miércoles, 6 de septiembre de 2017

La bondad humilde de Adriano Olivetti.

  



Natalia Ginzburg recuerda en Léxico familiar la historia de su familia, especialmente las voces, las expresiones, las coletillas de cada uno de sus parientes. La escritora (nacida Levi) adoptó el apellido de su marido, Leone Ginzburg*. Con esa sinceridad sencilla a la que la Ginzburg nos tiene acostumbrados, recuerda un momento dramático de su vida: la detención de su marido, pero lo que recuerda, sobre todo, es el momento en que su cuñado, Adriano Olivetti (¡un Olivetti!), llega a casa para darle la noticia y ayudarle a hacer las maletas:
 
     
 
Leone fue detenido en una imprenta clandestina. Yo estaba en casa con los niños en aquel piso que teníamos en los alrededores de la plaza Bologna, y esperaba, y las horas pasaban, y a ver que no regresaba comprendí poco a poco que lo habían detenido. Pasó todo aquel día y toda aquella noche, y a la mañana siguiente vino a verme Adriano (marido de su hermana Paola), y me dijo que me fuera rápidamente de aquella casa, porque a Leone le habían detenido y la policía podía venir de un momento a otro. Me ayudó a hacer las maletas y a vestir a los niños. Salimos de allí corriendo y me llevó a casa de unos amigos suyos que aceptaron alojarme.
Me acordaré siempre, toda la vida, de la enorme tranquilidad que sentí aquella mañana al ver su figura, que para mí era tan familiar y conocida desde la infancia, después de haber pasado tantas horas de soledad y de miedo, horas en las que había pensado en los míos, que estaban lejos, en el Norte, y a los que no sabía si volvería a ver alguna vez. Y recordaré siempre su espalda inclinada recogiendo por las habitaciones nuestras ropas esparcidas y los zapatos de los niños, con un gesto de bondad humilde, compasivo y paciente. Cuando huimos de aquella casa, tenía la misma mirada que aquella vez que vinieron a recoger a Turati a nuestra casa, la mirada jadeante, asustada y feliz de cuando ponía a salvo a alguien”.


 
* Leone Ginzburg fue un intelectual italiano (nacido en 1909, en Ucrania), una figura muy destacada de la cultura italiana de los años 30. Estuvo casado con la escritora Natalia Levi (después Ginzburg). Leone, por sus ideas antifascistas y sus raíces judías, fue encarcelado por los nazis y murió en febrero de 1944 tras ser torturado en la prisión romana de Regina Coeli.


 
 
 
 

martes, 5 de septiembre de 2017

Aquel sermón de Bossuet



    Ya se sabe que libro que no lleva a otro libro no es buen libro. En esto días leo a Pablo d’Ors y su Olvido de sí. Y éste me ha llevado a Bossuet cuya lectura, especialmente de Las elevaciones sobre los Misterios, fue el comienzo de la llamativa conversión de Charles de Foucault. Bossuet (1627-1704) fue una de las figuras más importantes del episcopado francés de su época. Famoso por su elocuencia y por sus escritos, fue nombrado Preceptor del hijo y heredero de Luis XIV. En varios funerales regios y de grandes personalidades de Francia le correspondió pronunciar la oración fúnebre, que aún hoy son consideradas obras maestras. Está enterrado en la catedral de Metz.

    Pero me he detenido en sus llamamientos a la caridad, con motivo de la hambruna que en el momento más brillante y triunfante del reinado de Luis XIV estalló en Francia. Un vasto movimiento de caridad fue impulsado por Vicente de Paúl, y Bossuet se adhirió a él. Bossuet combate esa falsa creencia de pensar que todo marcha bien en el mundo cuando los que gobiernan están contentos con su gobernación. El orador sagrado más importante de Francia se dirige a los ricos, incluso al propio rey y a la misma corte: “Mueren de hambre, sí, señores. Mueren de hambre en vuestras tierras, en vuestros castillos, en vuestras ciudades, en los campos, en la puerta y en los alrededores de vuestros palacios. Nadie se acerca a socorrerlos. Y eso que sólo os piden lo superfluo de vuestras vidas, unas migas de vuestras mesas. Los reyes tienen que reaccionar. Puede que ellos no puedan hacer todo lo que les gustaría, pero rendirán cuentas a Dios de lo que pudieron haber hecho. Ricos, llevad el peso del pobre, aliviad su necesidad, ayudadle a sostener las aflicciones bajo cuyo peso gime”. ¡Caramba con Bossuet¡

viernes, 1 de septiembre de 2017

El Rey que me representa.


