien más la detestaba. Era profundamente agnóstico. La cultura que poseía le había convertido en un escéptico. Pero se sentía monárquico y rezumaba clasismo. No soportaba la ignorancia y, en consecuencia, no se dignaba a corregirla en público”. 

Cuando la muerte le llegó mientras dormía en la casa de Roma, Giuseppe Tomasi estaba recibiendo tratamiento por un cáncer que se le había diagnosticado poco tiempo antes. En su testamento, pidió que “se intentase la publicación de su novela aunque no a expensas de sus herederos, porque eso sería humillante”. Y también que en el entierro solo estuviesen presentes su esposa, su hijo adoptado y la novia de éste, los únicos seres vivos a quienes decía amar, junto con su perro Pop.

La novela empieza con un latinajo “Nunc et in hora mortis nostrae. Amen”. “Y ya la muerte y la belleza no nos abandonan en todo el relato”. En el cementerio de los capuchinos de Palermo, en una sencilla tumba rodeada de una verja de hierro reposa el autor que dolorosamente dejó este mundo sin ver publicado su manuscrito en el que él tenía una fe absoluta.

 










domingo, 11 de abril de 2021

Sacos de padrenuestros

 

LA OPCIÓN GUANELIANA

5.- Sacos de padrenuestros

La oración como amistad. El sufrimiento como compromiso con el otro.

“En cualquier duda, incluso grave, ora a Dios y, después, deja que actúe la Providencia del Señor” (L.G).

 

 


El 27 de septiembre de 1915, mientras Luis Guanella comía, su cabeza y su cuerpo se inclinaron bruscamente. ¡La parálisis! Sobrevivió un mes en medio de grandes sufrimientos, braceando entre estados de semiinconsciencia y momentos de lucidez. Uno de ellos se produjo el 11 de octubre. Recobró las fuerzas y pudo decir algunas palabras: “La Providencia ha tenido a bien enviarme esta enfermedad para que sobre mis obras lluevan gracias abundantes. Mi enfermedad me llevará al cielo. Dios no os dejará de su mano. En esta tierra nadie es imprescindible. La Providencia no os faltará. No olvidéis este programa: Rezar y sufrir”.     

Rezar y sufrir. Hay una argamasa que une estas dos palabras y que las torna inseparables. Una invitación a rezar y una invitación a aceptar el sufrimiento. Al sufrimiento ni se lo invoca ni se le da la bienvenida. El creyente no busca el sufrimiento pero, mediante la oración y la meditación, se prepara para aceptarlo cuando llegue. La mayoría de nuestros sufrimientos proceden de nuestra resistencia a aceptarlos. Hay contrariedades de la vida que nos afectan dolorosamente. La falta de salud o de prosperidad, la pérdida de trabajo, la angustia ante el porvenir. Y hay un sufrimiento que procede directamente de nuestro amor o de nuestras elecciones personales. Me explico. Si nos decidimos a querer a alguien, cualquier cosa que a él o a ella le atañe nos llenará de dicha, pero también de dolor. Si nuestro hijo sufre por su enfermedad, su fracaso o su ruina, ese dolor pasa directamente a nosotros, porque esa persona nos importa, nos duele. Nos apena su pena. Y nos duele su dolor. Y hay otro sufrimiento que procede directamente de nuestras decisiones. Si uno opta por la conciencia recta, por la ética sin fisuras, por el seguimiento de Jesús, o por la verdad, sabe que, tarde o temprano, tendrá que pagar un precio. Lo comprobamos a diario en las noticias. Un defensor de los derechos de los campesinos es asesinado en el Amazonas, un grupo de cristianos pierde la vida en un atentado en una iglesia de Nigeria, un criminal arrepentido es eliminado por su antigua banda. Es a este sufrimiento del amor y a este sufrimiento de las decisiones personales al que apunta Luis Guanella.

Si te decides a ser padre, madre o hermano de tu prójimo, estás optando por no dejar de sufrir ni uno solo de tus días. Hacer el bien es encaminarse –así nos lo enseña cada día la vida- por un camino donde el sufrimiento está siempre presente. Sufrir no es el objetivo del cristiano. Eso sería masoquismo. Pero aceptar el sufrimiento como una oportunidad para crecer interiormente, sí. Aceptar el sufrimiento (y aquí cabe hablar de renuncia, sacrificio, privación) cuando éste ayuda a alguien, también. Cuántas veces hemos oído decir: “El cáncer me ha hecho mejor persona”, “los meses que cuidé a mi madre fueron los más importantes de mi vida”. “No cambiaría por nada haber permanecido durante toda la enfermedad al lado de mi mujer”. ¡Cuántas veces hemos experimentado que el deber y el cariño hacia los que sufren nos alejaban, momentáneamente, de nuestra zona de confort y de nuestra ‘dolce vita’. Aunque, poco después, probábamos una especie de plenitud interior, gracias a nuestra decisión correcta y hecha en conciencia.

Muchos hombres y mujeres, por su defensa de la dignidad del ser humano o de su fe, huelen su muerte. ¿La desean? No. Pero no la rehúyen. Saben que puede ocurrir. Pero su compromiso no admite componendas. Si, finalmente, tienen que pagar con su vida, lo pagarán y ya está.

