Hasta el 2 de
marzo seguirá abierta la exposición de arte “Gregorio Fernández-Martínez Montañés, el arte nuevo de hacer imágenes”,
en la catedral de Valladolid.
Para ser precisos,
no estamos ante el encuentro de los dos escultores más importantes de las
llamadas escuela castellana y escuela andaluza, sino ante los dos más grandes imagineros. Y esta sutileza del
lenguaje nos mete de lleno en el corazón y el sentido de la exposición. Los
imagineros crean imágenes sagradas que mueven a la devoción.
Tanto uno como otro artista han creado prototipos
tan duraderos que al creyente o al cofrade de estas tierras le resulta difícil
pensar en Jesús, en María o en los santos más importantes de la Iglesia
Católica sin acudir a las imágenes salidas de su gubia.
Gregorio Fernández (1576-1636), aunque
nacido en Sarria-Lugo, creó su obra en Valladolid; Martínez Montañés (1568-1649), nacido en Alcalá la Real-Jaén, lo
hizo en Sevilla. Nunca se conocieron. Probablemente, el uno nunca oyó hablar
del otro ni de su trabajo. Y sin embargo, en el universo católico en el que
ambos vivieron, llegaron a soluciones artísticas muy parecidas, aun manteniendo
su propio estilo y su propia personalidad que los hace únicos.
La muestra de
Valladolid no es un combate de gigantes, sino un diálogo de dos cimas de la escultura. No se trata de comparar, para
que el público examine y dictamine quién es el mejor. La muestra es una ocasión
única para disfrutar del encuentro de los más señeros artistas de su momento, y
cuya obra sigue viva en catedrales, parroquias y museos. Y no solamente sigue
viva, sino que sigue inspirando a otros artistas desde hace tres siglos.
A ambos se les
adscribe al llamado “naturalismo barroco”
que pretendía copiar el natural, sin idealizaciones exageradas. El naturalismo
reproduce el cuerpo humano, sin la complicada red de geometrías y mediciones a
las que el renacimiento había sometido a la escultura. Para que las imágenes
ganasen en ‘naturalidad’, Gregorio Fernández, por ejemplo, se sirvió de postizos
de uñas de asta de toro, dientes de marfil o hueso, ojos de cristal, etcétera. Pero lo que es característico del naturalismo
es la distancia frente a la fría
perfección renacentista o a las antinaturales posturas manieristas.
Los imagineros del
naturalismo también buscan una cierta idealización en los rostros de las
imágenes sagradas, pero les dotan de
alma, de bondad, dulzura, compasión, de un sufrimiento o de una bondad que los
humaniza. De ahí que quien contempla las imágenes, fácilmente se siente
interpelado, conmovido, movido a compasión, animado a la piedad y espoleado a
la plegaria. Nadie se arrodilla delante del David o del Moisés de Miguel Ángel,
por muy perfectos que sean, pero sí lo hace delante de un Ecce Homo, un Yacente o una Piedad de Gregorio Fernández.
San Juan escribió que
el “Verbo se hizo se hizo Carne”. Esta exposición de arte nos enseña que “La
madera se hizo Carne”. En la humildad de un tronco de árbol, el
imaginero con su gubia ha creado un Dios humano, una Virgen María que sufre,
unos santos que invitan a la imitación y “a
zaga de su huella”. Frente a los materiales nobles, en mármol o bronce, de
la escultura grecorromana o renacentista, se levanta humilde, humana,
palpitante, la escultura en madera policromada.
Hablaba al
principio que estos dos imagineros llegaron a soluciones parecidas. Esto fue
posible porque ambos pertenecieron a un ámbito religioso concreto, a una
devoción compartida, y dependieron de unos mecenas que demandaron
motivos semejantes. Ambos artistas fueron tocados por ese “plus de genialidad que se apodera del artista cuando se enfrenta a una
obra sagrada”.
Para entender todo
esto no hay que olvidar un acontecimiento trascendental que había tenido lugar
unas décadas antes: la celebración del Concilio
de Trento, que tuvo como objetivo la definición de la doctrina Católica
frente a la Reforma Protestante. En el campo del arte, el Concilio tridentino
tuvo repercusiones transcendentales que se notaron sobre todo en los países
católicos del sur de Europa. La Reforma Protestante había negado el papel
importante de la Virgen María y la validez de los santos como intercesores ante
Dios. Una masacre iconoclasta acabó con las imágenes en los templos reformados.
La reacción de Trento y de toda la Europa católica fue justo la contraria: las
imágenes eran válidas para acercarnos al misterio sagrado. Se redobló el valor
de la Virgen y de los santos. Hubo un momento en que ya no había paredes para
colocar tanto santo. Catedrales y hasta la más pequeña parroquia rural se
llenaron de imágenes de madera policromada. Los artistas no daban abasto, y
cada ciudad o villa competía para contar con los imagineros más renombrados.