     Yo también me sentí insultado cuando insultaron al Rey, cuando insultaron a los muertos y a los heridos, cuando insultaron a toda la gente de bien que creía acudir a una manifestación de protesta contra los atentados de Barcelona y se encontró con una emboscada de los totalitarios y sus ideologías del odio. Un hombre de pie, todo un señor, todo un Rey, frente a los insultos de los que no respetan el dolor, representó la gallardía y el coraje de todos los españoles de buena voluntad. Yo también me sentí insultado en esa manifestación. Pero también me sentí representado por Felipe VI.

Los caballos de Dios, de Mahi Binebine



    Hace escasas semanas leí una novela que lleva por título Los caballos de Dios. Su autor, el marroquí Mahi Binebine, reconstruye la historia de los jovencísimos terroristas que en 2003 cometieron un atentado en un hotel de Casablanca. El título original es, en francés, Les étoiles de Sidi Moumen (Las estrellas de Sidi Moumen), y alude al equipo de fútbol de la barriada marginal de Casablanca. En Sidi Moumen, al lado de un basurero, crecen y viven unos jóvenes que tienen un único sueño: salir de esa situación de pobreza y de desesperanza a través del milagro de convertirse en un futbolista estelar. Precisamente por eso, los partidos de fútbol en el secarral de Sidi Moumen son el único momento de alegría. Pero hete aquí que un buen día, a estos chicos, ni especialmente creyentes ni especialmente religiosos, se les ‘aparece’ un imán que con suaves manera, con discreción, les persuade que él tiene la fórmula para dar una razón fuerte a su vida, para salir de esa existencia de basura, para acceder ‘directamente y sin peaje’ al paraíso. Y ellos creen a pies juntillas en las palabras sabias del imán. Y rezan y rezan para pedir la inspiración divina. Y resulta que Alá les sugiere y les inspira, siempre por la boca untuosa del imán, que se pongan un cinturón de explosivos y que se hagan ‘volar’ en un lujoso hotel de Casablanca lleno de ‘infieles occidentales’. Y así ocurre.
La novela está contada ‘desde el más allá’ por uno de los jóvenes terroristas, quizás el más ingenuo. En uno de los pasajes, el narrador dice que el infierno con el que se encuentran los que se inmolan  es no poder ‘advertir a los otros jóvenes’ que no hay paraíso, ni caballos alados, sino el absoluto remordimiento y la absoluta pena por no poder abrir los ojos a los que están a punto de caer en las redes de un imán.
    Después del atentado de Barcelona, he pensado mucho en esta novela. El lector encontrará diferencias pero también similitudes con la célula yihadista que truncó la vida de tantas personas en Las Ramblas y en Cambrils. Es una poderosa novela que nos ayuda a conocer un poco más el terrible fenómeno yihadista, y las maneras con que un imán engatusa y vuelve loco a un joven que quizás lo único que soñaba era con ser una estrella de fútbol.  

jueves, 31 de agosto de 2017

¿Contra quién era la manifestación de Barcelona?


La manifestación que el sábado pasado, 26, tuvo lugar en Barcelona, ¿en contra de quién o quiénes era? Yo pensaba que se trataba de condenar los atentados yihadistas que una semana antes un grupo de desalmados, atizados por el imán de Ripoll, habían perpetrado contra personas inocentes (incluidos niños) en las Ramblas de Barcelona y en Cambrils. Pero no estoy seguro de que así fuera.
 