Hubo un tiempo, allá por el siglo XVI en que la inconsútil túnica de Cristo se desgarraba por toda Europa. Católicos, protestantes, anglicanos se lanzaban a guerras sin cuartel y el mundo se tornaba más y más intolerante. En una celda de un convento abulense, Teresa de Cepeda, mujer, una pobre monja, lejos de las enconadas batallas teológicas, descubría la belleza de la oración, la belleza de la descalcez. Fue ella la que dijo que oración es “tratar de amistad a solas y muchas veces con quien sabemos que nos ama”. A finales del siglo XIX, un cura inadaptado, controvertido, perseguido, leía estas palabras, las saboreaba como la mejor de las polentas. Y las hacía suyas.

Es difícil hablar en nombre de Jesús, si no cultivamos su amistad a través de la oración. La oración estuvo mal vista durante décadas, porque se tenía la sensación de que era una especie de pérdida de tiempo. El activismo europeo valoraba más a los creyentes que dedicaban las 24 horas del día a solucionar problemas, crear iniciativas sociales, hacer más y más cosas. Muchos se cuestionaron la razón de ser de las mismas órdenes contemplativas, muchas veces sin haber pisado un monasterio y sin haber gustado estas islas de paz y de libertad interiores.

Los católicos dejaron la oración personal, la oración comunitaria, para al final alejarse de todo lo que les sonara a Cristo. Pero era tanta la sed que los hombres sentían de trascendencia y de quietud interior que por doquier surgieron grupos de zen, meditación, mindfulness que vinieron a suplir, descafeinadamente, lo que era la oración católica: “tratar de amistad a solas y muchas veces con quien sabemos que nos ama”. La nostalgia de Absoluto no ha dejado de crecer en estas últimas décadas y cada uno busca, en el gran supermercado de productos espirituales, lo que cree que le conviene para su mente y su ánimo. ¿Está respondiendo la Iglesia Católica a esta inmensa sed de los hombres y mujeres de hoy? Y sin embargo es esta búsqueda afanosa de la interioridad donde están surgiendo cosas verdaderamente interesantes en el mundo católico. Basta pensar en Pablo d’Ors y su red de Amigos del Desierto. El silencio y la quietud como lenguaje y como método para mirarnos por dentro, conocernos en profundidad, redescubrir a Jesús de Nazaret y llegar al corazón del hermano: Escribe el autor de Biografía del silencio: “El gran desafío para el hombre del presente y del futuro es la dimensión espiritual. ¿Qué supone esto? Articular caminos para el cultivo de la interioridad, dar a la esperanza un fundamento para que no se quede en un bonito deseo o en un mero temperamento optimista”.

Don Guanella, cuando sus monjas le preguntaban qué tenían que hacer para ser unas buenas religiosas, cariñosamente les decía: “Vosotras sed sacos de padrenuestros”.

Si Jesús nos hubiese dejado únicamente la oración del Padrenuestro ya hubiera sido una auténtica buena noticia, una preciosa herencia. El padrenuestro ya constituye, él sólo, un evangelio.  La oración del  padrenuestro es más importante que todo el magisterio y que todo el catecismo de la Iglesia. Don Guanella escribió un breve ensayo sobre la oración dominical: ‘Vayamos al Padre’. Si escardamos un poco el lenguaje ampuloso y barroco, propio de la escritura eclesiástica de finales del XIX, nos encontramos con auténticas perlas, profundas reflexiones en torno a una oración que, por sí sola, constituye y funda a un cristiano. Al final, muchos cristianos, descubren que, después de tantos discursos y tantos libros, nos quedan el silencio y el Padrenuestro. Esta oración ha sostenido a miles de cristianos perseguidos o encarcelados a los que no se permitía siquiera leer el evangelio. Rezar un padrenuestro en el silencio de su cárcel o su destierro, les mantenía en pie y mantenía su corazón y su mente en la cordura. Un padrenuestro impedía que enloqueciesen o que abjurasen.

Escribió Luis Guanella: “Al rezar el Padre nuestro, haz que tu corazón rebose de afecto por el Señor, y trata con entrañas de misericordia a tus hermanos, por muy pecadores e imperfectos que sean. En toda familia hay hermanos mayores y hermanos pequeños, hermanos sanos y hermanos enfermos. ¿Qué sería de una familia -¡Y qué pensaría un padre!- si el hijo mayor, sano y fuerte, no sostuviera y no ayudase a sus hermanos más pequeños y enfermos?”

“Necesitas pan para tu cuerpo pero también pan para tu alma. Dios dispone para ti una mesa de manjares suculentos para el alma y un banquete de alimentos exquisitos para el cuerpo”.

 Hace poco, el Papa Francisco decía que “el que reza es como un enamorado" porque "lleva siempre en el corazón a la persona amada, vaya donde vaya". Por eso, ha recordado que se puede rezar "en cualquier momento, en los acontecimientos de cada día: en la calle, en la oficina, en el tren; con palabras o en el silencio de nuestro corazón". “La oración nos va transformando: calma la ira, mantiene el amor, multiplica la alegría, infunde la fuerza de perdonar".

El escritor francés, Enmanuel Carrère, después de unos años de converso católico, dejó la religión. El día que decidió salir de la Iglesia anotó en su dietario una de las más  hermosas y conmovedoras oraciones de un no-creyente: “Te abandono, Dios mío, pero tú, Señor, no me abandones”.