Un fuego sagrado
se apoderó al mismo tiempo de la religiosidad de las gentes del momento. No era
suficiente con entrar en una iglesia para arrodillarse delante de un Crucificado
o de una Dolorosa: había que sacar las
imágenes fuera de los templos, para mover y conmover a quienes las
contemplaran a su paso por calles y plazas. Cofradías, asociaciones y fieles
parroquianos organizaban procesiones para honrar a patronos o celebrar las
fechas más importantes del calendario católico. Un caso único fue el de las
procesiones con motivo de la Semana
Santa que movilizaban a miles de cofrades y penitentes por toda la ciudad. Hasta
el momento actual los grandes grupos escultóricos que Gregorio Fernández creó
para Valladolid siguen recorriendo las calles de la ciudad cada Jueves y
Viernes Santos.
En la muestra que nos ocupa podemos admirar uno de
los pasos más logrados, El Descendimiento
de la Cruz. Al creyente, al transeúnte, se le invita a meterse de lleno en
esta Pasión. Pasión en su doble sentido de sufrimiento y de amor. Y en este
juego del bien y del mal, cada uno debe tomar partido: o bien unirse a los que
acompañan a Cristo en su sufrimiento (María, Juan, la Magdalena, Nicodemo, Arimatea…)
o bien identificarse con los Judas traidores o los sayones que sin piedad
torturan a Jesús.
La muestra está
compuesta por unas setenta piezas. No sólo esculturas, también pinturas,
documentos, pila bautismal o lauda sepulcral, etc. Obras llegadas de
Valladolid, Sevilla, Jaén, Granada, Santiponce, Alcalá la Real, Medina de
Pomar, Alfaro, Cádiz, León, Tudela de Duero, Astorga, Nava del Rey, Jerez de la
Frontera, Arévalo, Palencia, Córdoba,
Badajoz. La exposición nos muestra algunas obras
maestras que aparecen en cualquier manual de arte barroco. Difícil olvidar
algunas de ellas: El Ecce Homo, el San Bruno, el Santo Domingo de Guzmán, las
Inmaculadas, El Yacente, el San Jerónimo penitente, los San Josés, los Santos
Juanes, el relieve de San Juan en Patmos, el San Cristóbal, los Crucificados,
la Lactación de san Bernardo, La Piedad, los Orantes…
La Fundación Edades del Hombre, que está
bien experimentada en estas lides, ha sido la encargada de organizar y montar
este encuentro de dos genios. Las naves austeras de la seo vallisoletana y algunas
capillas nos van mostrando uno a uno los
capítulos de este diálogo: desde los precursores al triunfo del naturalismo;
desde la fidelidad a los ideales de Trento y la creación de modelos de María o
de los santos, hasta el trabajo conjunto de escultores y policromadores, para
terminar con la influencia que algunas imágenes de estos dos imagineros han
tenido en sus seguidores.
Por ello, al final
de la visita se tiene la sensación de que no hemos asistido a un capítulo
excepcional de arte hispano, sino a una hermosa
liturgia del mensaje cristiano: la redención de la humanidad por Jesús, el
papel de María en la historia de la salvación, las huellas dejadas por los
hombres y mujeres que en cada siglo actualizaron el Evangelio (San José, San
Juan el Bautista, San Juan evangelista, San Pedro y San Pablo, San Cristóbal, San
Miguel, Bruno de la Cartuja, Teresa de Jesús, Domingo de Guzmán, Francisco de
Asís, Ignacio de Loyola… ). El mensaje cristiano se hace presente y actual, real
y ‘natural’. Y no sólo para los
creyentes, sino para los amantes de la belleza y la historia que no quieren
obviar ni olvidar este hecho cultural europeo.
Este diálogo entre
Gregorio Fernández y Martínez Montañés,
dos humildes creyentes, dos maestros de la escultura en madera policromada, se
ve de forma clara y hermosa en una capilla de la catedral vallisoletana, lo que
demuestra una vez más que la belleza de lo sagrado es también ‘buena noticia’ e
invitación a la compasión y a la bondad. En esta capilla, han colocado el Cristo Yacente de Medina de
Pomar-Burgos (Gregorio Fernández) y las figuras orantes de Guzmán el Bueno y María Coronel, llegadas del Monasterio de
Santiponce-Sevilla y que son obra de Martínez Montañés. Ante un Cristo muerto y
piadosamente colocado en el sepulcro, ante el rostro humano de un Dios
torturado hasta la muerte, solo cabe el recogimiento, la adoración y la
plegaria de los creyentes. Esa es la actitud de los orantes Guzmán el Bueno y
María Coronel. Y esa en la actitud de algunos visitantes que en esta capilla
–verdadera capilla ardiente- inclinan la cabeza, acercan sus dedos a la carne
dolorida de Cristo o hacen la señal de la cruz.




















Nota: El autor de las fotos (salvo la del Yacente) es José del Pozo