Desde hace algún tiempo tengo la sensación de que la sociedad catalana es rehén de los más exaltados y de los más radicales que ensayan continuamente el nacimiento de una dictadura de corte estalinista, ante el silencio cómplice, el silencio calculado, el silencio comprensivo de una nada desdeñable parte de esa misma sociedad catalana.
¿La manifestación era contra la islamofobia? Puede que haya habido algún conato de rechazo a los musulmanes después de los atentados, pero creo que en general los españoles saben diferenciar entre yihadistas y musulmanes.  A juzgar por tantas pancartas contra la islamofobia se podría pensar que los atentados de Las Ramblas y Cambrils fueron cometidos por radicales cristianos contra un grupo de pobres musulmanes.
¿La manifestación era contra la venta de armas? Noble causa ésta sin duda de luchar contra la venta de armas. Pero éste no era el lugar ni el foro. Sobre todo si tenemos en cuenta que las armas que utilizaron los asesinos eran cuchillos y una furgoneta. Y que Cataluña es con mucho la comunidad autónoma con mayor mercado armamentístico.
¿La manifestación era contra el rey y contra el presidente del Gobierno? En ningún lugar del mundo se permitirá que en una manifestación, supuestamente de unidad, contra el terror yihadista, se insultase al Jefe del Estado y a los representantes políticos. ¿Alguien se acuerda de las imágenes de la manifestación después de los atentados parisimos, con el Jefe del Estado francés a la cabeza? ¿Quiénes son los culpables de la muerte de los inocentes de Barcelona, los asesinos o las autoridades españolas? ¿En qué país se hubiera permitido una pancarta insultante al Jefe del Estado a pocos de la línea donde él está situado? La pitada al rey no es de recibo. Se puede estar a favor de la monarquía o de la República. Pero está claro que la pitada al rey era un ataque directo a lo que él representa: una España democrática, respetuosa de las normas, unida y moderada, de un pasado común y de un futuro común. Y esto nunca lo soporta un separatismo obsesionado y enloquecido con la independencia. La presencia del Rey recuerda, por sí sola, la idea de España.  
Puede que a estas alturas, los separatistas se sientan la mar de contentos por haber logrado manipular la manifestación ante la mirada atónica de medio mundo. Puede que a estas horas estén satisfechos de que las circunstancias les hayan puesto en bandeja una oportunidad de oro para así mostrar al mundo la competencia de Cataluña. Pero no es así, las circunstancias les dieron la oportunidad de ser magnánimos, pero prefirieron ser miserables. Lo sabíamos perfectamente, pero la manifestación nos lo ha confirmado: los exaltados arrastran a la sociedad catalana hacia una dictadura antisistema y  estalinista, de purgas y de discriminaciones, que no respetarán ni el dolor ni la muerte. Y si algún día obtienen la independencia, ¿qué será de los que no piensan como ellos, que será de los que no comulgan con sus ideas radicales y su instalación en el odio, qué será de los que no se arrodillan ante una forma de pensar enloquecida y dictatorial? ¿Qué será de los que leen el Quijote, no tienen la estelada en la ventana o van a Madrid a ver El Prado? Yo sí que tengo miedo. Miedo de este separatismo insensato, de estas identidades del odio, forjadas en las últimas décadas en una escuela nacionalista y en unos medios de medios de comunicación en estado de genuflexión al servicio humillante del totalitarismo de la Generalitat.