 


 

Próximo domingo: Cap. 6.- Sentirse y saberse ‘buonfiglio’.

jueves, 8 de abril de 2021

Pedro Arrupe: "Voto de perfección”

 



Como cuenta Pedro Miguel Lamet, en su libro sobre Arrupe, las relaciones extrañas que se pueden crear entre los carceleros y sus prisioneros no son ninguna novedad, como sabemos por los libros de historia. En los inicios de la Segunda Guerra Mundial, Pedro Arrupe, por entonces un joven misionero jesuita, se encontraba en Japón, concretamente en Yamaguchi, la tierra que siglos antes había conocido a Francisco Javier. Cada extranjero era susceptible de ser visto como un espía, como un enemigo. Así que un buen día, la policía registró la casa donde vivía Pedro y encontró un taco de cartas que Pedro había recibido en Japón y que estaban escritas en diversos idiomas. Fue tachado de espía internacional y conducido a prisión, donde pasaría poco más de un mes.

Pedro aceptó con humildad la cárcel, sin quejarse en ningún momento. Sus días transcurrían en la oración y en el estudio de la lengua japonesa. Los carceleros se dieron cuenta de que estaban frente a una persona singular. Y muy pronto empezaron a charlar con él, a pedirle que les contase su vida o lo que hacía en su tierra. Una corriente de simpatía se creó entre el extranjero y los vigilantes. Charlaban cada tarde de sus vidas y de sus creencias. De ese periodo escribiría: Aprendí la ciencia del silencio, de la soledad, de la pobreza severa y austera, del diálogo interior con el huésped del alma -‘hospes animae’-, que nunca se me ha mostrado más ‘dulcis’”. Pero lo que más le conmovió es que un pequeño grupo de feligreses desafiase a las autoridades y se plantase delante de su prisión para cantarle un villancico el día de Nochebuena.

Después de un larguísimo interrogatorio, Pedro Arrupe fue puesto en libertad, pero antes quiso despedirse de cada uno de sus carceleros con los que había compartido días de soledad y de falta de libertad. Uno de ellos intentó disculparse, alegando que la guerra ponía nerviosos a todos. Pedro le dijo que no tenía por qué disculparse: “No le guardo rencor, sino agradecimiento por el bien que me ha hecho”. Y Pedro pudo advertir lágrimas en su carcelero. Muchos años después, explicaba la tristeza de sus carceleros: “Era la nostalgia indefinida, imprecisa, de algo que no les resultaba posible concretar. Creían emocionarse porque yo me marchaba, y no era así. Era Cristo el que se iba de ellos. ¿Puede haber otra explicación de su tristeza?”

Una anécdota define muy bien la fascinante figura del que llegaría a ser Prepósito General de la Compañía. Durante su estancia en Hiroshima, Arrupe había constatado que un japonés ya entrado en años seguía sin pestañear sus catequesis. Le miraba fijamente cuando él hablaba y estaba pendiente de sus labios. Y así durante más de seis meses. Un día Pedro se acercó al anciano y le preguntó si estaba entendiendo todo lo que explicaba. Pero no hubo respuesta. Fue entonces cuando le dijeron que el anciano era sordo y que no podía entender nada de lo que decía. Cuando finalmente logró comunicarse con él, el anciano le confesó: “Yo le miro y sé que no miente. Por eso yo creo lo que usted cree”.

Era un hombre creíble. Uno de esos gigantes que compaginan, armoniosamente, la fe y las obras. Pedro Arrupe vio, desde la terraza de la casa jesuita de Hiroshima la explosión de la primera bomba atómica, el 6 de agosto de 1945. Un inmenso relámpago dejó ochenta mil muertos y más de cien mil heridos. Desde el primer momento, abrió las puertas de la misión para acoger a los numerosos heridos que acudían de todos los rincones de la ciudad. Además de cura, era médico. Solo tuvo que arremangarse la sotana. Con una mano consolaba y cuidaba a los heridos y con la otra curaba y sanaba. Japón le enseñaría mucho sobre oración, sacrificio, contención de sentimientos, espíritu comunitario. Cuando todos los heridos volvieron a sus casas, dedicó muchas de sus fuerzas a hablar de la sinrazón de la guerra y en contra del empleo de las armas atómicas, con un espíritu no solo pacifista, sino también bienaventuradamente pacífico.

En 1965 fue elegido como cabeza de la Compañía de Jesús. El Concilio llegaba a su fin, y él trató de ‘poner al día’ la Orden de San Ignacio, entre aplausos, desdenes, rebeliones y, sobre todo, una hemorragia de vocaciones sin parangón en la historia de la Compañía. Sus detractores decían: “Un vasco fundó la Compañía, y otro vasco se la está cargando”.

Fue el primero en avistar el problema de los refugiados a escala mundial. Las guerras, el hambre, las ideologías políticas obligaban a huir a miles de personas e incluso a etnias enteras. Creó el Servicio Jesuita de los Refugiados que tantos logros ha obtenido durante las últimas décadas.

Para los jesuitas de la contestación o que hacían una lectura marxista de la realidad, Pedro Arrupe era un conservador. Para los jesuitas más aferrados a la tradición, más inmovilistas, era un revolucionario. Para unos y para otros, estaba guiando peligrosamente la Compañía de Jesús. Y como todo auténtico líder, recibió bofetadas y palos de unos y otros. Ya se sabe que cuando te vapulean los güelfos y te vapulean los gibelinos, es que entonces estás situado en el centro. Hubo encontronazos sonoros entre los monseñores vaticanos y Pedro Arrupe. Pero él, ignaciano hasta la médula, siguió con fidelidad y obediencia al Papa. Cada vez que Juan Pablo II salía del Vaticano en coche tenía que pasar delante de la Casa Generalicia de los Jesuitas. Y siempre Arrupe se apostaba en la puerta y se ponía de rodillas al paso de la comitiva papal.