miércoles, 1 de febrero de 2017

Mujer leyendo una carta, de Cristóbal Toral


 
Se ha inaugurado en Valladolid, en el Museo Patio Herreriano, una muy digna muestra sobre pintura realista, de un grupo de pintores que trabajó a contracorriente en la segunda mitad del siglo XX. Nos encontramos en ella con algunos maestros de este movimiento: Antonio López, Isabel Quintanilla, Carmen Laffon, Francisco y Julio López, María Moreno, Esperanza Parada, José Hernández, Cristóbal Toral. Las pinturas realistas, tan denostadas por los gurús de la dictadura de la abstracción, empiezan a ser vistas con simpatía por los Museos. Es una muy buena muestra de pintura y de escultura. Y podría sin duda quedarme con, al menos, una docena de grandes obras…
Pero sólo me quedaré con un cuadro de Cristóbal Toral, malagueño, nacido en 1940, y con obra en importantes colecciones y museos. Hay un cuadro que resume todo el arte de este gran pintor. El cuadro se titula Mujer leyendo una carta. Una cafetería vacía, las luces prácticamente apagadas. ¿Será la última clienta de la noche a la que se permite por caridad permanecer un rato más, mientras el camarero recoge las tazas, barre con serrín y bosteza aburrido y sonnoliento? ¿O será la dueña a punto de cerrar el bar, o incluso a punto de echar el cierre definitivo a su negocio en que primero trabajaron sus padres y luego ella desde que era una niña? Sentada ante una mesa de mármol de una cafetería, una mujer lee y relee una carta, mientras otras cartas y una fotografía en blanco y negro la hacen un poco de compañía. ¿Es esa carta la razón por la cual la mujer está a punto de emprender un viaje? ¿Le han prometido en esa misma carta otra ciudad, otra vida, más palabras de amor, más cenas con velas, más caricias y más besos, un pequeño paraíso para ella que no ha conocido ninguno? ¿Es esa carta la razón de que haya recogido en una maleta, un bolso de mano y una caja sus enseres personales, las pequeñas cosas que viajan con nosotros, además de la ropa y el aseo: un pequeño álbum de fotos, el único mantel bordado por la madre, una muñeca de trapo de una infancia infeliz, un escapulario de oro barato de la primera comunión, un pañuelo de colores, recuerdo o souvenir de una gran ciudad?
Allí está ella, en un ambiente de penumbra melancólica y triste, respirando el humo cargado de toda la tarde, con su abrigo humilde, con su rostro que va dejando la juventud para entrar en la madurez. Antes de echar a andar, camino de una estación de trenes, lee por una última vez la carta de una promesa, una promesa por la que somos capaces de cerrar una página entera de nuestra vida, una promesa por la que somos capaces de coger el último tren, una promesa que nos haga olvidar una vida de sinsabores y de mezquindades, una vida turbia como el agua de fregar el suelo de una cafetería noche tras noche. Nada sabemos sobre la vida de esta mujer. Y sin embargo, todo hace suponer y presentir que el futuro que la aguarda no será de vino y rosas. Nos gustaría decirle que no se levantase, que deshiciese las maletas, que rasgase la carta y la foto, que no creyera en cielos sin nubes ni en rosas sin espinas. Tenemos la sensación de que esta mujer se encamina hacia una vía muerta, o que nos la encontraremos dentro de nada en la misma cafetería, más vieja y más vencida, o quizás en otra estación de trenes, con la misma maleta, camino de otra promesa vacía, de otra vida tan gris como la que deja.

miércoles, 13 de abril de 2016

Los ojos del hermano eterno, de Stefan Zweig


 

    Un libro singular de Stefan Zweig. Un hermoso libro destinado a relecturas sucesivas. Una breve leyenda, de corte oriental, que me había aconsejado Pablo d'Ors, y que he leído con gusto este fin de semana. En un tiempo en que ni Buda ni Cristo aún estaban, Virata, el noble de la tierra de los birwagh, al servicio del rey rajputa, quería ser un hombre justo.
    Son los ojos de su propio hermano, de cualquier hermano, los que le hacen ver lo difícil que resulta actuar en este mundo sin golpear, herir o matar. Virata era un valiente soldado, leal a su rey, que se lanzó a luchar contra el usurpador del reino. La experiencia de la guerra en la que asesina, sin querer, a su propio hermano le hace ver lo inútil de la violencia, y abandona su espada, porque decide ser “un hombre justo y vivir sin culpa sobre la faz de la tierra”. El rey le encarga hacer de juez. Un juez justo, sensato, incorruptible. Pero sólo cuando se enfrenta a un hombre al que él ha condenado a la prisión, entiende lo injusto de su sentencia, y pide al rey no ser juez de nadie. Virata parte para su casa. Es un hombre que ya no ocupa puestos importantes. Pero en su casa hay esclavos, sobre los cuales nunca nadie, tampoco él, había sido dirigido una mirada compasiva. Un buen día, un esclavo escapa y él tiene que decidirse entre castigarlo o liberarlo. Pide a sus hijos que le otorguen la libertad, pero sus propios hijos se alzan ante su padre, que actúa, a sus ojos, de manera insensata.
    Y él decide abandonar su casa, y vivir en medio de la naturaleza. Por primera vez en su vida elige la no acción, porque se ha dado cuenta de que cualquier acción humana lleva irremisiblemente a encontrarse con los ojos del hermano eterno herido o muerto. Lleva una vida apacible, recogiendo frutos y en contacto con los animales. Atraídos por su santidad, otros hombres deciden imitarlo, abandonan sus casas, se construyen una choza en el bosque y viven como él. Pero un buen día, una mujer echa en cara a Virata que ha destrozado su vida, porque su marido la ha abandonado y, así, ha venido a faltarle el pan a sus tres pequeños que han ido muriendo uno tras otro. Virata está consternado. ¿Tampoco la no acción sirve para nada, entonces, pues al final trastoca y golpea y mata la vida de inocentes? ¿La vida de los humanos está entrelazada de tal manera que es imposible dar un paso sin aplastar a otro? Todo el libro invita a reflexionar sobre nuestra responsabilidad en el dolor que los demás sufren.
    Virata se siente hundido. Y entonces, en el fondo de su corazón, descubre que el dominio y la posesión destruyen todo y que sólo el servicio humilde puede dar sentido a la vida. Pide al rey que le indique un trabajo lo más humilde posible, y que él  le servirá con obediencia. El rey le pide que se encargue de los perros. Virata obedece y sirve a su rey de esta pobre manera. Al grande Virata, famoso por sus hazañas como soldado, como juez, como señor de su casa y como solitario, es olvidado poco a poco por todos. La muerte le alcanza también a él, cuando ya nadie se acuerda de su fama y de su gloria. Solamente los perros 'aullan', por espacio de poco tiempo, su muerte.
    Un libro hermoso. Uno, al acabar este libro, siente lo que decía Leo Strauss, refiriéndose a los clásicos de la literatura: Estamos forzados a vivir con los libros. Pero la vida es demasiado corta para vivir con libros que no sean los más grandes”.

Chernóbil, ¿parábola del futuro?


 

    El documental de Álvaro Dorado sobre Chernóbil resulta demoledor. Hora y media de un recorrido terrorífico por la antigua central nuclear destinada a ser el orgullo de la Unión soviética. Para dar a entender la magnitud de la tragedia, el autor recurre a la imagen del tercer jinete del Apocalipsis, de nombre Ajenjo, que curiosamente es lo que significa la palabra Chernóbil.
    A la 1:23 h del 26 de mayo de 1986, cuando los científicos de la central estaban realizando uno de los controles o test de la central nuclear, el reactor número 4 saltó por los aires liberando millones de partículas radioactivas. El hermetismo soviético de la época logró ocultar el accidente al mundo durante 48 horas. Y fueron los científicos suecos, al comprobar los niveles particularmente altos de la atmósfera, los que dieron la voz de alarma mundial.
    A esas horas, en Chernóbil se libraba una batalla descomunal y caótica por poner bajo control el resto de los reactores. Cuando nada más ocurrir la explosión, el personal avisó a los bomberos del incendio, estos acudieron de inmediato y sofocaron el fuego, pero todos ellos murieron en el trascurso de los días siguientes. Fueron los primeros héroes. La segunda hornada de héroes fueron los dos mil quinientos mineros excavaron apresuradamente una zanja subterránea para enfriar los otros tres reactores. Lo consiguieron. O los 400 pilotos que al mando de otros tantos helicópteros derramaron agua y arena sobre el reactor. Si una explosión en cadena hubiera hecho saltar por los aires el resto de reactores, Europa entera habría desaparecido aquella noche. Ellos salvaron Europa. Y es justo reconocerlo.