En agosto de 1981, Pedro Arrupe sufrió un derrame cerebral severo que lo dejó maltrecho y le imposibilitó para seguir ejerciendo el gobierno. Tuvo que aprender a leer, a firmar, a caminar. La enfermedad lo clavó a la cruz durante un largo calvario de diez años. A medida que la enfermedad lo invalidaba, iba añadiendo palmos a su estatura moral. A muchos se les cayeron las escamas de los ojos, y empezaron a descubrir la grandeza de este español universal.

El 5 de febrero de 1991, sus ojos se cerraron en la enfermería de los jesuitas en Roma. Al día siguiente, una multitud llenó la iglesia del Gesú y las calles adyacentes para dar el último adiós a este hombre de bien.

Solo mucho después se supo que Pedro Arrupe había hecho “voto de perfección”. ¿En qué consiste? Se trata de obligarse, mediante voto, a elegir la más perfecta entre dos opciones lícitas que se presentan en la vida. Solo así se pueden entender algunas de sus actitudes. Un ejemplo: su secretario personal y amigo, Cándido Gaviña, reveló decisiones secretas de la curia jesuítica a algunos monseñores del ala conservadora del Vaticano. Arrupe calló y jamás lo destituyó, aún a sabiendas de que le estaba acusando y denunciando ante la Santa Sede.

A medida que se fueron conociendo sus escritos, se fue también conociendo la grandeza de su alma: “No hay nada en el mundo que me atraiga sino Tú sólo, Jesús mío”. La vida es así, los hombres somos así, y las dificultades personales subjetivas son tales, que solamente se puede contar siempre y en todas circunstancias con Jesucristo. Jesús es mi verdadero, perfecto, perpetuo amigo. A él me debo entregar y de él debo recibir su amistad apoyo, su dirección. Pero también su intimidad, el descanso, la conversación, la consulta, el desahogo…; el lugar es ante el sagrario: Jesucristo nunca me puede dejar. Yo siempre con él. Señor, que yo no te deje et “numquam me a Te separare permittas. Y no permitas que me separe nunca  de ti”.









sábado, 3 de abril de 2021

Educar con el corazón

LA OPCIÓN GUANELIANA

4.- Educar con el corazón

 Por los caminos del corazón se llega al otro y se le hace parte de nuestra familia

 

“Os exhorto a ejercer una caridad de persona a persona: buenas palabras, consejos sabios, buenos modales, paciencia, sacrificio, dedicación y alegría… Solo entonces formaremos una única y verdadera familia” (L.G).

 


        Hay una página de Luis Guanella que refleja mejor que ninguna otra su añoranza por su familia y por su hogar, por la dulzura de su madre María, y por el estilo estricto pero justo de su padre Lorenzo. En sus memorias recuerda el primer día de internado cuando era apenas un niño: “Por la tarde se entra en la jaula del colegio. El pajarillo del bosque ha sido encerrado en la jaula. ¡Qué espanto el acostarse y el levantarse por vez primera en el colegio! ¡Qué pesada para un pequeño montañés la disciplina de la campana, los gritos, demasiadas veces amenazadores, de superiores y de educadores! Por cada pequeña transgresión, un castigo: en silencio en un rincón, sin vino en las comidas. Y  ese miedo constante a que un día el prefecto de disciplina o el educador comuniquen a los superiores una negligencia insignificante. Ya no sentía la dulce voz de la madre, ya no estaban ahí los hermanos con sus consuelos. En esa época, en los colegios, el sistema educativo era muy severo, y tendía a formar los corazones más en el temor que en el amor. Las mismas prácticas religiosas se llevaban con un rigor excesivo”

Cuando puso los cimientos de su primera fundación, quiso que allí se viviese como en familia. No quería una institución, quería un hogar. Y se resistió a dar a su comunidad constituciones y estatutos, porque él solo deseaba que todos estuviesen unidos por lo que él llamaba “un vínculo del amor” y un estilo de familia. La reproducción humilde pero amorosa del hogar de Fraciscio. ¿Cómo se puede vivir juntos, si no es viviendo en familia? No quería que nadie se sintiese como en una jaula, ni que nadie estuviera atenazado por el miedo y el castigo. En unas navidades escribe a la superiora de una casa: “No se olvide, hermana, de poner el árbol, de que haya regalos, de que no falte la diversión”. Y también: “En las casas de la Divina Providencia, los sacerdotes, las monjas, los asistidos… forman todos una familia que cree unida, ama unida y actúa unida”

En la familia, se puede vivir en libertad. No hay espacio para el castigo, y si  alguna vez fuese necesario, debe ser moral y no vengativo”. Solo en la familia se pueden dar la espontaneidad y la naturalidad, sin las cuales un ser humano se amustia y se agosta. Escribe también: “La benevolencia familiar es un sistema educativo. El corazón necesita de la benevolencia como el estómago del alimento. La benevolencia es un verdadero sistema de prevención”.

Educar desde el corazón significa educar con el cariño. Si nuestros padres son muy inteligentes o están cargados de prestigio, si tienen muchos medios económicos, si nos han proporcionado una educación cosmopolita, no es tan importante.