        Cuando los robots teledirigidos intentaron limpiar la terraza de la central nuclear de elementos altísimamente contaminados, en cuestión de minutos dejaban de funcionar y se convertían en trastos inútiles. Aún hoy, 30 años después de la tragedia, los robots abandonados tienen unos niveles de radioactividad 625 veces más de lo normal.  Al fallar la técnica, se echó mano de las personas. Seiscientos mil ‘liquidadores’ (este es el nombre que recibieron los que tuvieron que limpiar la zona, especialmente la terraza del reactor) fueron traídos de todas las partes de la Unión Soviética. A los civiles se les quintuplicaba el sueldo y se les prometía una casa y un coche. A los soldados, se les cambiaba tres años de guerra en Afganistán por tres minutos en la terraza de la central nuclear. Los niveles de radioactividad eran millones de veces lo permitido, y los liquidadores sólo podían permanecer tres minutos en la terraza, lo que apenas les permitía arrojar un par de paladas sobre la zona de escombros. En los años siguientes a esta operación más de doscientos mil liquidadores murieron. Probablemente ninguno de ellos sabía exactamente a que se exponía en esos tres minutos.     Otros se resignaron: “Alguien lo tenía que hacer”. Los ‘liquidadores’ llevaban un uniforme de fabricación propia. Iban equipados con máscaras de gas, botas y, aunque no todos, con láminas de plomo que les cubrían el encéfalo, el torso, la médula ósea y los pies.
    También con un cierto retraso empezó la evacuación de los habitantes de Pripiat, la ciudad en la que vivían la mayoría de los trabajadores de Chernóbil. De Moscú llegaron 1000 autobuses y les dijeron que cogiesen la documentación y una pequeña bolsa con sus efectos de aseo, porque estarían de vuelta ‘en tres días’. Nunca más volvieron y Pripiat es hoy una ciudad fantasma, abandonada. Aún permanecen en pie la guardería, en cuya pizarra, todavía puede leerse “un futuro brillante para todos”, o la casa de la cultura, o la noria del Parque de atracciones y cuya inauguración estaba prevista para unos días después de la tragedia. Y sin embargo, amparados por el bosque algunos residentes se escondieron y volvieron a sus casas y allí siguen, desafiando la muerte, y su sinónimo Chernóbil, pero apegados a su terruño y a los muertos de su cementerio. ¿Algo conmovedor, una locura?
Una tragedia como la de Chernóbil era la primera vez que ocurría. Y todo lo que pudo hacerse mal se hizo. Pocos meses después de la explosión, las autoridades soviéticas decidieron enterrar el reactor número cuatro en un sarcófago de cemento. Poco tiempo después aparecieron las primeras grietas, demostrando lo chapucero de la acción. Otro segundo sarcófago estará acabado dentro de poco tiempo, y tendrá una duración no superior a 100. Luego será necesario otro y otro más. ¿Y así hasta cuándo? ¿Qué montaña artificial crearemos si cada 100 años hay que construir un nuevo sarcófago y así hasta que pasen 24.000 años? Los científicos creen – y este es el dato más desolador- que esta zona no estará libre de radioactividad hasta dentro de 24.000 años.
    Los árboles crecen y los pájaros anidan y los perros salvajes y otros animales campan a sus anchas, una vez el hombre abandonó este espacio. Pripiat será el símbolo de una ciudad víctima de la catástrofe nuclear. Y así estaría ahora toda Europa si el resto de reactores hubiera explotado aquella aciaga noche. Una noche larguísima de silencio y de muerte que durará 24.000 años.
    ¿Se puede seguir apostando por la energía nuclear después de Chernóbil?