Creía firmemente que el amor previene todas las desdichas y cura todas las enfermedades. Prevenir antes que curar. El ‘método preventivo’ que puso en marcha en sus casas consistía en “Poned es práctica el método del amor que es el que conviene a todos, y gracias al cual los educadores tratan con afecto paterno a los que les han sido confiados y los hermanos envuelven con su cariño a sus propios hermanos, para que en los quehaceres de cada día el mal no atrape a nadie y en el camino de la vida todos alcancen la deseada meta. Esta es la forma de vida que más se aproxima a la vida ejemplar de la Sagrada Familia”.

No deja de ser significativo el auge que en el siglo XIX alcanza la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Fueron muchos los hombres y mujeres que experimentaron –y escribieron sobre ello- la cercanía y la dulzura de un encuentro con Jesús. Dejaron de poner el acento sobre la Omnipotencia de Dios y el Cristo Juez del Universo, para hablar de la misericordia y el amor entrañable de un Corazón que se mueve y conmueve ante el sufrimiento humano. Escribe don Guanella: El Señor te muestra los tesoros de misericordia. Te mostró Belén, el Getsemaní y el Calvario. Y al final, su mismo corazón. El corazón es la sede del amor. El corazón es el centro de la vida. Jesús te pone delante su propio corazón palpitante para que, al verlo, te sientas conmovido. Jesús te abre su costado, para que tú puedas entrar en él, vivas de su vida, y puedas salvarte tú y salvar a los demás. Es el amor el que salva vidas”.

Todos somos educables. La educación no se limita a la infancia y la juventud. Nos educan, a lo largo de toda nuestra existencia, la familia, los compañeros de trabajo, los amigos, la sociedad. Y también nos deseducan, claro. Y por supuesto, cada uno de nosotros educa o deseduca, con su actitud. El Proyecto Educativo Guaneliano resumió muy bien esta política del corazón. “Los caminos para entrar en contacto con los demás son incontables, pero el camino de corazón es el que más nos implica personalmente, el más respetuoso y el más eficaz, sobre todo cuando la educación parece una empresa imposible e inútil, y no se ven razones suficientes para esperar resultados. Creemos que, ante casos desesperados, el verdadero amor siempre encuentra el sendero para llegar a lo más profundo del otro, animarle y llevarle un mensaje de bondad. Precisamente por esto, apostamos, más que por la organización, la eficiencia técnica y la metodología, por una relación educativa que tiene  en el amor su raíz y su razón de ser. Amar debe preceder a curar”

La política del corazón tiene dos enemigos muy potentes en nuestro mundo de hoy: la indiferencia y el sentimentalismo.

La indiferencia. Un exceso de información sobre la pobreza en el mundo provoca el cansancio de la solidaridad. Las crisis económicas llevan a un repliegue y a un sálvese quien pueda. El fin de las utopías, especialmente la abrupta caída del comunismo, en el que tantos millones de personas habían creído como una oportunidad de crear un paraíso aquí. Una sociedad tecnificada, con poco espacio para el encuentro personal. El whatsapp sustituye al abrazo, el skype al beso, el chat en Facebook al café compartido en el bar de la plaza. En un mundo así, el afecto es más virtual que real. Nos jactamos de tener amigos virtuales en las antípodas del mundo, y, sin embargo, no tenemos un amigo con quien dar un paseo y tomar un café.  Pero la indiferencia procede, asimismo, de esa intuición que nos susurra al oído que, si nos interesamos por la existencia de los demás, especialmente por la de aquellos que lo están pasando mal, nos complicaremos la vida.

El sentimentalismo es esa implicación intensa, pero superficial y efímera, en los dramas aireados por la televisión y las redes sociales, y que los vivimos con lágrimas y desazón. Pensemos en el secuestro y asesinato de un niño o en un atentado terrorista. Una avalancha de solidaridad en redes sociales, unas conversaciones monotemáticas en cafés y tiendas. Lo vivimos como algo personal. Este sentimentalismo nos permite sentirnos mejores, sensibles al dolor ajeno. Pero es un engaño. No nos cuesta nada poner la foto de un niño en nuestro perfil, o la bandera de un país, o la viñeta que resume la tragedia, no nos cuesta nada mensajear nuestra rabia e indignación en Instagram o Facebook. La compasión a un golpe de clic. El sentimentalismo es efímero. Dura lo que dura una noticia. Al día siguiente, nuestra emoción es requerida para otro asunto urgente.

            La política del corazón es implicación, compromiso, empatía, tiempo y recursos de ‘persona a persona’, como acertadamente escribió don Guanella. Un corazón llameante es lo que encontramos en el escudo de la Congregación, justo donde se cruzan los maderos, el vertical que asciende al cielo y el horizontal que se abaja a la tierra. En este sentido escribía: “Es preciso que se animen unos a otros y también, si es necesario, que se amonesten mutuamente, y que con ternura y firmeza se empujen unos a otros para obrar el bien, a mejorarse  día a día  y a facilitar la vida a los otros

            


 

Próximo domingo: 5.- Sacos de padrenuestros


 


martes, 30 de marzo de 2021

La Cena de Juan Guraya

 



La carrera artística de Juan Guraya Urrutia dio un vuelco un día de 1942, cuando la cofradía vallisoletana de la Sagrada Cena, le encargó su paso titular. Juan Guraya (Bilbao 1899 - Las Arenas,1965) era hijo de un reconocido ebanista bilbaíno. Siendo un niño de apenas 11 años,  Juan tuvo que abandonar la escuela para ayudar a su padre en el taller. Ahí pasaría cuatro años hasta que la marquesa de Lezama-Leguizamón se dio cuenta de las habilidades artísticas del adolescente y se comprometió a pagar sus estudios. Entró en el colegio de los salesianos que pronto advirtieron la valía de Juan y le aconsejaron que ingresase en su prestigioso colegio catalán de Sarriá para formarse como escultor.

Barcelona, Bilbao, Madrid, París y La Habana fueron sucesivas etapas en su formación y en sus primeros encargos. Su carácter independiente, poco dado a admitir las rigidices de escuelas y grupos artísticos, hizo de él un artista ‘por libre’, de difícil clasificación. Lo cierto es que, aunque él se encontró en ciudades como París donde se cocían todos los 'ismos', las vanguardias artísticas que pugnaban por romper esquemas e invalidar la tradición, decidió mirar a otra parte, lo mismo que el humilde artesano que confía más en sus manos que en los libros leídos. Miquel Blay, Mateo Inurria, Juan de Ábalos,  Victorio Macho o el ruso-francés Droucker, con el que colaboró en el Capitolio de la Habana, fueron más amistades personales que maestros que le influyeron.

Y de repente, en 1942, Guraya es elegido para hacer la Cena para la procesión de Valladolid. La Semana Santa de la capital del Pisuerga atesoraba grandiosos pasos de Gregorio Fernández, obras que estaban en cualquier libro de arte y que directamente salían del Museo Nacional de Escultura para procesionar por las calles. El gran barroco español estaba ahí. Y la Semana Santa ahí estaba también, congelada en el siglo XVII. Juan Guraya decidió no ser un ‘copista’ de los grandes imagineros castellanos, aunque de ellos tomó ese espíritu que parece alentar la madera y dar vida a los ‘pasos’ destinados a conmover por calles, plazas e iglesias.

Dieciséis años tardó el escultor en realizar las trece monumentales figuras que componen la Sagrada Cena (realizó dos Cristos, porque el primero no le acababa de convencer). La mala salud del artista y la economía maltrecha de la cofradía comitente podrían explicar esta larguísima tardanza. La ciudad vivió expectante este largo proceso creativo. Cuando Juan Guraya concluía la figura de un apóstol, la obra era expuesta en Valladolid, ante el pasmo general. Y así año tras año. Hasta que, finalmente, en la Semana Santa de 1958, la Sagrada Cena recorrió las calles de Valladolid. Cofrades y penitentes quedaron impactados y boquiabiertos ante este paso ‘moderno pero a la altura’. Y así, Juan Guraya pudo medirse con las gubias de Gregorio Fernández, Juan de Juni, Pompeo Leoni, Francisco del Rincón, Pedro de Ávila, Andrés de Solanes…

En las últimas décadas han proliferado los encargos de obras para las Semanas Santas de España, con resultados bastante mediocres y, en algún caso, ínfimos, por lo que a calidad se refiere. Todo el mundo considera que esta Sagrada Cena de Juan Guraya es una de las buenas obras religiosas del siglo XX español.

De pie, la majestuosa figura de Jesús, sostiene en una mano la Sagrada Forma y en la otra un racimo de uvas. Juan Guraya solía servirse de modelos para dar rostro a las imágenes que le encargaban. En este caso fue su hijo el que posó para el rostro de Jesús.

Buscó modelos para los apóstoles, y viajó a Extremadura y a Tetuán para tomar apuntes al natural de rostros de fuerte expresividad. Árabes, judíos y bereberes posaron para el artista y sirvieron para caracterizar a los personajes de la Sagrada Cena. Solo para un apóstol no encontró modelo: Judas Iscariote. El hombre que había compartido las enseñanzas del Maestro, el que había recibido todo el cariño de Jesús, al final lo delató y lo vendió a las autoridades que querían eliminarle, como de hecho sucedió. ¿Qué facciones dar a quien ha sido amado y ha defraudado con la traición ese amor? Decidió no darle rostro. Colocó a Judas en el extremo del tablero, con la cabeza cubierta por el manto y pegada al suelo, pero sin rostro. Un vacío en lugar de cara: ¿quizás porque, en un momento dado, podemos ser todos y cada uno de los creyentes o de los espectadores?

 El gran acierto del gran imaginero vasco es que no dispuso a los apóstoles sentados alrededor de la mesa, sino en diferentes posturas, de rodillas, de bruces, en actitud de incorporarse, de pie, sentados en el suelo... De esta forma, alrededor de la mesa, se forman dos arcos de apóstoles, lo que permite al espectador ver los rostros y las manos, y no sólo las espaldas como en otras cenas procesionales.

En el momento de la institución de la Eucaristía, doce hombres se sienten arrebatados por un viento huracanado interior. El aire no mueve los ropajes sino las entrañas. Y cada uno de ellos reacciona de una forma: incredulidad, adoración, éxtasis, turbación, confusión, crispación, abandono, desesperación... Sus rostros y sus manos llevan la impronta de la tortura interior que late bajo su piel. Arrobamiento y dolor, lucidez e idiocia parecen esculpir los rostros de madera. Pero el espíritu hace latir el leño seco y lo anima con una fuerza que solo los grandes artistas consiguen. Hay vida, sufrimiento y gloria en los árboles talados que la “gubia religiosa” de Juan Guraya supo herir y sajar. Lo mismo que había experimentado Henri Matisse cuando pintó la capillita de Vence, lo experimentó Juan Guraya: ese `plus’ que es otorgado al artista cuando afronta el misterio de lo sagrado.