miércoles, 30 de marzo de 2016

Refugiados



    Habíamos oído hablar de la guerra de Siria, habíamos oído hablar de los yihadistas del autoproclamado estado islámico, como se dice en los media, habíamos oído hablar de la destrucción de obras de arte milenarias, las ruinas arqueológicas de Palmira, principalmente, y también de los miles de sirios que abandonaban Siria y eran acogidos, a veces en condiciones muy precarias, en campos de refugiados, por ejemplo en Jordania. Pero todo ello nos quedaba lejos, eran voces que aquí se oían como en sotto voce, y esa lejanía nos dejaba indiferentes y tranquilos. Fue el pasado verano de 2015 cuando los que huían de la guerra emprendieron su éxodo de kilómetros y kilómetros hasta llegar a las puertas de Europa. Fue entonces cuando todos nos pusimos nerviosos, y empezamos a bascular entre una compasión que proclama que “entren todos, pobrecitos”, y una terror que pide que “no entre ninguno más”. Luego vendría la escalofriante imagen de aquel niño, Aylan Kurdi, de tres años muerto en la playa de nuestros veraneos. Y esto nos sacudió las conciencias, que es una frase hecha. Es verdad que muy pronto las barreras se abrieron y miles, puede que un millón de refugiados, entraron en la vieja Europa con el único objetivo de alcanzar la Alemania de sus sueños. Se habló de cuotas y de reparto por países; se alcanzaron algunos acuerdos de distribución, pero los refugiados sólo querían alcanzar Alemania, mientras el resto de los europeos respirábamos tranquilos. “Hala, que se vayan con la Merkel”. La canciller alemana pasó de ser el ‘coco’ de Europa a ser el ángel de los refugiados. Así es el mundo y así mudan los pareceres.
 
    Pero luego vinieron atentados yihadistas en París y en Bélgica y el miedo volvió a apoderarse de los europeos. La ultraderecha se frotó las manos, y subió como la espuma en la intención de voto. Y la izquierda hizo demagogia barata y buenista, como ese cartel del Ayuntamiento de Madrid que en pancarta cutre decía 'Welcome refuggees', y que yo sepa no ha acogido a un solo refugiado ni ha dado un solo duro para la causa. Para despropósito ese pacto entre la unión Europea y Turquia, para que éste haga el trabajo sucio de expulsar a los refugiados (con los consabidos métodos turcos) a cambio de un puñado de euros y una promesa de entrar como país miembro del Edén de Europa dentro de una década.
    Pero los refugiados siguen en el paso de Idomeni, en medio del frío invierno, en medio del barro, en improvisados campamentos, esperando el cruce de una frontera que les lleve a una esperanza. Los refugiados han dejado atrás su país que no es sino un montón de escombros. Con la fuerza de la desesperación cruzan un río de frías aguas en busca de una orilla y de una tierra más humanas.

miércoles, 16 de marzo de 2016

El Reino, de Enmanuel Carrère.