A la serenidad de Cristo –la majestuosidad de la eternidad- se contrapone, teatralmente, el torbellino que convulsiona los cuerpos de los Doce Apóstoles. La agitación y el pasmo que cada uno de ellos siente ante el hecho inefable e inhumano de un Dios que da a comer su carne y da a beber su sangre. La sobria policromía de la escultura (colores de las campos castellanos al final del otoño), en clara contraposición a los colores de los grandes artistas del barroco de la Semana Santa vallisoletana, no hace sino duplicar la tensión y obligarnos a fijarnos en lo esencial: la pura emoción de un momento único golpea a cada apóstol. Y esa emoción a flor de piel se contagia al visitante, al cofrade, al devoto y al incrédulo.














domingo, 28 de marzo de 2021

La ley del samaritano

 LA OPCIÓN GUANELIANA

3.- La ley del samaritano.

Con pan y Señor junto a los heridos del camino.

“Un corazón cristiano que cree y que siente no puede pasar de largo ante las necesidades del pobre sin socorrerlo. Al verdadero seguidor de Jesucristo se le conoce en esto: tiene caridad con los pobres y los que sufren, pues en ellos la imagen del Salvador es más viva y real” (L.G.)


 



Salvo breves periodos de iconoclastia, el cristianismo siempre ha aceptado las imágenes sagradas, como una mediación entre el Absoluto y ese poco barro enamorado que es el ser humano. Menos mal que esto fue así, porque, si no, las iglesias y los museos estarían prácticamente vacíos de belleza.

Grandes artistas se han atrevido con el `buen samaritano’, el episodio evangélico que nos narra el evangelista Lucas. Una vez me encontré con El Buen Samaritano de Vincent Van Gogh en una exposición temporal en Ansterdam. Cautivó mi atención por completo. Fue pintado en 1890 y se conserva en Otterlo-Holanda. Por aquellos años, el pintor holandés se sentía apagado y en dique seco. Acudió a la obra de grandes artistas, en un intento desesperado de sacar inspiración. Para esta pintura del Buen samaritano, el artista holandés se inspiró en un cuadro del pintor francés Eugène Delacroix. El samaritano, con un esfuerzo sobrehumano, intenta poner al hombre ultrajado encima de su cabalgadura. Por el suelo, vemos la maleta vacía, que hace alusión al robo sufrido. Alejándose del herido, distinguimos a dos hombres que tratan de escabullirse de la cuneta donde encontraron al hombre herido. No son los ladrones; son los que, al ver al hombre herido, han dado un rodeo y han proseguido su camino. Ambos eran hombres muy religiosos. El lienzo entero es una llamarada de colores, que expresa bien la hoguera de dolor y de pasión que se desarrolla ante nuestros ojos, en medio de un paisaje agreste y pintado como en torbellino.

El camino que Luis Guanella recorrió entre 1842 y 1915 estuvo inspirado en el episodio evangélico del Buen samaritano. En tiempos de Jesús, los samaritanos eran los idólatras, los impuros, los heterodoxos, los herejes, pues con mucha facilidad adoraban a dioses paganos. Los judíos, en cambio, era nación sancta, raza elegida, etc., etc. Es curioso que, cuando Jesús quiere explicar quién es nuestro prójimo, elige como protagonista a un samaritano, en lugar de a un sacerdote o un levita judíos, considerados los elegidos y los íntegros, los hombres doctos que sabían interpretar hasta la última coma de la ley y los profetas.

Lo que mide nuestro cristianismo no es nuestra pertenencia a un credo, ni nuestro rezo, ni el cumplir a rajatabla los mandamientos de Dios y de su Iglesia. Lo que determina nuestro seguimiento de Cristo es la capacidad de ‘hacernos samaritanos’ en los caminos de la vida.

Lo primero que se requiere para ser un buen samaritano es la virtud de la atención. Para Simone Weil esta era la virtud por excelencia. Solo quien presta atención a cuanto sucede por el camino, puede ‘ver’ al hombre herido y atenderlo. El sacerdote y el levita pensaban en llegar puntuales al templo, cumplir sus ritos y hacer sus oraciones. Al ver al herido, se hicieron a un lado, porque el pobre es siempre un estorbo, un obstáculo para nuestras metas, incluso para nuestras ‘metas religiosas’.

El programa de Luis Guanella para con los heridos del camino fue: “Pan y Señor”. Ofrecer el pan y, con él, todas las cosas materiales: un techo para cobijarse, una ropa para vestirse, un libro para aprender, un oficio para ganarse la vida. Y en ese ‘Señor’ están incluidas todas las cosas que nosotros asociamos al espíritu: la dignidad, el reconocimiento del otro, la belleza, la poesía, la alegría, la bondad, el sentido de la trascendencia, la oración, la contemplación, la libertad de espíritu.

Es un programa que hoy nos parece sumamente equilibrado, porque tiende a satisfacer las necesidades espirituales y las materiales. Dar solo pan a un hombre es insuficiente, porque eso es lo que se da también al ganado. Darle solo espíritu puede ser una  hipocresía y un cinismo. Somos alma y cuerpo. Somos carne y somos espíritu. Tenemos sed de agua, pero también de cariño.

En el escudo de los guanelianos aparece el mote “In ómnibus charitas”, sacado de un pensamiento de San Agustín. La frase completa es “In necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas” (unidad en las cosas necesarias, libertad en las dudosas, y caridad en todo). Parece apropiada para alguien que bautizó a sus seguidores como Siervos de la Caridad y a sus seguidoras como Hijas de la Providencia. Caridad en su más genuino significado de amor; Providencia en su más auténtico sentido de cuidado integral.

            La caridad no es la limosna al indigente de tiempos pretéritos ni la solidaridad bobalicona a la que estamos hoy en día acostumbrados, por los eslóganes y lo políticamente correcto. Existe una solidaridad de Facebook, de Instagram o de Twitter, una solidaridad que no cuesta nada. Una solidaridad a un clic de ‘me gusta’. Nos mostramos solidarios con los indios apalaches, o con la causa de las mujeres birmanas, o con los monos de la selva o con los que tienen el síndrome de Asperger.

Cuando yo era un estudiante en el internado de los padres guanelianos de Aguilar de Campoo, nuestro educador, Leo Bigelli, nos tradujo la rimbombante frase latina ‘In ómnibus caritas”  de la siguiente manera: “en todo pon amor”. Y esto significaba, por ejemplo, ayudar al compañero al que se le daban mal las matemáticas, cuidar los libros y cuadernos, jugar sin trampas en el fútbol, respetar el silencio, aceptar lo que te encontrabas cada mediodía en el plato, no tirar nunca una sola miga de pan. Poner un poco de amor en todo es aliñar cada uno de nuestros actos y de nuestras palabras e incluso de nuestros pensamientos con un poco de educción, simpatía y ternura. También con un poco de afabilidad y de alegría. Para poder hacer todo esto hay que seguir un método práctico y sencillo: ponerse en lugar del otro, tener empatía y no juzgar nunca antes de caminar un trecho con los zapatos que al otro le han tocado en suerte o en desgracia.

            Todo herido del camino espera que ‘alguien’ pase y se apiade. Conviene recordar el drama del paralítico del evangelio que, inútilmente, esperaba a sumergirse en la piscina para alcanzar la curación. Él no tenía a nadie que lo cuidase. Cuidar es redimir. Cuidar es salvar. Jesús se apiadó de ese enfermo, no por su enfermedad, sino porque no tenía a nadie. Tener a alguien es tenerlo todo. No tener a nadie es la mayor desgracia que puede ocurrirte. Recordaba Luis Guanella: “Solo quien ama puede mirar al porvenir con mente serena y corazón tranquilo”.

Pon amor en todo” nos remite a la cotidianidad, a la “santidad de la puerta de al lado”, a la bondad doméstica. Nos podemos quejar todo lo que queramos del mundo, de la sociedad, del trabajo y de la familia… Pero si todo este tinglado no se desmorona es porque la mayoría de la gente hace las cosas con honradez y con amor. Veinte jóvenes voluntarios en una residencia de ancianos no hacen ningún ruido, pero su tarea callada hace la vida más vivible a un grupo de mayores. Un joven que rompe farolas o quema un contenedor hace mucho ruido, y sin embargo su acción a nadie beneficia.

El cristianismo, en el fondo, es una fe con pocas normas: Trata a tu semejante como te gustaría ser tratado en una situación similar. Estamos hechos de una piel que precisa la caricia tanto como la garganta necesita el agua.

Salvo que podamos hacer algo por ellos, los lejanos no constituyen nuestro prójimo. Por los lejanos podemos sentir pena, pero no auténtica compasión, porque la compasión, si no va seguida de la acción y de la cáritas, es pura sensiblería. Y las sensiblerías están bien para películas de lágrima fácil. Sentir compasión por los niños del orfanato de Kinshasa y no sentir compasión por los niños del emigrante pobre que vive en nuestro bloque, es cinismo. Sentir pena por los ancianos de un asilo de Afganistán y no visitar a nuestros padres en la residencia, es un sarcasmo. Y así sucesivamente. Solo si a alguien lejano, lo hacemos próximo, se convierte en nuestro prójimo.

Ante los pobres, desviar la mirada y dar un rodeo es lo más natural del mundo. Pero es que lo natural del mundo choca de frente con lo antinatural del mensaje de Jesús: tener compasión y acercarse. Si fuésemos honrados, deberíamos mostrar gratitud hacia todos los samaritanos que se han detenido y nos han atendido en un momento en que estábamos con heridas en las cunetas de los caminos.

El creyente puede, por los caminos, ser providencia para los demás. O dicho de otra manera, la Providencia de Dios la escriben las manos de los hombres justos. Escribía Luis Guanella: “El mayor consuelo que podemos tener en esta tierra es el de hacer un poco de bien”.

Etty Hillesum comprendió lo que muy pocos comprendieron en los campos de concentración alemanes: que Dios era impotente ante tanto sufrimiento y que, por lo tanto, necesitaba ayuda. Etty Hillesum, una mujer no especialmente religiosa, fue sonrisa, cuidado, aliento para hombres y mujeres que ya habían dejado de serlo a los ojos de sus guardianes. Escribió lo siguiente: “Voy a ayudarte, Dios mío, a no apagarte en mí, pero no puedo garantizarte nada por adelantado. Sin embargo, hay una cosa que se me presenta cada vez con mayor claridad: no eres tú quien puede ayudarnos, sino nosotros quienes podemos ayudarte a ti, y, al hacerlo, ayudarnos a nosotros mismos”.

 

 


 

Próximo domingo: 4.- Educar con el corazón.

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