    Las primeras cien páginas de este libro están dedicadas a narrar la conversión del autor y su posterior salida de la Iglesia, en el trienio 1990-1993.
    Procedente de una familia indiferente a la fe, Enmanuel Carrère trabó amistad con Jacqueline, de la que siempre se consideró su ahijado. Ésta le puso en contacto con Hervé. Ambos se encontraron y amistaron al primer momento. Juntos decidieron pasar unos días en el pueblo suizo de Le Levron. Terminaron por acudir a la misa que un venerable y enfermo sacerdote de rito oriental, el P. Xavier, celebraba en su propia casa, concretamente en un henil rehabilitado, que utilizaba en vacaciones, ya que ejercía su ministerio en El Cairo. Una buena mañana escuchó el evangelio en donde se dice: “En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven tú mismo te ceñías la cintura e ibas donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos y otro te la ceñirá y te llevará a donde tú no quieras”.
Carrère se adhirió de nuevo a la fe católica. Curiosamente, el P. Xavier era ayudado por un monaguillo con síndrome de down, de nombre Pascal.     Con la fe y la pasión del converso, Enmanuel acudía a misa todos los días, comulgaba, se casó por la Iglesia, en la humilde parroquia del P. Xavier en El Cairo, y bautizó a sus dos hijos. Y durante esos años, se dedicó a escribir sus meditaciones sobre el evangelio de Juan en casi dos docenas de cuadernos, que fueron abandonados en un armario oscuro cuando volvió a su increencia. Lo que más le asombró a Carrere, lo que le pareció horrible, es que, una vez abandonada la fe, su vida no fuera a peor.
En la última línea del último cuaderno, Carrere anota con un aire de solemnidad o quizás de sobrecogedora humildad publicana: “Te abandono, Señor; Tú no me abandones”.
Carrère advierte al lector que ya no cree. Y mucho menos en la resurrección de Cristo, eje central de la doctrina católica. Pero que le fascina, perturba, trastorna que haya gente que aún cree – que él mismo lo hiciera durante tres años- y es esta fascinación la que le ha empujado a tratar de entender qué es lo que pasó en la primera centuria del cristianismo, cómo esta ‘secta’ judía pudo hacerse un sitio en medio de docenas de sectas judías. Y cómo pudo, finalmente, derrotar a la civilización romana. Carrère habla de la formación de los evangelios, con especial atención a Marcos y a Lucas, de los Hechos de los Apóstoles. La figura de Pablo ocupa una buena parte del libro, él puso las bases del cristianismo y la hizo universal, y no solamente centrada en el pueblo judío. Lucas, autor del evangelio homónimo y de los Hechos, discípulo de Pablo, es el punto de unión entre las comunidades de Asia y las comunidades de Jerusalén. En los primeros años del cristianismo está también la Guerra de los Judíos y la destrucción de Jerusalén, con lo que supuso la diáspora de muchos judeo-cristianos, y también la historia de Roma con emperadores como Vespasiano y sus hijos, Tito y Domiciano.


    El libro tiene sus bajones. Y algo muy característico de la obra de Carrere son sus numerosos apuntes biográficos, desde su conversión hasta su casita en la isla de Patmos. Pero es un libro que enriquece, que seduce, que fascina, que enseña. Al final de la obra, sentimos ganas de saber más de esta epopeya que a los ojos humanos resulta verdaderamente increíble, verdaderamente milagrosa.
El epílogo del libro, muy breve, se centra en el evangelio de Juan, filosófico, helenista. Juan, él solo, cuenta un episodio de la vida de Jesús, el lavatorio de los pies. Para Carrère este gesto es tan importante como la Eucaristía. Y quizás sea este gesto el ambiente, la temperatura, la atmósfera propia del Reino que Jesús no anuncia para el final de los tiempos, sino para instaurar aquí, ahora y ya. De hecho los cristianos son los únicos que viven, a la vez, en un reino determinado, geográfico e histórico y en el Reino. Pertenecen a este mundo, pero son ciudadanos de Otro.
El libro de Carrère se cierra con un episodio que él mismo vive. Participa en un retiro impartido por Jean Vanier, el fundador de las comunidades del Arca. El retiro empieza con una división en pequeños grupos y con la repetición del lavatorio de los pies entre ellos. En este lavatorio participan gentes de muy diversa procedencia y estatus social, pero también los acogidos, personas con discapacidad, de la comunidad del Arca. El lavatorio de los pies: un gesto de esclavo, de criado, que ejecuta el Señor, y desde entonces todos los que quieran vivir el espíritu del Reino. El lavatorio concede una autoridad que no viene desde arriba, sino desde abajo: “es hermoso que unas personas se reúnan para esto, para acercase todo lo posible a lo que hay de más pobre y vulnerable en el mundo y en nosotros mismos. Me digo que el cristianismo es esto”.

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Una temporada en el infierno

            En una estación de París, desciende un joven de 16 años, cuerpo atlético, pelo alborotado y ojos azules. Se llama Arthur Rimbaud...

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